Desarrollo Normal y autismo: Identificación y valoración de las necesidades educativas especiales de los alumnos con autismo a lo largo del proceso educativo

Desarrollo normal y Autismo

AUTOR: Angel Rivière (Universidad Autónoma de Madrid)
Curso de Desarrollo Normal y Autismo, celebrado los días 24, 25, 26 y 27 de septiembre de 1997 en el Casino Taoro, Puerto de la Cruz, Santa Cruz de Tenerife (España).

3. Identificación y valoración de las necesidades educativas especiales de los alumnos con autismo a lo largo del proceso educativo.

3. l. Un enfoque interactivo y contextual del proceso de valoración.
En los casos de autismo se asocian con frecuencia características aparentemente contradictorias, y que hacen especialmente necesaria una valoración cuidadosa de las capacidades y necesidades educativas del niño. P., un niño autista de seis años, con un potencial cognitivo alto, presenta un patrón de relación tan poco empático e indiferente que parece retrasado mental en las situaciones ordinarias de interacción. Sin embargo, cuando el psicopedagogo comienza a plantearle, de forma estructurada, ítems de la prueba de Weschler, se da cuenta con gran sorpresa de que obtiene puntuaciones altas en casi todas las escalas – excepto la de comprensión – y sobresalientes en alguna de ellas (cubos). Su puntuación global se corresponde con un cociente intelectual de 103. ¡Nadie lo hubiera dicho!. F., por su parte, encubre un retraso mental medio tras su gesto pensativo y su fisonomía inteligente. D. parece retrasado y es incapaz de emitir lenguaje. Su conducta comunicativa es muy primitiva, y no contiene funciones declarativas, pero demuestra tener capacidades intelectuales de tipo asociativo notables cuando se le administra la prueba de Leiter, que mide la inteligencia «libre de lenguaje».
Hay una serie de factores que hacen especialmente importante, y al mismo tiempo especialmente difícil y delicada, la valoración cuidadosa del desarrollo y las necesidades educativas en los casos de autismo. En primer lugar, en éstos las disarmonías evolutivas y disociaciones funcionales constituyen la norma más que la excepción. Puede darse el caso, por ejemplo, de que estén perfectamente preservadas habilidades viso – espaciales, competencias de inteligencia no lingüística, destrezas motoras, y al mismo tiempo muy afectado el racimo funcional constituido por las capacidades de relación, imaginación, expresión simbólica y lenguaje, o incluso en un área muy particular, como el lenguaje, pueden coexistir habilidades morfosintácticas notables con graves torpezas pragmáticas (es decir, en el uso comunicativo del lenguaje y la capacidad de adaptarlo a las necesidades de los interlocutores). Además, existe también frecuentemente una disociación entre la apariencia física inteligente (cuyo enorme poder en la tendencia a hacer una peligrosa «valoración intuitiva de capacidades» no se debe desestimar) y las competencias reales del niño. Y, para dificultar aún más las cosas, éste puede presentar alteraciones de conducta, deficiencias de atención, problemas de motivación y dificultades de relación importantes y que hacen especialmente difícil el proceso de valoración.
Todo ello conlleva la necesidad de realizar un proceso muy cuidadoso de valoración que se atenga a ciertas exigencias, que deben seguirse escrupulosamente. Son las siguientes:
I. La valoración debe diferenciar con claridad competencias funcionales distintas. La existencia de
disarmonías y disociaciones funcionales hace especialmente necesario delimitar con claridad
áreas diferentes, y no basar excesivamente la evaluación del niño en apreciaciones o índices
globales, como por ejemplo el «cociente intelectual». Este tiene tanto menos significado cuanto mayor es la dispersión de las competencias intelectuales, y esa dispersión puede llegar al extremo en los casos de autismo. Por ejemplo, S., un adulto autista que obtiene un cociente intelectual de 100 en la prueba WAIS, alcanza una puntuación típica de 20 (¡la más alta posible!) en la tarea de cubos, y de 0 en la de comprensión. Esos desequilibrios funcionales deben ser definidos por la persona que realiza la valoración.
II. La valoración debe incluir una estimación cualitativa, y no sólo cuantitativa de 1a
«organización funcional» de las capacidades de la persona autista. Dado que el autismo es un
trastorno profundo del desarrollo, implica una distorsión cualitativa de las pautas de desarrollo normal. Por eso, la mera valoración psicométrica cuantitativa no basta: es especialmente importante que el psicopedagogo comprenda y defina cualitativamente la lógica subyacente a ese modo diferente de desarrollo. Sólo así podrá contribuir realmente a la tarea educativa que deberá hacerse con el niño. Debe recordarse el punto 14 del cuadro 6: el desarrollo autista no es «absurdo», aunque sea distinto. Sus peculiaridades deben ser explicadas en términos de hipótesis que reflejen la peculiar «lógica subyacente» de ese desarrollo. Por ejemplo, T. ha incrementado sus rabietas al mismo tiempo que ha mejorado en su motivación comunicativa. Ello se debe a que el incremento de la necesidad de relación hace especialmente frustrantes, para T., las situaciones en que siente su carencia de instrumentos comunicativos al tiempo que la motivación a relacionarse.
