La etiología de la histeria. (1896)
Señores: Si nos proponemos formarnos una opinión sobre la causación de un estado patológico como la histeria, emprenderemos primero el camino de la investigación anamnésica, prestando oídos a los enfermos o a sus allegados sobre los influjos nocivos a los cuales ellos mismos reconducen la contracción de aquellos síntomas neuróticos. Desde luego, lo que así averiguarnos está falseado por todos aquellos factores que suelen encubrirle a un enfermo el discernimiento de su propio estado: su falta de inteligencia científica para unos efectos etiológicos, la falacia de « post hoc, ergo propter hoc», el displacer en considerar o ponderar ciertas noxas y traumas. Por eso en aquella investigación anamnésíca nos atenemos al designio de no admitir sin profundo examen crítico la creencia de los enfermos, ni dejar que los pacientes rectifiquen nuestra opinión científica sobre la etiología de la neurosis. Si por una parte reconocemos ciertos indicios de retorno constante (p. ej., que el estado histérico sería el efecto retardado {Nachwirkung}, de larga permanencia, de la emoción que una vez sobrevino), por la otra hemos introducido en la etiología de la histeria un factor que el enfermo mismo nunca aduce y sólo admite de mala gana, a saber, la disposición hereditaria que ha recibido de sus progenitores. Saben ustedes que según la opinión de la influyente escuela de Charcot, sólo la herencia merece ser reconocida como causa eficiente de la histeria en tanto que todos los otros influjos nocivos, de la naturaleza e intensidad más diversa, no están destinados a desempeñar sino el papel de unas causas ocasionales, de unos «agents provocateurs».
Sería deseable, me concederán ustedes sin vacilar, que existiera un segundo camino para alcanzar la etiología de la histeria, gracias al cual uno se supiera menos dependiente de lo que indican los enfermos. El dermatólogo, por ejemplo, sabe discernir una ulceración como luétíca por la complexión de sus bordes, de su costra y su contorno, sin dejarse desconcertar por el veto del paciente que niega una fuente de infección. El médico forense se arregla para esclarecer las causas de una lesión aunque deba renunciar a las comunicaciones del lesionado. Y bien, hay para la histeria una posibilidad así, de avanzar desde los síntomas hasta la noticia sobre las causas. Me gustaría figurarles mediante un símil, que tiene por contenido un progreso alcanzado de hecho en otro campo de trabajo, la comparación entre el método de que es preciso valerse para conseguir aquella noticia y los métodos más antiguos del relevamiento anamnésico.
Supongan que un investigador viajero llega a una comarca poco conocida, donde despierta su interés un yacimiento arqueológico en el que hay unas paredes derruidas, unos restos de columnas y de tablillas con unos signos de escritura borrados e ilegibles. Puede limitarse a contemplar lo exhumado e inquirir luego a los moradores de las cercanías, gentes acaso semibárbaras, sobre lo que su tradición les dice acerca de la historia y el significado de esos restos de monumentos; anotaría entonces los informes … y seguiría viaje. Pero puede seguir otro procedimiento; acaso llevó consigo palas, picos y azadas, y entonces contratará a los lugareños para que trabajen con esos instrumentos, abordará con ellos el yacimiento, removerá el cascajo y por los restos visibles descubrirá lo enterrado. Si el éxito premia su trabajo, los hallazgos se ilustran por sí solos: los restos de muros pertenecen a los que rodeaban el recinto de un palacio o una casa del tesoro; un templo se completa desde las ruinas de columnatas; las numerosas inscripciones halladas, bilingües en el mejor de los casos, revelan un alfabeto y una lengua cuyo desciframiento y traducción brindan insospechadas noticias sobre los sucesos de la prehistoria, para guardar memoria de la cual se habían edificado aquellos monumentos.
«Saxa loquuntur!».
