Obras completas de S. Freud:
Volumen 23 (1937-39)
I. Moisés, un egipcio
Quitarle a un pueblo el hombre a quien honra como al
más grande de sus hijos no es algo que se emprenda con
gusto o a la ligera, y menos todavía si uno mismo pertenece
a ese pueblo. Mas ninguna ejecutoria podrá movernos a relegar
la verdad en beneficio de unos presuntos intereses nacionales,
tanto menos cuando del esclarecimiento de un estado
de cosas se pueda esperar ganancia para nuestra
intelección.
El hombre Moisés1, que para el pueblo judío fue libertador,
legislador y fundador de su religión, pertenece a
tiempos tan remotos que no se puede esquivar una pregunta
previa, a saber, si fue una personalidad histórica o una creación
de la saga. Si en efecto vivió, tuvo que ser en el
siglo xiii, o quizás en el siglo xiv, antes de nuestra era; de
él no tenemos más noticia que la proporcionada por los libros
sagrados y las tradiciones escritas de los judíos. Y no
obstante carecer así de una certeza definitiva para decidirse,
la inmensa mayoría de los historiadores se han declarado en
favor de su real existencia y de la realidad del éxodo de
Egipto que a él se anuda. Con buen derecho, se afirma que
la posterior historia del pueblo de Israel’-sería ininteligible
si no admitiéramos esa premisa. Por otra parte, la ciencia de
nuestros días se ha vuelto mucho más precavida y muestra
más respeto por las tradiciones que el usual en los comienzos
de la crítica histórica.
Lo primero que de la persona de Moisés nos interesa es el
nombre, que en hebreo se dice Mosche. Cabe preguntar:
¿De dónde proviene? ¿Qué significa? Como se sabe, ya el
relato de Éxodo, capítulo 2, trae una respuesta. Allí se narra
que la princesa egipcia que rescató al niñito abandonado al
Nilo le dio ese nombre con el fundamento etimológico de
haberlo recogido ella de las aguas.2 Empero, esa explicación
es de una manifiesta insuficiencia. «La interpretación bíblica
del nombre, «el recogido de las aguas» —juzga un autor del
Jüdisches Lexikon—,3 es una etimología popular con la que
no condice ya la forma hebrea activa («Mosche» puede significar
a lo sumo «el que recoge»)». Cabe refrendar esta
desautorización con otros dos argumentos, a saber, que es
disparatado atribuir a una princesa egipcia derivar el nombre
del hebreo, y que es muy verosímil que no fueran las
del Nilo las aguas de las cuales recogieron al niño.
En cambio, desde hace tiempo, diversos autores se inclinan
por la conjetura de que el nombre «Moisés» provendría
del léxico egipcio. En lugar de citar a todos los autores
que se han pronunciado en este sentido, intercalaré, traducido,
el correspondiente pasaje de un reciente libro de J.
H. Breasted, autor cuya History of Egipt (1906) se considera
canónica: «Es digno de señalarse que su nombre,
«Moisés», era egipcio. Es, simplemente, la palabra egipcia
«mose», que significa «hijo», y la abreviatura de apelativos
más completos como ‘ Amen-mose», es decir, «hijo de
Amon», o «Ptah-mose», o sea, «hijo de Ptah», nombres que
a su vez son abreviaturas de oraciones más largas: «Amon
(ha dado un) hijo», o «Ptah (ha dado un) hijo». El nombre
«hijo» pasó a ser pronto un cómodo sustituto del nombre
completo y detallado, y en monumentos egipcios no es raro
hallar el apelativo «Mose». Sin duda, el padre de Moisés dio
a su hijo un nombre compuesto con «Ptah» o «Amon», y el
nombre divino se fue perdiendo más y más en la vida cotidiana
hasta que al muchacho lo llamaron simplemente
«Moisés» (la «s» al final del nombre proviene de la traducción
griega del Antiguo Testamento; por lo demás, tampoco
pertenece al hebreo, donde reza «Mosche»)»4 He reproducido
el pasaje literalmente y en modo alguno estoy dispuesto
a compartir la responsabilidad por sus detalles. Además,
me asombra un poco que Breasted, en su enumeración,
omita los nombres teofóricos análogos que hallamos en la
lista de los reyes de Egipto, como Ah-mose, Thut-mose
(Thotmés) y Ra-mose (Ramsés).
