Psicoanálisis con niños: tarea en construcción
Myrta Casas de Pereda*
Resumen:
Se reúnen aportes anteriores con otros actuales sobre la práctica con niños.
Desarrollo y subjetividad configuran una trama dinámica, viva, diacrónica y
sincrónica, de la que resulta la posibilidad para el niño de “disponer” de su cuerpo y de
su palabra.
A través de ejemplos clínicos, se pormenorizan elementos del discurso infantil,
donde el perfil metapsicológico de la “puesta en escena”, abarca la conceptualización
del acto como discurso (valor significante), delineando a su vez, una apretada
conjunción real-realidad, que convoca discriminaciones. Es otro elemento que agrega
perfiles propios, en torno a la simbolización, al psicoanálisis con niños.
Lo dado a ver, la imagen, condensa fantasmas desiderativos, donde confluyen
movimientos representacionales y efectos de las defensas, acotando la insistencia de lo
pulsional. Se señala una suerte de acto autorizado para este espacio transferencial que
reformula la noción de neutralidad. También emergen en el analista vivencias, que
configuran ineludibles actos de contratransferencia.
La vigencia de las funciones parentales, otro sesgo relevante, donde la escucha de lo
sintomático permite, cada vez, reconocer la incidencia del deseo parental, que se
actualiza en el lazo transferencial.
Descriptores: TEORÍAS SEXUALES INFANTILES / ESTRUCTURA EDIPICA / FANTASMA / PSICOANÁLISIS DE NIÑOS / SIMBOLIZACIÓN / MATERIAL CLÍNICO
Hace ya varios años incursionaba en los referentes del saber psicoanalítico que hacían
posible el psicoanálisis en una sala de juegos. Desde la hipótesis del inconciente
freudiano e imbuida del perfil kleiniano que posibilitó y enriqueció la escucha del
discurso infantil, me interrogaba sobre la modalidad interpretativa donde las improntas
freudianas en torno a la estructuración psíquica abrían interrogantes que día tras día se reeditaban y sucedían en nuestra praxis. En este sentido me cuestionaba, por ejemplo,
ciertas interpretaciones que apuntaban a construcciones en torno a las Teorías Sexuales
Infantiles (TSI) y su posible desarticulación. Dichas teorías impregnan el discurso
infantil, y es a su través que vamos a escuchar los elementos del conflicto psíquico que
a su vez hacen mella en ellas. Se volvía necesario distinguir dichos matices para no
incurrir en una perspectiva inductora madurativa.
Iniciaba un camino, aún hoy transitado, en torno a las defensas estructurales, sus
peculiaridades en la constitución de subjetividad, y sobreimpresas allí los índices y
señales del conflicto psíquico.
Paralelamente comenzaba a abrir interrogantes sobre la simbolización, donde la
representación en la doble perspectiva semántica, de escenario, puesta en escena en la
que emergen o se reescribe la representación inconciente, señalan momentos de
simbolización donde el referente es indispensable en su realidad. De ahí que, en ese
momento (M. Casas de Pereda, 1986 a), hube de privilegiar la Representación Meta
freudiana intentando soslayar las dificultades que ofrece pensar la articulación
Representación Cosa y Representación Palabra. La RM incluye la RP pero la desborda,
así como también con ella se vuelve menos clara la discriminación concienteinconciente,
que sí existe en el planteo freudiano entre RC y RP. La Representación
meta incluye en realidad elementos de ambas, RC y RP, sin ser ninguna de ellas, y se
caracteriza por un rasgo esencial cual es la conducción del deseo inconciente. Y esta
preocupación teórica no era sino la contracara de la perspectiva clínica donde proponía
pensar el trabajo de transferencia aconteciendo entre la Representación Meta del
pequeño paciente, y la Representación Expectativa aportada por el analista. Con esta
última, rescataba una idea freudiana expuesta en el historial de Juanito (Freud, S.,
1909), y sólo retomada escasamente por el propio Freud en 1916 y 1918.A este modo de
plantear la interpretación ofreciendo las representaciones “esperadas” por el paciente, y
que apuntaban a un dinamismo inconciente le agregaba, abundando en el perfil propio
del análisis con niños, que las Representaciones expectativas eran vehiculizadas por el
analista, a través de una red o rejilla, constituida por palabra y juego, que ponían al
paciente en condiciones de “asir sus mociones inconcientes de deseo” G “ de alcanzar
por sus propios caminos (…) la meta marcada” (Freud, S., 1909, p. 86). Se refiere a la
meta marcada por los deseos inconcientes. Es una referencia a la “meta” del deseo
inconciente que desde el propio Freud es siempre evasiva.
También incluía en la RE el despliegue gestual, lúdico y palabrero, donde el término
representación, al igual que en la Representación meta, cumple el doble perfil
lingüístico y corporal.
Leído ahora, (re-lecturas…) creo que sobre todo hacía presente la preocupación,
nunca resuelta, de resituar el discurso transferencial y sus efectos en el analista. La
emergencia del deseo inconciente a través de las Representaciones Meta pulsando,
transcurriendo sobre representaciones desiderativas, que se construían entre palabras y
juegos, entre movimiento y sonido, entre el acto y la palabra proferida. A su vez, la
Representación Expectativa, ponía de relieve el hecho de que la respuesta del analista se
organiza, sabiéndolo o no, en torno a las expectativas de realización del fantasma
desiderativo del paciente. Imaginarizaciones del mismo, retomadas en la respuesta
como intervención del analista, que subrayaba en el decir un reconocimiento de esos
deseos y demandas, sostenidos o acotados en la puesta en acto de su discurso. Respuesta
que no es satisfacción de demandas ni de deseos, sino el reconocimiento del deseo que
propicia su relanzamiento.