Cuando la psicopedagoga que atiende a T. se ha dado cuenta de eso, ha formulado un programa
de signos, mediante el cual T. ha aprendido a usar algunos signos para pedir. Sus rabietas han
disminuido hasta extinguirse prácticamente.
III. Deben valorarse los contextos y no sólo las conductas del niño. La tercera norma es que no basta con valorar las conductas del niño para definir sus necesidades educativas. La relación entre los comportamientos y los contextos es muy peculiar en autismo: la apariencia de «indiferencia al contexto» de muchas conductas aisladas no debe engañar. El empleo de procedimientos de análisis funcional, en los últimos treinta años, ha permitido demostrar con claridad la alta dependencia de las condiciones contextuales de muchas conductas de apariencia
«completamente endógena», como las autoagresiones y agresiones, las rabietas, etc. Además, las
dificultades de generalización y transferencia de aprendizajes, propias de las personas con autismo y otros trastornos profundos del desarrollo, hacen que muchas de sus destrezas funcionales sólo se pongan en juego en contextos muy restringidos y muy semejantes a los contextos de adquisición. Debido a las dificultades de relación, muchos niños autistas con grados altos de aislamiento, sencillamente carecen de oportunidades de aprendizaje. No basta con definir o proporcionar «contextos externos», en los que se supone que el niño debe aprender, sino que es necesario evaluar qué oportunidades reales tiene el niño en esas situaciones y cómo puede asimilarlas. La disposición de condiciones colectivas de aprendizaje no asegura oportunidades reales de aprender para los autistas con competencias sociales más bajas. Es preciso analizar y frecuentemente modificar las interacciones concretas del niño autista con profesores y compañeros. El análisis del contexto debe definir: (1) las relaciones funcionales entre las conductas del niño y las contingencias del medio (por ejemplo, en qué situaciones se producen las rabietas y qué consecuencias tienen), (2) las oportunidades reales de interacción y aprendizaje, (3) la percepción del niño autista por parte de los que le rodean, y los grados de ansiedad, asimilación, sentimiento de impotencia, frustración, culpabilización, satisfacción en la relación, etc. de las personas que se relacionan con el niño, (4) el grado de estructura, directividad y previsibilidad de los contextos.
IV. La valoración de los niños con trastornos profundos del desarrollo no sólo exige pruebas
psicométricas de «ciclo corto» sino una observación detallada. Si bien, es necesaria
(precisamente por el peligro de las valoraciones intuitivas y por las disociaciones funcionales) la
realización de pruebas psicométricas, no es ni mucho menos suficiente: la valoración de los niños
con TPD requiere una observación en contextos interactivos reales, y sin prisas. Precisamente, las serias dificultades de relación de estos niños hace que sean inadecuadas las estrategias
apresuradas en que resulta necesario «hacer una valoración completa en una hora». Muchas veces, lo mejor que puede hacer la persona que evalúa en esa primera hora es procurar establecer con el niño una relación lúdica, positiva y libre de ansiedad. Para valorar al niño es necesario «saber escuchar» su ritmo, y comprender que éste puede ser diferente al propio. Y luego dedicar el tiempo necesario a una observación de estilo naturalista de las conductas del niño en contextos reales.
V. Para valorar al niño, hay que interactuar con él. Finalmente, aunque parezca obvia esta
observación, hay que recordar que la valoración exige interactuar con el niño. Aquí «interactuar»
significa establecer una cierta «cualidad de relación», sin la cual la evaluación carece de sentido y
de valor. En el caso de los niños autistas y con TPD, alcanzar esa cualidad de relación puede ser
difícil, pero nunca es imposible; implica reconocer qué interacciones son gratificantes para el niño,
y cómo es posible mantener con él una relación lúdica, qué tipo de signos hay que usar en la
relación para que ésta sea asimilada, y cómo deben manejarse variables proxémicas (de distancia
física en la relación, por ejemplo) y emocionales en la relación para que ésta sea aceptable por el
niño. En general, los estilos interactivos contingentes, pacientes, tranquilos, no ansiógenos, y que
implican la presentación de señales claras y la supresión de estímulos, gestos y palabras
irrelevantes son los más adecuados. Un termómetro muy sensible de la cualidad de la relación es
la satisfacción que obtiene de ella el propio adulto que valora al niño. Los requisitos de objetividad
en la valoración no excluyen una interacción positiva con el niño autista, sino que por el contrario
la exigen.

