Diccionario de Psicología, letra E, Edipo Rey. de Sófocles (segunda parte)

Edipo: Ella consigue de mí cuanto le place. Creonte: Y yo, el tercero, ¿no soy considerado igual a vosotros dos? Edipo: En este justo punto apareces como un mal amigo. Creonte: Verías que no si me dejaras hablar como yo te he dejado a ti. Primero considera esto: ¿crees tú que alguien iba a preferir el poder con las inquietudes que comporta, a dormir tranquilo pudiendo también gobernar? Yo, por lo menos -y como yo cualquier persona de buen juicio-, no he nacido con el deseo de ser rey, sino con el de poder obrar como un rey. Ahora, de ti y sin inquietudes, obtengo todo lo que quiero; si fuera rey, en cambio, a menudo tendría que actuar contra mi voluntad. ¿Como, pues, puede gustarme más ser rey que tener un mando y una autoridad sin penalidades? Aun no ando tan errado que posponga a otras cosas unos bienes que redundan en mi provecho; ahora puedo saludar a todo el mundo y todos me saludan con amabilidad, ahora todos los que necesitan algo de ti acuden a mí: para ellos, acudiendo a mí todo puede conseguirse. Y bien, ¿cómo voy a dejar yo esto para hacerme con eso otro? No, no puede un mal cerebro razonar con prudencia, y yo, ni soy de la clase de los que pueden enamorarse de una idea así ni me hubiera atrevido, nunca, a aliarme con nadie que obrara de este modo. Y si quieres una prueba de esto, ve a Pito y entérate de si te he transmitido bien el oráculo; y además esto: si descubres que yo he tramado algo en común con el adivino, me condenas a muerte, pero no por un solo voto, sino por dos, el tuyo y el mío; pero, por una simple sospecha, e incierta, además, no me inculpes. Porque ni es justo creer, sin fundamento, que los malos son buenos ni que los buenos son malos, que, en mi opinión, igual es perder un buen amigo que perder el más preciado bien, la propia vida. Con el tiempo aprenderás esto con certeza: que sólo los años enseñan si es justo un hombre, pero que, al malvado, puedes conocerle en no más de un día. Corifeo: Ha hablado bien, señor, si hablaba a quien toma precauciones para no caer: tomar ideas apresuradas no es lo más seguro. Edipo: Si uno trama en la sombra contra mí, veloz, también yo he de tomar decisiones rápidas, porque, si me quedo quieto y tranquilo, él tal ya lo habrá hecho todo y yo me habré equivocado. Creonte: ¿Qué quieres, pues? ¿Echarme de esta tierra? Edipo: No, lo que quiero es tu muerte, y no tu destierro. Creonte: Cuando pongas en claro la razón de tu odio. Edipo: ¿No puedes hablar como un súbdito sumiso? Creonte: Es que no veo que lleves razón. Edipo: La mía, por lo menos. Creonte: Pero igual hay que considerar también la mía. Edipo: Tú naciste malvado. Creonte: ¿Es que no comprendes nada? Edipo: Es igual: hay que obedecer. Creonte: Pero no a un mal gobernante. Edipo: ¡Oh, ciudad, ciudad de Tebas! Creonte: También yo tengo mi parte en Tebas; no es sólo tuya. Corifeo: ¡Calma, príncipes, calma! Veo que a propósito sale ahora del palacio Yocasta y conviene que ella ponga en su lugar la riña que tenéis entablada. Sale Yocasta de palacio. Yocasta: ¿A qué viene, insensatos, esta absurda querella que vuestras lenguas han suscitado? ¿No os da vergüenza airear aquí, ante esta tierra así apestada, vuestras rencillas privadas? Tú, Edipo, entra en casa, y tú a la tuya, Creonte, no vayáis a hacer un gran dolor de algo tan nimio. Creonte: Hermana: Edipo, tu esposo, me cree capaz de haber hecho terribles actos, y de dos penas -sacarme de la tierra patria, cogerme para matarme- ya tiene una decidida. Edipo: Lo confirmo, sí, porque le he descubierto, esposa, atentando contra mi persona con malas artes. Creonte: ¡Que no reciba ni una alegría mas, que muera yo maldito, si he realizado uno solo de los hechos que tú me imputas! Yocasta: Por los dioses, Edipo, confía en lo que dice, máxime por respeto a su juramento, garantes