Tal vez la Representación meta sea un modo de referir a la innegable preeminencia
en el discurso infantil de una elevada emergencia de elementos desiderativos que no
plasman necesariamente en un fantasma sino que pulsan, insisten, produciendo esa
suerte de retazos fantasmáticos móviles, que en el transcurso de un juego arman y
desarman sentidos.
Un niño de seis años recién cumplidos, cuyos padres consultan por una notoria
dificultad en la aceptación de límites, con frecuentes y angustiosas rabietas, en el
transcurso de una sesión, mientras armaba con piezas de encastre un transporte, fantasea
en voz alta, en una suerte de relato de lo que está “sucediendo” (haciendo):
“Es un cañón… es un auto, un vehículo normal. Esta es la cabina del auto, pero en
realidad es la sala de bombas, para protegerse de la invasión de gatos, que amenazaban
a los ratones. Pero… es, tiene… hay un estabilizador de emergencia en la cabina… Ahora
es una sala secreta que guarda la dinamita que tiene crema invisible y explota”.
Objetiva así una producción de fantasías que arma, paso a paso, a través de diversas
representaciones, a las que agrega o quita elementos que permiten construir,
deconstruyendo, diversos sentidos, donde habitan vivencias persecutorias y respuestas
agresivas en torno a cotidianeidades objétales, que transcurren entre fantasmas orales,
anales y fálicos.
La respuesta del analista a su vez se sitúa en ese borde que transcurre entre el
atravesamiento ofrecido de su persona para la construcción del fantasma, y el modo en
que el analista se involucra o no en el mismo. Si eso sucede se asiste a los riesgos
eventuales de acceder a la satisfacción de demandas o aún de que se deslicen demandas
inconcientes del analista hacia el niño. Todo ello implica la emergencia de deseos
inconcientes en el analista, que en tramas afectivo-representacionales pueden obturar el
trabajo de la transferencia en una redundante circulación dual.
Debemos recordar que el encuadre con niños admite la aceptación de demandas
como son las concernientes al aporte de material para el trabajo analítico, o aún las
imprescindibles aceptaciones de participación lúdica. Es necesario reconocer que el
intercambio lúdico, o palabrero y gestual en la sala de juegos, requiere de la elasticidad
necesaria para que sea posible un encuentro libidinal de/en el asimétrico compromiso en
la tarea.
Es en medio de un suceder –dialogando, jugando, observando– donde el gerundio
(Casas de Pereda, M., 1994) da la nota basal allí donde debemos escuchar el “decir”
infantil. Todo lo cual cuestiona conceptos clásicos tales como el de neutralidad en el
análisis con niños. Tal vez estos matices del encuentro que dejan poco claras o
delimitadas las nociones del encuadre, permiten un cierto aire de libertad, dependiendo
de cada situación o aún de cada marco referencia! Creo que esto ha incidido en el
cuestionamiento del trabajo con niños como verdadero psicoanálisis o como
psicoanálisis de pleno derecho. Es uno de los acicates que promueven la aspiración de
articulaciones metapsicológicas que sostengan nuestra praxis.
El analista se abstiene (Schkolnik, F., 1999) de jugar sus fantasías, pero se presta a
los requerimientos del discurso infantil que, a diferencia de la palabra convocadora de
palabras reclama un espacio-tiempo donde la espacialización metonímica, la sucesión
(temporalidad) de haceres y decires encadenados en un verdadero trabajo gramatical,
determina desde los diversos escalones de metonimia, la emergencia, en algún
momento, de pequeños saltos metafóricos. La diferencia mentada alude al hecho del
acto autorizado para el analista, que lo utiliza a su vez como discurso.
Jugar el juego de la escondida, por ejemplo, requiere ineludiblemente del concurso
del analista en el despliegue de roles, ya para esconder, ya para encontrar… un sentido
que siempre se sustrae parcialmente. Y esto implica, a su vez, representación y afectos
circulando en la representación escénica. Se pone de relieve el sentido simbólico del
juego, en forma análoga al del lenguaje hablado, pues la posibilidad de esconderse resulta quimérica desde la propia realidad de un recinto no muy grande, y poco
amueblado.
De todo ello se desprende un hecho relevante como es el privilegio en nuestra
escucha de las articulaciones más que el sentido dado cada vez. Verdadero acto de
decir transcurriendo, que eventualmente recala en puestas de sentido que acontecen
como subjetivaciones concretas en el material o como construcciones de sentidos en la
escucha del analista (Casas de Pereda, M., 1986 b).
Todo lo cual no significa la satisfacción de demandas, y por ende una neutralidad
comprometida, sino tan sólo la imprescindible facticidad que reclama la presencia del
deseo de analista en el sentido más clásico del término: no actuar sus deseos y
fantasmas personales, pero sí dejarse atravesar por la puesta en acto de la transferencia
(deseos y demandas de amor) en también necesarias o imprescindibles puestas en acto,
facticidades con valor referencial y valor significante, propio de los requerimientos del
discurso infantil.
Retomo mi insistencia en la importancia déla escucha de una red de elementos que
interactúan, sin anticipar hipótesis que requieran verificaciones, ni rechazar los sentidos
o no sentidos que emergen de dichas articulaciones, es decir, tolerar el hecho de que
podemos no comprender. Por el contrario se trata de sostener la falta de sentidos en vez
de realizar una especie de “traducción simultánea”, coagulando significados. Importa
pensar que no realizamos nuestra tarea en función de una exégesis última como verdad,
pues ésta precisamente se va plasmando dinámicamente cada vez entre el paciente y el
analista, a través de la transferencia.
