Obras de Winnicott: Consultas en el departamento infantil (1942)

Consultas en el departamento infantil (1942)

Leído ante la Sociedad Psicoanalítica Británica, el 3 de junio de 1942.
Lo que sigue es un informe presentado a la Sociedad acerca de los casos que pasaron por el Departamento Infantil del Instituto de psicoanálisis de Londres al cabo de un año. Lo que voy a decir, por consiguiente, no es directamente analítico, si bien creo que puede resultar de interés para los analistas.
Uno de los motivos por los que se fundó el Departamento Infantil fue proveer una clínica para los niños que son traídos a consulta en el Instituto. Resultó fácil prever las dificultades y desengaños que forzosamente comporta esta faceta del Departamento Infantil, y que se hallan claramente demostrados en mi descripción de la labor de este año. Estos casos concuerdan con los miles de ellos que llegan a mí en mi puesto de médico en un hospital infantil.
Durante un año me preocupé por cada uno de los casos y premeditadamente cedí tiempo propio para ello con el objeto de poder presentar este informe a la Sociedad.
Comprenderán ustedes que los casos sobre los que voy a informar son los que nos fueron remitidos al Departamento Infantil en el transcurso de un año, excluyendo la información de los que fueron derivados a los estudiantes para que los analizasen; estos últimos procedían de otras fuentes.
Algunos casos nunca llegaron a la consulta. Por ejemplo, nos llamó un médico para decirnos que su hijita de tres años y medio últimamente tartamudeaba mucho. Se trataba de una hija única. Al parecer la pequeña demostraba gran apego a una de sus tías, la que la había cuidado mientras sus padres se hallaban de viaje. El dolor causado por la partida de la tía no empezó a manifestarse hasta el momento en que una amiguita de la pequeña abandonó el vecindario también. Fue entonces cuando la pequeña entró en un estado de depresión y empezó su tartamudez. Mis preguntas obtuvieron la respuesta de que el desarrollo emocional de la pequeña había sido normal hasta estos acontecimientos; asimismo, el hogar de la pequeña, parecía ser razonablemente estable y cariñoso. Dado que la niña vivía demasiado lejos para traerla a analizar sin correr el riesgo de que se cansase físicamente, a la pregunta que me hizo su padre sobre la necesidad de un análisis contesté que, en mi
opinión, resultaba normal que una niña de su edad mostrase síntomas violentos y que, en vista de que el desarrollo de su hija era satisfactorio en los demás aspectos, lo mejor sería hacer caso omiso del síntoma y no recurrir al psicoanálisis de momento. Al cabo de una semana el médico volvió a telefonearme, esta vez para decirme que el síntoma de la niña había desaparecido.
Probablemente habrá acuerdo acerca de que es erróneo ensalzar el valor que tendría el análisis, de ser aplicado, en un caso en que no es aplicable. Los padres que acuden a la consulta e sienten culpables del síntoma o enfermedad de sus pequeños y la forma en que se comporte el médico será el factor determinante de que tranquilamente vuelvan a hacerse cargo de la responsabilidad que está a su alcance o de que, por el contrario, presos de angustia, pasen dicha responsabilidad al médico o a la clínica. Evidentemente, es mejor que los padres retengan esa responsabilidad en la medida en que ello les sea posible, especialmente si no se puede dar al análisis la oportunidad de aliviar la enfermedad real del sujeto.
Primer caso.
Ellen, de diez años, vive en Londres. Es hija única. Me resultó imposible recopilar un buen historial en menos de una hora, por lo que no pude evitar pasar cuatro horas separadas tratando el caso. He aquí algunos detalles:

Resulta que esta niña fue normal física, emocional e intelectualmente hasta el año de edad. Entonces, la madre abandonó a su marido llevándose a la pequeña; después de esto el padre solamente podía ver a la pequeña a intervalos. Cuando la pequeña tenía seis años y tres meses, un día, sin anunciarse, llegó el padre y se la llevó en su coche cuando la pequeña se hallaba camino de la escuela. La niña no se quejó y se alegró de que la llevasen otra vez a Londres. Después el padre empezó a dar pasos para obtener el divorcio. Cuando la niña tenía nueve años, el padre volvió a casarse; en esta ocasión había hecho una excelente elección. Por primera vez, el trasfondo hogareño de la pequeña era bueno desde el año de edad. Se me quejaron de que la niña era artificial. Era simpática, buena e inteligente. Lo malo era que «resultaba imposible sincerarse con ella», según dijo el padre. Además, era infantil para la edad que tenía y dijeron que, a juzgar por su estado de ánimo al levantarse, nunca se podía predecir lo que iba o no a suceder durante el resto del día. Los informes de la escuela mostraban altibajos y el motivo de la consulta era un incidente de robo que sobresalía de entre los insignificantes hurtos que suceden entre colegiales, tal vez por la ausencia de cualquier sentimiento de vergüenza. Resultaba fatal organizar algo en agasajo de la pequeña: fuese lo que fuese el agasajo, lo organizase
quien lo organizase, el resultado era el fracaso, ya que la pequeña se volvía deprimida o irritable. Según sus padres, cuando se la cogía desprevenida, lo más usual era ver que se hallaba afligida. También eran poco fiables los estados de ánimo de su verdadera madre.
Superficialmente, la pequeña era muy feliz con su padre y especialmente con su excelente madrastra, a la que estaba muy apegada. y pese a todo, fácilmente se echaba de ver que se dolía de la pérdida de su verdadera madre, que lo había sido todo menos una madre satisfactoria para la niña.
