La psiquiatría inglesa y la guerra

La psiquiatría inglesa y la guerra*
Jacques Lacan
 
 * Artículo aparecido en la revista L’Evolution psychiatrique, 1947, vol. 1. Vuelto a publicar en AA.VV., La querelle des diagnostics, Navarin, Paris 1986, pp.15-42. Traducción: Vicente Palomera. La “Discusión” ha sido agregada en esta versión, traducida por Hernán Scholten.

Cuando, en septiembre de 1945, estuve en Londres, en la Ciudad apenas acababan de apagarse las luces del V-Day, el Día en que ella había celebrado su victoria.
La guerra me había dejado un vivo sentimiento de irrealidad bajo el que la colectividad de los franceses la había vivido de principio a fin. No me refiero aquí a esas ideologías foráneas que nos habían mecido con fantasmagorías sobre nuestra grandeza, parientes de los desvaríos seniles, sea del delirio agónico o de las tabulaciones compensatorias propias de la infancia. Quiero más bien referirme al desconocimiento sistemático del mundo en cada uno, esos refugios imaginarios en que, como psicoanalista, solo podía identificar para el grupo, presa entonces de una disolución verdaderamente terrorífica de su estatuto moral, esas mismas modalidades de defensa que el individuo utiliza en la neurosis contra su angustia, y con un éxito no menos ambiguo, también paradójicamente eficaz, y que sella del mismo modo, ¡ay!, un destino que se transmite a las generaciones sucesivas.
Pensaba, pues, salir del círculo de este encantamiento mortífero para entrar en otro reino: allí donde, después del rechazo crucial de un compromiso que hubiera sido la derrota, se había podido, sin perder el dominio a través de las peores pruebas, conducir la lucha hasta el triunfo final, que ahora hacía ver a las naciones que la enorme ola que habían visto casi tragárselas, no había sido sólo una ilusión de la historia, y de ésas que se rompen tan pronto.
Mi espera de otros aires no fue decepcionada desde el principio hasta el final de mi estancia, que duró cinco semanas. Y es en forma de evidencia psicológica que toqué esta verdad: la victoria de Inglaterra es de una fuerza moral, —quiero decir que la intrepidez de su pueblo reside en una relación verídica con respecto a lo real, que su ideología utilitarista no facilita su comprensión, que especialmente el término de adaptación traiciona totalmente, y por lo cual también la bella palabra «realismo» nos está interdicta a causa del uso infamante con el que los «clérigos de la Traición» han envilecido su virtud, por una profanación del verbo que durante mucho tiempo priva a los hombres de los valores ofendidos.
Debemos, pues, llegar a hablar de heroísmo y evocar las marcas, desde las primeras apariciones a nuestra llegada, en esta Ciudad devastada, cada doscientos metros de calle, por una destrucción vertical, con el resto perfectamente descombrado, que se acomoda mal al término «ruina», cuyo prestigio fúnebre, si bien asociado, con una intención aduladora, al recuerdo grandioso de la Roma antigua en el discurso de bienvenida pronunciado en la vigilia por uno de nuestros enviados más eminentes, había sido mediocremente saboreado por gentes que no se apoyan en su historia.
Tan severos y sin mayor romanticismo, a medida que el visitante iba caminando, se le descubrían otros signos, por azar o destino, —desde la depresión que le describía en metáforas sonambúlicas, al gusto de uno de esos encuentros en la calle favorecidos por la ayuda mutua vigente en los tiempos difíciles, de una mujer joven de la clase acomodada que iba a festejar su liberación del servicio agrícola, del que como soltera había sido movilizada durante cuatro años, —hasta ese agotamiento íntimo de las fuerzas creativas que, por sus confesiones o por sus propias personas, médicos u hombres de ciencia, pintores o poetas, eruditos, hasta sinólogos, que fueron sus interlocutores, traicionaban por un efecto tan general como lo había sido la obligación de todos, y hasta el extremo de sus energías, a los servicios cerebrales de la guerra moderna: organización de la producción, aparatos de detección o de camuflaje científicos, propaganda política o informaciones.
Cualquiera que fuese la forma que esta depresión reactiva a escala colectiva haya podido tomar, doy testimonio de que emanaba un factor tónico que, después de todo, callaría como demasiado subjetivo, si no hubiera encontrado para mí su sentido en lo que me fue revelado del sector del esfuerzo inglés que yo estaba cualificado para juzgar.
Hay que centrar el campo de lo que han realizado los psiquiatras en Inglaterra, por la guerra y para ella, del uso que han hecho de su ciencia en singular y de sus técnicas en plural y de lo que, tanto la una como las otras, han recibido de esta experiencia. Tal es, en efecto, el sentido del título del libro del brigadier general Rees, al que nos referiremos sin cesar: The Shaping of Psychiatry by the War.
Está claro que a partir del principio de la movilización total de las fuerzas de la nación que exige la guerra moderna, el problema de los efectivos depende de la escala de la población, razón por la cual, en un grupo reducido como el de la Inglaterra metropolitana, todos, hombres y mujeres, tuvieron que ser movilizados. Pero todo esto se duplica con el problema de la eficacia que requiere tanto un empleo riguroso de cada individuo como la mejor circulación de las concepciones más audaces de los responsables hasta el último de los ejecutores. Un problema en el que una racionalización psicológica tendrá siempre algo más que decir, pero al que las calificaciones en tiempos de paz, la alta educación política de los ingleses y una propaganda ya experta podían bastar.
Muy otro era el problema que se planteaba: constituir en su totalidad un ejército a escala nacional, del tipo de los ejércitos continentales, en un país que sólo tenía un pequeño ejército profesional, por haberse opuesto obstinadamente al reclutamiento hasta la víspera del conflicto. Es preciso considerar en toda su relevancia el hecho de que se recurriera, para producir lo que se puede llamar la creación sintética de un ejército, a una ciencia psicológica todavía joven, cuando esta ciencia apenas acababa de poner al día, a la luz del pensamiento racional, la noción de tal cuerpo como grupo social con una estructura original.
En efecto, es en los escritos de Freud donde los problemas del mando y el problema de la moral acababan de ser formulados, por primera vez, en los términos científicos de la relación de identificación, es decir todo ese encantamiento destinado a reabsorber totalmente las angustias y los miedos de cada uno en una solidaridad del grupo en la vida y en la muerte, cuyo monopolio lo tenían hasta entonces los practicantes del arte militar. Conquista de la razón que viene a integrar la tradición misma, aligerándola y elevándola a una segunda potencia.
Se pudo ver, en el momento de las dos victorias fulminantes del desembarco en Francia y del paso del Rin, que en paridad de técnica del material, y con toda la tradición militar del lado del ejército que la había llevado al grado más alto que el mundo haya conocido y que acababa de reforzarla con el apoyo moral debido a una democratización de las relaciones jerárquicas, cuyo valor angustiante, como factor de superioridad, había sido señalado por nosotros cuando regresamos de las Olimpíadas de Berlín de 1936, todo el poder de esta tradición no pesó ni una onza contra las concepciones tácticas y estratégicas superiores producto de los cálculos de los ingenieros y de los comerciantes.