Esta reflexión apunta a no desdeñar sino parangonar los diversos niveles que se
entrelazan sobre la realidad, configurando perfiles imaginarios y simbólicos. Lacan
(1975) se ocupa de subrayar el “debate alrededor del valor del conocimiento que
conviene o no conceder al simbolismo”. Éste último no trata de una “realidad más
profunda o calificada” (p. 317) del psiquismo. Desde la palabra hablada a la imagen
sugerida por el gesto o el movimiento, que connota un valor significante, importa y
cuenta especialmente captar su función de estructura. Tanto el símbolo como el síntoma
vehiculizan esa función singular “tan sensible”, señala Lacan, como “la de ser una
especie de regeneración del significante” (ídem, p. 315). Esto nos ayuda a pensar sobre
la posibilidad de cambio estructural que nuestra praxis puede habilitar. Regeneración
del significante, resignificaciones producidas en nuevos encadenados
representacionales, desarticulando las fijaciones sintomáticas.
Podemos reunir las propuestas anteriores en torno a la Representación meta con los
mencionados desarrollos sobre la simbolización (M. Casas de Pereda, 1999), y pensar
que en la escenificación lúdica emergen elementos significantes (en el sentido del
significante psicoanalítico), armados en frases o manipulaciones que vehiculizan deseos
(en los despliegues fácticos fantasmáticos), que requieren de momentos icónicos e
indiciales de simbolización, para ganar consistencia simbólica (simbolización simbólica
según la caracterización peirciana) en la producción-actualización transferencial.
El discurso infantil, no sólo se dirige al otro sino que necesita del otro para
realizarse, para que algo de real acontezca, para que de ese modo los encadenados
representacionales que sostienen las diversas fantasmatizaciones, adquieran el perfil
simbólico del mensaje.
Esta peculiaridad discursiva singular, que requiere forzosamente del otro, para que lo
real acontezca, para que el emergente de un retorno de lo reprimido, o de una
resignificación de la huella (de la marca pulsional) tenga lugar y se realice en el
discurso infantil, también otorga un perfil propio al análisis con niños. No en el sentido
metapsicológico del movimiento estructural que esto comporta, pues es similar en todo
análisis, sino en la perspectiva de lo observable, en su incidencia en lo fáctico.
Si en todo discurso, lenguaje, hay un real que se escapa siempre (que hace a la
fuerza imaginaria y simbólica del mensaje), también el acto realiza una imagen dada a
ver. Es el lado inaprehensible de ese real que se “presenta” en la experiencia. Y a su
vez, la evidencia de la imagen vuelve inaprehensible, en sentido estricto, o absoluto,
la realidad. Ello constituye el meollo de la realidad psíquica (Wirklichkeit) que no es
nunca la realidad (Realitat), como Freud lo señalara en diversos momentos de su obra.
Con esta propuesta, deseo enfatizar que lo imaginario, que constituye nuestro medio de
acceso al conflicto inconciente es, al mismo tiempo que indispensable, el elemento que
subjetiviza nuestro contacto con la realidad. La imagen, ubicada en la fuerza del
fantasma, es lo que primero nos defiende de la pérdida o de la ausencia, y allí radica la
función específica de la desmentida estructural. Por otra parte, la radical fuerza del
significante gestual, del valor significante del gesto, de la mirada, del tono utilizado,
busca o llama a la presencia de algún signo que provenga del otro. La imagen nunca
consiste en la verdad total, sino que es, en su esencia, engañosa, pero suficientemente
consistente en la producción de creencias o teorías sexuales, por ejemplo. La imagen
tiene esa fuerza otorgada por los sentidos, como si fuera lo que no miente, cuando en
realidad la constitución de una imagen siempre alude a cierto engaño, pues conlleva una realización de deseo. La creencia, que es ya un efecto de la división del sujeto,
prevalece sobre la castración, y condiciona desde la impronta irreductible de la imagen,
la construcción del fantasma. Se apela a la creencia, se la necesita (que es siempre en
última instancia de unidad) y se producen una y otra vez, fantasías desiderativas, que
buscan, reclaman (a la vez que tiemblan) por/ante la omnipotencia del Otro.
La frase subrayada en torno a la evidencia de la imagen, como razón de la
imposibilidad de aprehender la realidad (fuera de la subjetividad) no es más que un lado
de la paradoja, donde la imagen sustrae de la posibilidad de captación totalizada de la
realidad y al mismo tiempo posibilita, en tanto articulada a reglas simbólicas, lo
tranquilizador de habitar una realidad compartida.
Lo real –que siempre se sustrae– y que desde luego no es la realidad, hace sin
embargo espacio para una articulación que otorga consistencia a la idea de realidad que
es justamente la compartida.
El perfil metapsicológico en juego en esta puesta en escena del análisis con niños, y
lo que sería más específico en él, abarca la conceptualización del acto como discurso,
que entra a la categoría significante, diseñando a su vez una apretada conjunción realrealidad,
que reclama discriminación.
Otro modo de abordar el mismo problema es pensar que el meollo de la castración
(en la triple perspectiva real, simbólica e imaginaria), se sostiene de la imagen, esencia
del gesto, del juego, del acto fallido y de la fantasía, y forma parte en un instante dado
de lo real y/o lo irreductible.
La castración desmentida, como acontece natural y organizativamente –desmentida
estructural–1 es un acervo legítimo de estos momentos, donde lo real de una pérdida
(en sucesiones reiteradas y múltiples) organiza progresivamente el fantasma de
castración que refiere siempre al cuerpo propio y ajeno (el sujeto y el Otro) en las
diversas imaginarizaciones (oral, anal-fálico y el amor del otro) que la pulsión
determina.