No fue posible realizar un análisis. Uno de los motivos fue que ninguno de los analistas capaces de llevarlo a cabo tenía vacantes en su clínica. Me temo que éste es un problema conocido también para todos ustedes.
Asimismo, me vi influido por el valor que representaba el hecho de que la pequeña siguiera acudiendo a la escuela, donde robaba las chocolatinas, donde tenía algunas relaciones bastante buenas, al menos con el personal docente, y donde seguía siendo posible que siguiera progresando. En la escuela todavía la recibían bien, aunque la consideraban una niña problemática. Escribí a la escuela pidiéndoles que abandonasen todo intento de “curarla”, le hacerla normal; bastaría con que se evitasen incidentes de mayor cuantía.
En lo que respecta a la posibilidad de analizar a un niño de esta clase nos enfrentamos con un problema muy especial. He sabido y sé del análisis de niños sumamente suspicaces, pero nada puede evitar el tremendo peligro de que el niño se niegue a venir al tratamiento al principio.
Debo estar preparado para volver a ver a esta pequeña a medida que se vayan produciendo nuevas crisis.
Segundo caso.
Este caso se vio marcado por parecidas suspicacias. Norah, de trece años, vivía en Londres y me fue traída por su hermana, una chica muy inteligente, debido a que se negaba a ir la escuela. Era la más pequeña entre varios hermanos y hermanas.
Invité a Norah a que me hiciese algunas visitas. La niña venía y hacía algunos dibujos. Después de dos visitas me escribió la carta más bonita que pueda imaginarse; en ella manifestaba que no deseaba seguir visitándome.
En este caso yo me había resistido a hacer interpretaciones, porque era consciente de que si lograba ver detrás de las suspicacias me vería forzado a proseguir el análisis, y no me hallaba en situación de hacerlo.
Conociendo la aflicción de la niña, la mandé al Paddington Green Children’s Hospital, y puse sobre su pista a la asistente social encargada de asuntos psiquiátricos. La asistente fue bien recibida en el curso de diversas visitas regulares logró establecer mejor contacto que yo. A la larga, la asistente, ya convertida en valiosa amiga de la niña, se encontró ante otra versión de la infranqueable barrera que tan pronto se había alzado ante mí.
Para que en este caso se hubiese podido llevar a efecto un análisis, el analista sin duda hubiese tenido que visitar a la niña diariamente, realizando la primera parte del análisis en casa del sujeto y en el curso de paseos y visitas a los museos. Naturalmente, esto no entra en las actividades de la clínica, si bien muchos de nosotros podemos aprovechar experiencias de este tipo, si mentalmente repasamos las cosas inesperadas que nos han
sucedido en nuestra práctica privada.
La niña sacó grandes ventajas de las visitas de la asistente, pero no regresó a la escuela. Actualmente ha llegado a la edad de finalizar la escuela. Se las ha arreglado para pasar unas vacaciones lejos de casa y parece probable que empiece a trabajar.
Fue posible descubrir gran cantidad de sentimientos, fantasías ocultas gracias a los comentarios que se hicieron sobre cuadros muy conocidos y gracias al estudio de los esfuerzos artísticos hechos por la propia niña; pero este rico mundo de sus fantasías era en realidad un mundo secreto e interior de la paciente, a la que le parecía peligroso siquiera permitir que la asistente (persona entrenada para no forzar la amistad) hiciese algo más que estar al tanto de su existencia.
Según mi experiencia, muchos de estos adolescentes que parecen casos imposibles en el momento de la consulta, acuden en busca de ayuda, incluso de análisis, cuando se independizan, a los dieciocho o veinte años, por ejemplo; y, aparte de esto, los niños que tratan de controlar los agudos problemas del inicio de la pubertad son capaces de aprovechar el apoyo procedente de fuera de la familia, especialmente si ésta se halla en un equilibrio inestable.
Tercer caso.
Maisie, de tres años. Éste fue un caso agudo. En Maisie se había desarrollado una extrema agitación así como la costumbre de balancearse de manera compulsiva y seriamente preocupante y una angustia neurótica relacionada con el hecho de que su madre estuviese llegando al final de su segundo embarazo.

El nuevo bebé se retrasaba. Mi contacto con la pequeña se extendió hasta el parto. El nacimiento del bebé representó un gran alivio de la tensión. Lo lógico hubiese sido disponer el análisis de la pequeña al finalizar dicho período, pero resultó imposible encontrar a alguien que se hiciera cargo de la pesada tarea de acompañar diariamente a la niña. Por cierto que la niña sufría severamente la carencia de alguien que la sacase, aunque fuese a pasear.
La única ayuda que podía prestarle yo consistía en visitarla en su propia casa. Me fue facilitada la posibilidad de ver a la niña a solas y no utilicé ningún juguete. Me encontré con que la niña era maníaca hasta el extremo de ser casi inaccesible al principio, pero oía y tomaba nota de mis interpretaciones y a la larga llegó a valorar mis visitas.

Sus juegos se relacionaban claramente con el dominio de las fantasías de parto y, más tarde, de diversas fantasías conectadas con la reacción entre sus padres. En cinco visitas realizadas en el transcurso de una quincena reuní una tremenda cantidad de material para las interpretaciones, las cuales, en el pleno sentido de la palabra, di haciendo uso de la transferencia desde el principio.