los dioses, y, después, por respeto a mí y a éstos que están presentes. Corifeo: Déjate persuadir de grado y con lucidez, señor, te ruego. Edipo: ¿En qué quieres que ceda? Corifeo: Respeta a este hombre que antes no ha hablado como un niño y que ahora, por su juramento, es sagrado. Edipo: ¿Tú sabes lo que quieres? Corifeo: Lo sé. Edipo: Justifica lo que dices. Corifeo: Es tu pariente y con juramentos se ha comprometido: no le hagas un cargo de deshonor basado en una culpa que no se ha expresado con claridad. Edipo: Sepas bien que con intentar lograr esto buscas mi muerte o mi destierro de Tebas. Corifeo: No, por el dios que de todos los dioses es caudillo, el Sol. Que muera yo del todo abandonado por los dioses y por los amigos, hasta el extremo, si tengo esta idea. Pero, desgraciado de mí, esta tierra que se consume aflige mi ánimo y especialmente cuando veo que a los males que sufre de hace tiempo añadís otros vosotros dos. Edipo: Que se vaya, pues, aunque haya de costarme hasta la vida o la honra, si con violencia soy arrojado de este país: me conmueven tus razones, que mueven a piedad, y no las suyas, pues a él, donde quiera que esté, yo he de odiarle. Creonte: Ya se ve, ya, que cedes cargado de odio, pero cuando se apacigüe tu ira ha de pesarte. Las naturalezas como la tuya son, y con razón, dolorosas de soportar hasta para los que las tienen. Edipo: ¿No me dejarás en paz, yéndote de Tebas? Creonte: Ahora me voy. Tú me habrás desconocido, pero para éstos (señalando al coro) soy el de siempre. Sale Creonte. Corifeo: Yocasta, ¿qué esperas para acompañarme (señalando a Edipo) dentro de palacio? Yocasta: Cuando sepa qué ha sucedido. Corifeo: Cosas que parecían, por confusas palabras; pero también la injusticia hiere. Yocasta: ¿De ambas partes? Corifeo: Sí. Yocasta: ¿Y sobre qué tema? Corifeo: ¡Basta! Me parece a mí, en la tribulación que pasa este país, que ya hay bastante: donde ha cesado la cuestión, que allí se quede. Edipo: ¿Has visto adónde llegas, tú, hombre de rectas opiniones, negligiendo mi causa y ablandando mi corazón? Corifeo: Ya te he dicho, señor, y no una sola vez, que sería -has de saberlo- incapaz de razonar, insensato, si abandonara tu causa, porque tú, cuando mi querida tierra se agitaba entre penas, le enderezaste por el camino recto; guíala también ahora por buen camino, si está en tu mano. Yocasta: Por los dioses, explícame, señor, qué razón tiene esta cólera que has levantado. Edipo: Te lo diré porque a ti te respeto más que a estos ancianos; la razón es Creonte, porque había tramado un complot contra mí. Yocasta: Habla para que por tus palabras sepa si puedes inculparle esta disputa sin lugar a dudas. Edipo: Que dice que yo soy el asesino de Layo. Yocasta: ¿Lo sabe por él mismo o porque se lo haya dicho algún otro? Edipo: Para tener en todo libre de culpa su boca me ha enviado al pérfido adivino. Yocasta: Si es por esto que has dicho, presta atención y absuélvete; piensa que este arte de adivinar no es cosa de hombres; en pocas palabras te daré pruebas evidentes: en otro tiempo le llegó a Layo un oráculo, no diré de labios del propio Apolo sino de sus ministros: que su destino sería morir en manos de un hijo suyo, de un hijo que nacería de mí y de él; en cambio, a él le dieron muerte, según se ha dicho, unos salteadores extranjeros en una encrucijada de tres caminos; en cuanto a su hijo, no había pasado tres días de su nacimiento que ya él le había unido los pies por los tobillos y, por mano de otros, a un monte desierto le había arrojado; tampoco entonces cumplió Apolo que el hijo sería el asesino de su padre y Layo no sufrió de su hijo el terrible desmán que temía. Y, con todo, así lo habían prescrito las voces del oráculo; de modo que no debes hacer caso de esto: las cosas cuyo cumplimiento busca un dios, él mismo te las revelará. Edipo: ¡Qué desconcierto, qué agitación en lo más hondo