Los escritos técnicos de Freud contin.11

Los escritos técnicos de Freud contin.11

¡El lobo! El lobo!
10 de Marzo de 1954
El caso de Roberto. Teoría del superyó. La médula de la palabra.
A través de nuestro diálogo pudieron familiarizarse con la ambición que preside
nuestro comentario: volver a pensar los textos fundamentales de la experiencia analítica.
El alma de nuestra profundización es la siguiente idea: siempre lo que mejor se ve en una
experiencia es lo que está a cierta distancia. No es pues sorprendente que, para
comprender la experiencia analítica, debamos, aquí y ahora, volver a partir de lo que está
supuesto en su dato más inmediato: la función simbólica, o lo que es su equivalente en
nuestro vocabulario: la función de la palabra.
Esta área central de la experiencia analítica está por doquier indicada en la obra de Freud,
nunca nombrada, pero sí señalada en cada uno de sus pasos. Creo no forzar nada si digo
que es lo que puede traducirse inmediatamente a partir de cualquier texto Freudiano, casi
algebraicamente. Esta traducción soluciona muchas antinomias que se manifiestan en
Freud, con esa honestidad que hace que un texto suyo nunca esté totalmente cerrado,
como si todo el sistema estuviera presente allí.
Para la próxima reunión, desearía que alguien se encargara de comentar un texto ejemplar
en relación a lo que les acabo de expresar. Su redacción se sitúa entre Recuerdo,
repetición y elaboración y Observaciones sobre el amor de transferencia, que son dos de
los textos más importantes de la recopilación de los Escritos Técnicos. Se trata de
Introducción al narcisismo.
A partir del momento en que abordamos la situación del diálogo analítico no podemos
dejar de integrar este texto a nuestra trayectoria. Si conocen las repercusiones implicadas
en los términos situación y diálogo-diálogo entre comillas-estarán ustedes de acuerdo con
ello.
Hemos tratado de definir la resistencia en su propio campo. Hemos formulado luego una
definición de la transferencia. Ahora bien, pueden darse cuenta claramente de la distancia
que existe entre la resistencia que separa al sujeto de la palabra plena que el análisis
espera de él, y que está en función de esa inflexión ansiógena que constituye en su modo
más radical, a nivel de intercambio simbólico, la transferencia-y ese fenómeno que
manejamos técnicamente en el análisis, y que nos parece es el resorte energético, como
dice Freud, de la transferencia, a saber el amor.
En Observaciones sobre el amor de transferencia, Freud no vacila en aplicar a la
transferencia el nombre de amor. Tampoco elude Freud el fenómeno amoroso, pasional,
en su sentido más concreto, pues hasta llega a decir que no hay, entre la transferencia y lo
que en la v ida llamamos amor, ninguna distinción verdaderamente esencial. La estructura
de ese fenómeno artificial que es la transferencia y la del fenómeno espontáneo que
llamamos amor y, muy precisamente, amor-pasión, son en el plano psíquico equivalentes.
No hay por parte de Freud evitación alguna del fenómeno, ninguna tentativa de disolver lo
escabroso en algo que sería del orden del simbolismo, en el sentido en que se lo entiende
habitualmente: lo ilusorio, lo irreal. La transferencia es el amor.
Nuestras reuniones girarán ahora en torno al amor de transferencia, con lo cual
pondremos término al estudio de los Escritos Técnicos. Esto nos llevará al corazón de esa
otra noción, que aquí intento introducir, y sin la cual no es posible efectuar una justa
repartición de lo que manejamos en nuestra experiencia: la función de lo imaginario.