Es difícil calibrar los resultados. Naturalmente, no se buscaba ningún cambio en la personalidad permanente de la niña, pero tuve la satisfacción de ver que el caos que reinaba en el mundo de fantasías de la pequeña se organizaba, mientras que su comportamiento maníaco se transformaba en juegos, con una secuencia en todo ello, como sucede en un análisis satisfactorio. Las fantasías se expresaban claramente y se relacionaban con muchos aspectos de la angustia que en la niña se había desarrollado ante el embarazo de la madre, que daba la impresión de que jamás terminaría. La angustia acerca del posible daño que sufriría la madre era importante.
Gran parte del material tenía algo que ver con la distinción entre el hombre “malo” que coloca a su madre en tal situación de peligro y el hombre «bueno» (su padre era médico) que la ayuda a salir del peligro.

Las fantasías en las que se incorporaba al analista tenían mucha fuerza y estaban en relación con la auténtica necesidad que de mí tenía constantemente la paciente.
Naturalmente, la niña se sintió aliviada al producirse el nacimiento y no tardó en establecer una relación normal con su hermanita. Sigue necesitando del análisis y, de haberse encontrado una. persona que la acompañase a la clínica, yo hubiera tomado medidas para que se la analizase en calidad de caso agudo, aunque no necesariamente difícil en extremo.
Cuarto caso.
Tommy, de doce años, vivía en Londres y, desde mi punto de vista, su estado era insatisfactorio. Este
muchacho se presentó con una carta de una clínica preguntando si se le podía aplicar un tratamiento
psicoanalítico. La respuesta fue que no, ya que, para que el muchacho pudiera ser sometido a tratamiento, se sido necesario localizar a alguna persona o grupo de personas que le acompañasen diariamente desde un barrio muy alejado del mismo Londres. Además, se trataba de un claro caso psicótico, de tipo esquizofrénico, y, por consiguiente, lo único adecuado para él era un análisis de investigación a cargo de un experimentado analista de niños, y no era probable que se encontrase dicho analista con plazas para casos gratuitos.
Vi a la madre y al muchacho durante casi una hora. La madre se mostraba muy suspicaz y su inquina hacia toda clase de clínicas y hospitales se vio incrementada por la falta de resultados prácticos de la entrevista. Cito una y otra vez esta clase de detalles porque de nada sirve pretender hacer lo que no podemos hacer.
Resulta inútil que nos pidan que estudiemos un caso si la dirección cae en un barrio sumamente alejado, a no ser, claro está, que el viaje resulte fácil o el niño pueda asistir sin necesidad de que le acompañen. Y, además, por supuesto, raramente hay plazas. Asimismo, si las hay, es imposible poner en manos de un estudiante un caso tan difícil como sin duda iba a ser éste. Es por esto que resulta tan inútil el trabajo de consulta si no se tiene una amplia visión de los deberes de quien lo lleva a cabo.
Quinto caso.
Este caso resultó igualmente inútil. Max de nueve años, vivía en Londres. Se trataba de un refugiado alemán. Tanto su padre como su madre tenían conocimiento del análisis y, naturalmente, al ver que el niño estaba afligido, decidieron someterle a análisis. Ciertamente al chico le hacía falta, pero, para poderle analizar, antes hubiese tenido que encontrar algún albergue o escuela donde pudiera alojarse. Los padres no habían sabido prever que iba a ser imposible superar esta dificultad, y me temo que se llevaron un gran chasco. Si en algún momento futuro llegamos a disponer de cierto número de analistas especializados en la infancia, habrá que instalar algún albergue o institución parecida donde niños de todas las edades puedan llevar una vida más o menos familiar, y donde puedan recibir educación, mientras se hallan cerca de la clínica donde se efectúa el análisis.
El muchacho del que les estoy hablando había visto muchas veces cómo cambiaba su ambiente físico, y cada vez había reaccionado mal ante el cambio. Decían que no tenía capacidad de concentración, que tenía un carácter variable, mostraba suspicacias hacia la comida y los niños de su misma edad y no se sentía amado. Y luego estaba la cuestión de su condición de judío, lo que hasta entonces le habían ocultado. Los padres deseaban fervientemente que se le prestase ayuda. Hubiese deseado que la obtuviera. Tardé más de una hora en lograr su historial y en que la madre entendiese que yo no podía ofrecerle nada.
Sexto caso.
Este caso fue algo menos insatisfactorio. La paciente se llamaba Tessa, tenía trece años y vivía en la periferia.
El padre de la niña me llamó pidiendo que la sometiéramos a psicoanálisis porque, contrariamente a lo que él había esperado, la niña no progresaba en la escuela. En una breve entrevista me formé la opinión de que la niña no estaba psiquiátricamente enferma. Existían, eso sí, algunas dificultades, incluyendo las esperanzas irrazonables del padre. Quería que la niña se hiciera médico para sacar adelante a la familia, pero a ella no le entusiasmaba la idea. Pasé el caso a un colega que examinó los detalles y que, tal como se le ha enseñado, aconsejó a los padres con respecto a la educación escolar de la niña. En aquellos momentos no había ninguna plaza para análisis y, de todos modos, no hubiese sido posible que la niña siguiese acudiendo a la escuela y, al mismo tiempo, a la clínica cada día.
Séptimo caso.
Este caso fue totalmente distinto. Se trata del de Queenie, de tres años, que vivía en Londres.