Uno esperaría, pues, que entre los muchos que han discernido
como egipcio el nombre de Moisés, alguno extrajera la
conclusión o, al menos, aventurara la posibilidad de que el
portador del nombre fuera también egipcio. Para tiempos
modernos, nos permitimos tales inferencias sin reparo alguno, aunque en el presente una persona no lleve su nombre
solo, sino dos —su apellido y su nombre de pila—, y aunque
bajo condiciones más recientes no estén excluidos los
cambios y asimilaciones de nombres. Así, no nos sorprende
hallar confirmado que el poeta Chamisso 5 es de origen
francés, que Napoleón Buonaparte, en cambio, es de linaje
italiano, y que Benjamin Disraeli es realmente un judío italiano,
como lo hacía esperar su nombre. Y para tiempos más
antiguos, se creería, esa inferencia desde el nombre al pueblo
a que pertenece quien lo lleva tendría que parecer todavía
más confiable y, en verdad, convincente. Sin embargo,
cjue yo sepa, en el caso de Moisés ningún historiador la ha
extraído, ni siquiera uno de aquellos que, como el propio
Breasted, están dispuestos a suponer que Moisés estaba
«familiarizado con toda la sabiduría de los egipcios».» 6
No se colige con certeza qué obstaba para ello. Acaso el
respeto a la tradición bíblica fuera invencible. Acaso pareciera
una enormidad la representación de que Moisés pudo
no haber sido un hebreo. Lo cierto es que la admisión de
su nombre egipcio no se entiende decisiva para juzgar sobre
su linaje, y no se extraen más consecuencias de ella. Pero
si uno considerase sustantiva la pregunta por la nacionalidad
de este grande hombre, sería muy deseable y valioso
presentar nuevo material para darle respuesta.
Es la empresa de este opúsculo mío. Sus títulos para
ocupar un sitio en la revista Imago se basan en que su aporte
tiene por contenido una aplicación del psicoanálisis. Sin
duda, la argumentación así obtenida sólo impresionará a
esa minoría de lectores que están familiarizados con el pensar
analítico y saben apreciar sus resultados. Pero a ellos,
confío, ha de parecerles de peso.
En 1909, Otto Rank, por entonces aun bajo mi influencia,
publica por sugerencia mía un trabajo cuyo título es
Der My thus von der Gehurt des Helden {El mito del nacimiento
del héroe}.7 Trata sobre el hecho de que «casi todos
los pueblos de cultura importantes ( . . . ) han glorificado
muy temprano, en poemas y sagas, a sus héroes, legendarios
reyes y príncipes, instituidores de su religión, fundadores
de dinastías, imperios y ciudades; en suma, a sus héroes
nacionales. En particular, han dotado de rasgos fantásticos
a la historia del nacimiento y la juventud de estas personas,
rasgos cuya desconcertante semejanza, que en parte llega
hasta una hteral concordancia entre pueblos diversos, muy
separados entre sí y del todo independientes, es algo consabido
desde hace mucho tiempo y que ha llamado la atención
de los investigadores». Si, tal como lo hace Rank, y
siguiendo por así decir la técnica de Galton,8 construimos
una «saga promedio» que ponga de reHeve las características
esenciales de todas estas historias, obtendremos el siguiente
cuadro:
«El héroe es hijo de padres nobilísimos, las más de las
veces hijo de un rey.
»Su concepción está precedida de dificultades, como abstinencia,
larga infecundidad o un comercio secreto entre
los padres a consecuencia de prohibiciones o impedimentos
exteriores. Durante el embarazo, o aun antes, un anuncio
(sueño, oráculo) previene contra su nacimiento, casi siempre
amenazando al padre con unos peligros.
»A raíz de ese anuncio, el recién nacido suele ser destinado
a la muerte o al abandono por el padre o la persona
que lo subroga; por regla general, lo dejan librado a su
suerte en el agua áentm de una canasta.
»Luego es rescatado por animales o gentes de baja condición
(pastores), y amamantado por un animal hembra o
una mujer de baja condición.