No crean que esta función de lo imaginario está ausente de los textos de Freud. Así como
tampoco está ausente la función simbólica. Simplemente, Freud no la colocó en primer
plano, ni la destacó en todos los puntos en que puede hallársela. Cuando estudiemos
Introducción al narcisismo, verán que, para designar la diferencia entre demencia precoz,
esquizofrenia, psicosis y neurosis, la única definición que Freud mismo encuentra es la
siguiente, que quizá resultará sorprendente para algunos de ustedes. También el histérico
o el neurótico obsesivo al igual que el psicótico, en tanto la influencia de la enfermedad los
domina, pierden su relación con la realidad y, sin embargo, el análisis nos demuestra que
no han roto su relación erótica con las personas y las cosas. La conservan en su fantasma,
esto es, han sustituido los objetos reales por otros imaginarios basados en recuerdos o
han mezclado ambos – recuerden nuestro esquema de la vez pasada – y, por otro lado,
han renunciado a realizar los actos motores necesarios para la consecución de sus fines
con tales objetos. Sólo a este estado podemos denominar con propiedad «introversión» de
la libido, concepto utilizado indiscriminadamente por Jung. El parafrénico se conduce muy
diferentemente. Parece haber retirado realmente su libido de las personas y cosas del
mundo exterior, sin haberlas sustituido por otras en sus fantasmas. Ello significa que, en
efecto, recrea ese mundo imaginativo. Cuando en algún caso hallamos tal sustitución, es
siempre de carácter secundario y corresponde a una tentativa de curación que quiere
volver a llevar la libido a su objeto.
Entramos aquí en la distinción esencial que debe efectuarse entre neurosis y psicosis, en
cuanto al funcionamiento de lo imaginario; distinción que el análisis de Schreber, que
espero podremos comenzar antes de fin de año, nos permitirá profundizar.
Cederé hoy la palabra a Rosine Lefort, mi alumna, aquí presente a mi derecha, quien
según me enteré, trajo anoche a nuestro subgrupo de psicoanálisis de niños la
observación de un niño del que me había hablado hace ya tiempo. Se trata de uno de
esos casos graves, que nos colocan en un posición muy incómoda en cuanto al
diagnóstico, y en una gran ambigüedad nosológica. Pero de todas formas, Rosine Lefort,
supo examinarlo con gran profundidad, como podrán ustedes comprobar.
Así como hace dos reuniones partimos de la observación de Melanie Klein, cedo hoy la
palabra a Rosine Lefort. Ella abrirá, en la medida en que el tiempo lo permita, interrogantes
a los que intentaré responder y que, la próxima vez, podrán insertarse en lo que expondré
bajo la rúbrica de Transferencia en lo imaginario.
Estimada Rosine, expónganos el caso de Roberto.
1
El Caso Roberto
SRA. LEFORT: Roberto nació el 4 de Marzo de 1948. Su historia fue reconstituida
trabajosamente, y si los traumatismos sufridos pudieron conocerse fue, sobre todo, gracias
al material aportado en las sesiones.
Padre desconocido. Su madre está actualmente internada por paranoica. Lo tuvo consigo
hasta los cinco meses, errando de casa en casa. Desatendió los cuidados esenciales
llegando incluso a olvidar alimentarlo. Debían recordársele sin cesar los cuidados que
requería su hijo: aseo, alimentación. Se demostró que el niño estuvo desatendido hasta el
punto de sufrir hambre. Debió ser hospitalizado a los cinco meses en un estado avanzado
de hipotrofia y desnutrición.
Apenas hospitalizado, sufrió una otitis bilateral que requirió una mastoidectomía doble.
Después fue enviado al Paul Parquet, cuya estricta práctica profiláctica todos conocen. Allí
estuvo aislado y alimentado con sonda a causa de su anorexia. Salió a los nueve meses, y
fue devuelto, a la fuerza, a su madre. Nada se sabe de los dos meses que pasó entonces
con ella. Sus huellas reaparecen en ocasión de su hospitalización, a los once meses,
encontrándose nuevamente en un estado marcado de desnutrición. El niño será definitiva
y legalmente abandonado algunos meses después, sin haber vuelto a ver a su madre.
