MASCULINIDADES Y FEMINISMOS: Infidelidad, masculinidad hegemónica y violencia en doble vía

MASCULINIDADES Y FEMINISMOS
Violencia intrafamiliar en doble vía: negociando identidades masculinas

Javier Pineda Duque Abril 14 de 2008

Infidelidad, masculinidad hegemónica y violencia en doble vía (7)
Uno de los fenómenos más comunes encontrado en las entrevistas son los hechos de violencia relacionados con la infidelidad, los cuales muy poco aparecen referenciados en la literatura sobre la violencia conyugal, pero suelen estar muy presentes en las evocaciones cotidianas sobre el tema en Colombia. En síntesis, las historias parecen tener una ruta crítica común basadas en los siguientes dos elementos que se constituyen en premisas contextuales de los hechos. Primero, los hombres reflejan una identidad basada en la amplia aceptación de la infidelidad del varón, ocasional o permanente, que da licencia para su actuación generalmente oculta para su pareja. Este elemento de identidad masculina basado en la virilidad y claramente hegemónico, hace que ellos lo presenten en una escala de valores muy diferente a aquel correspondiente a la infidelidad femenina. Segundo, las mujeres en el contexto urbano de amplia participación laboral, acceso a espacios hetero-sociales y públicos, movilidad espacial y acceso a patrones y símbolos culturales diversos, desarrollan rápidamente percepciones y valoraciones que se contraponen a los patrones masculinos tradicionales de valoración y actuación.
Bajo estas premisas de contexto la ruta crítica de la violencia surge cuando una vez conocida las relaciones ocultas del compañero la relación se deteriora por perdida de los ideales de la unión conyugal. Pasado un período, que puede cubrir varios años, donde las agresiones verbales o físicas han aparecido, los dispositivos culturales a disposición de la mujer son generalmente los estipulados por la misma masculinidad hegemónica y “paga con la misma moneda”. Cualquier indicio real o imaginario desestabiliza la autovaloración del varón y lo impulsan a encontrar en la violencia la forma de restablecer el control. La violencia de la mujer suele ser más verbal y en ocasiones lo hace en términos de elementos asociados a la masculinidad hegemónica relacionados con la virilidad o su capacidad de proveedor, como mecanismo de ofensa varonil. Así, la masculinidad se convierte en dispositivos culturales que son utilizados por la mujer para ejercer violencia hacia los hombres dado su alto nivel de operación.
Hay personas que cogen a la mujer a pata y a puño, listo, ella les sale con un palo, que con un cuchillo, que con lo que sea, pero no, eso no es así, lo bueno es hablar y eso. Sino que en mi caso, es que ella le va a dar la razón de por qué yo lo hice. Porque ella me gritó, me restregó en la cara y toda esa vaina, que el man le hacía mejor el amor que yo (Leonel, 24 años, octubre 2004, Rafael Uribe).
“La masculinidad es ese conjunto de connotaciones, representaciones y valoraciones asociadas con el ser hombre, que pueden ser usadas, afirmadas o alteradas también por las mujeres, y pueden convertirse en hegemónicas cuando son usadas para ejercer poder” (Pineda, 2003: 29). Este es el caso anterior, donde la agresión verbal de la mujer va dirigida a herir la virilidad varonil como elemento desestabilizador de la identidad masculina. En tal sentido, la significación que brinda el contexto del conflicto es un referente a la virilidad –cualquiera que ella sea– para subvalorar al otro, para subordinarlo frente a un patrón socialmente aceptado que brinda estatus varonil, es decir, en términos de una masculinidad hegemónica que se utiliza para ejercer poder como de un referente cultural común a él y a ella. En consecuencia, la agresión física y violenta del varón surge como respuesta a la agresión verbal de la mujer en una dinámica de doble vía alrededor de los significados y representaciones culturales de la masculinidad.
En las parejas jóvenes de Bogotá en este siglo, la infidelidad se constituye en una fuente común de violencia en doble vía, de una violencia que es típicamente de género, no tanto porque es ejercida físicamente en forma brutal contra las mujeres y verbalmente en forma directa contra los hombres, sino porque se basa en respuestas automatizadas, significados y representaciones de lo que debe ser un hombre o una mujer, de los repertorios culturales de género que recrean y activan.
Sí, yo fui infiel más de una vez, pero la vida me enseñó a vivir y yo quise volverla a recuperar. Yo en ese momento no la sentía perdida porque yo estaba bien con ella. Me sentía bien con ella. Cuando de un momento para acá fue que se desplomó todo. Yo le dije inclusive, casémonos que yo ya no quiero seguir loqueando… (Iván, 28 años, octubre 2004, Rafael Uribe).