»Ya crecido, reencuentra a sus padres nobles tras azarosas
peripecias, se venga del padre, por una parte, y, por la
otra, es reconocido y alcanza la grandeza y la fama».
El personaje histórico más antiguo a que se anudó este
mito de nacimiento fue Sargón de Agadé, el fundador de Babilonia (hacia 2800 a.C). Y justamente, no carece de
interés para nosotros reproducir la narración que se le atribuye:
«Yo soy Sargón, el rey poderoso, el rey de Agadé. Mi
madre fue una vestal; a mi padre no lo conocí, en tanto que
el hermano de mi padre moraba en la montaña. En mi ciudad
de Azupirani, situada en el valle del Eufrates, quedó
de mí embarazada mi madre, la vestal. Me parió a escondidas.
Me puso en una canasta de cañas, tapó los orificios
con betún y me abandonó a la corriente del rio, pero la corriente
no me ahogó. El río me llevó hasta Akki, el que
saca el agua. Akki, el que saca el agua, en la bondad de
su corazón me recogió. Akki, el que saca el agua, me crió
como si fuera su propio hijo. Akki, el que saca el agua, me
hizo su jardinero. En mi oficio de jardinero, [la diosa] Istar
cobró amor por mí, me hice rey y durante 45 años ejercí el
poder real».
Los nombres para nosotros más familiares de la serie
que empieza con Sargón de Agadé son Moisés, Ciro y Rómulo.
Pero, además de ellos, Rank ha compilado un gran
número de figuras de héroes oriundos de la poesía o de la
saga, de quienes se narra esa misma historia de juventud,
sea íntegra o sólo en unos fragmentos bien reconocibles:
Edipo, Karna, Paris, Télefos, Perseo, Hércules, Gilgamesh,
Anfión y Zetos, entre otros.»9
La fuente y la tendencia de este mito se nos han vuelto
consabidas por las indagaciones de Rank. Sólo necesito referirme
a ellas con unas indicaciones sucintas. Un héroe es
quien, osado, se alzó contra su padre y al final, triunfante,
lo ha vencido. Nuestro mito persigue esa lucha hasta la
época primordial del individuo haciendo que el hijo nazca
contra la voluntad del padre y sea rescatado del maligno
propósito de este. El abandono en la cesta es una inequívoca
figuración simbólica del nacimiento; la cesta es el
seno materno, el agua es el líquido amniótico. Son innumerables
los sueños en que la relación padres-hijo se figura
mediante un sacar-del-agua o un rescatar-del-agua.10 Si la
fantasía popular adscribe a una personalidad sobresaliente el
mito de nacimiento aquí considerado es porque así quiere
reconocerla como héroe, proclamar que ha cumplido el esquema
de una vida heroica. Ahora bien, la fuente de toda
la poetización es la llamada «novela familiar» del niño, con
la que el hijo varón reacciona frente al cambio de sus
‘í’ínculos de sentimiento con los progenitores, en particular
con el padre.11 Los primeros años de la infancia están gobernados
por una grandiosa sobrestimación del padre —en
consonancia con ella, en el sueño y en el cuento tradicional,
rey y reina significan siempre los progenitores—, mientras
que luego, bajo el influjo de una rivalidad y de un desengaño
objetivo, sobrevienen el desasimiento de los progenitores y
la actitud crítica frente al padre. Según esto, las dos familias
del mito, la noble y la de baja condición, son ambas espejamíentos
de la familia propia, tal como al hijo le aparece
en épocas sucesivas de su vida.
Es lícito aseverar que por estos esclarecimientos se vuelven
plenamente inteligibles tanto la difusión como la uniformidad
del mito del nacimiento del héroe. Y por eso
tanto más merece nuestro interés que la saga de nacimiento
y de abandono de Moisés ocupe una posición singular, y aun
contradiga a las otras en un punto esencial.