Si de manera más o menos parecida uno quiere hacer hablar a los síntomas de una histeria como testigos de la historia genética de la enfermedad, deberá partir del sustantivo descubrimiento de Josef Breuer: los síntomas de la histeria (dejando de lado los estigmas) derivan su determinismo de ciertas vivencias de eficacia traumática que el enfermo ha tenido, como símbolos mnémicos de las cuales ellos son reproducidos en su vida psíquica. . Uno deberá aplicar el procedimiento de Breuer -u otro en esencia de la misma índole- para reorientar la atención del enfermo desde el síntoma hasta la escena en la cual y por la cual el síntoma se engendró; y, tras la indicación del enfermo, uno elimina ese síntoma estableciendo, a raíz de la reproducción de la escena traumática, una rectificación de efecto retardado {nachträglich} del decurso psíquico de entonces.
Hoy es por completo ajeno a mi propósito ocuparme de la difícil técnica de este procedimiento terapéutico o de los esclarecimientos psicológicos con él adquiridos. Sólo me vi precisado a traerlo a consideración en este lugar porque los análisis emprendidos siguiendo a Breuer parecen abrir al mismo tiempo el acceso hacia las causas de la histeria. Si aplicamos este análisis a una gran serie de síntomas en numerosas personas, tomaremos noticia de una correspondiente gran serie de escenas de eficacia traumática. En estas vivencias estuvieron en vigor las causas eficientes de la histeria; tenemos derecho a esperar, entonces, que por el estudio de las escenas traumáticas averiguaremos qué influjos produjeron los síntomas histéricos, y de qué modo lo hicieron.
Esa expectativa se cumple necesariamente, pues las tesis de Breuer han probado ser correctas en el examen de muchísimos casos. Sin embargo, el camino que va de los síntomas de la histeria a la etiología de esta es arduo y pasa por unas conexiones diversas de las que uno se habría imaginado.
Debemos tener en claro que la reconducción de un síntoma histérico a una escena traumática sólo conlleva una ganancia para nuestro entendimiento si esa escena satisface dos condiciones: que posea la pertinente idoneidad determinadora y que se deba reconocerle la necesaria fuerza traumática. Daré un ejemplo en vez de la explicación verbal. Consideremos el síntoma del vómito histérico; y bien, creemos poder penetrar su causación (salvo cierto resto) si el análisis reconduce el síntoma a una vivencia que justificadamente produjo un alto grado de asco (p. ej., la visión del cadáver corrompido de un ser humano). Pero si en lugar de esto el análisis averigua que el vómito proviene de un terror grande, acaso producido por un accidente ferroviario, uno no podrá menos que preguntarse, insatisfecho, cómo es que el terror ha llevado justamente al vómito. A esa derivación le falta la idoneidad para el determinismo. Otro caso de esclarecimiento insuficiente se presentaría si el vómito proviniera de haber probado un fruto que tenía una parte podrida. En efecto, aquí el vómito está determinado por el asco, pero no se comprende cómo el asco en este caso pudo volverse tan intenso que se eternizó como síntoma histérico; esta vivencia carece de fuerza traumática.
Consideremos ahora, para un gran número de síntomas y de casos, en qué grado cumplen las dos exigencias mencionadas las escenas traumáticas de la histeria, descubiertas por el análisis. Tropezamos aquí con nuestra primera gran desilusión. Por cierto, algunas veces ocurre que la escena traumática en que el síntoma se engendró reúne las dos cosas, idoneidad determinadora y fuerza traumática, que nos hacen falta para entender el síntoma. Pero con más frecuencia, con una frecuencia incomparablemente mayor, hallamos realizada una de las otras tres posibilidades que tan desfavorables son para nuestro entendimiento: la escena a la cual nos lleva el análisis, y en que el síntoma apareció por primera vez, no resulta idónea para determinar el síntoma, pues su contenido carece de todo nexo con la índole de este; o bien la vivencia supuestamente traumática, aun poseyendo un nexo de contenido, resulta ser una impresión de ordinario inofensiva, que no suele poseer eficacia; o, por último, la «escena traumática» nos desconcierta en ambos sentidos: aparece inofensiva y también carente de nexo con la especificidad del síntoma histérico.