Pues como todo hombre, yo también tuve amantes, pero de igual manera yo corregí mis errores… Yo creo que ella se cansó también de tanta infidelidad (John, 35 años, febrero 2004, Kennedy).
Si un hecho ha marcado el cambio generacional de las mujeres en los últimos treinta años en las relaciones de género en Colombia es el incremento en el nivel de intolerancia de la infidelidad masculina. No obstante, en muchas ocasiones esta se ve resquebrajada tanto por la prevalencia de ideales alrededor de la unidad familiar, como por factores de dependencia económica y afectiva. En tal sentido, el hecho de que suela pasar un período de tiempo relativamente largo para que la mujer “pague con la misma moneda” y el conflicto se vuelva violento y se de el rompimiento de la relación, se explica no sólo por la oportunidad que pueda encontrar la mujer al conquistar nuevos espaciosos de socialización, sino también por la manera de sortear recursos para su subsistencia y las de su prole, como para reconstruir su proyecto de vida por fuera de ideales de una unión conyugal.
Un patrón que parece repetirse con frecuencia es que, a diferencia de los hombres, las mujeres encuentran en las relaciones extra conyugales no una forma de afianzar una identidad femenina tomada prestada de sus contrapartes, sino una alternativa para reconstruir su vida sobre mejores términos de negociación. De esa forma, en algunos de los casos conocidos, las mujeres no tienden a tener relaciones „infieles‟ temporales o permanentes, sino a establecer una nueva relación, para lo cual la violencia de sus compañeros se convierte en la principal contribución. En otros casos, la infidelidad femenina corresponde a los nuevos espacios de socialización y patrones culturales e igualitarios, legitimados por las masculinidades dominantes, la cual los hombres no encuentran otra manera de resistirla sino “a golpes”.
Es que uno se deja llevar mucho de la vida y a través de la ignorancia porque no sabe uno como mas actuar si le están poniendo los cuernos, sino a los golpes. No sé de qué otra forma haberlo tomado (Miguel, 25 años, noviembre 2004, Rafael Uribe).
La violencia conyugal constituye un espacio donde se visibiliza el papel negativo, tanto para hombres como para mujeres, que cumple la masculinidad hegemónica. Aunque generalmente intervienen otros factores, como lo señala la abundante literatura sobre el tema, lo cierto es que el machismo, como código cultural de expresiones de la masculinidad hegemónica, aporta las significaciones y representaciones que guían la acción, que le dan sentido y que legitiman el uso de la violencia como forma de transar los conflictos en la esfera doméstica. Así mismo, los significados de género permiten que las prácticas violentas sean instrumentalizadas como mecanismo de negociación e intento por disminuir o perpetuar la dominación masculina.
Los eventos que ligan la violencia conyugal con la masculinidad en tanto código cultural, plantean obstáculos y tensiones en la subjetividad de los hombres que, debido a las prácticas violentas para ejercer el dominio al interior del hogar, se ven cuestionadas por parte de un tercero: más específicamente, cuando dichas prácticas se ven expuestas en la arena de lo público. Cuando esto ocurre, se puede observar la dinámica de la jerarquía en las identidades negociadas de género y el rol que la masculinidad juega dentro de ella. Al ser las relaciones de género una construcción social, algunos episodios en las experiencias de los hombres (cambios o eventos a lo largo de la vida), generan tensiones y respuestas ambivalentes en el uso que hacen de una u otra forma de masculinidad (Connell y Messersschmidt, 2005: 852). Los relatos de los victimarios tienen por lo general un carácter exculpatorio. Están orientados, cuando se les pide cuentas, por un afán de racionalizar sus acciones y hacerlas comprensibles a sus interlocutores. Ante la pregunta “¿Cuénteme qué fue lo que pasó?”, el entrevistador va a oír toda una serie de razones inscritas en los relatos que explican por qué actuó de determinada manera (cuando los entrevistados reconocen los hechos que se les imputan) o por qué el no debería estar ahí o por qué lo que se dice de él es falso. Los hombres denunciados se dan, pues, amplias libertades retrospectivas en sus relatos. Si se quiere entender la dirección que estas personas le dieron a sus relatos, los énfasis y el uso de los significados compartidos, es pertinente preguntarse quién habla. El hecho de que estos hombres desempeñaron un rol como denunciados dentro del proceso jurídico e institucional de una Medida de Protección en una Comisaría de Familia, tiene importantes consecuencias. Una de ellas es que de entrada tenían asignada una marca de identidad, una etiqueta: denunciados. Este hecho fue exterior a ellos y esa etiqueta fue asignada por una institución. Éstos fueron, así mismo, elementos importantes del contexto (ayudaron a definir la situación, en términos de Goffman, 1971): hombres que fueron denunciados nos contaron qué fue lo que pasó en las instalaciones de una Comisaría de Familia.
