Diccionario de Psicología, letra H, Homosexualidad

Diccionario de Psicología, letra H, Homosexualidad

Alemán: Homosexualität.
Francés: Homosexualité.
Inglés: Homosexuality.
Término derivado del griego (homos: semejante) y creado hacia 1860 por el médico húngaro
Karoly Maria Benkert para designar todas las formas de amor carnal entre personas
pertenencientes al mismo sexo biologico.
Entre 1870 y 1910,el término homosexualidad se fue imponiendo progresivamente con esta acepción en todos los países occidentales, reemplazando de tal modo a las antiguas denominaciones que caracterizaron esta forma de amor, según las épocas y las culturas (inversión, uranismo, sodomía, hermafroditismo psicosexual, pederastia, unisexualismo, homofilia, safismo, lesbianismo, etcétera). Se definía entonces por oposición a la palabra heterosexualidad (del griego heteros: diferente), forjada hacia 1880, que designaba todas las formas de amor carnal entre personas de sexos biológicamente distintos.
Ni Sigmund Freud, ni sus discípulos, ni sus herederos, hicieron de la homosexualidad un
concepto o una idea propia del psicoanálisis. En consecuencia, ninguna de las tendencias del
freudismo produjo una teoría específica de esta disposición sexual, que se hacía derivar de la
bisexualidad propia de la naturaleza humana y animal, y que se relacionó al principio con el
ámbito de las perversiones sexuales, y después con el de la perversión en general, como
elemento de una estructura ternaria que incluye además a la psicosis y la neurosis.
Pero, dada la transformación inducida por la doctrina freudiana en la mirada que la ciencia y el
saber occidentales posaban sobre la sexualidad humana, se puede afirmar que Freud, a
propósito de la homosexualidad, y con los medios teóricos que eran los suyos, rompió con el
discurso psiquiátrico de fines del siglo XIX. Desde Bénédict-Augustin Morel (1809-1873) hasta
Valentin Magnan (1835-1916), pasando por Richard von Krafft-Ebing, este discurso consideraba
la homosexualidad como una tara, una degeneración, que caracterizaba a juicio de algunos de
ellos una «especie» o una «raza» siempre maldita, siempre reprobada. En tal sentido, hay que
observar que la figura del homosexual, desde Oscar Wilde (1854-1900) hasta Marcel Proust
(1871-1922), era recibida a fines de siglo, cuando progresaba el antisemitismo, como un
equivalente del judío: «Al odio al judío por judío -escribe Hans Mayer- le corresponde el odio al
homosexual por homosexuaV. Y este odio, en ambos casos, muy bien podía transformarse en
auto-odio: auto-odio judío, como en Karl Kraus u Otto Weininger, u odio a la parte «femenina» de
sí mismo, como en Charlus, el personaje de En busca del tiempo perdido, que se burla de los
otros sodomitas.
Freud no ignoró nunca el papel desempeñado por la tradición judeocristiana en la larga historia
de las persecusiones físicas y morales infligidas durante siglos a quienes se acusaba de
transgredir las leyes de la familia y entregarse a prácticas sexuales anormales, demoníacas,
desviadas, bárbaras y altamente reprobadas por la Biblia, por Dios, por los profetas, por la

Iglesia y por la justicia de los hombres. Apasionado de la cultura griega y la literatura, muy a menudo subrayó que los grandes creadores habían sido homosexuales, y fue siempre sensible a la tolerancia del mundo de la Antigüedad respecto de la pederastia, al punto de olvidar que incluso entre los griegos el amor a los efebos pudo ser reprobado como vicio que amenazaba a la civilización. Por ejemplo, en su interpretación del mito de Edipo nunca se le ocurrió evocar el episodio «homosexual» de Layo: mientras era rey de Tebas, Layo había raptado al bello Crisipo.

Hera, protectora del matrimonio, se escandalizó, y envió la Esfinge a los tebanos para
castigarlos por haber sido demasiado tolerantes con esa relación culpable.