(Hago notar de paso que la concepción de Breuer sobre la génesis de síntomas histéricos no sufre mengua por el hecho de que se descubran escenas traumáticas correspondientes a vivencias en sí insustanciales. Es que él -siguiendo a Charcot- suponía que también una vivencia inofensiva puede llegar a ser un trauma y desplegar fuerza determinadora si afecta a la persona en una particular complexión psíquica, el llamado estado hipnoide. No obstante, yo hallo que a menudo falta todo asidero para presuponer tales estados hipnoides. Y lo decisivo es que la doctrina de los estados hipnoides no ayuda en nada para solucionar las otras dificultades, a saber, la tan común falta de idoneidad determinadora en las escenas traumáticas.)
Agreguemos, señores, que esta primera desilusión recibida en la observancia del método de Breuer es sobrepujada enseguida por otra que el médico, en particular, sentirá muy dolorosa.
Reconducciones de la índole descrita, que no conforman a nuestro entendimiento con relación al determinismo ni a la eficacia traumática, tampoco brindan ganancia terapéutica alguna; el enfermo conserva intactos sus síntomas, en desafío al primer resultado que nos proporcionó el análisis. Bien comprenderán ustedes cuán grande es entonces la tentación de renunciar a proseguir este trabajo siempre arduo.
Pero quizá sólo haga falta una ocurrencia nueva que nos saque del atolladero y nos conduzca a resultados valiosos. Hela aquí: Sabemos ya, por Breuer, que los síntomas histéricos se solucionan cuando desde ellos podemos hallar el camino hasta el recuerdo de una vivencia traumática. Si ahora el recuerdo descubierto no responde a nuestras expectativas, ¿no será que es preciso seguir un trecho más por el. mismo camino? ¿No será que tras la primera escena traumática se esconde una segunda que acaso cumplirá mejor nuestras exigencias y cuya reproducción desplegará mayor efecto terapéutico, de suerte que la escena hallada primero sólo poseería el significado de un eslabón dentro del encadenamiento asociativo? ¿Y no podrá ocurrir que se repita varias veces esta situación, o sea, que se intercalen muchas escenas ineficaces como unas transiciones necesarias en la reproducción, hasta que uno, desde el síntoma histérico, alcance por fin la escena de genuina eficacia traumática, la escena satisfactoria en los dos órdenes, el terapéutico y el analítico? Y bien, señores, esta conjetura es correcta. Toda vez que la escena hallada primero es insatisfactoria, decimos nosotros al enfermo que esta vivencia no explica nada, pero es fuerza que tras ella se esconda una vivencia anterior más sustantiva; y siguiendo la misma técnica, guiamos su atención hacia los hilos asociativos que enlazan ambos recuerdos, el hallado y el por hallar. La continuación del análisis lleva entonces, siempre, a la reproducción de nuevas escenas del carácter esperado. Retornando, por ejemplo, el caso antes escogido de vómito histérico, primero reconducido por el análisis a un terror que un accidente ferroviario produjo, carente de idoneidad determinadora, si prosigo el análisis averiguo que ese accidente ha despertado el recuerdo de otro, ocurrido antes, por cierto no vivenciado por el propio enfermo, pero a raíz del cual se le ofreció la visión de un cadáver, excitadora de horror y de asco. Es como si la acción conjugada de ambas escenas posibilitara el cumplimiento de nuestros postulados, a saber: la primera proporciona la fuerza traumática por el terror, y la otra, por su contenido, el efecto determinador. En cuanto al caso en que el vómito es reconducido a haber probado una manzana que tenía una parte podrida, quizás el análisis lo complete del siguiente modo: La manzana podrida trae el recuerdo de una vivencia anterior en que el enfermo juntaba manzanas caídas en un huerto, y en eso tropezó por azar con el cadáver asqueroso de un animal.
No volveré más sobre estos ejemplos, pues debo confesar que no provienen de caso alguno de mi experiencia; han sido inventados por mí. Y además, muy probablemente fueron mal inventados: es que yo mismo considero imposibles tales resoluciones de síntomas histéricos.
Pero la compulsión a fingir unos ejemplos me nace de varios factores, entre los que puedo citar uno ahora mismo. Todos los ejemplos reales son incomparablemente más complicados: una sola comunicación prolija demandaría todo el tiempo de esta conf erencia. La cadena asociativa siempre consta de más de dos eslabones; las escenas traumáticas no forman unos nexos simples, como las cuentas de un collar, sino unos nexos ramificados, al modo de un árbol genealógico, pues a raíz de cada nueva vivencia entran en vigor dos o más vivencias tempranas, como recuerdos; en resumen: comunicar la resolución de un solo síntoma en verdad coincide con la tarea de exponer un historial clínico completo.