se acaba de apoderar de mí, después de oírte! Yocasta: ¿En virtud de qué preocupación dices esto? ¿A qué mirar ahora hacia el pasado? Edipo: Es el caso que me ha parecido oírte decir que Layo halló la muerte en la encrucijada de tres caminos. Yocasta: Esto es lo que se difundió y lo que siempre se ha dicho, desde entonces. Edipo: ¿Y en qué tierra fue que sucedió esto? Yocasta: En la tierra llamada Fócide, en la encrucijada en que se encuentran los caminos que vienen de Delfos y de Daulia. Edipo: ¿Y cuánto tiempo hace que pasó todo esto? Yocasta: Se pregonó por la ciudad poco antes de reconocerse tu poder sobre este país. Edipo: ¡Oh, Zeus!, ¿qué tienes pensado hacerme? Yocasta: ¿Por qué te tomas esto tan a pecho, Edipo? Edipo: Aún no me preguntes, y Layo, dime qué aspecto tenía, cuántos años, entonces. Yocasta: Era alto y en su cabeza comenzaban a aparecer las canas; de figura no era muy distinto a ti(87). Edipo: ¡Ay de mí, desgraciado! Me parece que las terribles imprecaciones de hace un rato las lancé, sin saberlo, contra mí mismo. Yocasta: ¿Cómo dices? No me atrevo ni a mirarte, señor. Edipo: Terrible desanimo me entra de pensar que el adivino ve claro. Pero podrás informarme mucho más si me dices, aún, una sola cosa. Yocasta: También yo vacilo, pero pregúntame y si sé te contesto. Edipo: ¿Cómo viajaba? ¿Como persona insignificante o bien cual corresponde a quien tiene el poder, con abundante séquito de gente armada? Yocasta: En total eran cinco, y entre ellos había un heraldo; llevaban un solo carruaje en el que viajaba Layo. Edipo: ¡Ay, ay, que esto ya es diáfano! Y dime, mujer, ¿quién fue que vino entonces a narraros esto? Yocasta: Un criado, el único que pudo volver sano y salvo. Edipo: Y ahora, ¿vive aún en palacio? Yocasta: No, que cuando llegó aquí y, tras la muerte de Layo, te vio a ti en el poder, me suplicó, cogiéndome de la mano, que lo enviáramos al campo, a pastorear ganado, porque cuanto más lejos estuviera de la ciudad, para no verla, sería mejor. Y yo lo mandé al campo: era un esclavo, pero hombre que se merecía este favor y más que hubiera pedido. Edipo: ¿Podría hacérsele regresar, y rápido? Yocasta: Sí, es posible, pero ¿adónde lleva esta pesquisa? Edipo: Es que temo, mujer, no haber hablado mucho, demasiado; por esto quiero verle. Yocasta: Pues vendrá, pero también yo merezco saber qué hay en ti que te atormenta, señor. Edipo: No te privaré de saberlo, llegado a este punto de desesperanza; si he venido a parar aquí por el destino, ¿a quién mejor que a ti podría explicárselo? Pausa y silencio. Es mi padre Pólibo, de Corinto, y mi madre Mérope, doria. En Corinto era yo considerado como un buen ciudadano de los más principales, hasta que me sobrevino un caso que justificaba, sí, mi sorpresa, pero no seguramente que me preocupara tanto por él. En un banquete, un hombre que había bebido demasiado, bajo los efectos del vino, me llamó hijo supuesto de mi padre. Yo acusé el golpe y, aunque a duras penas, me contuve aquel día, pero, al siguiente, me fui corriendo a mi padre y a mi madre y les interrogué: ellos llevaron a mal lo que se había dicho y lo consideraron un insulto de borracho: a mí me alegraron sus palabras, pero aquel hecho continuó mortificándome, socavándome mucho. Por fin, a escondidas de mi madre y de mi padre, tomo el camino de Pito, y Apolo me deja ir sin responder a lo que yo deseaba, pero bastante aclara mi mísero destino respondiendo un terrible, horroroso vaticinio, que había de dormir con mi madre y poner ante los ojos de los hombres una raza execrable, y que había de matar al padre que me engendró. Yo, después de oír esta respuesta, me doy a la fuga, siempre midiendo la distancia que me separa de la tierra de Corinto, al azar de los astros, a lugares adonde no vea nunca realizarse las desgracias de aquel funesto oráculo… En mi camino, llego a un lugar como éste en que tú