Seminario 10: Clase 3, del 28 de Noviembre de 1962

Seminario 10, clase 3

Observarán cuánto me satisface ligar nuestro diálogo a alguna actualidad, En definitiva, no hay otra cosa que lo actual, y por eso es tan difícil vivir en el mundo, digamos, de la reflexión. A decir verdad, en él no pasa gran cosa. Sucede así que me esfuerzo por ver si en alguna parte no so mostrará una puntita de punto de interrogación, y soy raramente recompensado Por eso ocurre que se me formulen preguntas, y serias; y bien, no lamenten aprovecharse de ello.

Sigo pues mi diálogo con la persona a quien ya hice alusión dos veces en mis clases precedentes, y a propósito de la manera como la vez pasada marqué la diferencia entre la concepción de la articulación hegeliana del deseo y la mía. Se me apremia para que diga más sobre lo que textualmente se designa como una superación a cumplir en mi propio discurso, una articulación más precisa entre el estadio del espejo, o como expresa el Informe de Roma, entre la Imagen especular y el significante. Agreguemos que parece resultar aquí cierto hiato, no sin que mi Interlocutor advierta que tal vez este empleo de Ia palabra hiato, corte o escisión, no sea otra cosa que la palabra esperada. Sin embargo, con esta forma, ella podría parecer lo que en efecto sería: una elusión, o una elisión. Y por ello con todo gusto trataré hoy de responderle, tanto más cuanto que aquí nos hallamos estrictamente en el camino de lo que tengo que describir este año en lo relativo a la angustia: la angustia es lo que nos permitirá volver a pasar por la articulación que se requiero de mí. Digo «volver a pasar» porque quienes me han seguido en estos últimos años, incluso sin haber sido forzosamente asiduos, quienes han leído lo que escribo, de ahora en adorante tienen más que elementos para llenar, para hacer funcionar ese corte, ese hiato, como verán por las evocaciones con que comenzaré.

A decir verdad, no creo que en lo que enseñé nunca haya dos tiempos: un tiempo que se hallaría centrado en el estadio del espejo, en algo puntuado sobre lo Imaginario, y después, con ese momento de nuestra historia señalado por el informe de Roma, el descubrimiento que de pronto hice del significante. En un texto que creo no es de fácil acceso pero que se encuentra en todas las buenas bibliotecas psiquiátricas, texto aparecido en L´Evolution Psvchiatrique y que se llama «Palabras sobre la causalidad psíquica», discurso que nos hace remontarnos, si no recuerdo mal, hasta justo después de la guerra, en 1946, a quienes se Interesan por la pregunta que se me ha formulado les ruego que se remitan a él; verán cosas que les probarán que no es de ahora que he trenzado íntimamente el entrejuego de esos dos registros.

En verdad, si ese discurso fue seguido por un silencio bastante prolongado, digamos que no puede esto sorprender en exceso. Para abrir a ese discurso cierto número de orejas hubo que recorrer un camino, y no crean que en el momento en que —si esto les interesa, relean las «Palabras sobre la causalidad psíquica»—, en el momento en que pronuncié esas palabras, las orejas para oírlas fueran tan fáciles.

En verdad, ya que dichas palabras fueron pronunciadas en Bonneval, y que una cita más reciente en Bonneval pudo hacer presente para algunos el camino recorrido, sepan que las reacciónes ante esas primeras palabras fueron bastante sorprendentes. El púdico término «ambivalencia», del que nos servimos en el medio analítico, carácteriza perfectamente las reacciónes que registré, e inclusive, ya que se me buscará sobre el tema, no encuentro en modo alguno inútil marcar que en un momento —en el que algunos de ustedes ya estaban bastante formados y podrán recordar— en un momento de posguerra y de no sé qué movimiento de renovación que podía esperarse de él, no puedo dejar de recordar de pronto, cuando se me lleva a esa época, que quienes por cierto no eran individualmente los menos dispuestos a oír un discurso para entonces muy nuevo, personas situadas en cierto lugar al que políticamente se llama «la izquierda», e inclusive la «extrema izquierda», los comunistas, para llamarlos por su nombre, dieron prueba en esa ocasión, muy especialmente, de esa suerte de cosa, de reacción, de morra; de estilo que tengo que enganchar a un término de uso corriente, aunque habría que detenerse un instante antes de proponer su empleo pues se trata de un término muy injusto con respecto a quienes lo invocan en el origen, pero que acabó por tomar un sentido que no es ambigüo —tal vez debamos volver a él más tarde—, término que empleo en el sentido cortés: el de «fariseísmo».