Pero no omitamos señalar de manera expresa en este punto una tesis que el trabajo analítico a lo largo de estas cadenas de recuerdos ha proporcionado inesperadamente. Hemos averiguado que ningún síntoma histérico puede surgir de una vivencia real sola, sino que todas las veces el recuerdo de vivencias anteriores, despertado por vía asociativa, coopera en la causación del síntoma. Si esta tesis -como yo creo- es válida sin excepción, nos señala al mismo tiempo el fundamento sobre el cual se ha de edificar una teoría psicológica de la histeria.
Aquellos raros casos en que el análisis reconduce enseguida el síntoma a una escena traumática de buena idoneidad determinadora y fuerza traumática, y al tiempo que así lo reconduce lo elimina (tal corno lo describe Breuer en el historial clínico de Anna O.), constituirían -se dirán ustedes- unas poderosas objeciones contra la validez universal de la tesis que acabo de formular. Y de hecho así lo parece; no obstante, tengo las más fundadas razones para suponer que aun en esos casos está presente un encadenamiento de recuerdos eficaces que se remonta mucho más atrás de la escena traumática, por más que únicamente la reproducción de esta última pueda tener por consecuencia la cancelación del síntoma.
Es realmente sorprendente, opino, que unos síntomas histéricos sólo puedan generarse bajo cooperación de unos recuerdos, sobre todo sí se considera que estos últimos, según todos los enunciados de los enfermos, no habían entrado en la conciencia en el momento en que el síntoma se presentó por vez primera. Aquí hay tela para muchísimas reflexiones, pero estos problemas no deben inducirnos a apartarnos de nuestro rumbo hacia la etiología de la histeria. Más bien tendríamos que preguntarnos: ¿Adónde llegarnos si seguimos las cadenas de recuerdos asociados que el análisis nos descubre? ¿Hasta dónde llegan ellas? ¿Tienen un término natural en alguna parte? ¿Acaso nos llevan hasta unas vivencias de algún modo homogéneas, por su contenido o por el período de la vida, de suerte que en estos factores siempre homogéneos pudiéramos ver la buscada etiología de la histeria?
Ya con la experiencia que tengo hecha puedo responder estas preguntas. Si se parte de un caso que ofrece varios síntomas, por medio del análisis se llega, a partir de cada síntoma, a una serie de vivencias cuyos recuerdos están recíprocamente encadenados en la asociación. Al comienzo, las diversas cadenas de recuerdos presentan, hacia atrás, unas trayectorias distintas, pero, como ya se indicó, están ramificadas; desde una escena se alcanzan al mismo tiempo dos o más recuerdos, y, a su vez, de estos parten cadenas colaterales cuyos distintos eslabones acaso están asociativamente enlazados con eslabones de la cadena principal.
Realmente no viene mal aquí la comparación con el árbol genealógico de una familia cuyos miembros, además, se han casado entre sí. Otras complicaciones del encadenamiento se deben a que una escena singular puede ser evocada varias veces dentro de una misma cadena, de suerte que posea nexos múltiples con una escena posterior, muestre un enlace directo con esta y otro establecido por eslabones intermedios. En resumen, la trama no es en modo alguno simple, y bien se comprende que el descubrimiento de las escenas en una secuencia cronológica invertida (que justifica, precisamente, la comparación con un yacimiento arqueológico estratificado que se exhuma) en nada contribuye a una inteligencia más rápida del proceso.