La niña me fue enviada por unos amigos míos familiarizados con el psicoanálisis. Se trataba de la hija de la mujer de la limpieza. Me la mandaban porque la pequeña empezaba a robar. Me la trajo la madre en persona, para ser sometida a tratamiento en mi consulta privada, dos o tres veces a la semana durante un período de seis meses. Esto le resultaba bastante difícil a la madre, que dejó de traerme a la niña durante su siguiente embarazo. En todo momento estuvo bien claro que en aquel caso las visitas diarias no iban a ser factibles, y que tampoco podría prolongar el tratamiento durante mucho tiempo. Sin embargo, seguí adelante, como si estuviese realizando el análisis, consciente de las limitaciones, pero no deseando dar de baja a la pequeña -que me había sido traída a la clínica- sin haber conseguido nada.
A decir verdad, pude hacer una labor muy importante, va que el material que me proporcionó la pequeña me permitió demostrar que en él había continuidad y orden y, al igual que en el verdadero análisis, obtuve resultados específicos de las interpretaciones. Los juegos con juguetes, dibujos y recortes me permitieron interpretar y demostrar que yo podía tolerar la envidia del pene y las ideas de ataques violentos lanzados contra el cuerpo de la madre, el pene del padre y los niños aún no nacidos. La pequeña me habló de juegos sexuales con su hermano. Los robos cesaron y la madre, como suele suceder, se olvidó de que alguna vez la niña había robado.
Se diría que había empezado un verdadero análisis y que se había hecho una labor suficiente sobre las reacciones de la niña ante los fines de semana y las vacaciones, etc.; suficiente, es decir, para que pudiese afrontar el final del tratamiento, cuando ya no fueron posibles más visitas. Aunque no fuese análisis, lo que hice solamente podía haberlo hecho un analista, con experiencia en análisis prolongados, sin prisas, en los que se puede dejar que sea el material mismo lo que va apareciendo ante los ojos del analista que lentamente va aprendiendo a comprenderlo.
Octavo caso.
Éste fue un posible caso analítico: Norris, de seis años, habitante de la periferia.
El padre y la madre del sujeto son médicos. Vino la madre para hablar de los problemas que habían surgido en el control del pequeño y, por supuesto, en ello empleó una hora. Al parecer el padre había sido un hombre tímido toda la vida y esperaba encontrar, en su hijo todas las cualidades que él no había tenido. Se había casado con una mujer realmente enérgica y el niño, el único del matrimonio, era tímido, casi tanto como su padre. Se hizo evidente que los padres hubiesen podido llevar bien al muchacho de haberse hecho a la idea de que era tímido. De hecho, la organización pasiva-masoquista del muchacho era casi patológica. Me hubiese gustado disponer el análisis, y, en realidad, todavía no es seguro que en este caso sea imposible el mismo.
Pero, si bien confío en que podré enviar este caso a un analista, no me gusta hacer que los padres crean que en el análisis estriba su salvación. Los padres deben ajustarse a la situación sin pensar en el análisis, que solamente les ofreceré cuando sepa que está disponible. Me refiero a que debe evitarse dar la impresión de que sí, el psicoanálisis curará al paciente, es decir, hará de él lo que ustedes quieran, sin que ustedes tengan que hacer ningún esfuerzo. Todavía no he visto al niño.
En este punto estoy hablando conmigo mismo. Una vez, durante la consulta, me encontré con que siempre pensaba en que el psicoanálisis era el tratamiento superior. Ello me llevaba a sentirme satisfecho de haber aportado mi granito de arena cada vez que procuraba la aplicación del psicoanálisis. Pero el valor de las consultas es negativo a no ser que se prescinda completamente del análisis excepto en la medida en que sea factible aplicarlo. Si, además de lo que se aconseje y de otros beneficios obtenidos de la consulta, se puede aplicar el psicoanálisis, entonces tanto mejor.
Decididamente, el siguiente caso resultó más satisfactorio, si bien ello dependió de mi capacidad para actuar inmediatamente. No sé cómo algún día resolveremos este problema de tener siempre una plaza vacante. Pero el material “al rojo” tiene interés especial por derecho propio. El analista que nunca dispone de espacio para atender a un caso agudo se pierde una serie de experiencias valiosas.
Noveno caso.

Francis, de once años. Este chico fue traído directamente a la clínica por su madre, que pedía ayuda
urgentemente. El chico era violento y patológico en muchos aspectos. Asimismo, estaba afligido por su propio estado y pedía ayuda con frecuencia.
Dos horas fueron necesarias para la consulta originaria con la madre. La consulta revistió gran importancia. Comprobé que en el caso había dos personas enfermas: la madre al igual que el chico. Hay un cúmulo de detalles interesantes que podría darles con respecto a este caso, pero ello sería ir más lejos de lo que me propongo aquí.
Diría que tiene especial interés la forma en que la manía del muchacho estaba relacionada con la depresión de la madre: la intolerancia ante su depresión provocaba su manía. Con el objeto de ayudarla a ella tuve que empezar el tratamiento de su hijo sin pérdida de tiempo.
Los resultados de las primeras semanas, durante las cuales el chico se comportó como un adulto preso de agitación, prefiriendo tumbarse en el diván en vez de dibujar o jugar, consistieron en un cambio de actitud
hacia su verdadero padre. Volvió a creer en él, siguiendo a la interpretación directa de material edípico
facilitado «al rojo» en términos de los juegos con su hermana.