Ahora bien, la etiqueta de denunciados no es una etiqueta neutra, todo lo contrario: la etiqueta “denunciado” ante una Comisaría de Familia está socialmente estigmatizada, connota atributos socialmente negativos para su portador8. Esto lo tenían presente todos los hombres que entrevistamos. Ellos, en algún punto de la entrevista (esto no es necesariamente lineal), nos contaron cómo se sintieron de mal con su papel dentro del proceso. “En la audiencia me sentí mal, atacado, me vieron como el acusado culpable, sin derecho a nada”. Otro nos comentó que a él esas cosas no le gustaban y que se sintió como un “zapato”.
Ese malestar se relaciona con el hecho de que el estigma de denunciados puede volverlos unos individuos, para acudir a otra expresión de Goffman, desacreditados (Goffman, 2006). Es decir, que el hecho de ser denunciados alberga la posibilidad de que a su identidad se le añadan atributos de otras categorías de personas que son indeseables. La sensación de haber sido tratados como criminales fue muy común. “Pienso que fue injusto porque yo sentí que me trataron como a un delincuente. A mí no me gusta estar en estas cosas, nunca me ha gustado, ni me va a gustar”. Otro testimonio hablaba de que cada vez que acudía a una comisaría se sentía, “de una”, en un juicio donde él era el culpable, no importan las circunstancias.
Aparte del repudio que revela este símil de sentirse que fueron tratados como si fueran delincuentes, encontramos otras nociones. Una muy común es suponer que a las Comisarías de Familia acuden personas –sobre todo mujeres- que reciben un maltrato excesivo. Como quien dice, “mi caso no es como la mayoría de los casos que atienden aquí y yo no soy como ese tipo de hombres”. “Yo conozco”, comentaba un entrevistado, “los estratos que hay en la localidad y he visto aquí casos de mujeres apuñaleadas, sangrando, en situaciones horribles; pero el caso mío se hubiera podido arreglar muy fácil”. Otra cita dice lo siguiente: “ella comenzó con esto y lo peor es que de estas cosas, de las comisarías, salen unas personas que han tenido una vida terrible y las han maltratado mucho”.
Por último, encontramos referencias explícitas al machismo como idea que puede ser asociada al hecho de ser denunciado y como idea, en últimas, que sugiere una forma de ejercer la masculinidad que es culpable, cuestionable ante sus ojos. “Desafortunadamente, pasa que lo juzgan a uno con el machismo y la mujer siempre es la victima; yo sí sentí que habían preferencias: todo lo que ella decía era ley y verdad. Ella por ejemplo dijo la verdad, pero especificaba siempre que yo llegaba a agredirla, cuando fue una sola vez. Mi versión era poco tenida en cuenta”.
La idea de las preferencias de las que habla la cita anterior, también es muy común; casi unánime. Mediante esta idea nuestros entrevistados intentaban mostrar que ellos percibían un desequilibrio en la forma en que la ley y la comisaría tratan a los hombres y a las mujeres: “la ley ahora apoya mucho a la mujer y lo que uno diga casi no vale de nada, sea verdad o sea mentira”. “¿Y usted”, interpelamos, “por qué cree que la ley apoya mas a la mujer?” “Porque hay muchos maltratos, seamos realistas”, contestó. Un entrevistado más nos dijo: “a mí en lo personal no me agradan estos espacios, me parece que era más fácil concertar las cosas en la casa que acá; uno se siente como si estuviera en un juicio de algo; llega uno prevenido de que hay una sobreprotección natural de la ley hacia la mujer”.
Esta noción, podría pensarse, refuerza las anteriores en la medida que los atributos negativos que perciben los hombres denunciados sobre los hombres –otros, no ellos- que generalmente acuden a las comisarías (rasgos criminales, hombres que golpean a sus mujeres en exceso, machistas, entre otros) justificaría (“seamos realistas”) la protección de la ley hacia la mujer. Pero, esa misma protección es injusta en su caso porque a ellos no se les puede aplicar el estigma que comporta esa etiqueta.

Notas:
7 Algunos apartes de esta sección son tomados del texto Subjetividad, identidad y violencia: masculinidades encrucijadas, elaborado conjuntamente con Francisco Quiroz, sin publicar.
8 Seguimos la noción de estigma de Goffman, (2006).

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