Así acabó, sin duda, de disiparse la mistificación de aquella formación de casta y de escuela, en la que el oficial conservaba la sombra del carácter sagrado que revestía al guerrero antiguo. Por lo demás, por el ejemplo de uno de los vencedores, se sabe que no existe cuerpo constituido donde sea más saludable para el pueblo eliminar los abusos, y que, en razón de un fetichismo que da sus mejores frutos en África Central, es necesario estimar el uso aún floreciente de valerse de él como depósito de ídolos nacionales.
En cualquier caso, es sabido que la posición tradicional del mando no marcha paralela a la iniciativa inteligente. Esta es la razón por la cual en Inglaterra, cuando al inicio de 1939 los acontecimientos se precipitaron, las autoridades superiores rechazaron un proyecto presentado por el Servicio sanitario del Ejército, con el fin de organizar la instrucción no sólo física sino mental de los reclutas. El principio había sido aplicado en los Estados Unidos desde la guerra anterior, bajo el impulso del doctor Thomas W. Salmon.
Así, cuando la guerra estalló, en septiembre, Inglaterra sólo disponía de una docena de especialistas a las órdenes de Rees en Londres; se agregaron dos consultantes al cuerpo expedicionario en Francia dos en India. En 1940, en los hospitales afluyeron casos bajo la rúbrica de inadaptación, delincuencias diversas, reacciones psiconeuróticas, y fue bajo la presión de esta urgencia como, utilizando cerca de 250 psiquiatras integrados por el reclutamiento, fue organizada la acción cuya amplitud y flexibilidad vamos a mostrar. Un espíritu animador les había precedido: el coronel Hargreaves, poniendo a punto un primer ensayo de tests eliminatorios adaptados de los tests de Spearman, de los cuales ya se había partido, en Canadá, para dar forma al test de Penrose-Raven.
Desde ahora, el sistema que se adoptará es el llamado PULHEMS, ya experimentado en el ejército canadiense, en el cual una escala graduada de 1 a 5 está referida a cada una de las siete letras simbólicas que representan respectivamente a la capacidad física general, a las funciones de los miembros superiores (Upper Limbs), inferiores (Lower Limbs), a la audición (Hear), a la vista (Eyes), a la capacidad mental (es decir, a la inteligencia), en fin, a la estabilidad afectiva, de los que dos grados de siete son de orden psicológico.
Se hace una primera selección sobre los reclutas [1], que separa el decil inferior.
Esta selección, subrayémoslo, no apunta a las cualidades críticas y técnicas que requiere la prevalencia de las funciones de transmisión en la guerra moderna, no menos que la subordinación del grupo de combate al servicio de las armas que no son ya instrumentos, sino máquinas. Lo que se trata de obtener en la tropa es una cierta homogeneidad, considerada como factor esencial de su moral.
En efecto, todo déficit físico o intelectual asume para el sujeto dentro del grupo un alcance afectivo en función del proceso de identificación horizontal que el trabajo de Freud, antes evocado, quizás sugiere, pero que descuida en provecho, si se puede decir así, de la identificación vertical con el jefe.
Rezagados en la instrucción, asolados por el sentimiento de su inferioridad, inadaptados y fácilmente delincuentes, menos aún por falta de comprensión que a causa de impulsos de orden compensatorio, terrenos abonados para los raptos depresivos o ansiosos, o de estados confusionales bajo el golpe de las emociones o conmociones de la línea de fuego, conductores naturales de todas las formas de contagio mental, los sujetos afectados por un déficit demasiado grande tienen que ser aislados como dullards, término del que nuestro amigo el doctor Turquet, aquí presente, da el equivalente francés no en el de retraso, sino en el de lerdo. Dicho de otro modo, es lo que nuestro lenguaje familiar denomina con la palabra débilard, término que expresa menos un nivel mental que una evaluación de la personalidad.
Después de todo, esos sujetos, por el hecho de ser agrupados entre sí, se muestran de inmediato infinitamente más eficaces, por una liberación de su buena voluntad, correlativa de una sociabilidad así reforzada; incluso los motivos sexuales de sus delitos no pasan a un segundo plano, como para demostrar que, en su caso dependen menos de una presunta prevalencia de los instintos de lo que representan como compensación de su soledad social. Tal es, al menos, lo que se manifiesta en Inglaterra en la utilización de ese residuo que América podía darse el lujo de eliminar. Después de haberlos empleado en los trabajos agrícolas se tuvo que hacerlos pioneros, pero manteniéndolos en la retaguardia.
Las unidades así depuradas de sus elementos inferiores, vieron descender, en una proporción que se puede decir geométrica, los fenómenos de shock y de neurosis, los efectos de claudicación colectiva.
El general mayor Rees vio la aplicación de esta experiencia fundamental a un problema social de nuestra civilización, inmediatamente accesible a la práctica, sin otorgar nada a las escabrosas teorías de la eugenesia, y completamente en las antípodas, como se ve, del mito anticipatorio del Brave New WorId de Huxley [2].
Aquí encuentran su ámbito de cooperación diversas disciplinas que, por más teóricas que las consideremos algunos de nosotros, será necesario que todos se informen. Pues, de hecho, se debe a esta condición el que nosotros podamos y debamos justificar la preeminencia que nos viene del uso a escala colectiva de las ciencias psicológicas. Si los psiquiatras ingleses, en efecto, lo han hecho reconocer, con un éxito sobre el que deberé volver, durante la experiencia de la guerra, todo esto es debido, como veremos, no sólo al gran número de psicoanalistas entre ellos, sino al hecho de que todos han sido penetrados por la difusión de los conceptos y de las modalidades operatorias del psicoanálisis. Por otro lado, está el hecho de que disciplinas apenas aparecidas en nuestro horizonte, como psicología llamada de grupo, han llegado en el mundo anglosajón a una elaboración suficiente para expresarse, en la obra de Kurt Lewin, nada menos que en el nivel matemático del análisis vectorial.
Así, en una larga entrevista que tuve con dos médicos que voy a presentar como pioneros de esta revolución que transporta a escala colectiva todos nuestros problemas, oí a uno de ellos exponerme fríamente que, para la psicología de grupo, el complejo de Edipo era el equivalente de lo que en física se llama el problema de los tres cuerpos, problema que, por otra parte, se sabe que no ha tenido una solución completa.
Pero es de buen tono, por nuestra parte, sonreír ante este tipo de especulaciones, sin que sea, por otra parte, más prudente el dogmatismo.
Voy a intentar presentar, ahora, al natural, el retrato de estos dos hombres de quienes se puede decir que brilla en ellos la llama de la creación, en uno como congelada en una máscara inmóvil y lunar, acentuada por las finas comas de unos bigotes negros, y que, no menos que la alta estatura y que el tórax de nadador que lo sostiene, desmiente las formas kretshmerianas cuando todo nos advierte estar frente a uno de esos seres solitarios hasta en sus más altas devociones, tal como viene confirmado por su hazaña en Flandes de haber seguido bastón en mano su tanque en el asalto, forzando así, paradójicamente, las mallas del destino —en el otro, la llama centelleante tras el monóculo al ritmo de un verbo ardiente por adherir además a la acción, el hombre, en una sonrisa que retuerce hacia atrás una brocha salvaje, recomendándose con gusto para completar su experiencia de analista con un trato de los hombres, probado al fuego del 17 de octubre en Petrogrado. Aquél Bion, éste Rickmann, han publicado juntos en el número del 27 de noviembre del ’43 de The Lancet que equivale por su destinación y por su formato a nuestra Prensa médica, un artículo que se reduce a seis columnas de diario, pero que marcará una época en la historia de la psiquiatría.