3.2. Ámbitos de valoración.
3.2.1. Valoración de las capacidades cognitivas.
Desde los años sesenta se conoce el hecho de que el cociente intelectual es el mejor predictor pronóstico en los casos de autismo (Rutter y Schopler, 1987, Lord y Schopler, 1988). Además posee en estos casos propiedades de fiabilidad, estabilidad a lo largo del tiempo y validez semejantes a las que se dan en otras poblaciones, y que permiten rechazar la idea, propia del primer periodo de conceptualización del autismo, de que «las valoraciones de C.I. carecen de valor en el caso de los niños y adultos autistas».
Sin embargo, no es fácil medir las capacidades cognitivas de los autistas y otros niños con TPD. Es necesario emplear pruebas capaces de motivarles y que midan aspectos relevantes y diversos de su capacidad cognitiva. En los casos de síndrome de Asperger, o los autistas de Kanner con capacidades límites o normales, puede ser muy útil el empleo de pruebas psicométricas estándar como el test de Weschler. Cuando se sospecha una capacidad intelectual no verbal en niños sin lenguaje o con un bajo nivel lingüístico, el empleo de una prueba originalmente concebida para sordos, el test de Leiter (Arthur, 1952), puede ser muy eficaz para «descubrir» destrezas de asociación cognitiva no fáciles de detectar en la interacción informal.
En los casos de niños autistas con competencias cognitivas en la gama de 3 a 7 años, las escalas
McCarthy de aptitudes y psicomotricidad para niños pueden resultar útiles. Sin embargo, en muchos casos de autismo, y en especial cuando los niños son pequeños o el cuadro se acompaña – como suele suceder – de retraso mental asociado, esas pruebas psicométricas de uso común no son administrables. Por eso, se han desarrollado algunos instrumentos psicométricos específicos, que resultan de especial utilidad para valorar a las personas autistas. El más utilizado ha sido el «Perfil psicoeducativo» (PEP) de Schopler y Reichler (1979), que define los niveles de desarrollo en imitación, percepción, motricidad fina y gruesa, integración óculo -manual y desarrollo cognitivo y cognitivo – verbal. Se trata de una prueba que puede administrarse a los autistas de niveles mentales más bajos, pero que presenta problemas psicométricos importantes, asigna muy arbitrariamente los ítems a las áreas y exige excesivas capacidades – para poder puntuar – en las áreas relacionadas con el desarrollo cognitivo y lingüístico.
Por estas razones, el autor de este módulo (Rivière et al., en preparación) ha desarrollado una prueba denominada «E.D.I.» (Escalas de desarrollo infantil) que puede aplicarse incluso a los autistas con un retraso mental más acusado y que define el desarrollo – hasta cinco años de edad mental – en ocho áreas funcionales: (1) imitación, (2) motricidad fina, (3) motricidad gruesa, (4) desarrollo social, (5) lenguaje expresivo y comunicación, (6) lenguaje receptivo, (7) representación y simbolización y (8) solución de problemas. La prueba se administra en un contexto esencialmente lúdico y establece tres categorías de puntuaciones: (a) cuando el niño realiza la tarea pedida sin ayuda, (b) cuando la hace con ayuda, y (c) cuando no la hace en ningún caso. Las tareas realizadas con ayuda – las ayudas se definen con claridad en el manual de la prueba – permiten definir directamente objetivos educativos inmediatos para los niños evaluados.