Desde esta época hasta los tres años y nueve meses, el niño sufrió veinticinco cambios de
residencia, pasando por instituciones de niños u hospitales, sin habérsele colocado nunca
con una familia adoptiva propiamente dicha, subvencionada por el Estado. Estas
hospitalizaciones fueron requeridas por sus enfermedades infantiles, por una
amigdalectomía, exámenes neurológicos, ventriculografía, electroencefalografía, cuyos
resultados fueron normales. Se destacan evaluaciones sanitarias, médicas, que indican
profundas perturbaciones somáticas, y cuando lo somático mejoró, deterioros psicológicos.
La última evaluación de Denfert, cuando Roberto tenía tres años y medio, propone una
internación que sólo podía ser definitiva, por un estado parapsicotico no francamente
definido. El test de Gesell dio un Q.D. de 43.
El niño llegó pues a los tres años y nueve meses a la institución, dependencia de Denfort,
donde empecé su tratamiento. En ese momento se presentaba de la siguiente manera.
Desde el punto de vista pondo-estatural se hallaba en muy buen estado, al margen de una
otorrea bilateral crónica. Tenia desde el punto de vista motor, marcha pendular, gran
incoordinacion de movimientos, hiperagitación constante. Desde el punto de vista del
lenguaje tenía ausencia total de habla coordinada, gritos frecuentes, risas guturales y
discordantes. Sólo sabía decir, gritando, dos palabras: ¡Señora! y ¡El lobo! Repetía ¡el
lobo! todo el día, por lo que le puse el sobrenombre de el niño lobo, pues tal era,
verdaderamente, la representación que tenía de sí mismo.
Desde el punto de vista del comportamiento, era hiperactivo, todo el tiempo estaba agitado
por movimientos bruscos y desordenados, sin objetivo. Actividad de prehensión
incoherente: estiraba su brazo hacia adelante para tomar un objeto, y si no lo alcanzaba no
podía rectificarse, y debía recomenzar el movimiento desde el principio. Variados
trastornos del sueño. Sobre este fondo permanente, tenía crisis de agitación convulsiva,
sin verdaderas convulsiones, con enrojecimiento del rostro, alaridos desgarradores; estas
crisis estaban relaciónadas con escenas de su vida cotidiana: el orinal, y sobretodo el
vaciado del orinal, vestirse, la alimentación, las puertas abiertas que no podía soportar, al
igual que la oscuridad, los gritos de los otros niños, y como veremos, los cambios de
habitación.
Más raramente, tenía crisis diametralmente opuestas, en las que estaba completamente
postrado, mirando al vacío, como deprimido.
Con el adulto era hiperagitado, indiferenciado, sin verdadero contacto. A los niños parecía
ignorarlos, pero cuando uno de ellos lloraba o gritaba, entraba en una crisis convulsiva. En
esos momentos de crisis se volvía peligroso, fuerte, intentaba estrangular a los otros niños,
y debió ser aislado por la noche, y durante las comidas. No se observaba angustia alguna,
ninguna emoción.
No sabíamos muy bien en qué categoría clasificarlo. Pero, a pesar de eso intentamos un
tratamiento, preguntándonos si obtendríamos algo.
Voy a hablarles del primer año de tratamiento. Interrumpido luego durante un año. El
tratamiento conoció varias fases.
Durante la fase preliminar, Roberto mantuvo su comportamiento cotidiano. Gritos
guturales. Entraba en la habitación corriendo sin parar, aullando, saltando en el aire y
volviendo a caer en cuclillas, cogiéndose la cabeza con las manos, abriendo y cerrando la
puerta, encendiendo y apagando la luz. Los objetos, los tomaba o bien los rechazaba, o
también los amontonaba sobre mí. Prognatismo muy marcado.
Lo único que pude sacar en limpio de estas primeras sesiones era que Roberto no se
atrevía a acercarse al biberón, o que apenas se le acercaba, soplándole encima. Observé
también un interés por la palangana que, llena de agua, parecía desencadenar una
verdadera crisis de pánico.