Bajo el significativo título de Intra-Group Tensions in Therapy. Their Study as the Task of the Group, es decir: «Tensiones intragrupo en la terapia. Su estudio como tarea del grupo», los autores nos dan un ejemplo concreto de su actividad en un hospital militar que tiene el valor de una demostración de método, por haber aclarado la ocasión y, al mismo tiempo, los principios con sobriedad y, diría, con una perfecta humildad. Encuentro ahí la impresión del milagro de los primeros freudianos: encontrar la fuerza viva de la intervención en el mismo callejón sin salida de una situación. He aquí Bion presa de cerca de 400 «pájaros» de un servicio llamado de reeducación.
Las impertinencias anárquicas de sus necesidades ocasionales: requerimientos de autorizaciones excepcionales, irregularidades crónicas de su situación, van a parecerle enseguida como destinadas a paralizar su trabajo sustrayéndole horas, ya aritméticamente insuficientes, para resolver el problema de fondo que plantea cada uno de estos casos, si se los toma uno por uno. Bion parte de esta dificultad para franquear el Rubicón de una innovación metodológica.
¿Cómo considerar, de hecho, a estos hombres en su situación presente, sino como soldados que no pueden someterse a la disciplina y que quedaron cerrados a los beneficios terapéuticos que dependen de ella, por la razón de que éste es el mismo factor que los ha reunido ahí?
Ahora bien, en un teatro de guerra ¿qué hay que hacer para que de este agregado irreductible llamado «compañía de disciplina», surja una tropa en marcha? Dos elementos: la presencia del enemigo que suelde al grupo frente a una amenaza común, —y un jefe al que el conocimiento de los hombres permita fijar, con la mayor proximidad, el margen a dar a sus debilidades, y que pueda mantener el límite con su autoridad, es decir, que cada uno sepa que una vez asumida una responsabilidad no se «desinfla».
El autor es un jefe tal en el que el respeto por el hombre es consciencia de sí mismo, y es capaz de sostener a cualquiera donde sea que él esté.
En cuanto al peligro común ¿no está en esas mismas extravagancias que hacen desvanecer toda razón de la estancia allí de estos hombres, oponiéndose a las condiciones primeras de su curación? Pero es menester hacer que tomen conciencia de ello.
Y es aquí donde interviene el espíritu del psicoanalista que va a tratar la suma de los obstáculos que se oponen a esta toma de conciencia como esta resistencia, o este desconocimiento sistemático, cuya maniobra aprendió de la cura de los individuos neuróticos. Sin embargo, aquí él va a tratarla a nivel del grupo.
En la situación prescrita, Bion tiene más dominio sobre el grupo que el psicoanalista sobre el individuo, ya que, por lo menos de derecho y como jefe, él forma parte del grupo. Pero, justamente, eso es de lo que el grupo no se da cuenta. Así el médico deberá pasar por la aparente inercia del psicoanalista, y apoyarse en el único apoyo que de hecho le es dado, el de tener al grupo al alcance de su palabra.
Sobre este dato, él se propondrá organizar la situación para forzar al grupo a tomar consciencia de sus dificultades de existencia como grupo, —luego a hacerlo cada vez más transparente a sí mismo, hasta el punto que cada uno de sus miembros pueda juzgar de manera adecuada los progresos del conjunto, —visto que para el médico el ideal de tal organización está en su perfecta legibilidad, tal que pueda apreciar en todo instante hacia qué puerta de salida se encamina cada «caso» confiado a su cuidado: retorno a su unidad, reenvío a la vida civil o perseveración en la neurosis.
He aquí pues, en resumen, el reglamento que promulga en un mitin inaugural de todos los hombres: se formarán un determinado número de grupos que se definirán cada uno por un objeto del que ocuparse, pero ellos serán enteramente remitidos a la iniciativa de los hombres, es decir, que cada uno no sólo se incorporará a su gusto, sino que podrá promover uno nuevo según su idea, con la única limitación de que el objeto mismo sea nuevo, dicho de otro modo, que no haga un doble uso con el de otro grupo. Se entiende que a cada uno le está permitido, en todo momento, volver a descansar en la habitación ad hoc, sin que de ello resulte otra obligación que la de declarárselo al jefe-supervisor.
Todos los días, a las doce menos diez del mediodía, una reunión general que durará una media hora examinará la marcha de las cosas así establecidas.
El artículo nos hace seguir, en un progreso cautivante, la primera oscilación de los hombres ante el anuncio de aquellas medidas que, en relación a los hábitos reinantes en ese lugar, generan el vértigo (e imagino el efecto que habría producido en mi servicio en Val de Grâce), luego las primeras formaciones blandas que se presentan más bien como una puesta a prueba de la buena fe del médico; pronto los hombres se prestan al juego y se constituyen un taller de carpintería, un curso preparatorio para oficiales de enlace, un curso de práctica cartográfica, un taller de mantenimiento de coches e inclusive un grupo que se consagra a la tarea de mantener al día un diagrama claro de las actividades en curso y de la participación de cada uno, —recíprocamente el médico, tomando a los hombres por sus obras como ellos mismos lo han tomado por su palabra, pronto tiene la ocasión de denunciarles esa ineficacia en sus actos, de la que escucha que ellos mismos se lamentan respecto al funcionamiento del ejército,—y de repente la cristalización se produce con una autocrítica en el grupo, marcada, entre otras cosas, por la aparición de un servicio voluntario que, de un día para otro, cambia el aspecto de las salas, a partir de entonces barridas y limpias por los primeros llamados a la autoridad, la protesta colectiva contra los que se escaquean y se aprovechan del esfuerzo de los otros, ¡y cuál no fue la indignación del grupo leso (este episodio no está en el artículo), el día en que las tijeras para coser desaparecieron! Pero, cada vez que se pide su intervención, Bion, con la firme paciencia del psicoanalista, devuelve la pelota a los interesados: nada de castigos, nada de reemplazar las tijeras. Los que se escaquean son un problema propuesto a la reflexión del grupo, no menos que la salvaguarda de las tijeras de trabajo; a falta de poder resolverlos, los más activos continuarán trabajando para los otros y la adquisición de nuevas tijeras se hará con el gasto de todos.
Estando las cosas así, Bion no carece ciertamente de «estómago» y, cuando un listo propone instituir un curso de baile, lejos de responder con un llamado a la buena educación, que el mismo promotor de la idea cree provocar, él sabe dar confianza a una motivación más secreta que advierte en el sentimiento de inferioridad propio de todo hombre apartado del honor del combate: y pasando por alto los riesgos de la critica o del escándalo, se sirve de esa propuesta para una estimulación social, decidiendo que los cursos serán impartidos por la tarde, después del servicio, por las graduadas ATS del hospital (tales iniciales, en Inglaterra, designan a las mujeres movilizadas) y que estarán reservados a aquéllos que ignoren la danza y deban aún aprenderla. El curso que, de hecho, se desarrolla en presencia del oficial que desempeña la función de director del hospital, representa para estos hombres una iniciación a un estilo de comportamiento que, por su prestigio, restablece en ellos el sentimiento de su dignidad.