Aunque no fue nunca un militante de la causa de los homosexuales, Freud, como todos los
científicos de su época, sufrió la influencia de los grandes interrogantes derivados del
darwinismo, que apuntaban a transformar radicalmente la representación de la sexualidad
humana. De allí la inspiración que obtenía de la sexología, antes de desprenderse totalmente de
ella.
Como doctrina «progresista» del comportamiento sexual, la sexología, lo mismo que la
criminología, inventó su propio vocabulario: se trataba entonces de dotar de una definición
«científica» a las prácticas sexuales llamadas patológicas; a veces se las quería clasificar como
enfermedades hereditarias (y no ya como pecados), a fin de remitirlas a la nosología
psiquiátrica, y otras veces definirlas como crímenes o delitos (y no ya como actos contrarios a la
moral cristiana), a fin de juzgarlas con la ley: «La homosexualidad -escribió Michel Foucault
(1926-1984)- apareció como una de las figuras de la sexualidad cuando dejó de identificarse con la práctica de la sodomía para pasar a ser una especie de androginia interior, un hermafroditismo del alma. El sodomita era un relapso; el homosexual era en adelante una especie.» En este contexto, en Hungría y Alemania, se crearon los términos «homosexualidad» y «heterosexualidad», que se impusieron definitivamente en el siglo XX.
En nombre de esta teoría hereditarista de una homosexualidad constitucional, innata o natural, varios científicos atacaron las legislaciones represivas de Europa que castigaban la homosexualidad, según lo atestiguan las acciones llevadas a cabo por Magnus Hirscheld sobre el «sexo intermedio», por Havelock Ellis sobre el «carácter innato» natural de la homosexualidad, pero también por un jurista de Hannover: Carl Heinrich Ulrichs (1826-1895). Homosexual él mismo, publicó con el seudónimo de Numa Numantius una serie de obras en las cuales popularizó el término uranismo (por el dios Urano de la mitología griega, castrado por su hijo
Cronos, y por Urania, la musa de la astronomía), para sostener que la inversión sexual era una
anomalía hereditaria, cercana a la bisexualidad, que producía un «alma de mujer en un cuerpo de
hombre». Después de él, el psiquiatra Carl Westplial (1833-1890) sostuvo que la homosexualidad era congénita, afirmando la existencia de un «tercer sexo». Entre 1898 y 1908 aparecieron mil publicaciones sobre la homosexualidad.
El discurso psiquiátrico del siglo XX siempre consideró la homosexualidad como una inversión sexual, es decir, una anomalía psíquica, mental o constitucional, un trastorno de la identidad o la personalidad que podía llegar a la psicosis y llevaba a menudo al suicidio. La terminología experimentó múltiples variaciones: para las mujeres, se emplearon los términos safismo o lesbianismo, con referencia a Safo, la poeta griega de la isla de Lesbos adepta al amor entre mujeres; para los hombres, se habló de uranismo, pederastia, sodomía, neuropatía, homofilia, etcétera. La nosologia sigulo siendo mucho más vaga en este terreno que en lo concerniente a la locura, y la legislación difería según los paises.
Hubo que aguardar la década de 1970, y después los trabajos de los historiadores (desde Michel Foucault hasta John Boswei [1947-1994]), y los grandes movimientos de liberación sexual, para que la homosexualidad dejara de ser considerada una enfermedad, y se la viera como una práctica sexual de pleno derecho: se habló entonces de las homosexualidades, y no ya de la homosexualidad, para significar que se trataba menos de una estructura que de una componente de la sexualidad humana, suscitadora de una pluralidad de comportamientos, tan variados como los de los neuróticos comunes. Por lo demás, Freud había indicado el camino de ese enfoque, al derivar la homosexualidad de la bisexualidad, y remitiéndola a una elección inconsciente ligada a la renegación, a la castración y al Edipo.