Hacia el final de esta fase preliminar, durante una sesión, después de haber amontonado
todo sobre mí en un estado de gran agitación, salió a toda velocidad, y le oí en lo alto de la
escalera, que no sabía bajar solo, decir, con tono patético, con una tonalidad muy baja que
no le era habitual, Mamá, mirando al vacío.
Esta fase preliminar terminó pues fuera del tratamiento. Una noche, después de acostarlo,
de pie en su cama, con tijeras de plástico, intentó cortarse el pene ante los otros niños
aterrorizados.
En la segunda parte del tratamiento comenzó a exponer qué era para él ¡El lobo! Gritaba
esto todo el tiempo.
Un día, comenzó tratando de estrangular a una niñita que yo tenía en tratamiento. Hubo
que separarlos, y ponerlo en otra habitación. Su reacción fue violenta, su agitación intensa.
Debí acudir y volver a traerlo a la habitación donde vivía habitualmente. En cuanto llegó,
aulló ¡El lobo!, y comenzó a tirarlo todo por la habitación-que era el comedor-alimentos y
platos. Los días siguientes, cada vez que pasaba ante la habitación adonde había sido
llevado, aullaba: ¡El lobo!
Esto aclara también su comportamiento con las puertas, a las que no podía soportar
abiertas; pasaba el tiempo de la sesión abriéndolas, para que yo las volviera a cerrar, y
gritando ¡El lobo!
Aquí es preciso recordar su historia; los cambios de lugar, de habitación, eran para él una
destrucción, ya que había cambiado, sin parar, tanto de lugares como de adultos. Esto se
había convertido para él en un verdadero principio de destrucción que había marcado
intensamente las manifestaciones primordiales de su vida de ingestión y excreción. Lo
expresó principalmente en dos escenas, una con el biberón, la otra con el orinal.
Roberto había porfie tomado el biberón. Un día fue a abrir la puerta, y tendió el biberón a
alguien imaginario; cuando estaba sólo con un adulto en una habitación, seguía
comportándose como si hubiera otros niños a su alrededor. Roberto tendió el biberón.
Volvió arrancando la tetina, hizo que yo la volviera a colocar, tendió nuevamente el biberón
hacia afuera, dejó la puerta abierta, me volvió la espalda, tragó dos sorbos de leche y,
frente a mí, arrancó la tetina, echó la cabeza hacia atrás, se inundó de leche y vertió el
resto sobre mí. Salió presa de pánico, inconsciente y ciego. Tuve que recogerlo en la
escalera, por donde empezaba a rodar. En ese momento tuve la impresión de que había
tragado la destrucción, y que la puerta abierta y la leche estaban ligadas.
La escena del orinal que ocurrió a continuación presentaba el mismo carácter de
destrucción. Al comienzo del tratamiento se creía obligado a hacer caca en sesión,
pensando que si me daba algo, me conservaba. Sólo podía hacerlo apretándose contra
mí, sentándose en el orinal, teniendo con una mano mi guardapolvo, y con la otra el
biberón o un lápiz. Comía antes, y sobre todo después. No leche, sino bombones y tortas.
La intensidad emocional evidenciaba un gran temor. La última de estas escenas aclaró la
relación que para él existía entre la defecación y la destrucción por los cambios.
A lo largo de esta escena había comenzado haciendo caca, sentado a mi lado. Después,
con su caca al lado de él, hojeaba las páginas de un libro, volviéndolas. Luego oyó un
ruido en el exterior. Loco de miedo salió, tomó su orinal, y lo colocó ante la puerta de la
persona que acababa de entrar en la habitación vecina. Después volvió a la habitación
donde yo estaba, y se pegó a la puerta gritando: ¡El lobo! ¡El lobo!
Tuve la impresión que era un rito propiciatorio. Era incapaz de darme esa caca. En cierta
medida, sabía que yo no lo exigía.