Después de algunas semanas, el servicio llamado de reeducación se había convertido en la sede de un espíritu nuevo que los mismos oficiales reconocían en los hombres en el momento de las manifestaciones colectivas, de carácter musical, por ejemplo, durante las cuales entraban en una relación más familiar: espíritu de cuerpo propio del servicio, que se imponía a los recién llegados, a medida que partían aquellos que habían sido marcados por su beneficio. El sentimiento de las condiciones propias de la existencia del grupo, mantenido por la acción constante del médico animador, constituía su fundamento.
Aquí reside el principio de una cura de grupo, fundada sobre la prueba y la toma de consciencia de los factores necesarios para un buen espíritu de grupo. Cura que en los países anglosajones asume su valor original después de varios intentos hechos, aunque por vías distintas, en el mismo registro.
Rickmann aplica el mismo método en la sala de observación donde se las tiene que ver con un número más reducido de pacientes, aunque también con un agrupamiento de casos menos homogéneo. Debe, entonces, combinarlos con encuentros individuales, pero es siempre bajo el mismo ángulo como se afrontan los problemas de los enfermos. Para tal propósito hace la observación, que a más de uno parecerá fulgurante, de que si se puede decir que el neurótico es egocéntrico y tiene horror de todo esfuerzo por cooperar, es quizás porque raramente está colocado en un ambiente en el que todos los miembros estén sobre un mismo plano de igualdad que él en lo que concierne a las relaciones con sus semejantes.
Dedico la fórmula a aquellos de mis oyentes que ven la condición de toda cura racional de los trastornos mentales en la creación de una nueva sociedad, en la que el enfermo mantenga o restaure un intercambio humano, cuya sola desaparición redobla por sí sola la tara de la enfermedad.
Me he demorado en reproducir los detalles de esa especie de nacimiento que es una mirada nueva que se abre sobre el mundo. Si algunos le objetan el carácter específicamente inglés de determinados rasgos, les responderé que en esto reside uno de los problemas que hay que someter a un nuevo punto de vista: ¿cómo se determina la parte movilizable de los efectos psíquicos del grupo? ¿Su tasa específica varía según el área cultural? Una vez que el espíritu ha concebido un nuevo registro de determinación, no puede sustraerse a él tan fácilmente.
Por el contrario, tal registro da un sentido más claro a las observaciones que se expresaban menos bien en los sistemas de referencia ya en uso: por ejemplo, la fórmula que circula sin más reserva en las palabras del psicoanalista que es mi amigo Turquet, cuando me habla de la estructura homosexual de la profesión militar en Inglaterra y me pregunta si esta fórmula es aplicable al ejército francés.
¿Que hay de sorprendente para nosotros en constatar que todo organismo social especializado encuentra un elemento favorable en una deformación específica de tipo individual, cuando toda nuestra experiencia del hombre nos indica que son las mismas insuficiencias de su fisiología las que sostienen la mayor fecundidad de su psiquismo?
Refiriéndome pues a las indicaciones que he podido obtener de una experiencia fragmentaria, le respondo que el valor viril que expresa el tipo más acabado de la formación tradicional del oficial entre nosotros, me ha parecido en muchas ocasiones como una compensación de lo que nuestros ancestros habrían llamado una cierta debilidad ante la diversión.
Seguramente es menos decisiva esta experiencia que aquélla que tuve, en 1940, de un fenómeno molecular a escala nacional: me refiero al efecto macerante para el hombre de la predominancia psíquica de las satisfacciones familiares, y aquel inolvidable desfile, en el servicio especial donde estuve enrolado, de sujetos mal despertados del calor de las faldas de la madre y de la esposa y que, en virtud de las evasiones que les llevaban más o menos asiduamente a sus periodos de instrucción militar, sin ser el objeto de ninguna selección psicológica, se encontraron promovidos a los grados que representaban los nervios del combate: del cabo al capitán. Mi grado sólo me permitía acceder de oídas a las muestras que teníamos de la ineptitud para la guerra de los cuadros superiores. Solo indicaré que encontraba aquí en la escala colectiva el efecto de degradación del tipo viril que, en una publicación sobre la familia en 1938, había referido a la decadencia social de la imago paterna [3].
Esto no es una disgresión, pues este problema del reclutamiento de los oficiales es aquél en el que la iniciativa psiquiátrica, en Inglaterra, ha mostrado su resultado más brillante. Al comienzo de la guerra el reclutamiento empírico a través del rango se mostró absurdo, en primer lugar, por el hecho de que percibió, muy rápidamente, lo lejos que se estaba de poder obtener de cada excelente suboficial un oficial, aunque fuese mediocre, y que cuando un excelente suboficial ha hecho patente su fracaso como aspirante a oficial, vuelve a su cuerpo como un mal suboficial. Por otro lado, dicho reclutamiento no podía responder a la enormidad de la demanda de un ejército nacional, que tenía que surgir por entero de la nada. El problema se resolvió de modo satisfactorio por medio de un aparato de selección psicológica, siendo una maravilla el hecho de que haya podido igualarse de una vez a lo que anteriormente se realizaba después de años de escuela.
La mayor prueba de selección para los oficiales era la primera y también más amplia; como preliminar a toda instrucción especial, tenía lugar durante un curso de tres días en un centro en el que los candidatos eran albergados y, en las relaciones familiares de una vida en común con los miembros de su jurado, se ofrecían tanto mejor a su observación.
Durante estos tres días, tenían que someterse a una serie de exámenes que tendían a obtener no tanto sus capacidades técnicas, sus cocientes de inteligencia, ni más precisamente lo que el análisis de Spearman nos ha enseñado a aislar con el famoso factor g como pivote de la función intelectual, sino más bien su personalidad, o sea especialmente ese equilibrio de las relaciones con otros que gobierna la misma disposición de las capacidades, su tasa utilizable en el papel de jefe y en las condiciones de combate. Cada prueba estaba pues centrada en la detención de los factores de la personalidad.
En primer lugar, las pruebas escritas, que comportan un cuestionario sobre los antecedentes personales y familiares del candidato—los tests de asociación verbal que se ordenan por el examinador en un cierto número de series que define su orden emocional,—los tests llamados de «apercepción temática» de Murray, que versan sobre la significación que el sujeto atribuye a las imágenes que evocan de modo ambiguo un escenario y temas de elevada tensión afectiva (hacemos circular estas imágenes, por lo demás bastante expresivas de rasgos específicos de la psicología americana, más aun que de la inglesa), finalmente, la redacción de dos retratos del sujeto tal como podrían ser concebidos respectivamente por un amigo y por un crítico severo.
Después, una serie de pruebas donde el sujeto es colocado en situaciones casi reales, cuyos obstáculos y dificultades varían en relación al espíritu inventivo de los examinadores y que revelan las actitudes fundamentales del sujeto cuando se encuentra en presencia de las cosas y de los hombres.