3.2.2 ESQUEMA DE VALORACIÓN EVOLUTIVA DE COMPETENCIAS DE RELACIÓN Y COMUNICACION.

ESQUEMA DE VALORACIÓN EVOLUTIVA DE COMPETENCIAS DE RELACIÓN Y COMUNICACION.
1. ¿Presenta el niño gestos expresivos de matiz social en situaciones de intercambio comunicativo
(sonreír al sonreírle, etc.) que sugieren intersubjetividad primaria?
2. ¿Es capaz de realizar juegos circulares de interacción (en que se presenta un estímulo lúdico
gratificante y en el que él pide o anticipa la repetición)?
3. ¿Da muestras de vinculación a alguna persona adulta a la que reconozca y busque activamente, o con la que de muestras de sentirse más seguro?
4. ¿Muestra algún interés por objetos? ¿Qué esquema aplica preferentemente en la relación con
ellos?
5. ¿Da señales claras de anticipar algunas rutinas sociales?.
6. ¿Realiza alguna clase de conductas intencionadas de relación con personas acerca de objetos,
aunque sólo sea para pedir mediante pautas instrumentales?
7. ¿Se comunica mediante signos «suspendidos» o palabras con la finalidad de cambiar el mundo
físico (protoimperativos e imperativos)»?
8. ¿Se comunica con la finalidad de cambiar el mundo mental (protodeclarativos y declarativos)?
9. ¿Realiza alguna clase de símbolo? ¿Posee algún lenguaje?
10. ¿Es capaz de discurso y conversación?.

Cuando el niño autista tiene lenguaje, la recogida y el análisis de muestras lingüísticas se hacen
necesarios. En tales muestras es preciso examinar la posible existencia de anomalías, tales como la ecolalia y la inversión de pronombres, el nivel estructural de las emisiones, su grado de complejidad y desarrollo funcional, la existencia o no de habilidades conversacionales y discursivas, y las posibles disociaciones, como por ejemplo las que existen en muchos casos entre niveles relativamente altos de organización formal del lenguaje (relacionada con la fonología segmental, la morfología y la sintaxis) y muy bajos de desarrollo pragmático (con ausencia de funciones importantes como comentar, describir, narrar, argumentar, etc.). El uso de procedimientos de análisis formal de las muestras de lenguaje (Siguan, 1983, Díez-Itza, 1992), junto con otros de análisis funcional, se hace así necesario.
En lo que se refiere a las capacidades de comprensión, debe tenerse en cuenta que el autismo se asocia siempre a un déficit receptivo mayor o menor. No basta con determinar la comprensión de palabras, sino también la de papeles funcionales en las emisiones (papeles tales como los de «acción», «agente», «objeto», «instrumento», «localización», etc.) y la de funciones o afijos gramaticales. Debido a la complejidad de estas evaluaciones, la valoración del lenguaje autista debe realizarse con intervención y apoyo de especialistas en desarrollo del lenguaje.

3.2.3. La valoración de las relaciones interpersonales.
La valoración de las capacidades de comunicación y lenguaje ya supone, en cierto sentido, una
evaluación de competencias de relación: proporciona una idea de cuáles son los instrumentos de
relación con que el niño cuenta, y las funciones de las relaciones que realiza por medio de tales
instrumentos. Sin embargo, con eso no basta: hay otros aspectos de las relaciones interpersonales que deben ser valorados en los casos situados en el espectro autista. Son esencialmente los siguientes: (a) con qué personas y (b) en qué contextos se establecen las relaciones, (c) con qué frecuencia y (d) grado de iniciativa por parte del niño; (e) qué finalidades tienen dichas relaciones, (f) cuál es su valencia y (g) cuáles sus consecuencias.
Muchos niños autistas, por ejemplo, sólo establecen relaciones con adultos a los que están vinculados, e ignoran por completo a los niños de su edad. A veces muestran claramente temor hacia ellos, y en ocasiones indiferencia. El establecimiento de relaciones con iguales suele ser uno de los objetivos más difíciles de alcanzar en los contextos educativos. Además, las relaciones de muchas personas autistas son extremadamente dependientes de contextos muy restringidos y dejan de producirse cuando varían las situaciones mínimamente. O son muy poco frecuentes y dependen siempre de la iniciativa de los adultos que rodean al niño, que no tiende a establecer, por propia iniciativa, ninguna clase de relaciones con las personas. Algunos autistas sólo se relacionan para obtener gratificaciones físicas (comida, salidas a la calle, mimos, etc.). Otros establecen muchas relaciones cuya valencia es esencialmente negativa, como sucede con las interacciones agresivas, o rechazan abiertamente los intentos de interacción por parte de otras personas. Finalmente, las consecuencias de las interacciones pueden ser muy variables. En algunos casos, las iniciativas de relación existen, pero se expresan de forma tan débil e indiferenciada que no son reconocidas fácilmente por los compañeros potenciales de relación.
Es evidente que la valoración de esos extremos exige una observación cuidadosa y estructurado, con procedimientos observacionales que el propio profesional debe construir (es fácil, por ejemplo, diseñar una «hoja de observación», para el registro de los puntos que hemos destacado). Aunque existan instrumentos estandarizados (vid. por ejemplo, Rutter et al., 1988) , que valoran las conductas de relación, éstas son las más difíciles de determinar de forma estructurada, ya que exigen tiempos de observación prolongados e implican por definición evaluar el grado de espontaneidad de las conductas interactivas del niño. Pero las dificultades no deben impedir una valoración rigurosa de la relación, para la que son imprescindibles los informes de las personas responsables del cuidado del niño.