Fue a ponerla afuera, sabía bien que iba a ser botada, o sea destruida. Le interpreté
entonces su rito. Después fue a buscar el orinal, lo volvió a poner en la habitación a mi
lado, lo tapó con un papel diciendo «a pu, a pu», como para no estar obligado a
entregarla.
Comenzó entonces a ser agresivo conmigo, como si al darle permiso para poseerse a
través de esa caca de la que podía disponer, yo le hubiera dado la posibilidad de ser
agresivo. Evidentemente, no pudiendo hasta entonces poseer, no tenía sentido de la
agresividad, sino sólo de autodestrucción, y esto cuando atacaba a los otros niños.
A partir de ese día ya no se creyó obligado a hacer caca en sesión. Empleó sustitutos
simbólicos: la arena. Tenía una gran confusión entre él mismo, los contenidos de su
cuerpo, los objetos, los niños, los adultos que lo rodeaban. Sus estados de ansiedad, de
agitación se hacían cada vez mayores. En la vida, se volvía imposible. Yo misma asistía en
sesión a verdaderos torbellinos en los que me costaba bastante trabajo intervenir.
Ese día, después de haber bebido un poco de leche, la tiró al suelo, luego tiró arena en la
palangana de agua, llenó el biberón con arena y agua, agregó todo esto al orinal, y encima
puso el muñeco de goma y el biberón. Me confió todo.
En ese momento, fue a abrir la puerta, y volvió con el rostro convulsionado de miedo.
Cogió el biberón que estaba en el orinal y lo rompió, ensañándose con él hasta reducirlo a
ínfimos pedacitos. Después los recogió cuidadosamente y los hundió en la arena del
orinal. Se hallaba en tal estado que tuve que llevarle abajo, sintiendo que ya no podía
hacer nada más por él. Se llevó el orinal. Un poco de arena cayó al suelo desencadenando
en él un pánico inverosímil. Se vio obligado a recoger hasta la más mínima pizca, como si
fuese un pedazo de sí mismo, y aullaba: ¡El lobo! ¡El lobo!
No pudo permanecer en la colectividad, no pudo soportar que ningún niño se acercara a
su orinal. Debieron acostarlo en un estado de tensión intensa que sólo cedió, de manera
espectacular, después de una irrupción diarreica, que extendió por todas partes con sus
manos, en su cama y sobre las paredes.
Esta escena era tan patética, vivida con tal angustia, que yo estaba muy inquieta, y
empecé a comprender la idea que él tenia de sí mismo.
La precisó al día siguiente, cuando debí frustrarlo, corrió a la ventana, la abrió, gritó ¡El
lobo! ¡El lobo!, y viendo su imagen en el vidrio, la golpeó, gritando: ¡El lobo! ¡El lobo!
Roberto se representaba así, él era ¡El lobo! En su propia imagen la que golpea o la que
evoca con tanta tensión. Ese orinal donde puso lo que entra en él y lo que sale, el pipí y la
caca, después una imagen humana, la muñeca, luego los restos del biberón, eran
verdaderamente una imagen de él mismo, semejante a la del lobo, como lo evidenció el
pánico que tuvo cuando un poco de arena cayó al suelo. Sucesiva y simultáneamente, él
era todos los elementos que puso en el orinal. Roberto no era más que una serie de
objetos por los que entraba en contacto con la vida cotidiana, símbolos de los contenidos
de su cuerpo. La arena es símbolo de las heces, el agua de la orina, la leche de lo que
entra en su cuerpo. Pero la escena del orinal muestra que diferenciaba muy poco todo
esto. Para él, todos los contenidos están unidos en el mismo sentimiento de destrucción
permanente de su cuerpo, el cual, por oposición a esos contenidos, representa el
continente-que simbolizó con el biberón roto-cuyos pedazos fueron enterrados entre esos
contenidos destructores.
En la fase siguiente Roberto exorcizaba ¡El lobo! Digo exorcismo, porque este niño me
daba la impresión de ser un poseído. Gracias a mi permanencia pudo exorcizar, con un
poco de leche que había bebido, las escenas de la vida cotidiana que le hacían tanto
daño.