Señalaré, por su alcance teórico, la prueba llamada del «grupo sin jefe», que debemos también a las reflexiones doctrinales de Bion. Se constituyeron equipos de diez sujetos aproximadamente, ninguno de los cuales es investido de una autoridad preestablecida: se les propone una tarea que deben resolver colaborando, y cuyas dificultades, escalonadas, conciernen a la imaginación constructiva, al don de improvisación, a las cualidades de previsión, al sentido de rendimiento, —por ejemplo: el grupo debe atravesar un río por medio de un determinado material que exige que se lo utilice con el máximo ingenio, sin dejar de prever su recuperación después de su uso, etc. Durante la prueba determinados sujetos se destacaron por sus cualidades de iniciativa y por los dones imperativos que les habrán permitido hacerles prevalecer. Pero lo que el observador notará será, no tanto la capacidad de conducción de cada uno, como la medida en la que él sabe subordinar la preocupación de hacerse valer al objeto común que el ejemplo persigue y en la que ella debe encontrar su unidad.
La cotización de esta prueba no se toma en consideración más que en una primera selección. En el inicio del funcionamiento del aparato se le proponía a cada candidato una entrevista con el psiquiatra, en la modalidad libre y confidencial propia del análisis; a continuación, por razones de economía y de tiempo, estuvo reservada sólo a los sujetos que, en las pruebas precedentes, habían sido señalados por reacciones dudosas.
 Merecen ser considerados dos puntos: por una parte, el fairplay que respondía en los candidatos al postulado de autenticidad que la entrevista psicoanalítica supone hacer intervenir en última instancia, y el testimonio más habitualmente recurrente, aunque fuese de parte de cuantos habían sido reconocidos como ineptos, de que para ellos la prueba se cerraba con la sensación de haber vivido una experiencia de las más interesantes; por otra parte, el rol que compete aquí al psiquiatra, sobre el cual nos vamos a detener un instante.
Aunque aquéllos que han concebido, puesto en pie, perfeccionado el aparato, sean psiquiatras, Wittkaver, Rodger, Sutherland, Bion, el psiquiatra no tiene en teoría más que una voz particular en las decisiones del jurado. El presidente y el vicepresidente son oficiales veteranos elegidos por su experiencia militar. El psiquiatra está en igualdad con el psychologist que nosotros aquí llamamos psicotécnico, especialista [4] más ampliamente representado en los países anglosajones que entre nosotros, en razón del uso mucho más amplio que se hace en las funciones de asistencia publica, encuesta social, orientación profesional o de selección de iniciativa privada con fines de rendimiento industrial. Finalmente, incluso los sargentos, a los cuales se les confiaba la vigilancia y el cotejo de las pruebas, participaban al menos en una parte de las deliberaciones.
Se ve pues que se remiten a él para concluir en un juicio sobre el sujeto cuya objetividad busca su garantía en las motivaciones ampliamente humanas, más que en las operaciones mecánicas.
Ahora bien, la autoridad que la voz del psiquiatra asume en tal concierto demuestra qué contribución social le impone su función. Este descubrimiento, hecho por los interesados que le testimonian de modo unívoco, y a veces asombrándose ellos mismos, obliga a cuantos quieren concebir esta función sólo bajo el ángulo limitado que, hasta el presente, define a la palabra «alienista», a reconocer que están de hecho destinados a una defensa del hombre que los promueve, a su pesar, a una eminente función en la sociedad. La oposición de los mismos psiquiatras frente a tal ampliación de sus deberes, que responde en nuestra opinión a una auténtica definición de la psiquiatría como ciencia, así como a su verdadera posición en cuanto arte humano, no es menor, créanlo, en Inglaterra que en Francia. Sólo que en Inglaterra ha debido ceder en todos aquellos que han participado en la actividad de la guerra, así como ha cedido la oposición a tratar de igual a igual con los psicólogos no médicos, oposición que en su análisis resulta esconder un noli me tangere que no es menos frecuente en la base de la vocación médica que en la del hombre de Iglesia y del hombre de leyes. Son éstas, de hecho, tres profesiones que aseguran a un hombre hallarse, frente a su interlocutor, en una posición donde la superioridad le está garantizada de antemano. Afortunadamente, la formación que nos aporta nuestra práctica puede llevarnos a ser menos sombríos al menos a aquéllos de entre nosotros que estamos muy poco agobiados personalmente para poder sacar provecho de ella para su propia catarsis. Estos últimos accederán a aquella sensibilidad de las profundidades humanas que no es ciertamente nuestro privilegio, pero que debe ser nuestra calificación.
De tal modo, el psiquiatra no sólo tendrá un lugar honorable y dominante en las funciones consultivas, como las que acabamos de evocar, sino que se le ofrecerán nuevas vías abiertas de experiencia como las del area psychiatrist. Esta función, inaugurada también en el ejército inglés, puede traducirse del mismo modo que la del psiquiatra destinado a la circunscripción militar. Liberado de toda obligación de servicio y ligado a la sola autoridad superior, tiene la función de indagar, proveer e intervenir en todo lo que, en los reglamentos y en las condiciones de vida, interesa a la salud mental de los movilizados en una determinada circunscripción. Es así como los factores de ciertas epidemias psíquicas, neurosis de masas, delincuencias diversas, deserciones, suicidios, han podido ser definidos y contenidos, y que aparece posible en el futuro un orden de profilaxis social.
Tal función tendrá, sin duda, su lugar en la aplicación del plan Beveridge que preconiza, señalémoslo, una proporción del espacio calificado para el tratamiento de los casos de neurosis igual al 5% de la hospitalización general, una cifra que supera todo aquello que se había previsto hasta entonces para la profilaxis mental. Rees, en el libro al que nos referimos constantemente, ve en la función del area psychiatrist, en tiempo de paz, una región de 50 a 75.000 habitantes. Sería de su competencia todo aquello que, en las condiciones de subsistencia y en las relaciones sociales de tal población, puede ser reconocido para influir sobre la higiene mental. En efecto, es posible encontrar todavía cosas que decir sobre la psicogénesis de los trastornos mentales, cuando la estadística una vez más ha manifestado el sorprendente fenómeno de la reducción, con la guerra, de los casos de enfermedad mental, tanto en la vida civil como en el ejército. Un fenómeno que no ha sido menos neto en Inglaterra donde se ha manifestado inversa y contrariamente a los presuntos efectos de los bombardeos sobre la población civil. Se sabe que las correlaciones estadísticas del fenómeno no permiten, incluso en el examen menos precavido, relacionarlo a alguna causa contingente como la restricción del alcohol, el régimen alimenticio, el mismo efecto psicológico de la ocupación extranjera, etc.
El libro de Rees abre, por otro lado, una perspectiva curiosa sobre la prognosis de las psicosis, sensiblemente mejor cuando son tratadas en las condiciones sensiblemente menos aislantes que constituyen el servicio militar [5].
Volviendo a la contribución de la psiquiatría a la guerra, no me extenderé en las selecciones especiales de las que eran objeto las tropas de asalto (Commandos), las unidades blindadas, la R.A.F., la Royal Navy. Éstas, que habían sido organizadas en un periodo precedente sobre la base de medidas de agudeza sensorial y habilidad técnica, tuvieron que ser completadas también con calificaciones de la personalidad que son competencia del psiquiatra. Puesto que, cuando se trata, por ejemplo, de confiar a un piloto un aparato que está en el orden del millón de libras, las reacciones típicas como la de «fuga hacia adelante» toman todo su peso en cuanto a los riesgos, y las exclusivas doctrinales llevadas por los alemanes no han impedido recurrir, para detenerlos, a las investigaciones psicoanalíticas que se habían demostrado válidas.