En 1974, bajo la presión de los «movimientos de liberación», la American Psychiatric Association
(APA) decidió por referéndum eliminar la homosexualidad de la lista de las enfermedades
mentales. Este hecho escandalizó. En efecto, indicaba que la comunidad psiquiátrica
norteamericana, como no podía definir científicamente la naturaleza de la homosexualidad, había cedido a la presión de la opinión pública, haciendo votar a sus miembros sobre un problema cuya solución no dependía de un procedimiento electoral. Trece años más tarde, en 1987, sin que mediara la menor discusión teórica, el término perversión desapareció de la terminología psiquiátrica mundial, y fue reemplazado por el de parafilia, el cual no incluía ya a la
homosexualidad.
En la historia de la sexología, y después del psicoanálisis, Sandor Ferenczi ocupa un lugar
aparte. En 1906, antes de su encuentro con Freud, y en un texto sobre los estados intermedios
presentado ante la Asociación de Médicos de Budapest, había asumido abiertamente la defensa
de los homosexuales perseguidos en Hungría. Desaprobó a todos los médicos que los
empujaban a casarse para encontrar un «remedio» a su «supuesto» problema. Más tarde, en sus
textos ulteriores de inspiración psicoanalítica, se reveló como un excelente clínico de la cuestión.
Entre 1905 y 1915, gracias a los trabajos clínicos de sus discípulos de la Sociedad Psicológica
de los Miércoles (Alfred Adler, Isidor Sadger, etcétera), que le informaban sobre numerosos
casos de homosexualidad, Freud se desprendió de la sexología. Lo que le interesó en primer
lugar no fue valorizar, inferiorizar o juzgar la homosexualidad, sino comprender sus causas, su
génesis, sus estructuras, desde el punto de vista de la nueva doctrina del inconsciente. De allí el
interés en la homosexualidad latente de los heterosexuales en la neurosis, y más aún en la
paranoia. Freud conservó el término perversión para designar los comportamientos sexuales
desviados respecto de una norma estructural (y ya no social), e incluyó la homosexualidad como
una perversión de objeto, caracterizada por una fijación de la sexualidad en una disposición
bisexual. Con este enfoque le retiraba todo carácter peyorativo, diferencia] ista, antiigualitario o,
por el contrario, valorizador. En una palabra, hizo entrar la homosexualidad en el universal de la sexualidad humana, y la humanizó, renunciando progresivamente a considerarla una disposición innata o natural (es decir biológica) o una cultura, para concebirla como una elección psíquica inconsciente. En 1905, en los Tres ensayos de teoría sexual hablaba aún de inversión, pero en 1910, con Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, renunció a este término, por el de homosexualidad. Cinco años más tarde, en una nota añadida a los Tres ensayos…. indicó claramente su hostilidad a toda forma de diferencialismo y discriminación: «La investigación psicoanalítica -escribió- se opone con la mayor determinación al intento de separar a los homosexuales de los otros seres humanos, como grupo particularizado».
En 1920, a propósito de una joven vienesa que había tenido en tratamiento porque amaba a una
mujer y sus padres querían obligarla a casarse, Freud dio una definición canónica de la
homosexualidad, que rechazaba todas las tesis sexológicas sobre el «estado intermedio», el
«tercer sexo» o «el alma femenina en un cuerpo de hombre». Según la doctrina del Edipo y el
inconsciente, la homosexualidad, como consecuencia de la bisexualidad humana, existe en
estado latente en todos los heterosexuales. Cuando se convierte en una elección de objeto
exclusiva, tiene por origen en la mujer una fijación infantil a la madre y una decepción respecto
del padre. En ese textoFreud aportaba un esclarecimiento clínico de la cuestión, mostrando que era inútil tratar de «curar» a un sujeto de su homosexualidad cuando ella estaba instalada, y que la cura psicoanalítica en ningún caso debía realizarse con ese objetivo. Añadía que, a veces, se podía despejar el camino hacia el otro sexo: el paciente se convertía entonces en bisexual. Pero, precisaba, «…transformar a un homosexual plenamente desarrollado en un heterosexual es una empresa sin más probabilidades de éxito que la operación inversa…».