En ese momento, mis interpretaciones tendieron, sobre todo, a diferenciar los contenidos
de su cuerpo desde el punto de vista afectivo. La leche es lo que se recibe. La caca es lo
que se da, y su valor depende de la leche que se ha recibido. El pipí es agresivo.
Numerosas sesiones se desarrollaron así. Cuando hacía pipí en el orinal, me anunciaba:
Caca no, es pipí. Estaba desolado. Yo lo calmaba diciéndole que había recibido muy poco
como para poder dar algo, sin que esto lo destruyera. Se tranquilizaba. Podía entonces
vaciar el orinal en el cuarto de baño.
El vaciado del orinal se rodeaba de muchos ritos de protección. Comenzó vaciando la orina
en el lavabo del W. C., dejando abierto el grifo de agua para poder así reemplazar la orina
por agua. Llenaba el orinal, haciéndolo desbordar ampliamente como si un continente no
tuviese existencia sino por su contenido, y debiese desbordar para, a su vez, contenerlo.
Había allí una visión sincrética del ser en el tiempo, como continente y contenido, al igual
que en la vida intrauterina.
Roberto recobraba aquí la imagen confusa que tenía de sí mismo. Vaciaba ese pipí y
trataba de recuperarlo, persuadido de que era él quien se iba. Aullaba: ¡El lobo!, y el orinal
sólo tenía realidad para él cuando estaba lleno. Toda mi actitud fue mostrarle la realidad
del orinal, que seguía existiendo después de vaciado de su pipí; así como él, Roberto,
permanecía después de haber hecho pipí, así como el grifo no era arrastrado por el agua
que corre.
A través de estas interpretaciones, y de mi permanencia, Roberto introdujo
progresivamente un lapso de tiempo entre el vaciado y el llenado, hasta el día en que pudo
volver triunfante con un orinal vacío en sus brazos. Era visible que había adquirido idea de
la permanencia de su cuerpo. Su ropa era para él su continente, y cuando se despojaba
de ella, la muerte era segura. El momento de desvestirse era ocasión de verdaderas crisis;
la última había durado tres horas, durante la misma el personal lo describía como poseído.
Aullaba ¡El lobo! corriendo de una habitación a otra, extendiendo sobre los otros niños las
heces que encontraba en sus orinales. Sólo se calmó cuando lo ataron.
Al día siguiente, vino a la sesión, comenzó a desvestirse en un estado de gran ansiedad y,
completamente desnudo, subió a la cama. Fueron precisas tres sesiones para que llegara
a beber un poco de leche, completamente desnudo, en la cama. Mostraba la ventana y la
puerta, y golpeaba su imageen gritando: ¡El lobo!
Paralelamente, en la vida cotidiana, le era más fácil desvestirse, pero a continuación sufría
una gran depresión. Se ponía a lloriquear por la noche sin razón, bajaba a hacerse
consolar por la celadora, y se dormía en sus brazos.
Al final de esta fase, exorcizó conmigo el vaciado del orinal, así como el momento de
desvestirse; mi permanencia había convertido la leche en un elemento constructivo. Pero,
impulsado por la necesidad de construir un mínimo, no tocó el pasado, no contó más que
con el presente de su vida cotidiana, como si estuviera privado de memoria.
En la fase siguiente, fui yo quien se convirtió en ¡El lobo!
Aprovecha la mínima construcción que ha logrado, para proyectar en mí todo el mal que
había bebido y, de cierta manera, recuperar la memoria. Así podrá volverse
progresivamente agresivo. Esto resultará trágico. Empujado por el pasado, es preciso que
sea agresivo conmigo y, sin embargo, al mismo tiempo, soy en el presente la que necesita.