Diré que en tal ocasión, en ese vasito de agua que es nuestro medio psiquiátrico, el fariseísmo comunista cumplió verdaderamente, a pleno, la función de aquello a lo que vimos se dedicó para asegurar —al menos nuestra generación actual, aquí en Francia la permanencia de esa suma de hábitos buenos o malos donde cierto orden establecido encuentra su confort y seguridad. En resumen, no puedo dejar de testimoniar que fue por sus tan especiales reservas que debo haber comprendido, en ese preciso momento, que mi discurso tardaría aún mucho tiempo en hacerse oír. De allí el silencio en cuestión y la aplicación que dediqué a consagrarme solamente a hacerlo penetrar en el medio al que su experiencia tornaba más apto para oírlo, o sea el medio analítico. Les paso las aventuras que siguieron.

Pero esto puede llevarlos a releer las «Palabras sobre la causalidad psíquica»; si lo hacen verán, sobre todo después de lo que les diré hoy, que a partir de entonces cobró existencia la trama en la cual cada una de las perspectivas que mi interlocutor distingue —no sin razón— se inscribe. Ambas perspectivas son aquí indicadas por  sus dos líneas de color —la vertical en azul y la horizontal en rojo— que los signos (I) de lo imaginario y (S) de lo simbólico designan respectivamente.

Hay muchas maneras de recordarles que la articulación del sujeto con el pequeño otro y la articulación del sujeto con el gran Otro no viven separadas en lo que les demuestro. Habría más de una manera de recordarlo. Lo haré con cierto número de momentos que ya fueron esclarecidos, marcados como esenciales en mi discurso. Les hago observar que lo que ven dibujado en las otras líneas —verán colocados los elementos de que se trataba es otra cosa que un esquema ya publicado en las observaciones que creí deber hacer sobre el informe de Daniel Lagache en Royaumont. Y ese dibujo donde se articula algo que posee la más estrecha relación con nuestro tema, es decir, la función de dependencia de lo que —tomándolo de ese informe de Lagache pero también de un discurso anterior que realicé durante el segundo año de mi seminario— yo llamaba respectivamente el Yo ideal y el ideal del Yo, sí, recordemos cómo se encuentra insertada la relación especular, cómo toma su lugar, y cómo depende del hecho de que el sujeto se constituyo en el lugar del Otro. Se constituye por su marca en la relación con el significante. No hay otra cosa en la pequeña imagen ejemplar do donde parte la demostración del estadio del espejo, en ese momento llamado jubiloso donde el niño se asume como totalidad que funciona como tal en su imagen especular. Desde hace largo tiempo vengo recordando la relación esencial con ese momento, de ese movimiento que hace que el niñito que viene a captarse en la experiencia inaugural del reconocimiento en el espejo se vuelva hacia quien lo lleva, hacia quien lo soporta, lo sostiene, que está allí, detrás de él, hacia el adulto, se vuelva en un movimiento en verdad tan frecuente, yo diría constante, que todos, pienso, pueden tener el recuerdo de ese movimiento, se vuelva hacia aquel que lo lleva, hacia el adulto, hacia aquel que allí representa al gran Otro, como para solicitar en cierto modo su asentimiento, hacia lo que en ese momento el niño del que nos esforzamos por asumir el contenido de la experiencia, del que reconstruimos en el estadio del espejo cuál es el  sentido de ese momento, lo hace remitirse a ese movimiento de mutación de la cabeza que gira y vuelve a la imagen y parece demandarle que ratifique el valor de ésta. Por cierto, lo que les recuerdo no es más que un indicio, habida cuenta del vínculo inaugural de esa relación con el gran Otro, por el advenimiento de la función de la imagen especular notada, como siempre, por i (a). Pero habremos de quedarnos aquí?. Ya que se encuentra en el interior de un trabajo que pedí a mi Interlocutor, concerniente a las dudas que lo asaltaban especialmente a propósito de lo que propuso Claude Lévi-Strauss en su libro El pensamiento salvaje, del que como verán es verdaderamente estrecha la relación —recién hice referencia a la actualidad—  con lo que ese año tenemos que decir, pues creo que lo que debemos abordar para marcar esa suerte de progreso que constituye el uso de la razón psicoanalítica es algo que viene a responder precisamente a esa abertura (béance) donde más de uno entre ustedes por ahora permanece detenido, la que muestra Lévi-Strauss a lo largo de su desarrollo, en esa especie de oposición entre lo que él denomina razón analítica y la razón dialéctica.