Nuevas complicaciones aparecen cuando uno prosigue el análisis. Y es que las cadenas asociativas para los diversos síntomas empiezan a entrar luego en recíprocos vínculos; los árboles genealógicos se entretejen. A raíz de cierta vivencia de la cadena mnémica, para el vómito por ejemplo, además de los eslabones retrocedentes de esta cadena fue despertado un recuerdo de otra cadena, que es el fundamento de otro síntoma, por ejemplo un dolor de cabeza. Por eso aquella vivencia pertenece a las dos series, constituyendo así un punto nodal; y en todo análisis se descubren varios de estos. Su correlato clínico acaso sea que a partir de cierto momento ambos síntomas aparezcan juntos, de manera simbiótica, en verdad sin una recíproca dependencia interna. Y más hacia atrás se encuentran todavía unos puntos nodales de otra índole. Ahí convergen las cadenas asociativas singulares; se hallan vivencias de las que han partido dos o más síntomas. A un detalle de la escena se anudó una cadena, a otro detalle la segunda cadena.
Ahora bien, he aquí el resultado más importante con que se tropieza a raíz de esa consecuente persecución analítica: No importa el caso o el síntoma del cual uno haya partido, infaliblemente se termina por llegar al ámbito del vivenciar sexual. Así se habría descubierto, por vez primera, una condición etiológica de síntomas histéricos.
Yo puedo prever, por experiencias anteriores, que a esta tesis, o a su validez universal, señores, irá dirigida la contradicción de ustedes. Acaso debería decir mejor: su inclinación a contradecir, pues ninguno de ustedes dispone todavía de indagaciones que, realizadas con el mismo procedimiento, hubieran arrojado diverso resultado. Sobre el asunto litigioso como tal, sólo señalaré que la singularización del factor sexual dentro de la etiología de la histeria en modo alguno proviene en mi caso de una opinión preconcebida. Los dos investigadores con quienes yo inicié como discípulo mis trabajos sobre la histeria, Charcot y Breuer, estaban lejos de una premisa así; más aún, le tenían una aversión personal de la que yo participaba al comienzo. Sólo las más laboriosas indagaciones de detalle me han llevado -con mucha lentituda abrazar la opinión que hoy sustento. Si someten al más riguroso examen mi tesis según la cual también la etiología de la histeria residiría en la vida sexual, ella sale airosa de la prueba, como lo indica el hecho de que en unos dieciocho casos de histeria pude discernir ese nexo para cada síntoma singular y, toda vez que las circunstancias lo permitieron, corroborarlo con el éxito terapéutico. Me objetarán, por cierto, que el decimonoveno y el vigésimo análisis acaso muestren una derivación de síntomas histéricos también desde otras fuentes, y así limitarían la validez de la etiología sexual, que ya no sería universal sino de un ochenta por ciento {sic}. Y bien, aguardaremos a que ello ocurra, pero como aquellos dieciocho casos son, al mismo tiempo, todos cuantos pude someter al trabajo del análisis, y como nadie los escogió a mi gusto, comprenderán que yo no comparta aquella expectativa, sino que esté preparado para salir adelante con mi creencia sobre la fuerza probatoria de las experiencias que he obtenido hasta aquí. Y a ello me mueve, además, otro motivo cuya validez es por ahora enteramente subjetiva. En el único intento explicativo para el mecanismo fisiológico y psíquico de la histeria que yo me he podido plasmar como resumen de mis observaciones, la injerencia de unas fuerzas pulsionales sexuales se me ha convertido en una premisa indispensable.
