La libertad interior
Tras este intento de presentación psicológica y explicación psicopatológica de las características típicas del recluido en un campo de concentración, se podría sacar la impresión de que el ser humano es alguien completa e inevitablemente influido por su entorno y (entendiéndose por entorno en este caso la singular estructura del campo de concentración, que obligaba al prisionero a adecuar su conducta a un determinado conjunto de pautas). Pero, ¿y qué decir de la libertad humana? ¿No hay una libertad espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un entorno dado? ¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre no es más que el producto de muchos factores ambientales condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o sociológica? ¿El hombre es sólo un producto accidental de dichos factores? Y, lo que es más importante, ¿las reacciones de los prisioneros ante el mundo singular de un campo de concentración, son una prueba de que el hombre no puede escapar a la influencia de lo que le rodea? ¿Es que frente a tales circunstancias no tiene posibilidad de elección? Podemos contestar a todas estas preguntas en base a la experiencia y también con arreglo a los principios. Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre tiene capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos, los cuales prueban que puede vencerse la apatía, eliminarse la irritabilidad. El hombre puede conservar un vestigio de la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física. Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino. Y allí, siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna; que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico. Visto desde este ángulo, las reacciones mentales de los internados en un campo dé concentración deben parecemos la simple expresión de determinadas condiciones físicas y sociológicas. Aun cuando condiciones tales como la falta de sueño, la alimentación insuficiente y las diversas tensiones mentales pueden llevar a creer que los reclusos se veían obligados a reaccionar de cierto modo, en un análisis último se hace patente que el tipo de persona en que se convertía un prisionero era el resultado de una decisión íntima y no únicamente producto de la influencia del campo. Fundamentalmente, pues, cualquier hombre podía, incluso bajo tales circunstancias, decidir lo que sería de él —mental y espiritualmente—, pues aún en un campo de concentración puede conservar su dignidad humana. Dostoyevski dijo en una ocasión: «Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos» y estas palabras retornaban una y otra vez a mi mente cuando conocí a aquellos mártires cuya conducta en el campo, cuyo sufrimiento y muerte, testimoniaban el hecho de que la libertad íntima nunca se pierde. Puede decirse que fueron dignos de sus sufrimientos y la forma en que los soportaron fue un logro interior genuino. Es esta libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito. Una vida activa sirve a la intencionalidad de dar al hombre una oportunidad para comprender sus méritos en la labor creativa, mientras que una vida pasiva de simple goce le ofrece la oportunidad de obtener la plenitud experimentando la belleza, el arte o la naturaleza. Pero también es positiva la vida que está casi vacía tanto de creación como de gozo y que admite una sola posibilidad de conducta; a saber, la actitud del hombre hacia su existencia, una existencia restringida por fuerzas que le son ajenas. A este hombre le están prohibidas tanto la vida creativa como la existencia de goce, pero no sólo son significativas la creatividad y el goce; todos los aspectos de la vida son igualmente significativos, de modo que el sufrimiento tiene que serlo también. El sufrimiento es un aspecto de la vida que no puede erradicarse, como no pueden apartarse el destino o la muerte. Sin todos ellos la vida no es completa. La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De lo contrario, todos estos sufrimientos carecerían de sentido. La pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra: ¿Tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes? Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en superarla o sucumbir, una vida, por tanto, cuyo sentido dependiera, en última instancia, de la casualidad no merecería en absoluto la pena de ser vivida.
Viktor Frankl