dices que fue asesinado el rey Layo… (Baja la voz, tembloroso). Y a ti, mujer, te diré la verdad. Cuando estaba yo cerca de la encrucijada que has dicho, un heraldo y tras él un hombre que iba en un carro tirado por potros, un hombre como el que tú describes, se me acercan de frente. Y el heraldo que va abriendo paso y el anciano quieren por fuerza echarme del camino; yo, airado, le doy un golpe al hombre que me apartaba, al conductor, pero el anciano, al verme, cuando paso por el lado del carro en mitad de la cabeza me golpea con las dos puntas de su fusta. No recibe de mí la misma pena, sino que, al punto, golpeado por un bastón que sostenía ésta mi mano, cae de bruces en mitad del carro y luego rueda hasta el suelo… Di muerte a todos. Y, si este desconocido tiene algún parentesco con Layo, ¿qué hombre hay más mísero que éste (señalándose a sí mismo), en estos momentos? ¿Podría haber hombre más aborrecido por los dioses? Porque, si esto es así, no puede haber ni extranjero ni ciudadano que me reciba en su casa y me dirija la palabra: todos me han de sacar de su casa, y nadie más que yo, contra mí mismo, me habré maldecido de este modo; y con estas dos manos mías ensucio el lecho del muerto, si por ellas ha hallado muerte. ¿Soy un criminal?… ¿Qué hay en mí puro, decidme, si tengo que exiliarme y en el exilio no puedo ir a ver a los míos ni acercarme a mi patria, si no es con el riesgo de entrar en el lecho de mi madre y matar a Pólibo, mi padre, que me engendró y crió? Si alguien dijera que esto es obra de una cruel divinidad, ¿no acertaría, tratándose de mí?… ¡No, no, santidad venerable de los dioses, que no vea nunca este día! Antes de irme del mundo de los hombres, desaparecer, antes de ver que me ha sobrevenido la mancha de una tal desgracia. Corifeo: Príncipe, a nosotros esto nos angustia, pero hasta que no tengas, por el que allí estuvo presente, la certeza, ten esperanza. Edipo: Sí, es la única esperanza que me queda: este hombre, este pastor, si viene. Yocasta: Y para cuando esté presente, ¿qué deseas? Edipo: Te lo explicaré: si hallo que dice lo mismo que tú, ya me habré desentendido de mi angustia. Yocasta: Y yo, ¿qué he dicho que tanto te interese? Edipo: Tú has hablado de unos salteadores que, según él decía, le mataron. Si él se mantiene que eran varios, entonces no le maté yo, porque no es posible que uno solo sea igual que muchos… Pero si habla de un solo hombre, de un caminante que iba solo, entonces es de toda evidencia que hacia mí se inclina la balanza de este crimen. Yocasta: Pues esto es y ya lo sabes, lo que dijo, y no puede ahora hacerse atrás en esto: que toda la ciudad lo oyó y no yo sola. E incluso si no mantiene lo que antes dijo, no por ello será la muerte de Layo congruente, al menos, con el oráculo por el que Loxias dijo que había de morir asesinado por un hijo mío. Y, sin embargo, no pudo él, pobre niño, matarle, porque murió antes. Es por eso que nunca me verás a mí mirar ni a derecha ni a izquierda, por causa de un augurio(88). Edipo: Es buena tu opinión…, pero, con todo, a este labriego, no dejes de enviar a alguien que lo traiga. Yocasta: En seguida enviaré por él, que no sabría hacer yo nada que no fuera de tu agrado. Pero entremos en palacio. Entran y queda solo, en escena, el coro. Coro: Fuera mi destino demostrar una santa pureza en mis palabras y en todos mis actos. Leyes de alto vuelo rigen para ellas, leyes que han nacido allí arriba, en el celeste éter, y cuyo único padre es el Olimpo, que no las engendró el hombre, de naturaleza mortal, y que nunca logrará el olvido adormecer. Porque en ellas hay un dios poderoso, un dios que no envejece. La soberbia engendra al tirano, la soberbia, si vanamente se ha llenado de cantidad de cosas ni oportunas ni convenientes: como quien se ha subido en lo alto de un alero y dura necesidad le lanza adonde no puede servirse de sus pies