Imagen, cuerpo, movimiento y acto con las sensaciones y afectos correspondientes
en una serie; imagen, pérdida y ausencia en otra, y ambas confluyen para dar
consistencia creciente, a través de las señaladas imaginarizaciones, al complejo de
castración (Freud, 1926), cuyo telón de fondo es la prohibición del incesto.
De ello surge la importancia duplicada del acto analítico en la sesión con un niño, y
las dificultades acrecentadas que ofrece para eventuales formalizaciones.
El analista no sólo se presta como instrumento metafórico para “representar”
(imaginarizar) los avatares transferenciales, a través de la interpretación y el encuadre,
sino que también presta su cuerpo, su gestualidad, en un “quehacer” analítico donde el
acto en su sentido simbólico y real gana la escena. Despliegue transferencial que
reclama la escucha segunda, tercera, del material, la evocación reiterada para ir
enhebrando los sentidos esquivos que tan frecuentemente se plasman en lo que
denomino verdaderos actos de contratransferencia.
Me refiero a esa incómoda vivencia que se experimenta en medio de una sesión, que
nos hace preguntarnos “¿qué estoy haciendo?” o “¿qué sucedió?”; momentos donde
asistimos a cierto desorden en nuestro posicionamiento analítico. Ya sea una vivencia
de confusión momentánea, un gesto o un hacer de juego o de manipulación que se
constituye en un interrogante, algo así como “¿debería o no debería suceder?, pero lo
dejo para entender después, pues la vivencia dominante es: estoy haciendo lo que debo
hacer”. Estas son, en realidad, palabras, frases, que dan cuenta de movimientos muy
rápidos en vivencias o sensaciones de fondo y trasfondo, que dejan esa cierta
incomodidad o desconcierto sin los asideros de un pensamiento reflexivo más cabal.
También, muchas veces, se trata de intensos momentos donde el analista se siente
“tomando partido”, aunque se trate de temporalidades efímeras o transitorias. Tomar
partido por el niño “contra” los padres o viceversa. Creo que la formulación elegida
transmite la ubicación dual, binaria, de oposiciones francas donde uno debe perder para
que el otro gane. Frecuente tanto como riesgosa “toma de posición” que vela, oculta,
movimientos de identificación proyectiva, por ejemplo, o de involucramientos duales
narcisistas y que resultan, de persistir, en obliteraciones cada vez más consistentes del
atravesamiento transferencial. Si se obtura la circulación significante de la transferencia,
deja de producirse proceso analítico y la interrupción del tratamiento suele ser la
presentificación de esa “muerte”. También es sustancial el prestarnos a esos momentos
de intensidades duales, pues el rescate de los mismos suele iluminar, en la dimensión
transferencial, los mecanismos en juego de la repetición.
La viñeta2 que voy a resumir a su punto de urgencia, transcurre entre una analista y
su paciente de seis años, durante las primeras sesiones de un tratamiento. Promediando la sesión, surgía con elocuencia una modalidad de relación madre-hija desplegada en
diversas producciones, donde el fantasma dual era preeminente. En un verdadero
encadenado metonímico, se sucedían palabras y manipulaciones, tales como: “muñeca”,
“chicas”, “conejo de peluche”, “de la mamá”, “cachorrito”, “brujas”, “Coca Cola”,
“colitas”. Surge entonces el pedido de la niña a su analista en forma de pregunta,
mientras peinaba a su muñeca: “¿tienes colitas? (por gomitas para el pelo)”. La analista
responde: “No, pero las puedo traer para la próxima. Ahora te puedo prestar unos
brochecitos que tengo en la cartera”. Cuando está sacando de la cartera los broches,
piensa: “¿Por qué estoy haciendo esto, por qué no pude esperar a la próxima sesión a
traer las gamitas? ¿Debo traérselas?”. La vivencia de impacto, el asombro frente a su
propia respuesta, resultan elocuentes de un acontecer transferencial altamente
significativo. La preocupación que la “ocupa” y que despliega en las reflexiones sobre
el material, señala su compromiso inconciente con el síntoma de su paciente, que
demandaba y necesitaba un espacio-tiempo de despliegue imaginarizado, “jugado”, de
sus fantasías. En la analista, el momento en que se cuestiona, revela un saber no sabido
sobre su “abrocharse” al vínculo dual que la niña reclamaba en su actualización
transferencial. En el reconocimiento del “traspié”, se abren las vías de acceso a la
repetición sintomática que requiere la puesta en escena transferencial.
Escuchamos o tomamos el signo en su función significante, lo cual implica
establecer de un modo continuo las sucesivas relaciones, con diversas y posibles
significaciones, donde cuentan los enlaces y des-enlaces, más que la significación como
sentido último. Nuestro posicionamiento psicoanalítico sostiene cada vez el
desconcierto que se produce en la indagación de las sobredeterminaciones de un
síntoma, que en cada momento muestra una singularidad que le es propia, y aceptamos
una cierta cuota de real o de inaccesible siempre presente. El trabajo analítico, desde la
puesta en acto de la transferencia, a través del deslizamiento y circulación significante
en sus múltiples posibles relaciones, podrá permitir un desamarre de las posiciones más
fijas que la repetición coagula en lo sintomático.
Como en todo psicoanálisis, habilitamos a que el niño produzca su fantasma
sintomático. Sólo que en nuestro caso, el discurso parental se anuda en el cuerpo del
hijo y aparecen como huellas, marcas, de los sucesivos momentos donde ese semejante
de la acción específica dio lugar a la singularidad de la representación inconciente.