Debo tranquilizarlo con mis interpretaciones, hablarle del pasado que lo obliga a ser
agresivo, y asegurarle que esto no implica mi desaparición, ni su cambio de lugar, que
siempre es tomado por él como un castigo.
Luego de estar agresivo conmigo, trata de destruirse. Trataba de romper el biberón que lo
representaba. Yo le quitaba el biberón de las manos porque no estaba en condiciones de
soportar romperlo. Retomaba entonces el curso de la sesión, y su agresividad contra mí
proseguía.
En ese momento me hizo jugar el papel de la madre que lo hambreaba. Me obligó a
sentarme en una silla donde tenía su vaso de leche, para que yo lo volcase, privándolo así
de su alimento bueno. Se puso entonces a aullar: ¡El lobo!, tomó la cuna y el muñeco, y
los arrojó por la ventana. Se volvió contra mí y, con gran violencia, me hizo tragar agua
sucia gritando: ¡El lobo!, ¡El lobo! Este biberón representaba el alimento malo, y remitía a
la separación de su madre, que lo había privado de alimento, y a todos los cambios de
lugar que se le había obligado a soportar.
Paralelamente, me hizo jugar otro aspecto de la madre mala, el de la que se va. Una tarde
me vio salir de la institución. Al día siguiente reacciónó aún cuando me había visto irme
otras veces, sin ser capaz de expresar la emoción que podía sentir. Ese día hizo pipí
encima mío en un estado de gran agresividad, y también de ansiedad.
Esta escena no era más que el preludio de una escena final, cuyo resultado fue cargarme
definitivamente con todo el mal que había padecido, y proyectar sobre mí ¡El lobo!
Había tragado el biberón de agua sucia y recibido encima mío su pipí agresivo justamente
porque me iba. Yo era pues ¡El lobo! Roberto me separó de él durante una sesión
encerrándome en el cuarto de baño, después volvió a la habitación de las sesiones, solo,
subió a la cama vacía y se puso a gemir. No podía llamarme, y era preciso sin embargo,
que yo volviese, pues yo era la persona permanente. Volví. Roberto estaba extendido,
patético, el pulgar suspendido a dos centímetros de su boca. Y, por primera vez en una
sesión, extendió sus brazos y se hizo consolar.
A partir de esta sesión, se percibió en la institución un cambio total de comportamiento.
Tuve la impresión de que Roberto había exorcizado a ¡El lobo!
A partir de ese momento ya no habló más de él y pudo pasar a la fase siguiente, la
regresión intrauterina; es decir, la construcción de su cuerpo, del ego-body, que hasta
entonces no había podido hacer.
Para emplear la dialéctica que él había empleado siempre, la de los
contenidos-continentes, Roberto debía, para construirse ser mi contenido, pero debía
asegurarse de mi posesión, es decir de su futuro continente.
Comenzó este período tomando un cubo lleno de agua, cuya asa era una cuerda. No
podía soportar que la cuerda estuviera atada de los dos lados. La cuerda tenía que colgar
de un lado. Me sorprendió que, al tener que anudar yo la cuerda para cargar el cubo,
Roberto experimentara un dolor casi físico. Un día, colocó el cubo lleno de agua entre sus
piernas, tomó la cuerda y llevó su extremidad a su ombligo. Tuve la impresión de que el
cubo era yo, y que así se ataba a mí a través de un cordón umbilical. Después, volcó el
contenido del cubo de agua, se desnudó totalmente, se tumbó en el agua en posición fetal,
acurrucado, estirándose de vez en cuando, llegando hasta a abrir y cerrar la boca sobre el
líquido, como un feto que bebe el líquido amniótico, así como lo han mostrado las últimas
experiencias americanas. Yo tenía la impresión que, así, se iba construyendo.
Al comienzo estaba muy agitado, poco a poco tomó conciencia de cierta realidad
placentera, y todo culminó en dos escenas capitales, actuadas con un recogimiento
extraordinario, y una plenitud asombrosa, dado su edad y su estado.