Y es, en efecto, alrededor de dicha oposición que quisiera por fin instituir, en este tiempo presente, la observación introductoria siguiente que debo hacerles en mi camino de hoy: qué he destacado, extraído, del paso inaugural constituido en el pensamiento de Freud por La Ciencia de los Sueños, sino esto que les recuerdo, sobre lo que he puesto el acento: que Freud introduce ante todo el inconsciente, a propósito del sueño, precisamente como un lugar que él llama eine anderer Schauplatz, otra escena?. Desde el comienzo, desde la entrada en juego de la función del Inconsciente, dicho término y dicha función se introducen allí como esenciales.

Y bien, creo que se trata, en efecto, de un modo constituyente de lo que es, —digamos— nuestra razón, de ese camino que buscamos para discernir sus estructuras, para hacerles entender lo que voy a decirles. Digamos sin más —habrá que volver a ello, pues todavía no sabemos que, quiere decir— el primer tiempo. El primer tiempo es: hay el mundo. Y digamos que la razón analítica, a la que el discurso de Lévi-Strauss tiende a dar primacía, concierne a ese mundo tal como es y le acuerda con esa primacía una homogeneidad al fin de cuentas singular, que es efectivamente lo que choca y perturba a los más lúcidos de ustedes que no pueden dejar de señalar, de discernir lo que esto comporta como retorno a lo que podría llamarse una suerte de materialismo primario, en toda la medida en que finalmente, en ese discurso, el juego mismo de la estructura, de la combinatoria tan poderosamente articulada por el discurso de Lévi-Strauss, no haría más que ir a dar, por ejemplo, a la estructura misma del cerebro, y hasta a la estructura de la materia, de la cual representaría, según la forma llamada materialismo en el siglo XVIII, el doblete, pero no el doble. Sé bien que sólo se trata de una perspectiva que en definitiva podemos acoger, lo que es válido ya que en cierto modo está expresamente articulada.

Ahora bien, la dimensión de la escena, su división con respecto al lugar mundano o no, cósmico o no, donde se encuentra el espectador, viene a figurar a nuestros ojos la distinción radical de ese lugar donde las cosas —aún cuando fueran las cosas del mundo—, donde todas las cosas del mundo vienen a decirse, a ponerse en escena según las leyes del significante, a las que de ninguna manera podríamos considerar de entrada como homogéneas a las leyes del mundo. La existencia del discurso y lo que hace que estemos implicados en él como sujetos no es sino con demasiada evidencia muy anterior al advenimiento de la ciencia, y el maravilloso esfuerzo, por su lado desesperado, que realiza Lévi-Strauss para homogeneizar el discurso que él denomina «de la magia» con el discurso de la ciencia, es algo admirablemente instructivo, pero ni por un sólo instante puede llevar a la ilusión de que no hay allí un tiempo, un corte, una diferencia; y enseguida voy a acentuar lo que quiero decir y lo que tenemos que decir.

Por lo tanto, primer tiempo en el mundo. Segundo tiempo, la escena sobro la cual hacemos montar ese mundo. Y esto es la dimensión de la historia. La historia siempre  tiene ese carácter de puesta con escena. Es con relación a ello que el discurso de Lévi-Strauss, especialmente en el capítulo en que responde a Sartre, el último desarrollo que Sartre instituye para realizar esa operación que la vez pasada yo llamaba reinstalar historia en sus varales, (sic)