Partamos de las dos familias entre las cuales la saga
hace jugar el destino del hijo. Sabemos que ellas son una
y la misma en la interpretación analítica, y sólo en el tiempo
se separan una de la otra. En la forma típica de la saga, la
primera familia, aquella en que el niño nace, es la noble, las
más de las veces una familia real; la segunda, aquella donde
el niño crece, es la de baja condición o degradada, tal como
corresponde, por otra parte, a las constelaciones [de la «novela
familiar»] a que la interpretación nos remite. Sólo en
la saga de Edipo se borra esta diferencia. Este niño, abandonado
por una familia real, es recogido por otra pareja de
reyes. Uno se dice: En modo alguno es casual que en este
ejemplo, justamente, se trasluzca aun en la saga la identidad
originaria de las dos familias. El contraste social entre
estas abre para el mito —que, como sabemos, está destinado
a destacar la naturaleza heroica del grande hombre— una
segunda función que adquiere particular relevancia en personalidades
históricas. Puede emplearse para extender al héroe
una ejecutoria de nobleza, para elevarlo socialmente. Así,
Ciro es para los medos un conquistador extranjero; por el
camino de la saga de abandono, se convierte en nieto del
rey medo. Algo semejante ocurre con Rómulo; si es que
realmente vivió una persona que le correspondiera, se trató
de un aventurero forastero, un advenedizo; en virtud de la saga pasa a ser descendiente y heredero de la casa real de
Alba Longa.
Bien diverso es lo que sucede con Moisés. Aquí la familia
primera, de ordinario la noble, es harto modesta. Es
hijo de levitas judíos. Y la segunda, la de baja condición en
que el héroe suele crecer, está sustituida por la casa real
egipcia: la princesa lo recoge como a hijo propio. Esta desviación
respecto del tipo ha causado extrañeza a muchos.
Eduard Meyer,12 y otros tras él, han supuesto que la saga
en su origen tuvo otro texto: El faraón habría sido advertido
por un sueño profético 13 de que un hijo varón de su
hija significaría un peligro para él y para su reino. Por eso
lo abandona en el Nilo tras su nacimiento. Pero es rescatado
por gentes judías, quienes lo crían como hijo. A raíz de
«motivos nacionales», según lo expresa Rank,14la saga habría
experimentado su refundición en la forma que nos es
consabida.
Pero la reflexión más somera enseña que no pudo haber
existido esa saga originaria de Moisés, que ya no diferiría de
las otras. En efecto, la saga es de origen o egipcio o judío. El
primer caso queda excluido; los egipcios no tenían motivo
alguno para glorificar a Moisés, no era un héroe para ellos.
Por tanto, debió de ser creada dentro del pueblo judío, vale
decir, anudarse, en la forma consabida, a la persona del
caudillo. Y en relación con esto habría sido enteramente inapropiada,
pues, ¿de qué serviría para el pueblo una saga
que declaraba extranjero a su grande hombre?
En la forma en que la saga de Moisés se nos presenta
hoy, defrauda de manera notable sus secretos propósitos. Si
Moisés no es vastago de reyes, la saga no puede ponerle el
marbete de héroe; si sigue siendo un judío, ella no ha hecho
nada para exaltarlo. Sólo una pequeña pieza de todo el mito
guarda su eficacia, a saber, la seguridad de que el niño se ha
conservado con vida a despecho de serias violencias exteriores,
y este rasgo se ha repetido luego en la historia de la
infancia de Jesús, donde el rey Herodes desempeña el papel
del faraón. De hecho, entonces, se nos ofrece el supuesto
de que algún inhábil elaborador posterior del material de la
saga se sintió movido a colocar en su héroe Moisés algo de
la saga clásica de abandono, privativa de los héroes, pero
ello, a causa de las particulares circunstancias del caso, no
podía adecuársele.
Con este resultado insatisfactorio, e incierto por añadidura,
tendría que conformarse nuestra indagación, y tampoco
habría esta contribuido en .nada a responder la pregunta
sobre si Moisés era egipcio. Empero, resta otro abordaje,
acaso más promisorio, para apreciar la saga de abandono.
Volvamos a las dos familias del mito. En el nivel de la
interpretación analítica, lo sabemos, son idénticas; en el nivel
mítico se distinguen como la noble y la de baja condición.