En la primera escena, Roberto, desnudo frente a mí, recoge con sus dos manos unidas
agua, la eleva a la altura de sus hombros y la hace correr a lo largo de su cuerpo.
Recomienza de este modo varias veces, y me dice entonces, muy bajito: Roberto, Roberto.
A este bautismo por el agua-pues era un bautismo dado el recogimiento que ponía en él-le
siguió un bautismo por la leche.
Comenzó jugando con el agua con más placer que recogimiento. Después tomó su vaso
de leche y lo bebió. Luego repuso la tetina, y comenzó a hacer correr la leche del biberón a
lo largo de su cuerpo. Como la cosa no iba suficientemente rápida, sacó la tetina, y volvió
a empezar, haciendo correr la leche sobre su pecho, su vientre, y a lo largo de su pene
con un intenso sentimiento de placer. Luego se volvió hacia mí, y me mostró el pene,
tomándolo en su mano, con aire embelesado. Después bebió leche, poniéndosela así por
encima y por dentro, de modo que el contenido fuera a la vez continente y contenido,
volviendo a la misma escena que había jugado con el agua.
En la fase siguiente, Roberto pasa al estadio de construcción oral.
Este estadio es extremadamente difícil, muy complejo. En primer lugar, tiene cuatro años,
y vive en el más primitivo de los estadios. Además, los otros niños que tengo entonces en
tratamiento en esa institución son niñas, lo que para él constituye un problema. Por último,
los patterns de conducta de Roberto no han desaparecido totalmente, y tienden a volver
cada vez que hay frustración.
Tras el bautismo por el agua y por la leche, Roberto comenzó a vivir esa simbiosis que
carácteriza la relación primitiva madre-hijo. Pero, normalmente, cuando el niño la vive
verdaderamente, no existe ningún problema de sexo, al menos desde el recién nacido
hacia su madre. Mientras que aquí había uno.
Roberto debía hacer una simbiosis con una madre femenina, lo que planteaba entonces el
problema de la castración. El problema era llegar a recibir el alimento sin que esto
acarreara su castración.
Primero vivió esta simbiosis en forma simple. Sentado en mis rodillas, Roberto comía.
Después tomaba mi anillo y mi reloj y se los ponía, o bien tomaba un lápiz de mi bata y lo
rompía con sus dientes. Entonces, se lo interpreté. Esta identificación con una madre fálica
castradera quedó desde ese momento, en el plano del pasado, se acompañó de una
agresividad reactiva cuyas motivaciones evolucionaron. Ya no rompía la mina del lápiz sino
para castigarse por esta agresividad.
Más adelante, pudo beber la leche del biberón, en mis brazos, pero él mismo sostenía el
biberón. Sólo más tarde pudo soportar que yo sostuviera el biberón, como si todo el
pasado le impidiese recibir en él, de mí, el contenido de un objeto tan esencial.
Su deseo de simbiosis estaba aún en conflicto con su pasado. Esto explica que utilizara el
rodeo de darse a sí mismo el biberón. Pero a medida que experimentaba-a través de otros
alimentos como papillas o tortas-que el alimento que recibía de mí en esa simbiosis no lo
transformaba en una niña, pudo entonces recibirlo.
Intentó primero, compartiendo conmigo, diferenciarse de mí. Me daba de comer mientras
decía, palpándose: Roberto; luego me palpaba y decía: No Roberto. Utilicé mucho esto en
mis interpretaciones para ayudarlo a diferenciarse. La situación dejó entonces de ser sólo
entre él y yo; Roberto dio cabida a las niñas que yo tenía en tratamiento.
Era un problema de castración, pues sabía que antes y después de él, una niña subía a
sesión conmigo. La lógica emocional quería pues que él se hiciese niña, puesto que era
una niña la que rompía la simbiosis conmigo, que le era necesaria. La puso en escena de
diferentes modos, haciendo pipí sentado en el orinal, o bien haciéndolo de pie pero
mostrándose agresivo.