La limitación del alcance del juego histórico le recuerda  que el tiempo de la historia se distingue del tiempo cósmico, que las mismas fechas asumen de pronto otro valor según se llamen 2 de Diciembre o 18 Brumario, y que no se trata del mismo calendario del que se arrancan páginas todos los días. Prueba de esto es que tales fechas tienen otro sentido, que son rememoradas cuando es preciso cualquier otro día del calendario, como otorgándoles su marca, su carácterística, su estilo de diferencia o de repetición. Entonces, una vez que la escena está erigida, lo que ocurre es que el mundo se haya enteramente montado sobre ella, y con Descartes podemos decir: ir: «Sobre la escena del mundo, yo avanzo», como lo hace él, «enmascarado»; a partir de allí cabe preguntarse qué cosa debe el mundo —lo que al comienzo  hemos llamado con total inocencia «el mundo»—, qué le debe el mundo a lo que vuelve desde esa escena. Y que todo lo que hemos llamado «mundo» en el curso de la historia y cuyos residuos se han superpuesto, se han acumulado sin el menor cuidado por las contradicciónes, y lo que la cultura  nos vehiculiza como siendo el mundo, un apilamiento, un almacén de ruinas, de mundos que se han sucedido y que no por ser incompatibles dejan de acomodarse perfectamente  en el interior de cada cual, estructura de la que el campo particular de nuestra experiencia nos permite medir su absorción, su profundidad, especialmente en la del neurótico obsesivo, del que hace mucho tiempo el mismo Freud observó hasta qué punto esos mundos cósmicos podían coexistir de la manera aparentemente menos objetable para él, al tiempo  que manifiestan la más perfecta heterogeneidad desde el primer abordaje, desde el primer examen,..

En síntesis, el cuestionamiento de lo que resulta  ser el mundo del cosmismo en lo real es, a partir del momento en que hicimos referencia a la escena, lo más legítimo que podríamos hacer. Aquello con lo que creemos vérnoslas como mundo, no son acaso simplemente los restos acumulados de lo que llegaba desde la escena cuando —puedo decir—  la escena estaba en gira?. Y bien, esta evocación va a introducirnos una tercera observación, un tercer tiempo que debía recordarlos como discurso anterior, y tanto más, quizás esta vez de una manera insistente, cuanto que no es un tiempo, que en esa época no tuve bastante tiempo para acentuarlo. Ya que hablamos de escena, sabemos qué papel cumple justamente el teatro en el funcionamiento de los mitos; que a nosotros, analistas, nos permiten pensar. Los llevo a Hamlet, y a ese punto crucial que ya fue problemático para muchos autores y especialmente para Rank, quien sobre él produjo un artículo que, dado el momento precoz en que fue escrito, es en todo sentido admirable: la atención que concitó acerca de la función de la escena sobre la escena.

Qué es lo que Hamlet, el Hamlet de Shakespeare,  el personaje de la escena, trae a la misma con los comediantes?. La trampa, la ratonera sin duda con la cual, nos dice, va a àpresar, a atrapar la conciencia del rey. Pero fuera de que allí ocurren cosas bien extrañas, y en particular esta en la cual para la época en  que tanto les hablé de Hamlet no quise Introducirlos porque ello nos habría orientado hacia una literatura en el fondo más hamlética —ustedes saben que existe, y que existe al punto en que por cierto con ella podríamos cubrir estas paredes— más hamlética que psicoanalítica, ocurren allí cosas bien extrañas, incluída ésta: que cuando la escena es jugada a manera de prólogo, antes de que los actores comiencen sus discursos, y bien, esto no parece agitar mucho al rey, mientras que sin embargo los presuntos gestos de su crimen están allí, ante él pantominados. Por el contrario hay algo muy extraño, y es el verdadero desborde, la crisis de agitación que embarga a Hamlet a partir de cierto momento  en que después de algunos discursos ocupa la escena el momento crucial, aquél donde el personaje llamado Lucianus o Luciano ejecuta su crimen sobre uno de los dos personajes, precisamente el que representa al rey, el rey de comedia, aunque en su discurso éste se haya afirmado, asegurado como rey de una determinada dimensión, así como aquella que representa a su cónyuge, su esposa; después de haberse establecido claramente la situación, todos los autores que se detuvieron en esta escena señalaron que la ridícula vestimenta del personaje es exactamente, no la del rey a quien se trata de atrapar, sino la del mismo Hamlet, y también se indica que ese personaje no es hermano del rey de comedia, no se encuentra con él en una relación homóloga a la del usurpador que en la tragedia se halla en posesión de la reina Gertrudis, después de consumado su asesinato, Sino en una posición homóloga a la que Hamlet tiene con ese personaje, es decir, la de sobrino del rey de comedia.