Un año después, en Psicología de las masas y análisis del yo, traza una definición más clara
de la homosexualidad masculina: sobreviene después de la pubertad, cuando durante la infancia
se instauró un vínculo intenso entre el hijo y la madre. En lugar de renunciar a la madre, el niño
se identifica con ella, se transforma en ella y busca objetos capaces de reemplazar su yo, a los
que pueda amar como había sido amado por la madre. Finalmente, en una carta del 9 de abril de
1935, dirigida a una mujer norteamericana cuyo hijo era homosexual, de lo cual ella se quejaba,
Freud escribió lo siguiente: «La homosexualidad no es evidentemente una ventaja, pero no hay
nada en ella de lo que uno deba avergonzarse; no es un vicio, ni un envilecimiento, y no se la
podría calificar de enfermedad; nosotros la consideramos una variación de la función sexual,
provocada por una detención del desarrollo sexual. Muchos individuos sumamente respetables,
de los tiempos antiguos y modernos, han sido homosexuales, y entre ellos encontramos algunos
de los más grandes hombres (Platón, Miguel Ángel, Leonardo da Vine¡, etcétera). Es una gran
injusticia perseguir la homosexualidad como un crimen, y es también una crueldad. Si no me
cree, lea los libros de Havelock Ellis.» Añadió que era inútil tratar de transformar a un homosexual
en heterosexual. Observemos que Freud se sentía mucho más cómodo con la homosexualidad
masculina que con la homosexualidad femenina, la cual siguió siendo para él tanto más
enigmática cuanto que tenía con las mujeres, y sobre todo con su hija, un complejo paterno del
que se defendía.
Los herederos de Freud no siguieron sus orientaciones, ni las de Ferenczi, y pusieron de manifiesto respecto de la homosexualidad una intolerancia extrema, al punto de que se convirtió en una especie de «continente negro» en la historia del movimiento psicoanalítico. A partir de diciembre de 1921, y durante un mes, la cuestión dividió a los miembros del Comité Secreto que dirigían la International Psychoanalytical Association (IPA). Los vieneses se mostraron mucho más tolerantes que los berlineses. Apoyados por Karl Abraham, estos últimos, en efecto, consideraban que los homosexuales no podían ser psicoanalistas, puesto que el análisis no los «curaba» de su «inversión». Con el respaldo de Freud, el valeroso Otto Rank se opuso a los berlineses. Declaró que los homosexuales tenían que poder acceder normalmente a la profesión de psicoanalistas, según su competencia: «No podemos descartar a esas personas sin otra razón valedera, así como no podemos aceptar que sean perseguidos por la ley». Recordó
asimismo que existían diferentes tipos de homosexualidad, y que había que examinar cada caso
en particular. Ernest Jones se negó obstinadamente a tomar en cuenta esa posición, apoyó a los
berlineses, y declaró que a los ojos del mundo la homosexualidad era «un crimen repugnante: si
uno de nuestros miembros lo cometiera, nos atraería un grave descrédito». De modo que quien
había sido acusado de abuso sexual durante su estada en Canadá se convirtió a su vez, y por
mucho tiempo, en el representante de una política de discriminación que iba, a pesar mucho
sobre el destino del psicoanálisis en el mundo. Bajo la presión de Jones y los berlineses, los
miembros del Comité cedieron -incluso Ferenczi y Freud- De modo que la homosexualidad fue proscrita de la legitimidad freudiana, al punto de ser de nuevo considerada como «una tara».