Igualmente, el psiquiatra se ha encontrado en todas partes presente, tanto en la línea de fuego, en Birmania, en Italia, cerca de los Commandos, como en las bases aéreas y navales, y en todas partes su crítica se ejerció sobre los nudos significativos que revelaban los síntomas y los comportamientos.
Los episodios de depresión colectiva aparecieron de un modo muy electivo en los Commandos que habían sido objeto de una selección insuficiente, y evocaré sólo a ese joven psiquiatra que, para reunirse con los paracaidistas que debía seguir en el frente de Italia, llevaba en su reducido equipaje de aviador el libro de Melanie Klein, que lo había iniciado en la noción de los «malos objetos» introyectados en el periodo de los intereses excrementicios, y a aquélla, más precoz aún, del sadismo oral: perspectiva que se reveló muy fecunda para la comprensión de sujetos ya situados psicológicamente por su reclutamiento voluntario.
Los puntos de vista psicoanalíticos, una vez terminada la guerra, no fueron menos apreciados en la obra de rehabilitación en la vida civil de los prisioneros de guerra y de los combatientes de ultramar.
Se destinaron a esta obra un determinado número de centros especiales, uno de los cuales, instalado en la residencia señorial de Hartfield, todavía residencia del marqués de Salisbury, y conservada pura en su arquitectura original por no haber salido de la familia de los Cecil, desde su construcción en el siglo XVI, fue visitada por mí en una de esas radiantes jornadas que el octubre londinense ofrece a menudo, y en aquel año con una particular generosidad. Dado que me permitieron pasear a mi gusto durante bastante tiempo, me convencí de la completa libertad de la que gozaban los allí alojados, libertad que resultaba compatible con el mantenimiento de cuadros antiguos en una gran sala como la Galería de los Espejos, que servía de dormitorio, —no menos que con el respeto por el orden en el comedor en el que, como invitado, pude constatar que hombres y oficiales se agrupaban según su elección a la sombra de una impresionante guarda de armaduras.
Pude entrevistarme con el mayor Doyle, al que me presenté a mi llegada, y con su team médico; relataré de él sólo estos dos propósitos, que el problema esencial aquí era el de la reducción de los fantasmas que han tomado un rol predominante en el psiquismo de los sujetos durante los años de alejamiento o de reclusión, —que el método de tratamiento que animaba el centro se inspiraba completamente en los principios del psicodrama de Moreno, es decir, de una terapéutica instaurada en América y que es necesario situarla también en psicoterapias de grupo, de filiación psicoanalítica. Indiquemos solamente que la catarsis se obtiene en los sujetos, incluso y particularmente en los psicóticos, permitiéndoles abreaccionar en un rol que se les hace asumir en un escenario parcialmente librado a su improvisación.
También aquí, meetings de discusión, libres o dirigidos, ateliers de ensayos de todo tipo, libertad absoluta en el empleo de su tiempo (mi primer descubrimiento de los lugares me había hecho admirar que algunos se complacían en pasear entre las chimeneas y las aristas agudas de un tejado digno de la imaginación de Gustave Doré), visitas a fábricas o charlas sobre los problemas sociales y técnicos del presente, —serán la vía que permitirá a tantos sujetos volver de evasiones imaginarias hacia el oficio de encargado de un pub o hacia alguna profesión errante y retomar el camino del empleo anterior. No les faltarán consejos calificados de asistentes sociales y de consejeros jurídicos para regular las dificultades profesionales y familiares. Para juzgar la importancia de la obra baste decir que el 80% de los hombres de las categorías bajo observación eligieron libremente pasar por esta reclusión, donde su permanencia, abreviada o prolongada según su pedido, es por término medio de seis semanas. Al terminar mi visita, el retorno del director, el coronel Wilson me dio la satisfacción de oír palabras que me hicieron entender que en el plano social la guerra no dejó a Inglaterra en ese estado, del que habla Evangelio, de Reino dividido.
Así la psiquiatría ha servido para forjar el instrumento con el que Inglaterra ha ganado la guerra. Inversamente, la guerra ha transformado la psiquiatría en Inglaterra. En esto como en otros campos, la guerra se vio dando luz al progreso, en la dialéctica esencialmente conflictiva que caracteriza a nuestra civilización. Mi intervención termina en el punto en el que se descubren los horizontes que nos proyectan en la vida publica, hasta, ¡oh horror!, en la política. Encontraremos, sin duda, objetos de interés que nos resarcirán de aquellos trabajos apasionantes del tipo «dosificación de productos de desintegración uréica en la parafrenia tabulante», productos ellos mismos inagotables de ese esnobismo de una ciencia postiza donde se compensaba el sentimiento de inferioridad dominante frente a los prejuicios de la medicina en una psiquiatría ya superada.
Desde el momento en que se entra en la vía de las grandes selecciones sociales, y que, adelantándose a los poderes públicos, poderosas organizaciones como la Hawthorne Western Electric en los Estados Unidos los han puesto en funcionamiento para su provecho, ¿cómo no ver que el Estado deberá dotarse de ellas en beneficio de todos y que ya en el plano de un justo reparto de los sujetos superiores, tanto como los dullards, se puede evaluar en el orden de los 200.000 trabajadores las unidades sobre las que deberán apuntar las selecciones?
¿Cómo no ver que nuestro acercamiento al funcionario público, al administrador y psicotécnico, ya está inscrito en organizaciones como las llamadas child guidance en los Estados Unidos y en Inglaterra?
No confundamos nuestro asentimiento a todo esto con un pseudorealismo siempre a la búsqueda de una degradación cualitativa.
En ningún momento de las realizaciones que proponemos como ejemplo, hemos podido olvidar la alta tradición moral de la que ellas han permanecido aquí impregnadas. En todas presidió un espíritu de simpatía por las personas, que no está de hecho ausente de esta segregación de los dullards, donde no aparece ninguna caída del respeto debido a todos los hombres.
Baste con recordar que, a través de las más estrictas exigencias de una guerra vital para la colectividad, y el desarrollo mismo de un aparato de intervención psicológica que ahora ya es una tentación de poder, en Gran Bretaña se mantuvo el principio del respeto por la objeción de conciencia.
A decir verdad, los riesgos que tal respeto comporta para los intereses colectivos, se vieron reducidas a proporciones ínfimas, y pienso que esta guerra ha demostrado suficientemente que no es de una indocilidad demasiado grande de los individuos de donde vendrán los peligros del porvenir humano. Está claro desde entonces, que los obscuros poderes del superyó se coaligan con los más cobardes abandonos de la conciencia para llevar a los hombres a una muerte aceptada por las causas menos humanas, y que todo lo que se presenta como sacrificio no por ello mismo es heroico.
Al contrario, el creciente desarrollo, en este siglo, de los medios para actuar sobre el psiquismo [6], una manipulación concertada de las imágenes y de las pasiones, de las que ya se ha hecho uso con éxito contra nuestro juicio, nuestra firmeza y nuestra unidad moral, darán lugar a nuevos abusos de poder.
Nos parecería digno de la psiquiatría francesa que, a través de las mismas tareas que un país desmoralizado le propone, sepa formular sus deberes en los términos que salvaguarden los principios de la verdad.
 