En su fantasía el padre sexual era malo y causaba daño en el cuerpo de su madre, de tal manera que la Gestapo actuó por cuenta del muchacho cuando se llevaron al padre a la fuerza; el muchacho se sintió fuertemente identificado con la Gestapo. Pronto me adoptó como padre «bueno», dispuesto a ayudar, pero sin carácter de padre sexual, y me pidió que alguna vez viese a su madre, especialmente en vista de que ella parecía menos deprimida desde que yo había entrado en sus vidas. Vale la pena notar que el muchacho no me creía “enamorado de su mami”, lo cual hubiese estado en consonancia con la pauta seguida por él con respecto a todos los hombres que le habían caído simpáticos antes de empezar el análisis.
No se desalienten cuando les diga que la depresión de la madre volvió a cobrar fuerza, tanto que dispuso que el muchacho se marchase a un pensionado. Esto, en semejantes circunstancias, constituyó un verdadero avance en la situación hogareña y significó que la figura del padre había regresado al hogar. El análisis se halla firmemente afianzado. El chico viene a verme siempre que hay alguna fiesta y aprovecha el tratamiento en toda la medida que permiten las circunstancias.
Décimo caso.
Nellie, de diecisiete años.
Nellie tiene un hermano dos años menor que ella. Su padre era médico antes de morir. Tanto él como sus amigos la valoraban mucho. Pero cuando ella contaba cuatro años, el padre murió. A consecuencia de ello, la madre, el hermano y Nellie se mudaron a la ciudad, donde su vida cambió radicalmente, pues la mayoría de adultos eran mujeres y el centro de interés se desplazó hacia el hermanito. Tal vez el cambio de su medio, unido a la muerte del padre, fue demasiado para ella, ya que se produjo un detenimiento de lo que hasta entonces había sido un desarrollo intelectual y emocional satisfactorio. A los dieciséis años se vio aquejada de una enfermedad que iba acompañada por persistentes movimientos corporales: corea, según el diagnóstico de algunos médicos. Su propio médico, amigo de su difunto padre, dijo que no se trataba realmente de corea, debido a la existencia de obvias y antiguas dificultades psicológicas. Sin embargo, tras un minucioso interrogatorio, me vi obligado a decir que sí, se trataba de corea, lo cual simplificó el consejo que di a la escuela, ya que es más fácil decirle a un maestro que tolere la mala escritura debida a la corea que la debido a
un trastorno emocional. Las principales afecciones, no obstante, no eran imputables a la corea; entre ellas se incluía la dificultad de hacer amigos. El maestro escribió: «Existe un alejamiento en vez de un acercamiento. Se trata de algo que no es la reserva normal de la adolescencia, ni una simple característica de una»introversión» normal». Vi varias veces a esta muchacha, a quien gustaba el interés demostrado por un nuevo médico; pero se sentía la mar de satisfecha con ser exactamente como era. Ninguna mejora produje en este caso, salvo señalar que la muchacha se hallaba todavía convaleciente de la corea.
No fue posible disponer el análisis. En el supuesto de que algún analista se mostrase dispuesto a hacerse cargo de ella, le aconsejaría que lo hiciese exclusivamente con fines de investigación. Sea como sea, este caso no es para un estudiante (1).
Decimoprimer caso.
Nancy, de veinte años. Nancy vive en Londres y tiene alojamiento en uno de los condados adyacentes. Les cuento este caso porque, si bien Nancy tiene veinte años, clínicamente es una adolescente.
Nancy vino a verme con un expediente de la escuela de magisterio. Tardé media hora en leerlo. Tuve que celebrar largas entrevistas con su madre y leer muchas cartas que la señora me escribió; asimismo, durante un período de seis meses, tuve que ver a la muchacha a intervalos, quizá unas diez veces en total. El padre de Nancy había fallecido cuando ella tenía seis años; la madre se había dedicado en cuerpo y alma al cuidado de sus dos hijos. Nancy tiene un hermano de diecisiete años, sano e inteligente. Cabría decir, resumiendo, que Nancy era una muchacha dulce, limpia, muy bien vestida; una muchacha que se hallaba en un estado retardado de adolescencia. El ambiente de su hogar, por lo de excelente, así como sus dificultades internas, hacían que para ella resultase más difícil dar el siguiente paso de su desarrollo:
reafirmarse. Lo mejor que la muchacha había hecho, psiquiátricamente hablando, había sido darle una patada a la chica que se alojaba con ella, condiscípula en la escuela de magisterio. Este «síntoma» se había visto tan desmesuradamente ampliado que, a causa de lo sucedido, la escuela había tomado la decisión de que no podía recomendarla como maestra, a menos que yo me mostrase deseoso de aceptar la responsabilidad. yo me mostré de acuerdo. Suponían que Nancy podía ser peligrosamente imposible… tanto como para ¡golpear a un alumno!
Resultaba apresurado preguntarse si Nancy se replegaría para siempre de su agresividad impulsiva,
estableciéndose en el camino que lleva a alguna especie de derrumbamiento, o bien afrontaría valerosamente lo que hay de desagradable en alguna parte de su persona al igual que lo hay en otra gente. Creo que la ayudé a emprender el segundo camino, pero para ello tuve que verla; y también tuve que ver a su madre repetidas veces con el fin de que dejase de escribirme denigrantes cartas en defensa de su perfecto retoño; lo que es más, tuve que encargarme personalmente de encontrarle alojamiento, es decir, un alojamiento que nada tuviese que ver con la escuela de magisterio, ya que la directiva de la escuela (que en realidad es una institución bastante “avanzada”) ya estaba completamente convencida de que la muchacha era peligrosa. La verdad es que Nancy
tiene todo lo que hace falta para ser una maestra excepcionalmente buena para niños pequeños, si puede soportar que su madre se sienta herida por vivir separadas (2).