Ahora bien, cuando el mito se anuda a una persona histórica,
existe un tercer nivel, el de la realidad. Una familia
es la auténtica, aquella en que la persona, el gran hombre,
ha nacido realmente y se ha criado; la otra es ficticia, una
invención poética del mito que persigue sus propósitos. La
regla es que la familia auténtica coincida con la de baja
condición, y la de la invención poética, con la noble. En el
caso de Moisés, las cosas parecerían dispuestas de otro modo.
Quizá nos las aclare un punto de vista nuevo, a saber,
que la primera familia, aquella que abandona al niño, es en
todos los casos que se pueden estudiar la inventada; y la
posterior, en cambio, en que es recogido y se cría, es la
auténtica. Si tenemos la osadía de admitir como universal
esta tesis, subsumiendo en ella también la saga de Moisés,
lo discernimos de golpe con claridad: Moisés es un egipcio
—probablemente noble— que la saga quiere convertir en
judío. ¡Sería esta, pues, nuestra conclusión! El abandono en
el agua ocupaba su correcto lugar; para adecuarse a la nueva
tendencia fue preciso torcer su propósito, no sin forzar un
poco las cosas; de abandono que era, se convirtió en medio
para el rescate.
Entonces, la divergencia de esta saga respecto de todas las
demás de su índole podría reconducirse a una particularidad
del acontecer histórico {Geschichte} * de Moisés. Mientras
que de ordinario un héroe se eleva en el curso de su vida
sobre sus bajos comienzos, la vida heroica de Moisés se
inició descendiendo él de su elevación, bajando hasta los
hijos de Israel.
‘•• {En este trabajo traducimos «Geschichte» por «acontecer histórico
»; es la historia real y objetiva. Para «Historien hemos adoi>
tado «historia conjetural», en el sentido de una historia reconstruida
llenando lagunas de nuestras noticias mediante un razonamiento analógico
fundado en la experiencia. En cuanto al adjetivo «historisch»,
lo vertemos por «histórico-vivencial», o sea, la historia como ocurrió
para los hombres en cada caso. Si no procediéramos así desfiguraríamos
el texto, -al no diferenciar la historia como nexo causal objetivo
de la historia vivida. Creemos que Freud nos autoriza a dar
esta versión cuando diferencia entre lo vivenciado por el individuo
y un vivenciar histórico que puede devenir «herencia arcaica».}
Emprendimos esta pequeña indagación en la expectativa
de conseguir un segundo y nuevo argumento para la conjetura
de que Moisés era egipcio. Sabemos ya que a muchos
no les ha hecho una impresión decisiva el primer argumento,
derivado del nombre.15 Estemos preparados, por eso,
para que no haya de correr mejor suerte este otro, tomado
del análisis de la saga de abandono. Sin duda se objetará
que las constelaciones dentro de las cuales se forman y replasman
las sagas son demasiado oscuras para convalidar una
inferencia como la nuestra, y que fatalmente las tradiciones
sobre la figura heroica de Moisés, por su confusión, sus
contradicciones, y aun sus indicios inequívocos de haber
sido tendenciosamente refundidas por un trabajo secular y
de constar de capas superpuestas, harán abortar cualquier
empeño por sacar a luz el núcleo de verdad histórico-vivencial
{hístorisch} que pudiera haber tras ellas. Yo no comparto
esta postura desautorizadora, pero tampoco estoy en
condiciones de rechazarla.
Si no se podía alcanzar una certeza mayor, ¿por qué dar
a publicidad mi indagación? Lamento tener que limitarme
aquí, para justificar mi proceder, a meras indicaciones. Y
ellas son: si uno se deja llevar por los dos argumentos señalados
y ensaya tomar en serio el supuesto de que Moisés
era un egipcio noble, obtiene unas perspectivas muy interesantes
y amplias. Con ayuda de ciertos supuestos, nada incongruentes,
uno cree comprender los motivos que guiaron
a Moisés en su insólito paso y, en íntima trabazón, aprehender
el fundamento posible de numerosos caracteres y particularidades
de la ley y la religión dadas por él al pueblo
de los judíos. Más aún: todo ello incita en uno ciertas visiones
significativas sobre la génesis de las religiones monoteístas
en general. Sólo que a unas elucidaciones de tanta
importancia no se puede fundarlas únicamente en verosimilitudes psicológicas. Si, para sustentarlas, uno pretende tomar
como único asidero histórico la condición de egipcio de
Moisés, necesita por lo menos de otro punto firme para
proteger las posibilidades que así afloran en profusión: se
las podría criticar como meros engendros de la fantasía y
cosa asaz distante de la realidad. Acaso habría satisfecho
esa necesidad una demostración objetiva de la época en cjue
vivió Moisés y, por tanto, se produjo el éxodo de Egipto.