DISCUSIÓN
 
El Doctor Bonhomme, Presidente, saluda a nuestros invitados: el Mayor Turquet, delegado del Ejército Británico ante la Armada Francesa, y el Profesor Bermann, Delegado de la Argentina en la Sección de Medicina e Higiene de la O. N. U. Agradece al Dr. Lacan por su brillante conferencia y abre la discusión.
 
Mayor Turquet: Fueron los médicos del Ejército quienes, desde el Consejo Superior de Guerra (Army Council), donde residía en 1935, impulsaron un proyecto de selección de Reclutamiento. Durante las hostilidades hubo que luchar para hacer del Psiquiatra un adjunto del Comando, un oficial del Estado Mayor. El rol del Psiquiatra, como se acaba de exponerles, se mostró particularmente eficaz. En Birmania, por ejemplo, se vió al Psiquiatra, adjunto del Comando en el nivel de la división, aconsejar que no se utilizara tal o cual batallón porque sus unidades de refuerzo manifestaban una integración psicológica insuficiente respecto de los grupos ya activos. Conviene poner el acento sobre el hecho de que fueron también los Psiquiatras los que inspiraron el principio de la propaganda política en el Ejército y le dieron impulso. En efecto, gracias a ellos un diario bimensual de información sobre los asuntos políticos mundiales proporcionó al soldado, además de una idea de los objetivos de la guerra, el sentimiento de que combatía por fines con los cuales era moral y políticamente solidario.
Y debo insistir sobre el papel de primer orden que jugaron los Psicoanalistas en las indagaciones y las medidas concernientes a la moral en el Ejército.
El Psiquiatra se convierte, cada vez más, en un médico social y debe dedicarse al estudio de los fenómenos políticos, como el fascismo. Los trabajos de Bion sobre los conflictos entre el individuo y los grupos, y las aplicaciones en concreto de los trabajos de Melanie Klein, deben servir de modelo. Hemos intentado hacer un ejército democrático, en el que el jefe representa una función dependiente de las necesidades del grupo. Se puede decir que su persona ha nacido del grupo. Es por eso que, entre nosotros, cuando las necesidades del grupo cambian, recurrimos a jefes diferentes. El análisis freudiano de la función del jefe, que representa la necesidad “de un buen padre”, responde a una relación inconsciente que vale también para el sentimiento del militar. Se trata de hacer uso de esta función con intenciones más elaboradas. Ciertas perspectivas originales, aportadas por la Psicología de Grupos, pudieron ser utilizadas, particularmente las orientaciones de Kurt Lewin sobre las relaciones entre la cualidad de la inteligencia y esas condiciones que podemos denominar “topográficas” del medio militar.
 
Prof. Bermann: Me permito insistir sobre el contraste entre el desvanecimiento de la Psiquiatría inglesa en la guerra precedente y el prodigioso auge, la verdadera renovación que mostró en esta. Esta renovación no partió ni de los Neurólogos ni de los Médicos de Asilo, ni tampoco, en general, de las esferas oficiales, sino de los Psicoterapeutas y de todos aquellos interesados en la psicogénesis. Mi visita en 1938 al Doctor Rees, que era entonces Director de la Tavistock Clinic, me permitió apreciar el carácter privado de esa clínica (carácter que tiene en común con la mayor parte de los hospitales ingleses, hasta la reforma producida por la guerra misma), y el medio muy vivo que constituía.
La teoría psicogenética se desarrolló considerablemente bajo la presión de los acontecimientos. Se conocen los estudios destacables que pudieron hacerse respecto de las úlceras psicogenéticas. Recuerdo el interés doctrinal que presenta “el síndrome de esfuerzo”, descrito por D. Costa en el curso de la guerra civil norteamericana, los informes publicados en la British Medical Journal of Mental Disease y la discusión en la Royal Medical Association sobre ese síndrome: la demostración, por el Profesor Lewis, del Maudslay Hospital, del origen psicogenético de ese síndrome en más del 90% de los casos.
Estimo que conviene darle el mayor desarrollo a la indicación de sentido sociológico en la cual se orienta la nueva Psiquiatría, requerida por los problemas actualmente planteados por la salud moral de las Naciones, tal como se presentó en el preámbulo de la Organización Mundial de la Salud, Sección de la O. N. U.
Finalmente, permítaseme subrayar, al pasar, el valor de ciertos estudios de psicólogos y de psicoanalistas, como el Coronel Th. Wilson, sobre la mentalidad nazi.
 
Dr. Borel: No puedo más que experimentar simpatía por la nueva orientación que la Psiquiatría habría encontrado en la guerra. No puedo más que aprobar la mayoría de las tesis que han sido expuestas ya que, a partir de mi propia experiencia hospitalaria, los acontecimientos han modificado en gran proporción la cantidad de Psicosis y e incluso de Psicosis orgánicas.
 
Dr. Henry Ey: Estoy sumamente interesado por todo lo que me ha hecho saber el Conferencista. Quizás lo estaría aún más si hubiera podido presentarnos la Psicoterapia de Grupo de una forma más concreta. Atribuyo, igualmente, un gran interés a todos los estudios de Psicotécnica, realizados en el Ejército Británico bajo la dirección de hombres como Rees y Turquet. Dicho esto, la imagen que se perfila detrás de una cierta concepción social de la Psiquiatría no me satisface en absoluto. Lejos de reconocer allí un progreso para la Ciencia Psiquiátrica, me sentiría más bien inclinado a ver en ella los signos de su disolución –mido bien mis palabras– en la banalidad y, en cierto sentido, en la normalidad. Extendiendo indefinidamente el objeto que ella pretende abarcar, la Psiquiatría se arriesga a no aferrar aquél que les es naturalmente propio. La Psicosociología, y todos los objetos que le conciernen –las interacciones individuales, la tensión colectiva de un Grupo, su organización y sus variaciones– no me parece, en efecto, asimilable a la función del Psiquiatra, salvo que el objeto de la Psiquiatría esté fundado, él mismo, en la naturaleza social de la “enfermedad mental”. Y yo me opongo a tal concepción.
Esta condición no me impide admitir que, frente a la carencia de un verdadero espíritu concreto de los Psico-sociólogos profesionales, la tarea que ellos deberían asumir de derecho nos incumbe de hecho. Pero debemos ser concientes de esto. Vengo de vivir, yo mismo, la experiencia del rol que puede desempeñar un médico, que es además psiquiatra, en la vida de una Unidad. Me basaré en ella para plantear algunas reservas sobre la eliminación sistemática de los Psicópatas. Tuve la sorpresa de ver a muchos hombres, incluso oficiales, que, por psiquiátricamente inaptos que me hayan parecido, se condujeron útil y admirablemente en el combate.
 
Dr. Bonnafé: Me es agradable reconocer la convergencia de las realizaciones que se nos acaban de exponer con las perspectivas doctrinales y con los planes de reconstrucción –de los cuales, junto con numerosos colegas, me convertí en defensor– para una definición social del hombre enfermo y por una reforma radical de la cura asilar. Los psicólogos, por la maduración actual de su ciencia, fueron llevados al mismo punto en su reflexión, por una experiencia análoga, experiencia de grupos que, a pesar de las diferencias de valor y estructura, tienen en común el realizar formas sociales, simples y poderosas, con “fuertes aristas”, lugar selecto de experimentación para una psicología colectiva digna de ese nombre.
Para responder a lo que acaba de decir H. Ey, subrayo que no se trata de dar a los psiquiatras el gobierno del mundo, sino solamente de hacer que escuchen su consejo aquéllos que lo gobiernan. Así, con Daumezon, hemos podido recientemente dar nuestra opinión sobre el proyecto de reforma de la función pública, cuyos diversos capítulos, sin embargo, quizás parezcan escapar a nuestra competencia. A propósito de la palabra banalidad, que se acaba de utilizar, no hay descubrimiento científico que no haya partido de una nueva manera de considerar la banalidad. La realidad asilar, cuando se reflexiona sobre ella, no me parece tan banal en todo el relieve de su estructura social.
Me intereso, en primerísimo lugar, en la prolongación que tendrán en tiempos de paz las funciones resultantes de la guerra, en las funciones civiles equivalentes que en ella se realizaron, y, finalmente, en las incidencias de la psico-terapia colectiva sobre la práctica hospitalaria civil.
 