¿Qué es, al fin de cuentas, lo que Hamlet hace representar sobre la escena?,.A él mismo, consumando el crimen de que se trata, ese personaje cuyo deseo, por las razones; que intenté articular, no puede animarse para ejecutar la voluntad del ghost, del fantasma de su padre; ese personaje trata de dar cuerpo a algo, y aquello a lo que se trata de dar cuerpo para por su imagen aquí verdaderamente especular, su imagen no en la situación, el modo de cumplir su venganza, sino de asumir primero el crimen que se tratará de vengar.

Ahora bien, qué vemos nosotros?. Que es insuficiente, que por más que resulte presa tras esa suerte de efecto de linterna mágica y por lo que se puede (advertir?) en sus palabras, en su estilo, en la manera tan ordinaria  con que además los actores animan ese momento— por una verdadera crisis de agitación maníaca, cuando un instante después se encuentra con el enemigo a su alcance no sabe sino articular lo que para todo oyente y para siempre no pudo ser sentido más que como escapatoria tras  un pretexto: él atrapa a su enemigo en un momento demasiado santo —el rey está orando— como para decidirse, atacándolo ya, a procurarle directo acceso al cielo.

No me demoraré traduciendo todo lo que esto quiere decir, pues debo seguir adelante. Quiero avanzar bastante hoy, y hacerles notar que al lado de ese fracaso —articulé pues intensamente el segundo momento, les mostré todo su alcance— en la medida en que una identificación de naturaleza enteramente  diferente, a la que llamé identificación con Ofelia, en la medida en que el alma furiosa que legítimamente podemos inferir como siendo la de la víctima, la suicida, manifiestamente ofrecida en sacrificio a los manes de su padre —pues es a consecuencia del asesinato de su padre que ella se pliega, que ella sucumbe, pero esto nos muestra las creencias de siempre en lo relativo a los efectos de ciertos modos de óbito, por el hecho mismo de que en su caso las ceremonias funerarias no pueden ser cumplidas plenamente— de la venganza nada se ha aplacado; ella grita, y en el momento de la revelación de lo que para ella fue ese objeto descuidado, desconocido, vemos jugar en Shakespeare, al desnudo, esa identificación con el objeto que Freud nos designa como el resorte capital de La función del duelo, esa definición implacable, diría yo, que Freud supo dar al duelo, esa especie de revés que él señaló en los llantos que se le consagran, ese fondo de reproche que hay en el hecho de que sólo se quieran recordar, de la realidad de aquel a quien se ha perdido, las penas que dejó. Qué sorprendente crueldad, destinada a recordarnos la legitimidad de modos de celebración más primitivos que todavía saben vivir ciertas prácticas colectivas. Por qué no regocijarse de que él haya existido?. Los campesinos de quienes creemos que ahogan en banquetes una insensibilidad perjudicial, tal, hacen algo muy diferente: (celebran?) el advenimiento de aquél que fue, a esa especie de gloria simple que merece por haber sido entre nosotros, simplemente, un ser vivo. No olvidemos que tal identificación con el objeto del duelo que Freud designó bajo sus modos negativos, si existe, tiene también su fase positiva; que la entrada en Hamlet de lo que aquí llamé el furor del alma femenina es lo que le da fuerzas para convertirlo, a partir de allí, en un sonámbulo que lo acepta todo, incluido —lo marqué bien— ser en el combate el que detenta lo que se halla en juego, el que posee la parte de su enemigo, el rey mismo, contra su imagen especular, que es Laertes. A partir de aquí las cosas se ordenarán solas y sin que en definitiva él haga nada más que exactamente lo que no hay que hacer, para llevarlo hasta lo que tiene que hacer: ser él mismo herido de muerte antes de matar al rey. Tenemos aquí la distancia, la diferencia existente entre dos tipos de identificaciones imaginarias: 1) la identificación con el a: i (a), imagen especular tal como se nos da en el momento de la escena sobre la escena; 2) otra identificación, más misteriosa y cuyo enigma comienza entonces a ser desarrollado, con otra cosa, el objeto, el objeto del deseo como tal, designado sin ambigüedad alguna en la articulación shakespeariana, ya que es justamente como objeto del deseo que hasta determinado momento fue descuidado y se lo reintegra a la escena por vía de la identificación; en la precisa medida en que como objeto viene a desaparecer, la dimensión, por así decir, retroactiva, esa dimensión del imperfecto bajo la ambigüa forma en que se lo emplea en francés, da su fuerza a la manera como repito ante ustedes «él no sabía», lo que quiere decir: en el último momento él no supo, un poco más y sabría. Ese objeto del deseo —no por nada en francés (sic) deseo se dice desiderium— a saber, ese reconocimiento retroactivo, ese objeto que estaba allí, por dicho camino se embarca el retorno de Hamlet, la punta de su destino, de su función de Hamlet  si puedo expresarme así, su acabamiento  hamlético; en este el lugar el tercer tiempo de referencia de mi discurso precedente nos muestra hacia  dónde conviene dirigir la interrogación, como saben ustedes desde hace tanto tiempo, porque es la misma que bajo múltiples ángulos siempre renuevo: el estatuto del objeto en tanto que objeto del deseo. Todo lo que dice Lévi-Strauss sobre la función de la magia, sobre la función del mito, obtiene su valor a condición de que sepamos que se trata de la relación con el objeto que tiene el estatuto de objeto del deseo, estatuto que —convengo en ello— no está establecido todavía, que es nuestro objeto de este año a través del abordaje de la angustia, y que asimismo conviene no confundir ese objeto del deseo con aquel que define la epistemología como advenimiento de cierto objeto científicamente definido, como advenimiento del objeto que es el objeto de nuestra ciencia, específicamente definido por cierto descubrimiento de la eficacia de la operación significante como tal; lo propio de nuestra ciencia —digo de la ciencia que existe desde hace dos siglos entre nosotros— deja abierta  la cuestión que antes llamé del cosmismo del  objeto.