Como es obvio, se trata de un caso analizable, pero no quiero ponerla en lista de espera. Le he hecho saber que existe el psicoanálisis y pienso que algún día se dedicará a enseñar en Londres , entonces solicitará que la psicoanalicen. La tragedia estriba en que en el momento en que lo solicite es posible que no pueda obtener psicoanálisis gratuito.
Decimosegundo caso.
He aquí el caso de un pequeño al que pude prestar ayuda pese a que no pudo acudir a que le analizase. Se trata de Keith, de tres años y medio, que vive en la periferia.
Keith me es mandado por un pariente suyo, amigo mío y médico. Este médico tiene algo de psicólogo y, según él, está claro que la madre del pequeño (una mujer de raza aria que se caso con un judío perteneciente a una familia muy cerrada) había descuidado algo a su hijo. Una vez que hube examinado el caso, llegué a la conclusión de que se estaba produciendo un choque entre dos formas distintas de educar a los niños. Resultó que la madre necesitaba apoyo desesperadamente. El hecho de poder relatarme los acostumbrados detalles del historial constituyó una ayuda inmediata para ella. Debo decir que la preparación del historial nunca es posible en menos de una hora.
Había sido fácil amamantar al pequeño (seis meses) y también al principio había sido fácil adiestrarle. Las dificultades surgieron al empezar a darle alimentos sólidos. Intelectualmente, el niño siempre fue adelantado. De bebé había sido pasivo, se contentaba con estar tumbado y sonreía. Casi nunca lloraba, contrastando con su hermano menor (nueve meses) que se comporta normalmente. Los problemas del niño son los siguientes: no duerme, ni siquiera dándole somníferos; chilla de rabia; es negativo desde los dos años; constantemente pesado a la hora de comer, desde que, como he dicho, empezaron a darle sólidos; no tiene «agallas» para enfrentarse a otros pequeños, con lo que cualquier niño que trate con él se convierte en un matón; incapaz de aceptar un «no» por respuesta; y , además, no pueden dejarle a solas con el bebé, debido a unos celos que no se manifestaron hasta transcurridos unos ocho meses del nacimiento de su hermano.
Vi a este chico una vez por semana, ya que fue imposible el análisis. Mientras pudieron traérmelo, me
comporté exactamente como si estuviese sometido a un análisis. El pequeño presentó material analizable relacionado con el control, en su mente, de su padre y de su madre. A consecuencia de mi labor mejoraron sus relaciones con la madre, llegó a ser verdaderamente demostrativo con ella y, por primera vez, dijo: «Te quiero, quiero besarte». También empezó a dormir como no lo había hecho desde los dos años, y resistió bastante bien el hecho de que su padre ingresara en el ejército. Cuando su madre se encontró con que no podía seguir viniendo, yo la apoyé en la idea de abandonar el tratamiento, ya que la alternativa hubiese consistido en decirle a la familia de su marido que el pequeño necesitaba más cuidados de los que ella podía darle, lo cual, una vez
mas, hubiese socavado su confianza en sí misma.
Si, en este caso, hubiese dicho que lo único que cabía aplicar era análisis, me hubiera perdido una buena oportunidad terapéutica. Y, de haber limitado mi labor a aconsejar a la madre, no hubiera podido comprobar la nueva capacidad del pequeño para decirle que la quería, capacidad que nace del tratamiento. El factor adverso y externo lo constituía la fuerte, aunque no patológica, homosexualidad del padre, que este niño no pudo soportar hasta que, jugando, demostró la hostilidad que sentía por el padre. La expresó por medio de un juguete, un muñeco, que simulaba extraer de su ano, al mismo tiempo que hacía un esfuerzo premeditado para hacerme entender lo que quería decir: llamando “papi” al muñeco. Así, jugando, se libró de su “papi” homosexual y entonces mejoraron sus relaciones con su padre y su madre verdaderos.
También ayudé algo a la siguiente muchacha:
Decimotercer caso.
Gertie, de diecisiete años y habitante de Londres.
La muchacha me fue enviada por la directora de una escuela secundario. Se me indicó que la muchacha no había alcanzado un nivel académico satisfactorio, que no tenía atractivo ni amigos; que era terriblemente solitaria. Era capaz de contestar lúcidamente a las preguntas que le hicieran, pero tenía dificultades de habla.
Durante un tiempo había estado sometida a tratamiento en otra clínica, pero en vano. Todo esto me lo dijeron por teléfono los de la escuela.
Empleé mi buena hora en completar el historial que me dio la madre, quien había criado con éxito a su hijo (cuatro años mayor que Gertie). La madre ya estaba nerviosa mientras duró el embarazo que culminó con el nacimiento de Gertie; una vez nacida la niña, la madre no pudo evitar preocuparse por ella. Deseaba destetarla, pero el médico clínico (probablemente obrando con desatino en este caso) la persuadió de que siguiera dándole el pecho, cosa que la madre hizo durante nueve meses completos.
Los primeros signos de inteligencia aparecieron normalmente, de manera que es imposible calificar a la chica de retrasada debido a algún defecto de sus tejidos cerebrales. Durante el rato que pasé tomando el historial, la madre recordó que a los cinco años la pequeña le había atizado un golpe en la cabeza a su hermano, haciéndole sangrar; la madre creía que posiblemente aquél había sido un punto crucial. A partir de entonces el desarrollo intelectual el, la niña había perdido su ritmo normal. Su familia es inteligente.