Dr. Minkowski: Por importantes que sean los factores sociales, los trastornos mentales tienen, sin embargo, una estructura mórbida propia. Y, bajo el riesgo de parecer reaccionario, estimo que la psiquiatría debería evitar embarcarse demasiado en una pura sociología.
 
Dr. Ceillier: Me parece evidente que el término psiquiatría implica la noción de enfermedad.
 
Mayor Turquet: Una orientación preventiva de la medicina no podría desestimar ni el problema de lo normal ni el de lo social, ni tampoco desconocer el origen psico-genético de los trastornos mentales. En Inglaterra hemos cumplido nuestra tarea con sociólogos y psicólogos, muchos de los cuales tenían poca experiencia con enfermos.
 
Dr. Binois (invitado): Con el doble título de Psicólogo universitario y psicólogo que ha cumplido las funciones propias del Psiquiatra, me siento inclinado a criticar la primera formación en beneficio de la segunda. Habría que establecer dos categorías de Psiquiatras que se dedican a funciones diferentes. Sin duda se trata, en el sector aquí considerado, de un campo de experiencia que plantea el problema de lo normal. Son los psiquiatras quienes lo han descifrado: ellos aportaron la doctrina, a ellos les corresponde aplicarla.
 
Dr. Sengès: Creo, como lo acaban de decir, que lo esencial de nuestra misión es estudiar la psicopatología de los enfermos, en tanto que se distingue de los comportamientos humanos normales.
 
Dr. Minkowski: Si puedo aportar una cuota de humor en este debate, y para hacer eco de aquello que dijo Binois, recordaré la historia sobre la respuesta que recibieron ciertos consejeros psicológicos cuando, apenas nombrados, tomaron contacto con un Profesor de Psicología en la Universidad: “Jamás enseñé a mis alumnos algo que pudiera tener una aplicación práctica”.
 
Prof. Bermann: Sigo insistiendo en el carácter positivo del novedoso desarrollo de la Psiquiatría. Se puede comparar la posición de la psiquiatría tradicional con la de la fisiología antes de Laennec.
 
Dr. Schiff: Me parece útil evocar en esta discusión los trabajos de la Sociedad de Psicología Colectiva, creada en 1936 por Allendy, Bataille, A. Borel, Leiris y yo mismo, así como la existencia en 1935 en EE.UU. de una Revista de Psicología Social. Yo no podría admitir, con el Profesor Bermann, que uno se sirviera de los datos del psicoanálisis para caracterizar ciertos movimientos políticos. Tales perspectivas se prestan a abusos, de los cuales todos los partidos se han mostrado generosos frente a sus adversarios. Sin detenerme en el carácter temerario de la mayor parte de las “Patografías”, sean las de Flaubert o de J. J. Rousseau, ni en la inadaptación manifiesta de nuestra Ciencia Psiquiátrica y Caracterológica ante el Genio, no puedo evitar evocar algunos hechos, como el artículo del Profesor Adalbert Gregor publicado en la Revista Alemana de Higiene Mental de 1936, donde se lee que un comunista debía ser transferido al anexo psiquiátrico de la prisión “por manifestar ese signo evidente de locura que era no comprender, a pesar de todas las exhortaciones, hasta qué punto sus opiniones eran incompatibles con el nuevo orden del III Reich…”
 
Dr. Lacan: Les agradezco, tanto a quienes quisieron dar su anuencia como a quienes han sido mis contradictores, por sus observaciones y objeciones. Insisto en afirmar, nuevamente, la concepción unitaria de la Antropología, que es la mía. A las objeciones de principio que se plantearon contra el papel de la psiquiatría durante la guerra, respondo con un “E pur si muove”, rehusando a que se otorgue a mi exposición otro sentido u otro mérito.

 [1] Observemos de pasada que, en Inglaterra, así como el policía, como representante de la autoridad civil, precede todos los desfiles de tropas en la vía pública, el Ministerio de Trabajo es quien tiene el papel de nuestro consejo de revisión y decide qué ciudadanos serán reclutados por el ejército.
 [2] Se nos lleva a un terreno donde mil investigaciones detalladas hacen aparecer rigurosamente—gracias a un uso de la estadística que, hay que decirlo, no tiene nada que ver con lo que el médico, en sus «comunicaciones científicas», designa con este nombre— todo tipo de correlaciones psicogenéticas que ya son interesantes al nivel simple, como la curva de correlación creciente y continua de la sarna y de las pulgas, con la disminución del nivel mental, pero que toman un alcance doctrinal cuando permiten comparar precisamente una afección gastrointestinal, que el lenguaje ahí designa aproximadamente como «dispepsia del reenrolado», con una inadecuación del sujeto a su función, con una mala ubicación social.
 [3] Lacan se refiere a « Les complexes familiaux dans la formation de l’individu. Essai d’analyse d’une fonction en psychologie », publicado en 1938 en la Encyclopédie française, vol. VIII y reeditado por Ed. Navarin, París, 1984. [N. del T.]
 [4] Estos Social Workers, tal como aún se los designa, tienen en Inglaterra un estatuto bien definido, pero son, sin embargo, menos numerosos que en los Estados Unidos. Su multiplicación, en las condiciones de formación abreviada, impuesta por la guerra, debe plantear ahora el problema de su reabsorción.
 [5] Señalemos de pasada las estadísticas donde dos practicantes ingleses no psiquiatras han demostrado la correlación entre las úlceras péptidas y duodenales y las áreas de bombardeo aéreo.
 [6] Existe un expediente del Psyhological Warfare que, pensamos, no será publicado tan pronto.
 [7] Observemos de pasada que, en Inglaterra, así como el policía, como representante de la autoridad civil, precede todos los desfiles de tropas en la vía pública, el Ministerio de Trabajo es quien tiene el papel de nuestro consejo de revisión y decide qué ciudadanos serán reclutados por el ejército.
 [8] Se nos lleva a un terreno donde mil investigaciones detalladas hacen aparecer rigurosamente—gracias a un uso de la estadística que, hay que decirlo, no tiene nada que ver con lo que el médico, en sus «comunicaciones científicas», designa con este nombre— todo tipo de correlaciones psicogenéticas que ya son interesantes al nivel simple, como la curva de correlación creciente y continua de la sarna y de las pulgas, con la disminución del nivel mental, pero que toman un alcance doctrinal cuando permiten comparar precisamente una afección gastrointestinal, que el lenguaje ahí designa aproximadamente como «dispepsia del reenrolado», con una inadecuación del sujeto a su función, con una mala ubicación social.
 [9] Lacan se refiere a « Les complexes familiaux dans la formation de l’individu. Essai d’analyse d’une fonction en psychologie », publicado en 1938 en la Encyclopédie française, vol. VIII y reeditado por Ed. Navarin, París, 1984. [N. del T.]
 [10] Estos Social Workers, tal como aún se los designa, tienen en Inglaterra un estatuto bien definido, pero son, sin embargo, menos numerosos que en los Estados Unidos. Su multiplicación, en las condiciones de formación abreviada, impuesta por la guerra, debe plantear ahora el problema de su reabsorción.
 [11] Señalemos de pasada las estadísticas donde dos practicantes ingleses no psiquiatras han demostrado la correlación entre las úlceras péptidas y duodenales y las áreas de bombardeo aéreo.
 [12] Existe un expediente del Psyhological Warfare que, pensamos, no será publicado tan pronto.