Mas no se la ha hallado, y entonces lo mejor será suspender
la comunicación de todas las inferencias que se siguen de
aquella intelección, la de que Moisés era egipcio.
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Notas:
1 [Así se dtsigna a Moisés en. la Biblia (cf. Números, 12; 3), y
la frase aparece varias veces a lo largo de esta obra, cuyo título,
traducido literalmente, sería El hotnLre Moisés y la religión monoteísta.’^
2 [Éxodo, 2: 10.]
3 Herlitz y Kirschner (eds.) (1930). 4, pág. 303. [El colaborador
citado era M. Soloweitschik.]
4 Breasted, 1934, pág. 350.
5 [Adelbert von Chamisso (1781-1838), autor de Frauenliebe und
-leben, ciclo de piezas líricas a las que Schumann puso música, y de
Feter Schlemihl, la historia de un hon.bre que vendió su sombra.]
6 Breasted, 1934, pág. 354. Sin embargo, la conjetura de que Moisé.
i era egipcio se formuló con bastante frecuencia, desde los tiempos
más antiguos hasta hoy, sin aducir su nombre como prueba. [Freud
citó un chiste relacionado con esto en sus Conferencias de introducción
al psicoanálisis (1916-17), AE, 15, pág. 147. — Esta nota
apareció por primera vez en la edición de 1939; no fue incluida en
la publicación original de Imago en 1937. — La frase de Breasted
citada proviene en verdad de un sermón de San Esteban (Hechos
de los Apóstoles, 1: 22).]
7 Quinta entrega de Schriften zur angewandten Seelenkunde {Escritos
sobre psicología aplicada}, Viena: Deuticke. Está lejos de mi
intención empequeñecer el valor de las contribuciones autónomas de
Rank a este trabajo.
8 [Freud se está refiriendo aquí a las «fotografías mixtas» de
Galton, que gustaba de presentar como ejemplo. Véase, verbigracia,
La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, pág. 158,]
9[Karna es un personaje de la leyenda épica hindú Mahabharata,
escrita en sánscrito; Gilgamesh es un héroe babilónico, y los restantes
pertenecen a la mitología griega.]
10 [Véase, por ejemplo, La interpretación de los sueños (1900a),
AE, 5, págs, 402-4
11 [Cf. «La novela familiar de los neuróticos» (Freud, 1909c),
trabajo publicado originalmente como parte del volumen de Rank
antes citado.]
12 [Meyer, 1906, págs. 46-7.1 _
13 [Esto es mencionado también en el informe de Flavio [osefo.
14 Rank, 1909, pág. 80«.
15 Así, por ejemplo, dice Meyer (1905, pág. 651); «El nombre
«Moisés» es probablemente egipcio, y «Pinjas», que aparece en la
casta sacerdotal de Silo ( . . . ) lo es sin duda alguna. Esto no prueba,
desde luego, que esas castas fueran de origen egipcio, pero sí
que mantuvieron vinculaciones con Egipto». Claro está, cabe preguntar
qué vinculaciones pudieron ser esas. [Este trabajo de Meyei
(1905) es una síntesis de otro mucho mayor (1906), donde se examina
con más detenimiento la cuestión de estos nombres egipcios
(págs. 450-1). De allí parece inferirse que hubo dos personas llamadas
«Pinjas»: el nieto de Aarón (Éxodo, 6: 25, y Números, 25:
7) y un sacerdote de Silo (J Samuel, 1: 3), ambos levitas. (Cf.
infra, págs. 37-8.) En Silo se alzó el tabernáculo con el Arca de la
Alianza antes de mudarla definitivamente a Jerusalén, (Cf. ]osué,
18; 1.)]