Discurso parental que además es vigente en grado sumo, dando efectos, en la
temporalidad compartida con el tratamiento analítico. La vigencia de la estructuración
psíquica, construyendo y deconstruyendo fantasías a lo largo de la infancia, otorga un
sesgo peculiar a nuestra tarea, donde el concurso de la parentalidad es consustancial a la
historia.
Estamos ya más alejados de polarizaciones infecundas, como atender sólo al niño y
“su mundo interno”, o pensar que el niño es el puro deseo de los padres.
Se requiere un intenso compromiso de los padres con la situación analítica, para que
sea verdaderamente posible la cura. Y esto es producto muchas veces de un número
necesario de entrevistas con los padres, donde apelamos e intentamos hacer emerger lo
más vital de sus estructuras, para sellar un encuentro tripartito, ellos y el analista, para
llevar adelante el esforzado periplo del análisis de un hijo.
El niño va armando, construyendo, su relación con el otro, a través también de un
contacto de creciente disponibilidad con el lenguaje hablado. En ese tránsito
metonímico del paso a paso debemos leer lo que se anuda como conflicto, produciendo
síntoma, o muchas veces una modalidad sintomática de existir. Con ello quiero subrayar
la extrema movilidad de lo sintomático, en estos tiempos donde la resignificación, una y
otra vez de la historia representacional, da cuenta de la incidencia viva de la
parentalidad (deseos de los padres). La transitoriedad es casi un lugar común.
Transitoriedad de los síntomas, o de modalidades sintomáticas, que alertan o convocan
respuestas parentales muy diversas. Y en dicho espacio-tiempo de construcción y
producción, donde el lenguaje organiza al sujeto y el sujeto organiza su lenguaje, se
imprime su modo propio de ser y estar en dicha relación significante, que señala
siempre y cada vez el encuentro-desencuentro con el otro en el camino de las
objetalizaciones. El término infans proviene del latín, y alude a la incapacidad de hablar
(fari, hablar), infacundia, sin palabras para explicarse. El niño, en su tránsito de
estructuración psíquica, va experimentando placer en el hacer, hacer-se, jugar, jugando,
donde también el placer asoma, en el jugar con las palabras, como lo señalara Freud (El
chiste y su relación con el inconciente). Este ámbito profundamente libidinal de la
estructuración, es retomado por Freud cuando ubica la Representación palabra (en el
Apéndice C, Freud, 1915) como ese complejo que se construye por un proceso
asociativo, visual, cenestésico, acústico, olfativo y táctil. El armado del fantasma, la
producción, construcción, de la fantasía, está profundamente ligado a lo sexual
reprimido, y transformado en deseo inconciente.
En todo discurso infantil hay una alusión siempre presente a la pregunta sobre el
origen y la sexualidad, que reúne el nacimiento y la muerte. Por ello la historia parental
de cada uno de los progenitores va a incidir necesariamente. Tal vez lo que aparece más
vivo en ese tiempo de estructuración psíquica es esa incursión en el otro, demandando,
preguntando, probando, detectando los índices o señales del cómo me veo a través del
cómo me ven. De allí que esta convocatoria se vuelve especialmente intensa en el
análisis con niños, y la respuesta también se organiza en cierta medida desde la
impronta cultural y simbólica. Hay un llamado a responder en forma inmediata a la
indefensión, propia de lo infantil, que apela a nuestras funciones de parentalidad. La
indefensión es un llamador simbólico que se puebla necesariamente de múltiples
modalidades de respuestas.
De allí mi insistencia acerca de que el gesto, el acto, el juego, convoca con matices
diversos a la palabra, la respuesta en el otro. Nos convoca en esa tarea semantizadora, y
decodificadora, propia del adulto con el niño. Pero no olvidemos que también dicha
respuesta oficia en el analista, como alivio de la angustia, ante lo enigmático. Lo que se
pone en escena es el llamado al otro y su respuesta. Por ello debemos evitar las
mencionadas traducciones y habilitar, en cambio, sucesiones de palabras o de juegos.
Sólo en esas sucesiones podremos escuchar el deseo emergente.
En dichas secuencias, que muchas veces recalan en diversas formaciones del
inconciente, se ponen de relieve los caminos que conducen a la formación de un
síntoma, por ejemplo, o que nos aproximan a los puntos de urgencia en la sesión. En un
niño (5 años)3 con una encopresis (que fue transitoria) vemos desarrollarse en una
sesión una secuencia de juegos, manipulaciones y comentarios, en ágiles sucesiones,
donde se destacaban algunos significantes emergentes en objetos (de manipulaciones),
señales icónicas o indiciales donde el encadenado es relevante: un auto, un cartel de no
pasar, un gusano que se aplasta, una víbora, un caracol que luego se desenrolla, una
manguera, la utilización de una tijera cortando la víbora en pedacitos, y de pronto
aparece: “Voy al baño a hacer caca. Llama a papá”. El síntoma en la temprana infancia
atañe especialmente al cuerpo. Lo real de una pérdida imprescindible para organizar una
abstracción-representación, se duplica en facticidades funcionales donde las zonas
erógenas comandan la escena. Lo anal sintomático de una dificultada castración en este
niño, reclama y señala a la función paterna en la singularidad de su historia.
Muchas veces los cortes o detenciones en una secuencia, al igual que los lapsus en el
adulto, señalan en nuestro caso con los niños, un enlace, una atadura a un significante
de lo parental, que hace al síntoma.