Entonces, se llega finalmente, luego de que las cadenas mnémicas han convergido, al ámbito sexual y a unas pocas vivencias que las más de las veces corresponden a un mismo período de la vida, la pubertad. A partir de estas vivencias uno debe inferir la etiología de la histeria, y comprender por medio de ellas la génesis de síntomas histéricos. Sin embargo, aquí se sufre una nueva y grave desilusión. Las vivencias tan laboriosamente halladas, destiladas de todo el material mnémico, esas vivencias traumáticas que parecen últimas, tienen sin duda en común aquellos dos caracteres -sexualidad y período de la pubertad-, pero en lo demás son muy heterogéneas y de valor dispar. En algunos casos, ciertamente, son unas vivencias que es preciso reconocer como traumas graves: un intento de forzamiento que a la muchacha no madura le revela de un golpe toda la brutalidad del placer sexual; haber sido involuntario testigo de actos sexuales entre los progenitores, lo que descubre una fealdad insospechada y, a la vez, lastima el sentimiento infantil así como el moral, etc. En otros casos, tales vivencias son de una asombrosa nimiedad. Una de mis pacientes mostró en la base de su neurosis la vivencia de acariciarle tiernamente la mano un muchacho amigo, y otra vez de apretarle la pierna contra su falda, mientras ambos estaban sentados a la mesa uno al lado del otro, y la expresión de él al hacerlo le dejó colegir que se trataba de algo no permitido. En el caso de otra dama joven, bastó que ella oyese un acertijo en chanza, que dejaba adivinar una respuesta obscena, para provocar el primer ataque de angustia y así inaugurar la enfermedad. Es evidente que tales resultados no son propicios para entender la causación de síntomas histéricos. Si las vivencias tanto son graves como banales, si lo que se deja discernir como los traumas últimos de la histeria tanto son experiencias en el cuerpo propio como impresiones visuales y comunicaciones oídas, acaso nos tiente la interpretación de que las histéricas son unas criaturas de una constitución particular -probablemente a consecuencia de una disposición heredada o de una atrofia degenerativa-, en quienes el horror a la sexualidad, que en las personas normales desempeña cierto papel en la pubertad, se acrecienta hasta lo patológico y se vuelve duradero; serían, en cierta medida, personas que no pueden responder de manera suficiente en lo psíquico a las demandas de la sexualidad. Es cierto que en esa tesis se descuidaría la histeria de los varones, pero aun si no mediaran objeciones gruesas como esta, la solución no parece muy tentadora por sí misma. Con demasiada nitidez se tiene aquí la sensación intelectual de estar frente a algo entendido a medías, algo que permanece todavía oscuro e incompleto.
Por suerte para nuestro esclarecimiento, algunas de las vivencias sexuales de la pubertad muestran luego una insuficiencia apta para incitarnos a proseguir el trabajo analítico. Porque sucede que también estas vivencias pueden carecer de idoneidad determinadora, si bien esto es mucho más raro que en el caso de vivencias traumáticas de períodos posteriores de la vida.
Así, en las dos pacientes que antes cité para ejemplificar casos con vivencias de pubertad en sí mismas inocentes, como secuela de esas vivencias se habían instalado unas peculiares, dolorosas sensaciones en los genitales que se consolidaron como síntomas principales de la neurosis, y cuyo determinismo no derivaba ni de las escenas de la pubertad ni de otras posteriores, pero que seguramente no pertenecían a las sensaciones normales de órgano ni a los signos de una irritación sexual. ¿Qué tal si se dijera que uno debe buscar el determinismo de estos síntomas en otras vivencias, que se remonten todavía más atrás, y entonces obedecer aquí por segunda vez a aquella ocurrencia salvadora que antes nos guió desde las primeras escenas traumáticas hasta las cadenas mnémicas que había tras ellas? Es cierto que así se llega a la época de la niñez temprana, la época anterior al desarrollo de la vida sexual, lo que parece entrañar una renuncia a la etiología sexual. Pero, ¿no se tiene derecho a suponer que tampoco en la infancia faltan unas excitaciones sexuales leves, y, más aún, que acaso el posterior desarrollo sexual está influido de la manera más decisiva por vivencias infantiles? Es que unos influjos nocivos que afectan al órgano todavía no evolucionado, a la función en proceso de desarrollo, causan asaz a menudo efectos más serios y duraderos que los que podrían desplegar en la edad madura. ¿Quizás en la base de la reacción anormal frente a impresiones sexuales, con la cual los histéricos nos sorprenden en la época de la pubertad, se hallen de manera universal unas vivencias sexuales de la niñez que tendrían que ser de índole uniforme y sustantiva? Así se ganaría cierta perspectiva de esclarecer como algo adquirido tempranamente lo que hasta ahora era preciso poner en la cuenta de una predisposición que, empero, la herencia no volvía inteligible. Y como unas vivencias infantiles de contenido sexual sólo podrían exteriorizar un efecto psíquico a través de sus huellas mnémicas, ¿no sería este un bienvenido complemento a aquel resultado del análisis según el cual un síntoma histérico sólo puede nacer con la cooperación de recuerdos?
Continúa en ¨La etiología de la histeria. (1896) II¨