Gertie me dijo que «le daban miedo los médicos», en verdad que había visto a muchos de ellos. Hicimos la siguiente lista de cosas que había que curar: granos, tendencia a las llagas, transpiración excesiva, malas notas en los exámenes, torpeza al hablar y al escribir, dificultad en hacer amigos, dificultad de saber que trabajo hacer, así como las preocupaciones hipocondríacas de madre.
Al parecer su necesidad más inmediata era que un médico le dijese con firmeza, delante de su madre, que lo mejor para ella era no ver a un médico más. Así lo hice. Al cabo de un mes Gertie vino a visitarme y me dijo que había aceptado un empleo, estaba haciendo amigos y empezaba a sentir más confianza en sí misma, De haberla puesto en lista de espera para un análisis, hubiese sido un mal médico. Quisiera que me entendiesen bien. Creo que no hay ninguna terapia comparable al análisis. Pero, como en este caso el análisis no fue factible, la alternativa era hacer lo que hice: actuar de forma completamente independiente de la existencia del psicoanálisis y hacer que la chica no siguiese ninguna clase de terapia. El siguiente caso me vino de un médico después de haber visitado yo una clínica de puericultura.

Decimocuarto caso.
Se trata de un chico de diez años que vive en uno de los condados próximos a Londres. Este chico necesita ayuda urgentemente; él es consciente de esta necesidad. Sin embargo, sólo podría ser analizado de haber una casa donde pudiera alojarse y desde la que pudiera asistir a la clínica. Espero que algún día exista tal casa, ya que, gracias a los recientes avances del psicoanálisis, actualmente es posible investigar los casos de enfermedad mental en los niños.
Me costó una hora hacerme con un buen historial de este caso, así como otra hora para establecer contacto con el chico, contacto que me era necesario con el fin de formarme una idea sobre su inteligencia, desarrollo emocional, enfermedad, y su pronóstico. He visto al muchacho una docena de veces, pues él me ha suplicado que así lo hiciese, debido a la enorme angustia psicótica que le aqueja. Este problema tuvo origen en su difícil nacimiento, que se produjo con un mes de retraso, de modo que al nacer era un feto gigante, cianótico y con maceraciones en la piel. Creyeron que estaba muerto, pero, ante la sorpresa del médico, el bebé sobrevivió. El médico dijo a los padres: “Bien, ya tienen un bebé, y menudos problemas les va a causar”, lo cual fue un pronóstico muy exacto. A los cinco años se le declaró deficiente mental en un famoso hospital para niños. De hecho, no está retrasado desde el punto de vista intelectual, pero sí está enfermo de una manera que entorpece sus relaciones. En la escuela le tienen por un chico algo raro; le aprecian bastante. Es propenso a los ataques de pánico cerval sin ninguna causa externa que los justifique; sufre períodos de mal
humor incontrolable en los que aparece un cúmulo de ideas alocadas. Así, por ejemplo, una vez vino a verme con un tanque en las manos. No quiero decir que llevase un tanque de juguete o que llevase en la cabeza la idea de un tanque; lo que quiero decir es que sentía realmente que tenía un tanque en las manos. Constantemente trataba de librarse de él, estrujándose las manos entre las piernas, haciéndolas pasar a través de sus muslos, estrechamente apretados. Hizo un dibujo describiendo cómo se sentía. Asimismo, durante una larga temporada, siempre que iba al lavabo a defecar, le parecía que determinado ladrillo se desprendía de la pared y se movía de un lado a otro.
Los demás detalles de este caso quedarían fuera de lugar aquí, pero me pareció que convenía hacer algo más que ver simplemente al chico durante la consulta. Mientras sigo viendo a este paciente -cosa que primero hacía cada semana, aunque ahora ya he podido aumentar el intervalo a un mes- él se ve capaz de evitar causar problemas en la escuela, al mismo tiempo que los accesos de pánico son menos severos. Esto no se debe a nada específico que haya hecho yo.
El chico es listo para los trabajos de carpintería y costura; le encanta la idea de hacerse granjero. Estudia con gran detenimiento los grabados de aeroplanos que ve en los libros y los signos indican que será un adulto excepcionalmente interesante e inquieto, notablemente brillante.
Tal como dije al comenzar este informe, mi objetivo ha sido relatarles una serie de consultas. No hay nada especialmente interesante en la serie, salvo que comprende todos los casos enviados al Departamento durante un período de tiempo y, probablemente; indica qué tipo de casos cabría esperar si se hiciera un intento de ampliar el alcance del Departamento y establecer un consultorio.
Puede que parte de este material no analítico haya sido de interés para los analistas. Mi opinión personal es que precisamente a los analistas es a quienes interesa de verdad el material no analítico. Por ejemplo, cuando una madre va juntando las piezas hasta darnos una visión casi completa del desarrollo emocional de su hijo o hija.
¿Quién si no el analista es probable que le aporte lo que necesita: reconocer que todas las piezas encajan hasta formar un todo?
Asimismo, hay muchos destellos de percepción, por parte de padres y parientes, que vienen a recordar al analista el material pacientemente recopilado a fuerza de trabajos analíticos. Me atrevería a ir más lejos y decir que de la consulta terapéutica he aprendido mucho de valor para el análisis, al igual que me ha sucedido con el estudio de otros tipos de material no analítico.