En otros momentos es la repetición de un significante insistiendo en esas
embarulladas historias que se producen al jugar, que no siempre desembocan en algún
sentido claro o manifiesto, que transitan en tiempos paradojales, donde el antes y el
después se telescopan, y donde subsisten, coexisten, numerosas contradicciones. Allí las
repeticiones significantes señalan momentos de anudamientos diferentes, que ponen en
evidencia mecanismos defensivos prevalentes: desmentidas, transformaciones en lo
contrario, vuelta sobre sí mismo…
Reverberaciones en la producción, construcción de un fantasma, que suelen
“resolverse” (en la sesión) con la magia, apelando a superpoderes, que transforman o
dan por terminados esos momentos exploratorio-productivos. Constituyen incursiones
en el otro, que en tanto despliegue transferencial ocupa ese ilusionado lugar de un
supuesto saber. El analista ocupa, por ello mismo, lugares encarnados de roles
parentales, donde el trabajo analítico puede propiciar sustituciones y transformaciones
en torno a resignificaciones de las marcas traumáticas, donde esencialmente se ponen en
juego de un modo diferente los mecanismos defensivos. Me refiero a que la represión,
en un sentido estructural, gana lugar.
En el paso a paso señalado, metonímico, de la subjetivación en la infancia, el niño
tropieza precisamente con un real no acontecido en diversas dimensiones, donde una
esencial es la de su propio cuerpo, apoyaturas desde donde la pulsión insiste… en
escribirse, en reinscribirse.
La presencia de las TSI, que señalan a la desmentida estructural como instrumento
esencial en dicha producción, es el efecto precisamente de un saber escaso y parcial que
pasa por la no disponibilidad real para asimilar enigmas básicos, como el de la
concepción. Subrayemos una vez más que la desmentida estructural se ocupa de ese no
querer saber que reúne la sexualidad y la muerte. Se desmiente la castración materna y
eso ya es una señal estructural, pero en el mismo acto psíquico de ese no querer saber se
condensa “la pregunta única que empero (el niño) no formula” (Freud, 1910, p. 73):
¿de dónde vienen los niños? Y por ello mismo, porque quiere y no quiere saber, es que
“teoriza” como señala Harari (1993, p. 157) “desde aquellas funciones que puede acometer con su cuerpo”.
Pero se trata de fantasías, que si bien adquieren el estatuto de teorías por su
universalidad y consistencia, no debemos olvidar que son una producción fantasmática
donde se hace presente la “manipulación” psíquica del objeto (trabajo de
objetalización), constituyendo cada vez los avalares del conflicto psíquico: pulsióndeseo-
defensas-destinos, en la singularidad de cada quien.
El fantasma que sustituye en parte lo que no es abarcable o no asimilable, contiene
efectos de desmentida estructural que paradojalmente lo insertan en la realidad. Es la
castración como elemento estructural lo que determina su desmentida, desde cualquier
elemento que toque con un real no abarcable y siempre que sea asistido por un
simbólico que desde lo parental lo entrena en los diversos “No”.
Su propia oportunidad (de este sujeto realizándose) de despliegue de defensas
estructurales como la desmentida, la represión o la sublimación, también depende
esencialmente de la mentada respuesta que Freud introdujera para pensar los inicios del
aparato psíquico en la acción específica. Dicha especificidad que alude a la impronta del
otro y su deseo, irá dibujando a través de las marcas pulsionales, la historia
representacional que “relata” de modo veraz y siempre parcial el camino de lo que
Lacan (1962) nombrara como la “objetalidad”, y que Green retoma en sus textos. El
niño se disfraza, se identifica, se “cree” el otro, se “convierte” en otro, pero todo ello en
un movimiento pleno de articulaciones simbólicas, donde se ahonda cada vez la división
conciente-inconciente, pues sabe que no es el otro, que no tiene al otro, y que no puede
creer totalmente en el otro.
El engaño forma parte de la estructura desde el comienzo (Freud, la Protón Pseudos)
y habla de la señalada imposibilidad de vérsela con lo real, lo desconocido, que a su vez
se constituye como trauma y que es consustancial al conflicto psíquico.
De allí la capital relevancia de este periplo de marcas y resignificaciones de la
relación con el objeto, de las objetalizaciones para utilizar un término actualizado.
El sujeto es siempre correlativo al objeto:
• Se separa, lo pierde y lo recrea cada vez en interminables juegos de fort Da que
señalizan la infancia.
• Funciona en el objeto, como lo atestiguan las actividades Indicas infantiles.
• Le demanda todo el tiempo.
• Así como se interroga siempre, sin saberlo, por el deseo de la madre, del padre,
que no puede ser sino enigmático aún para cada progenitor.
Y la(s) respuesta(s) promovida desde estas vicisitudes e interrogantes, va a constituir
lo nodal de nuestra escucha analítica, pues ha sido la estofa de la construcción
sintomática, y también constituirá la arena viva de la transferencia.
De ahí que nuestra escucha tiene un epicentro desde donde o hacia donde convergen
los modos de organizar fantasías, de responder cada vez a las improntas de un real que
perfila la organización psíquica de cada progenitor. “Ombligo del sueño”, denominó
Freud a ese lado ignorado que, generando efectos, es a la vez imposible de alcanzar. El
analista se constituye en explorador de ese lado central y abismal, cuyo saldo es el
desamparo. También el desamparo de una simbolización que no puede con la muerte y
la castración.
En el análisis con niños, tenemos el privilegio de quedar en contacto con las
organizaciones defensivas en estado “naciente” y donde la oralidad, analidad, falicismo,
y dependencia del amor del otro son puestas en escena con menor historia de
represiones y resignificaciones que en el adulto.