3.2.4. La valoración de los aspectos emocionales y de la personalidad.
La exploración de las personas autistas debe ir más allá de la superficie conductual más objetivable.
Tiene que implicar un intento riguroso de «reconstruir un mundo mental» que ofrece una apariencia
paradójica y opaca. Y en esa reconstrucción del extraño mundo interno de la persona autista, la
definición de sus emociones y de los contextos en que se producen, la determinación de sus afectos, y la captación de su peculiar personalidad resultan esenciales. En estos aspectos, se han producido retrocesos importantes – más que avances – desde los tiempos de Kanner y Asperger, a mediados de los años cuarenta, y resulta muy fructífera la lectura de sus penetrantes análisis de «la interioridad autista». El largo periodo de «superficialidad conductual» del conductismo más radical, de hipertrofia cognitiva en la psicología reciente, y de especulación desbocada por parte de algunos psicoanalistas, ha dado lugar a un tipo de valoraciones e informes que, o bien caen en la falta completa de objetividad, o expresan sólo un objetivismo superficial, yermo de enunciados mentales y de observaciones sobre el mundo interno de las emociones y los afectos.
Es necesario, entonces, que las valoraciones psicopedagógicas se resitúen en un terreno más
equilibrado y eficaz, que no se limiten a los aspectos cognitivos o las conductas más obvias.
Numerosas investigaciones recientes han demostrado que los autistas tienen déficits específicos,
tanto en el reconocimiento de las emociones ajenas como en la expresión de las propias (vid. Hobson, 1993). Existen pruebas experimentales para determinar esas deficiencias (Rutter et al., 1988; Hobson. op. cit.) que pueden ser utilizadas en contextos clínicos. Pero de nuevo es esencialmente la observación estructurada la que debe prevalecer en este ámbito.

3.2.5. La valoración de aspectos curriculares.
La valoración psicopedagógica no debe limitarse a la definición de las capacidades psicológicas
cristalizadas del niño con TPD. Exige también definir la «zona de desarrollo próximo del niño» (Vygotski, 1935/1979) y sus posibilidades de aprendizaje, así como sus necesidades educativas específicas y posibilidades de inserción en los curricula preescolares o escolares. Ello implica un conocimiento preciso de éstos y el establecimiento de relaciones claras entre las competencias evaluadas y los proyectos curriculares. La valoración psicopedagógica debe culminarse siempre con (a) una definición específica de objetivos concretos de enseñanza/aprendizaje para el niño evaluado, (b) una determinación, también clara, de las adaptaciones de objetivos, estrategias o procedimientos de los proyectos curriculares vigentes, (c) una consideración de los contextos de aprendizaje y de las actitudes educativas globales con respecto al niño situado en el espectro autista.
Es muy importante, en todo este proceso, tener en cuenta tres aspectos:
(1) Con mucha frecuencia, los profesores sienten una considerable carga de angustia e
impotencia si no reciben ayudas y orientaciones externas, que les permitan afrontar con
serenidad y eficacia las limitaciones funcionales y las alteraciones de conducta de las personas
autistas. La relación directa de psicopedagogos y profesores es absolutamente necesaria para
el buen fin de la actividad educativa.
(2) Las ideas dogmáticas y universalistas sobre el emplazamiento escolar de las personas con
rasgos autistas son contraproducentes. No es correcta la afirmación de que «todos los autistas
deben tener una educación segregada», ni tampoco la de que «todos deben integrarse». Lo
que piden los autistas al sistema escolar es diversidad, flexibilidad, capacidad de adaptación,
un alto nivel de personalización de la actividad de enseñanza y de las actitudes educativas.
Algunos niños del espectro autista – los de niveles cognitivos y sociales más bajos, o los que
tienen alteraciones de conducta más marcadas – tienen más oportunidades de aprender en
contextos completamente individualizados, de relación uno – a – uno con adultos expertos. Se
trata de condiciones que prácticamente sólo se dan en los centros específicos de autismo.
Otros es mejor que acudan a aulas especiales en centros normales, para poder beneficiarse de
interacciones lúdicas con niños normales y al tiempo tener oportunidades más adaptadas e
individualizadas de aprendizaje. Hay niños autistas que es mejor que se integren con niños
retrasados no autistas, que les proporcionen modelos de interacción y oportunidades de
relación que otros autistas difícilmente les darán. Los autistas más capaces pueden integrarse,
con apoyos y adaptaciones, en el sistema escolar ordinario, pero no sin asegurar un trabajo de
alta calidad por parte del claustro y un apoyo firme a éste.
(3) La valoración psicopedagógica debe incluir una definición precisa de los recursos de apoyo a
la labor educativa. Delimitar, por ejemplo, la posible necesidad de ayuda logopédica, y la
exigencia de aplicar programas complementarios en psicomotricidad, etc. Para ser útil, la
valoración psicopedagógica debe ser completa, y no deformar o limitar las necesidades
especiales de la persona autista. De este modo, una valoración adecuada es el camino que
permite pasar desde las posibilidades de desarrollo del niño a su desarrollo real.