Con el correr de los años, y durante más de cincuenta, bajo la influencia creciente de las
sociedades psicoanalíticas norteamericanas, en sí mismas enfeudadas a las tesis de la APA, la
IPA reforzó su arsenal represivo. Después de haberse apartado de las posiciones freudianas
para tomar una decisión acerca del acceso de los homosexuales al análisis didáctico, no vaciló,
siempre en sentido contrario a la clínica freudiana, en calificar a los homosexuales de perversos
sexuales, y a juzgarlos a veces inmunes al tratamiento psicoanalítico, y otras veces tratables,
con la condición de que la cura tuviera por objeto orientarlos hacia la heterosexualidad. Para no
ser acusada de discriminación, la dirección de la IPA no emitió ninguna regla escrita sobre el
tema, pero sus sociedades evitaron en todo el mundo integrar en sus filas a candidatos
oficialmente homosexuales.
Anna Freud desempeñó un papel principal en el desvío respecto de las tesis de su padre.
Sospechada ella misma por el ambiente psicoanalítico de mantener una relación «culpable» con
Dorothy Burlingham, luchó contra el acceso de los homosexuales al análisis didáctico.
Respaldada por Jones y por el conjunto de las sociedades norteamericanas de la IPA, ejerció en
este ámbito una influencia considerable, no contrarrestada por la corriente kleiniana, con todo
más liberal, pero para la cual la homosexualidad (latente o realizada), sobre todo en su versión femenina, era resultado de la identificación con un pene sádico, y en su versión masculina, un trastorno esquizoide de la personafidad.
En su práctica, Anna Freud tuvo siempre por objetivo transformar a sus pacientes
homosexuales en buenos padres de familia heterosexuales. La consecuencia de esta postura
fue un desastre clínico. En 1956 invitó a la periodista Nancy Procter-Gregg a renunciar a citar en
The Observer la célebre carta de su padre de 1935: «Hay varias razones para ello, y una es que
hoy en día podemos curar muchos más homosexuales que los que se creía posible al principio.
La otra razón es que los lectores podrían ver allí una confirmación de que todo lo que puede
hacer el análisis es convencer a los pacientes de que sus defectos o «inmoralidades» no son
graves, y de que deberían aceptarla con alegría.»
Jacques Lacan fue el primer psicoanalista de la segunda mitad del siglo que rompió radicalmente
con la persecución de los homosexuales en la IPA. No sólo tomó en análisis a muchos
homosexuales sin intentar reeducarlos, sin tratarlos de desviados o enfermos, y sin impedirles
nunca que se convirtieran en psicoanalistas si lo deseaban, sino que, cuando en 1964 fundó la
École freudienne de Paris (EFP), aceptó el principio de su integración como didactas. De modo
que el lacanismo fue en Francia, y después en los países en los que se implantó, la punta de
lanza de una reactivación de la tolerancia freudiana respecto de la homosexualidad. Esto tiene
que ver con la personalidad misma de Lacan. Libertino y seductor de mujeres, lector de Sade y
Bataille, gran admirador de la obra de Foucault, no tenía ningún prejuicio respecto de las diversas
formas de la sexualidad humana. Desde el punto de vista teórico no aportó modificaciones a la doctrina freudiana del Edipo y la bisexualidad, pero en el plano clínico, en virtud de su interés por la paranoia y la sexualidad femenina, él abrió, más que Freud y Melanie Klein, una vía original para el estudio de la homosexualidad femenina.
En los Estados Unidos, a partir de 1975, las tesis psicoanalíticas sobre la homosexualidad
masculina y femenina fueron impugnadas radicalmente por los «movimientos de liberación» de los
homosexuales que, mientras luchaban por la igualdad de derechos entre los sexos, recurrían a
la noción de género para explorar ese dominio y demostrar que la sexualidad en general es una
construcción ideológica que excede cualquier realidad anatómica. Estos estudios (gay studies,
lesbian studies), tomaron un giro diferente, y de nuevo apareció una terminología que recusaba
la noción misma de homosexualidad, reemplazándola por una reivindicación de tipo identitario o
comunitarista. De allí la creación de un vocabulario específico que define categorías favorables u
hostiles a las prácticas homosexuales: homofobia, heterosexismo, homofilia, etcétera.