No es seguro que haya un cosmos y nuestra ciencia avanza en la medida en que ha renunciado a preservar toda presuposición cósmica o cosmicisante. Encontramos este punto esencial de referencia, tan esencial que no puede dejar de sorprender el hecho de que al restituir con forma moderna una especie de permanencia   de perpetuidad, de eternidad del cosmismo de la realidad del objeto, Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje no aporta a todo el mundo la especie de seguridad o serenidad, de apaciguamiento epicúreo que debería resultar. Se plantea la cuestión de saber si sólo son los psicoanalistas quienes no se alegran, o si es todo el mundo. Pero  yo pretendo, aunque aún no tenga  pruebas, que debe ser todo el mundo. Se trata de dar razones de esto, de por qué no nos alegra ver de pronto al totemismo, si puede decirse, vaciado de su contenido —al que yo llamaría, groseramente y para hacerme entender, pasional—, por qué no nos alegra que el mundo esté, desde la era neolítica —pues no podemos remontarnos más atrás— tan  en orden que todo no sea más que olitas insignificantes en la superficie  de ese orden; en otros términos, por qué queremos preservar tanto la dimensión de la angustia. Debe haber una razón, ya que el rodeo, el camino de pasaje designado aquí entre el retorno a un cosmismo asegurado y por otra parte el mantenimiento de un patetismo histórico al que tampoco nos atenemos tanto —aunque justamente posea toda su función— efectivamente debe pasar por el estudio de la función de la angustia. Y por eso me veo llevado a recordarles los términos donde se muestra cómo se anuda, precisamente, la relación especular a la relación con el gran Otro. En ese artículo al que los pido se remitan, pues no voy a rehacerlo aquí enteramente, el aparato, la pequeña imagen que fomenté para hacer comprender de qué se trata, ese aparato está destinado a recordarnos lo que acentué al final de mí seminario sobre el deseo: que la función del investimiento especular se concibe situada en el interior de la dialéctica del  narcisismo tal como Freud la introdujo.