3.3. El papel del psicopedagogo en el proceso de valoración.
Las observaciones anteriores permiten delimitar con bastante claridad cuál es el papel del
psicopedagogo en el proceso de valoración. El es el mediador esencial entre el niño autista y su
familia, por una parte, y el sistema educativo, por otra. Es quien tiene que convertir las impresiones
cotidianas o clínicas más o menos imprecisas en valoraciones funcionales rigurosas, que permitan una inserción adecuada del niño y una actividad educativa eficiente. Todo ello exige una actitud muy comprometida con el caso, y la capacidad de definir la «lógica cualitativa» que subyace a los síntomas autistas, y que explica un modo especial de ser y de desarrollarse.

CUADRO 8: TAREAS EN LA VALORACION PSICOPEDAGOGICA
1. Recoger información de la familia y de informes anteriores.
2. Establecer con el niño una relación adecuada para la valoración.
3. Valorar de forma estructurada las áreas de cognición lenguaje, motricidad, capacidad social,
etc.
4. Realizar observaciones naturalistas no estructuradas o semiestructuradas en contextos
naturales de relación.
5. Establecer contacto directo con otros profesionales que atienden o han atendido al niño.
6. Definir valores psicométricos y la «lógica cualitativa» del desarrollo del niño.
7. Realizar un análisis funcional de las alteraciones de conducta y conductas positivas.
8. Definir un conjunto de necesidades de aprendizaje.
9. Elaborar un informe preciso, con valoraciones funcionales, análisis de contextos y propuestas
educativas.
10. Mantener relaciones con los padres y profesores, en una labor de seguimiento y apoyo.

En el CUADRO 8 se presenta un resumen muy sintético de las tareas principales que tiene que realizar el psicopedagogo en la valoración de niños autistas y con TPD. Una parte de esas tareas implica una relación continuada con otros profesionales que valoran y atienden al niño, tales como psicólogos clínicos, neurólogos, psiquiatras o pediatras, logopedas, etc. El diagnóstico del autismo no corresponde sólo al psicopedagogo, sino que es y debe ser «multiaxial» (incluye aspectos neurobiológicos, psicológicos, educativos, sociales, etc.) y multidisciplinario. Pero el psicopedagogo es quien debe relacionar el conjunto de datos obtenidos con las posibilidades y necesidades educativas del niño, y éstas últimas con ofertas educativas concretas. De este modo, el informe psicopedagógico debe convertirse en el «input final», y claramente asimilable por los profesores, que permite convertir el conocimiento en desarrollo; el conocimiento del niño autista y de sus contextos, en educación y desarrollo del propio niño. La consigna de «convertir el conocimiento en desarrollo» resume mejor que cualquier otra, a nuestro entender, el objetivo básico de la actividad psicopedagógica aplicada, tanto en autismo como en otros problemas del desarrollo.

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