Entonces aparece una consideración de índole práctica: el objetivo primordial de la consulta en el Instituto, según creo, es la aportación de casos idóneos para los estudiantes, o para los analistas de adultos que deseen pasar al campo del análisis infantil. Nunca he esperado que se cumpliera tal objetivo No creo que mis temores se han visto confirmados por el presente informe. Se trata de una cuestión que deberemos ir resolviendo paulatinamente, pero a mí me parece posible que el lugar apropiado donde buscar casos “buenos” para los estudiantes sea el departamento pediátrico de un hospital.
Existen dos puntos de vista posibles. Según uno de ellos nos cabe la alternativa de alentar a un inmenso número de casos a que invadan el Instituto, reteniendo un porcentaje de ellos por ser adecuados a fines pedagógicos, dejando que los demás se cansen de estar en la lista de espera, su única esperanza. El otro punto de vista estriba en que haya alguien que vea y trate constantemente gran número de casos psiquiátricos de toda clase; de esta manera podríamos responder a las presiones sociales y de vez en cuando, de acuerdo con los requisitos, encontraríamos casos adecuados para el programa de adiestramiento de analistas.
En el caso de los niños, es posible que el segundo método sea de hecho el único aconsejable, ya que, la mayor parte de las veces, los adultos que nos traen a los pequeños son personas normales y sanas; y, si todo lo que se hace es poner al pequeño en la lista de espera, el adulto se va a buscar consejo en otra parte. Incluso una quincena de espera es lo suficientemente larga para desalentar a padres o tutores. Una serie de niños colocados en lista de espera y abandonados allí sería una fuente incesante de mala voluntad y en todo momento entorpecería seriamente la relación de la Sociedad con el mundo ajeno a ella. Por lo que puedo ver, pues, si bien seguirá siendo necesario que alguien se ocupe de atender a las consultas del Instituto como se ha venido haciendo siempre, no dejará de ser igualmente necesario recurrir a otras clínicas en busca de buen material analítico para fines docentes, especialmente debido a que la mejor forma de empezar a enseñar el análisis de niños consiste en disponer de un pequeño de tres años que no esté demasiado enfermo.
No estaría quizá fuera de lugar confeccionar una lista de condiciones que hubiera que cumplir cuando yo trate de darle a un estudiarte un paciente infantil. Tengo que encontrar un niño de la edad y el sexo que se requieran, que pertenezca a un grupo de diagnóstico dado y cuya enfermedad se ajuste a un grado determinado, cuya madre esté realmente preocupada, pero sin caer en la hipocondría, por el trastorno del pequeño, cuyo domicilio no caiga demasiado lejos de la clínica; las circunstancias externas deben ser tales que la madre pueda dedicar dos o tres horas diarias a uno solo de sus hijos; la fe de los padres en el médico debe ayudarles durante el período en que las esperanzas son escasas, a juzgar al menos por los cambios observables en los síntomas del
paciente; y el estado o posición social de la familia debe permitir a la madre que cada día se gaste el dinero en trenes y autobuses.
Sólo en una pequeña proporción de casos se cumplen estas exigencias. Actualmente, de los casos que acuden a la clínica, no es dado esperar nada que se parezca a las necesidades pedagógicas que se buscan y dudo que alguna vez logremos que así sea. Observarán que hay un tono de frustración en mis palabras.
Lo admito, yo siempre procuro que el paciente sea analizado, a sabiendas de que ninguna de las otras cosas que se hagan se acerca o es comparable a los resultados del análisis. Al mismo tiempo soy plenamente consciente de que muy raramente el análisis es aplicable y disponible. A menudo el paciente no puede ser traído a la clínica, salvo resolviendo gran número de complejas circunstancias externas; y generalmente cuando sería posible tratar un caso dado, éste resulta inadecuado para el estudiante. Hay que recordar, además, que incluso es muy de vez en cuando que se me pide siquiera un solo niño para ser analizado. A veces pasan tres meses sin que se me pida un solo caso.
Así, pues, mi sentimiento de frustración debe suscitar su comprensión. Está claro que la única solución estriba en que se adiestre a mas analistas para que aprendan a llevar a cabo el análisis de niños. Esto lo anhelamos todos y también todos sabemos que es precisamente en este punto donde resulta difícil cambiar las cosas y que del apresuramiento no podemos esperar ningún bien.
Posdata (1957)
Desde la fecha en que fue redactado este informe hasta ahora no ha existido ninguna clínica infantil en el instituto y, por consiguiente, no hay ninguna lista de espera. Cuando hace falta un niño para su análisis por parte de un estudiante, se le busca en alguna otra clínica.
Por fortuna dos cosas han cambiado durante estos dos decenios: actualmente hay numerosas clínicas a las que recurrir cuando nos encontramos con una vacante para el análisis infantil; y, además, actualmente son treinta los analistas que prosiguen estudios en el campo del análisis de niños, en lugar del puñado de dos a seis que había antes.
Notas:
(1) Esta muchacha escribió diciéndome que se había podido matricular y que estaba estudiando para masajista.
¡Al parecer creía que su entrevista conmigo tenía algo que ver con su mejoría!
(2) Más adelante, Nancy ha terminado su carrera académica sin más problemas, y ha empezado a trabajar en
una buena colocación. Sus defensas se están organizando en una tendencia a explorar el espiritualismo, cosa
que cuenta con fuertes precedentes en su familia.