Tal investimiento de la imagen especular es un tiempo fundamental de la relación imaginaria, fundamental por el hecho de que tiene un límite y es que no todo el investimiento libidinal pasa por la imagen especular. Hay un resto. Ya he intentado, y espero haberlo conseguido en buena medida, hacerles  concebir cómo y por qué podemos carácterizar ese resto bajo un modo central, pivote en toda esa dialéctica —aquí retomaré la próxima vez y les mostraré en qué es privilegiada esa función, más de lo que he podido hacer hasta ahora—, bajo el modo, digo, del falo.

Y esto quiere decir que desde ese momento, en todo lo que es localización imaginaria  el falo llegará bajo la forma de una falta, de un  – φ [menos phi]. En toda la medida en que se realiza en i (a) lo que llamé la Imagen real, la constitución en el material del sujeto de la imagen del cuerpo funcionando como propiamente  imaginaria, es decir, libidinalzada, el falo aparece en menos, aparece como un blanco, El falo es sin duda una reserva operatoria, pero ella no sólo no está representada a nivel de lo imaginarlo sino que se halla delimitada y, digámoslo, cortada de la imagen especular.

Todo lo que el año pasado traté de articular alrededor del  cross-cap es, para agregar a esa dialéctica una clavija, algo en el plano del ambigüo dominio de la topología, por cuanto ésta afina al extremo los datos de lo imaginario, juega en una suerte de transespacio del que al fin de cuentas todo da a pensar que está hecho de la peor articulación significante, al tiempo que deja aún a nuestro alcance algunos elementos intuitivos; justamente, los soportados por esa imagen estrafalaria y sin embargo cuán expresiva, la del cross-cap, que manipulé ante ustedes durante más de un mes para hacerles concebir cómo en una superficie así definida —no la recuerdo aquí— el corte puede instituir dos pedazos, dos piezas diferentes, una que puede tener una imagen especular y otra que literalmente no la tiene. La relación de esa reserva, de esa reserva imaginariamente inasequible —aunque se halle ligada a un órgano, gracias a Dios, todavía perfectamente asequible, es decir, el del instrumento que cada tanto deberá entrar en acción para la satisfacción del deseo, el falo —la relación de ese
-φ [menos phi] con la constitución del a que es aquel resto, residuo, objeto cuyo estatuto escapa al estatuto del objeto derivado de la imagen especular y a las leyes de la estética trascendental, ese objeto cuyo estatuto es tan difícil de articular para nosotros que por el entraron en la teoría analítica todas las confusiones, ese objeto a del que no hemos hecho más que anunciar sus carácterísticas constitutivas y que aquí traemos al orden del día, de él se trata toda vez que Freud habla del objeto cuando se trata de la angustia. La ambigüedad estriba en la manera con la cual podemos hacer otra cosa que imaginar a ese objeto en el registro especular. Precisamente se trate de instituir aquí —y lo haremos, podemos hacerlo— otro modo de imaginación, si puedo expresarme así, donde se defina ese objeto. Es lo que lograremos hacer, si tienen a bien seguirme paso a paso. De dónde hago partir la dialéctica en el artículo que menciono?. De un S, el sujeto como posible, el sujeto porque es preciso hablar de él si se habla, el sujeto cuyo modelo nos es dado por la concepción clásica del sujeto, con la sola condición de que lo limitamos al hecho de que había, y que desde que habla, se produce algo.

Desde que comienza a hablar, el rasgo unario entra en juego. La identificación primaria con ese punto de partida que constituye el hecho de poder decir uno y uno, y uno más y uno más, y que siempre es de un uno que es preciso partir, desde aquí —el esquema del artículo en cuestión lo delinea— se instituye la posibilidad del reconocimiento como tal de la unidad llamada i (a). Ese i (a) está dado en la experiencia especular; pero, como les he dicho, dicha experiencia especular es autentificada por el Otro y como tal, a nivel del signo i’ (a). Recuerden mi esquema, pues no puedo volver a darles los términos de la pequeña experiencia de física que me sirvió para graficarlo: i’ (a) es la imagen virtual de una imagen real; a nivel de esa imagen virtual, no aparece aquí nada.