Las objetalizaciones que hablan desde el cuerpo (psíquico), desde los bordes donde
la pulsión hace una y otra vez su circuito (Lacan, 1964), diagraman la “elección de la
neurosis infantil”. Las funciones ligadas a esos bordes orificiales, donde se juega el
encuentro-desencuentro con las funciones simbólicas parentales, son altamente
comprometidas como lo atestigua el elevado número de síntomas, como enuresis,
encopresis, trastornos alimenticios o del lenguaje, que se telescopan, como síntomas
polivalentes o multideterminados, a las otras manifestaciones más reconocibles como
próximas a la tripartita clasificación de la neurosis, histeria, neurosis obsesiva y fobia.
Ya señalaba Freud en 1918 (p. 90), “yo reclamaría para la perturbación en el comer el
significado de una primerísima neurosis” y agrega poco después “estoy presto a
aseverar que toda neurosis de un adulto se edifica sobre su neurosis de la infancia,
pero ésta no siempre fue lo bastante intensa como para llamar la atención y ser
discernida como tal”.
Aquellos síntomas, síndromes centrados en lo orificial (zonas erógenas),
polivalentes, reflejan situaciones ya sea propias de dinamismos neuróticos (represión
patógena, dificultad en la sublimación y por ende dificultades en el proceso de
simbolización) o de verdaderos fracasos de estructuración que transcurren como
enclaves psicóticos.
La insistencia en un lado real que se pierde o que no es significantizable no es una
mera especulación teórica, sino una manera de subrayar la importancia del trabajo
analítico que se puede efectuar sobre la pérdida, la ausencia, la prohibición (diversas
formas del trabajo de lo negativo) que aproximan, transferencia mediante, momentos de
estructuración donde dicha pérdida-inscripción ha sido deficitaria. La recreación y
producción transferencial conducen a esos enclaves fundamentales del conflicto
psíquico. Y un perfil crucial en esa pérdida, en esa dimensión no representable de lo
real, es precisamente una separación inaugural de la ligazón narcisista con la madre.
Inaugural de imprescindibles significaciones, que conducen a la configuración de la
castración, pero que todo el tiempo atraen ese “principiar”, fundante y traumático a la
vez, de una pérdida que necesita ser radical para que verdaderamente se instale un
sujeto deseante. En las imaginarizaciones múltiples del trabajo de la objetalidad, la
machacona insistencia con que se repite el trato al objeto atestigua de las improntas del
deseo del otro. Y las dificultades en la intelección sobre la concepción, que implican la
diferencia de los sexos, transitan durante un buen tiempo signado por la desmentida, que
organiza esos fantasmas, donde la concepción es ingesta y “luego” analidad.
La desmentida de ausencia es completud en la madre, con la madre, de la madre. Es
pues esencial en estos contextos tempranos el fantasma fálico que en la madre organiza
la “función fálica” (M. Casas de Pereda, 1989) o “la enfermedad maternal primaria”
(Winnicott). Todo ello no hace sino subrayar el perfil de paradoja que la desmentida de
la ausencia configura, pues la ilusión de unión con el objeto se organiza en realidad a
posteriori de la separación del mismo. Y ello constituye la reconocida díada de
alienación-separación, como ámbito dual y triádico a la vez, donde se dirimen
movimientos del yo ideal al ideal del yo. Lo que organiza la castración, su principio
organizador, es una identificación imaginaria con el falo, que es aquello que queda al
margen de toda falta. Y por eso la desmentida de la ausencia es esa completud señalada
con la madre.
La impronta de las TSI se deja sentir hasta avanzada la infancia, pues reenvían a las
fantasías primordiales que atestiguan, a su vez, de la estructura edípica en juego.
Estas últimas, las fantasías primordiales u originarias, reunidas en sus cinco
manifestaciones únicamente en la nota agregada al texto de “Tres ensayos”, en 1920, es
tal vez un ejemplo paradigmático de la fuerza estructural de un fantasma al que Freud
atribuía bases filogenéticas. He señalado antes (M. Casas de Pereda, 1989) que toda I
vez que Freud menciona el término filogenia, podemos sustituirlo por la palabra estructura, donde mantenemos la importancia de lo “heredado”, pero a través del
contacto, transmisión viva, de los deseos parentales inconcientes, vehiculizados por el
significante en su más amplia acepción.
Escena primaria, seducción, castración, vuelta al seno materno y novela familiar,
reúnen lo esencial de la estructura edípica, a la que nace cada ser humano. Allí están el
deseo de saber, el enigma de la sexualidad adulta, el intenso vínculo con la madre,
primera seductora que imprime en la piel de su bebé los mensajes que habrán de circular
de allí en adelante en torno a los bordes y funciones del cuerpo. Y es la castración en su
dimensión real, imaginaria y simbólica, la que se presentifica a través de las funciones
parentales, señalizando marcas de las pérdidas, ausencias y prohibiciones. Y esto
aconteciendo en ese lapso prolongado de la vida que es la infancia, en resignificaciones
sucesivas de las pérdidas, que van decantando identificaciones y procesamiento de
identidad. Los códigos simbólicos que preexisten la venida del hijo tienen que ganar un
estatuto de existencia a través del juego imaginario de las fantasías y vivencias en que
se produce el ejercicio de la función parental. La vida psíquica se juega en cada
momento de la cotidianeidad.
De allí que desarrollo y subjetividad se configuran como un verdadero intrincamiento
del que resulta la chance de disponer o no de su cuerpo, de su palabra. Y allí importan
las articulaciones de las representaciones que la pulsión determina y que inciden en los
llamados retrasos o detenciones del desarrollo.