He escrito – φ [menos phi]   porque deberemos traerlo la próxima vez. – φ [menos phi]  ya no es visible, ya no es sensible, no es presentificable allí como no lo es aquí, – φ [menos phi]   no ha entrado en lo imaginario. El destino principal,  inaugural, el tiempo —insisto— del que hablamos reside en lo siguiente —y habrá que esperar a la vez que viene para articularlo—: el deseo estriba en la relación que les he dado por ser la del fantasma, $, le poincon, con su sentido que además pronto sabremos leer de manera diferente, a:$ ( a.

Esto quiere decir que sería en la medida en que el sujeto podría estar realmente —y no por intermedio del otro— en el lugar de I, que tendría relación con aquello que se trata de tomar en el cuerpo de la Imagen especular original i (a), a saber, el objeto de su deseo, a; estos dos pilares son el soporte de la función del deseo, y si el deseo existe y sostiene al hombre en su existencia de hombre, es en la medida en que esa relación, por algún rodeo, es accesible, en que hay artificios que nos dan acceso a la relación Imaginarla que constituye el fantasma. Pero esto en modo alguno es posible de una manera efectiva. Lo que el hombre tiene frente a sí nunca es sino la imagen de lo que en mi esquema yo representaba —ustedes lo saben o no lo saben— por i ‘ (a), que la ilusión del espejo esférico produce; aquí en estado real, bajo forma de imagen real, él tiene de ella la imagen virtual con nada en su cuerpo. El a, soporte del deseo en el fantasma, no es visible en lo que para el hombre constituye la imagen de su deseo.

Esa presencia por lo tanto en otra parte, más acá y, como aquí ven, demasiado cerca de él para ser vista, si puede decirse, del a, es el initium del deseo; y de aquí obtiene su prestigio la Imagen i’ (a). Pero cuanto más se aproxima, cerca, acaricia el hombre lo que cree ser el objeto de su deseo, en realidad más desviado de él se encuentra, más descaminado, justamente por el hecho de que todo lo que hace en ese camino por acercarse a él da siempre más cuerpo a lo que en el objeto de ese deseo representa la imagen especular. Cuanto más anda, más quiere preservar, mantener —escuchen bien lo que les digo— proteger en el objeto de su deseo el lado intacto de ese florero primordial que es la imagen especular, más se embarca por ese camino a menudo llamado, impropiamente, el camino de la perfección, de la relación de objeto, y más embaucado resulta. La angustia se constituye cuando un mecanismo hace aparecer en su  lugar, que yo llamaré, para hacerme entender, simplemente «natural», en  el lugar corresponde al que ocupa el a del objeto del deseo, algo, y  cuando digo algo, entiendan cualquier cosa.

Les ruego que de aquí a la vez que viene se tomen el trabado, con esta introducción que les doy, de releer el artículo sobre lo Unheimlich. Es un artículo que nunca, nunca he oído comentar; y del que nadie siquiera parece advertir que es la clavija absolutamente indispensable para abordar la cuestión de la angustia.

Así como he abordado el inconsciente a través del chiste, este año abordaré la angustia a través del Unheimlich lo que aparece en ese lugar. Por eso hoy escribí: el – φ [menos phi],  el algo que nos recuerda que todo parte de la castración imaginaria, que no hay —y con motivo— imagen de la falta. Cuando allí aparece algo es, por lo tanto, si así puedo expresarme, que la falta viene a faltar. Sin embargo, esto podrá parecerles una punta, un (…) bien en su lugar, en mi estilo del que todos saben que es gongórico. Y bien, me importa un bledo, Simplemente les haré observar que pueden producirse muchas cosas en el sentido de la anomalía, y no es eso lo que nos angustia. Pero si de pronto viene a faltar toda norma, es decir lo que constituye la falta —pues la norma es correlativa de la idea de falta— si de pronto eso no falta —y créanme, traten de aplicar esto a muchas cosas— en ese momento comienza la angustia.

De suerte que de ahora en adelante les autorizo a retomar la lectura de lo que dice Freud en su último gran artículo sobre la angustia, el de Inhibición, síntoma y angustia, del que ya hemos partido para una primera delineación. Entonces, con esta llave, podrán advertir el verdadero sentido que ha de darse, bajo su pluma, al término «pérdida del objeto». Con esto comenzaré la próxima vez y espero dar entonces su verdadero sentido a nuestra indagación de este año.