Nuestra tarea muchas veces adquiere el cariz de exploración en torno a todo aquello
que determinando un síntoma, una inhibición o un momento de angustia, señala, en
potencia, la posibilidad de significantizar a través de la imagen y la palabra. La
insistencia de la repetición significante devela la pulsión, pero no la satisface (más que
parcialmente), sino que insiste una y otra vez en rodear o en contornear el objeto,
siempre evasivo. “La pulsión reprimida nunca cesa de aspirar a su satisfacción plena,
que consistiría en la repetición de una vivencia primaria de satisfacción; todas las
formaciones sustitutivas y reactivas, y todas las sublimaciones, son insuficientes para
cancelar su tensión acuciante, y la diferencia entre el placer de satisfacción hallado y
el pretendido, engendra el factor pulsionante, que no admite aferrarse a ninguna de las
situaciones establecidas, sino que, en las palabras del poeta, ‘acicatea indomeñado,
siempre hacia delante’” (Freud, en 1920, pág. 42).
Pienso que todo el periplo que implica la repetición en la actualización transferencial
señala, en ciernes, un trabajo de escritura. Estamos lejos de la idea de que el trabajo analítico consiste en hacer conciente lo inconciente. Creo que Freud (1897, p. 302)
mismo nos adelantaba en sus cartas esta idea, cuando da el paso fundante de no creer
más en su neurótica.4
La escucha analítica, al privilegiar indagaciones en la sobredeterminaciones de un
síntoma, se aleja de una perspectiva unívoca en torno a causalidades, y se acerca en
cambio a lo que puede haber de irreductible en cualquier operación clínica. A su vez,
esto habilita un relanzamiento a nuevos enlaces, que determinando deconstrucciones
sintomáticas, deje al sujeto en condiciones de aconteceres sublimatorios creativos.
Bibliografía
CASAS DE PEREDA, M. (1986 a): “Representar, representaciones. El escenario
infantil”. En: El juego en el psicoanálisis de niños. Biblioteca Uruguaya de
Psicoanálisis. Vol. l, A.P.U. Montevideo.
— (1986 b): “La interpretación. Acontecimiento de la transferencia, puesta en acto,
puesta en sentido”. En: El juego en psicoanálisis de niños. Biblioteca Uruguaya de
Psicoanálisis, Vol. 1, Asociación Psicoanalítica del Uruguay. Montevideo.
— (1989) “Acerca de la madre fálica. Fantasía, concepto, función”. En: La Castración.
Freud, Klein, Lacan. Colección Biblioteca de Psicoanálisis, Serie Textos, Vol. 2. D.
Gil, L. Porras de Rodríguez (compiladores).
— (1994): “Metapsicología del objeto y fenómenos transicionales”. En: El camino de
la simbolización – Producción del sujeto psíquico. Paidós, Buenos Aires, 1999.
FREUD, S. (1909): “Análisis de la fobia de un niño de cinco años” Amorrortu Editores,
T. X, Buenos Aires, 1980.
— (1910): “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci”. Amorrortu Editores, T. XI,
Buenos Aires, 1976.
— (1915): “Lo inconciente”. Amorrortu Editores, T. XIV, Buenos Aires, 1976.
— (1916): Conferencias de introducción al psicoanálisis. 27a. conferencia. Amorrortu
Editores, T. XVI, Buenos Aires, 1976.
— (1918): De la historia de una neurosis infantil. T. XVII, Amorrortu Editores, Buenos
Aires, 1976
— (1920): “Más allá del principio de placer”. T. XVIII, Amorrortu Editores, Buenos
Aires, 1976.
— (1926) Inhibición, síntoma y angustia. Amorrortu Editores, Tomo XX, Buenos Aires,
1976.
HARARI. R. (1993): El seminario ‘La angustia’, de Lacan: una introducción.
Amorrortu Editores, Buenos Aires.
LACAN, J. (1962) “Seminario sobre la angustia”, seminario no editado, registrado por
la Escuela Freudiana de Buenos Aires.
— (1964): Seminario XI: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.
Barral Editores, Madrid, 1977.
— (1975): “En memoria de Ernest Jones. Sobre la teoría del simbolismo”. En: Escritos
II, Siglo XXI, Buenos Aires.
SCHKOLNIK, F. (1999): ¿Neutralidad o abstinencia? En: R.U.P., N” 89, p. 68-81,
Montevideo.
Notas:
* Miembro Titular de la Asociación Psicoanalítica del Uruguay. Rivera 2516. 11300 Montevideo. Telefax 707 22 62. E-mail: mca5as@uyweb.com.uy
1. Ver desarrollo del concepto en M. Casas de Pereda, 1999, segunda parte: “En torno a la estructuración psíquica”.
2. Este material clínico y el siguiente corresponden a material trabajado en el seminario curricular teórico-clínico del Instituto de Psicoanálisis (APU), durante el primer semestre de 1999. Coordinado por mí y con los siguientes participantes: Elías Adler, Graciela Baeza, Pilar de la Hanty, Víctor Guerra, Alicia Kachinovsky, Amelia Mas, Corina Nin, Carmen Revira, Susana Silva, Diana Szabó, Graciela Zito. Agradezco en este caso a Graciela Baeza por permitirme utilizar este breve recorte para esta publicación.
3. Ver aclaración en la nota anterior. Agradezco en este caso a Corina Nin por la utilización de esta breve viñeta.
4. En la Carta 69, fechada 21 de setiembre de 1897, anuncia “ya no creo más en mi ‘neurótica’”, y en los efectos de este viraje subraya: “…la intelección cierta de que en lo inconciente no existe un signo de realidad, de suerte que no se puede distinguir la verdad de la ficción investida con afecto… la fantasía sexual se adueña casi siempre del tema de los padres”. Y añade que con el privilegio del fantasma sobre la realidad “se hunde también la expectativa de que en la cura se podría ir en sentido inverso hasta el completo domeñamiento de lo inconciente por lo conciente”.