para huir. Pero, la lucha por el bien de Tebas, ruego a la divinidad que nunca la afloje; a la divinidad que nunca dejará de tener como patrona(89). Pero si uno va por el mundo con soberbia en sus obras o en sus palabras, sin temer a Dike, sin respetar la sede de los dioses, éste, que se vea presa de un funesto destino por gracia de su desgraciada arrogancia, si injustamente gana sus ganancias, si no se priva de sacrilegios o, en su locura, si pone mano en lo intocable. ¿Qué hombre, en tales circunstancias, podrá defenderse de los dardos de los dioses, preservando su vida? Si hechos como los que he dicho pueden merecer honor, ¿por qué he de formar coros, yo(90)? No, nunca más iré, respetuoso al intangible ombligo(91) de la tierra ni al templo de Abas ni al de Olimpia, si estos oráculos no se cumplen y todos los mortales han de poder señalarlos con el dedo. Oh, poderoso, si con razón te oyes llamar así, Zeus, señor de todo, no permitas que esto se te oculte, a ti y a tu sempiterno gobierno. Se han consumido los oráculos antiguos de Layo, todos se desentienden de ellos y Apolo no se hace visible a nadie, por más que se le ruegue: se desmorona la fe de los dioses. Sale Yocasta con una esclava. Yocasta: Principales del país, me ha venido la idea de ir a los templos de los dioses a llevarles, de mi propia mano, estas guirnaldas y perfumes; toda clase de angustias en demasía asaltan el ánimo de Edipo, y en lugar de hacer como un hombre prudente, que lo nuevo conjetura por lo ya pasado, se hace partidario del primero que hable, con tal que hable de temores. En vista de que mis consejos no le hacen mella, vengo a ti suplicante, Apolo Licio, el dios que me es más próximo, con estas ofrendas para que nos libres de toda impureza: ahora vivimos en la angustia todos, al ver a Edipo aterrorizado, como el que en la nave ve temeroso al piloto. Pone Yocasta las ofrendas en el altar, ante la estatua de Apolo. Entra un mensajero. Mensajero: (Al coro). Querría que me informaseis, extranjeros, dónde está el palacio del rey Edipo, y, si lo sabéis, que me dijerais dónde está él. Corifeo: Esta es su casa, y él está dentro, extranjero; pero aquí está su mujer, la madre de sus hijos. Mensajero: Feliz sea, y felices los suyos, la cumplida esposa de Edipo. Yocasta: Seas tú también feliz, extranjero, como mereces por tus bellas palabras; pero dinos qué has venido a buscar o qué quieres anunciarnos. Mensajero: Buenas nuevas, señora, para la casa de tu esposo. Yocasta: ¿Cuales son y quién te manda? Mensajero: Vengo de Corinto; lo que al punto te diré es nueva de alegría -¿cómo iba a ser de otro modo?-, pero también puede afligir. Yocasta: ¿Cuál es que pueda tener esa doble virtud? Mensajero: Las gentes de Corinto han erigido rey del Istmo(92) a Edipo, según se oía decir allí. Yocasta: ¿Cómo? ¿No está en el poder el anciano Pólibo? Mensajero: Desde luego que no, pues la muerte le retiene en su sepulcro. Yocasta: ¿Qué dices? ¿Ha muerto el padre de Edipo? Mensajero: Digo merecer la muerte, si miento. Yocasta: (A la esclava que salió con ella). Corre, ve a decirle esto a tu señor lo más rápido que puedas… Sale la esclava corriendo hacia palacio. Y ahora, vaticinios de los dioses, ¿dónde estáis? De este hombre huía hace tiempo Edipo, por temor de matarle, y ahora, cuando le tocaba, ha muerto, y no por mano de Edipo. Sale Edipo. Edipo: Yocasta, mi bien amada esposa, ¿por qué me has mandado recado de salir aquí fuera? Yocasta: Escucha lo que dirá este hombre y observa, cuando le hayas oído, hasta qué punto son venerables los divinos oráculos. Edipo: Y éste, ¿quién es y qué tiene que decirme? Yocasta: Un corintio que ha venido a anunciarte que Pólibo, tu padre, no vive ya, sino que ha muerto. Edipo: ¿Qué dices? A ver, extranjero, explícamelo tu mismo. Mensajero: Si mi primera misión es darte, sobre este punto, una embajada exacta, has de saber que sí: el rey ha muerto. Edipo: ¿Víctima de un complot, acaso, o de una enfermedad? Mensajero: El cuerpo de los viejos no resiste el más pequeño achaque. Edipo: De enfermedad, pues, según parece, ha muerto el pobre. Mensajero: Y por los años de vida que contaba. Edipo: Ay, ay, ¿por qué, mujer, hay quien recurre a la mansión profética de Pito o a las aves que gritan por el aire? Decían ellos que yo había de matar a mi padre; pues bien, él yace muerto bajo tierra, y yo, heme aquí sin haber tocado una espada… (con ironía y, a la vez, con dolor), si no es que ha muerto de añorarme, que así sí que habría muerto por mi culpa… El caso es que ahora está en el Hades, Pólibo, con toda esta carga de vaticinios que nada valen. Yocasta: No será que yo no te lo haya dicho antes. Edipo: Me lo decías, sí, pero el temor me perdía. Yocasta: Pues ahora, ya, que ninguno te pese en el ánimo. Edipo: Sí, pero, ¿cómo no ha de angustiarme, lo de dormir en el lecho de mi madre? Yocasta: ¿Qué puede temer un hombre, dime, si es el azar quien lo gobierna y no hay forma de prever nada de modo cierto? Lo mejor es vivir al azar, como se pueda. En cuanto al lecho de tu madre, no has de temer: hay muchos hombres que se han acostado con su madre… en sueños, pero son los que no hacen caso de estas cosas quienes viven mejor. Edipo: Todo esto que has dicho estaría muy bien, si no estuviera viva la que me dio a luz: pero mientras viva y por muy bien que hables, es del todo forzosa mi angustia. Yocasta: Pero la tumba de tu padre, al menos, bien claro indicio es. Edipo: Sí, en su claridad estoy de acuerdo; pero yo temo por la viva. Mensajero: ¿Sobre qué mujer versa este temor? Edipo: Sobre Mérope, anciano, la esposa de Pólibo. Mensajero: ¿Y qué pasa con ella que os infunda este pavor? Edipo: Un divino oráculo, extranjero, un oráculo terrible. Mensajero: ¿Puede decirse o no es lícito que otro lo sepa? Edipo: Sí: que en otro tiempo Loxias me dijo que yo había de juntarme con mi propia madre, y que con mis propias manos había de derramar la sangre de mi padre; ésta fue la razón por la que, entonces, me alejé lo más que pude de Corinto, mi patria… para bien, sí, pero, con todo, es algo muy dulce poder ver el rostro de los padres. Mensajero: ¿Y por temor de esto que dices estás aquí exiliado de Corinto? Edipo: Por evitar ser el asesino de mi padre, anciano. Mensajero: Ay, señor, pues yo he venido aquí con buen propósito, ¿por qué no te habré librado ya de este temor? Edipo: De hacerlo, recibirías de mí la merecida gratitud. Mensajero: El caso es que he venido para que tu regreso a Corinto me valiera alguna recompensa. Edipo: No, nunca iré a donde estén mis padres. Mensajero: Hijo mío, es bien manifiesto que no sabes lo que haces. Edipo: Pero, anciano, ¿qué dices? Por los dioses, explícate. Mensajero: Si es por estas razones que te niegas a volver a tu patria… Edipo: Sí, por temor a que resulte fundado el oráculo de Febo. Mensajero: ¿Para no mancharte con la sangre de tus padres? Edipo: Eso es, anciano: ésta es la razón por la que siempre he de temer. Mensajero: ¿Ya sabes que, en justicia, no hay nada que temer? Edipo: ¿Cómo no, si soy hijo de estos padres de que hablamos? Mensajero: Porque a Pólibo no le unía contigo ningún vínculo de sangre. Edipo: ¿Qué has dicho? ¿No fue Pólibo quien me engendró? Mensajero: No más que este hombre (señalándose a sí mismo): justo igual. Edipo: ¿Cómo puede el que me engendró ser igualado a quien no es nada? Mensajero: Porque no te engendramos ni él ni yo. Edipo: Pero, entonces, ¿por qué me llamaba hijo suyo? Mensajero: Has de saber que él te recibió como un presente de mis manos. Edipo: ¿Y así incluso me amó tanto, habiéndome recibido de otro? Mensajero: No tenía hijos: esto le indujo a amarte como propio. Edipo: ¿Tú me diste a él? ¿Por qué? ¿Me habías comprado o me encontraste? Mensajero: Te hallé en las selvas del Citerón. Edipo: ¿Cómo es que frecuentabas aquellos lugares? Mensajero: Yo guardaba ganado en aquellas montañas. Edipo: ¿Eras, pues, un pastor que iba de un lado a otro, por soldada? Mensajero: Y quien te salvó, hijo, en aquel tiempo. Edipo: ¿Cómo me recogiste? ¿Que dolor tenía yo? Mensajero: Tus propios tobillos podrían informarte. Edipo: ¡Ay de mí! ¿A qué hablar ahora de mi antigua miseria? Mensajero: Yo voy y te desato: tenías atravesados los tobillos de los dos pies. Edipo: ¡Qué mal oprobio recibí de mis pañales! Mensajero: Y así, de esta desgracia, se te llamó como te llamas(93). Edipo: Pero, por los dioses, dime si me abandonó mi madre o mi padre. Mensajero: No sé: esto lo sabrá mejor el que te entregó a mí. Edipo: Así, ¿no fuiste tú el que me halló? ¿Me recibiste de otro? Mensajero: No, no te hallé yo: otro pastor te dio a mí. Edipo: ¿Quién? ¿Sabrías señalarme quién fue? Mensajero: Le llamaban, creo, de la gente de Layo. Edipo: ¿Del rey, en otro tiempo, de esta tierra? Mensajero: Eso es: él era boyero del rey que dices. Edipo: ¿Y está vivo, todavía? ¿Puedo verle? Mensajero: (A los ancianos del coro). Vosotros lo sabréis mejor que yo, los del país. Edipo: Quienquiera de vosotros, los aquí presentes, que sepa de este boyero que dice, que le haya visto en el campo o en la ciudad, que lo declare… Es ya el momento de descubrirlo todo. Corifeo: Creo que no puede ser más que el pastor al que antes tratabas de ver. Pero ella, Yocasta, podría decírtelo más que yo. Edipo: Mujer, ¿sabes tú si el hombre al que hemos mandado venir, es el que este mensajero dice? Yocasta: ¿Qué importa de quién hable? No hagas caso de todo esto; lo que se ha dicho, créeme, no tomes el vano trabajo de recordarlo. Edipo: No, no puede ser: no podría, habiendo recibido estas señales, no poner en claro mi linaje. Yocasta: No, por los dioses, no. Si algo te importa tu vida, no indagues más. (Aparte). ¡Bastante sufro yo(94)! Edipo: Ten ánimo, que tú no vas a salir perjudicada ni si yo descubro que soy tres veces esclavo: bisnieto, nieto e hijo de esclavas. Yocasta: Con todo, créeme, te lo ruego: no hagas nada. Edipo: No lograrás hacerme creer que no he de enterarme de todo cabalmente. Yocasta: Mi consejo es bueno: te recomiendo lo mejor. Edipo: Esta ignorancia que tú llamas mejor hace ya tiempo que me tortura. Yocasta: ¡Ay, malaventurado! ¡Ojalá nunca supieras quién eres! Edipo: ¿No habrá, de una vez, quien me traiga aquí a este boyero?… En cuanto a ella, dejadla que se goce en su rico linaje. Yocasta: ¡Ay! ¡Ay, desgraciado! Este es el único nombre que puedo llamarte, y nunca te llamaré de otro modo. Sale corriendo y entra en palacio, llorosa. Corifeo: ¿Por que se va así, Edipo, tu mujer, qué tan salvaje dolor la precipita? Temo no reviente, en desgracia, su silencio(95). Edipo: ¡Que reviente, ya, lo que quiera! Saber, por oscuro que sea, mi origen: ésta es mi decisión irrevocable, aunque ella, como mujer, se sienta herida en su orgullo y se avergüence de mi desconocida ascendencia. Yo, en cambio, no me tengo por deshonrado con considerarme hijo de la Fortuna, de la generosa. De ella he nacido y los meses del tiempo de mi vida me han hecho ora pequeño ora grande(96). Tal soy por mi nacimiento y no podría ya cambiar: siendo así, ¿por qué no saber mi linaje? Coro: Si soy capaz de adivinar, si puedo emitir una opinión acertada, no, por el Olimpo, Citerón no pasará el plenilunio de mañana sin que te oigas exaltar como compatriota de Edipo, lugar en que nació y que le alimentó; no dejaremos de celebrarte con nuestras danzas porque has protegido a nuestros reyes. Y a ti, Febo, dios que se invoca con gritos, que te sean éstas agradables. ¿Qué ninfa, hijo, cuál de las ninfas de larga vida se había acercado a Pan, el padre que fatiga los montes, y te dio a luz? ¿O fue acaso una amante de Loxias? A él cualquier llanura, en el monte, le place. ¿O quizás el señor de Cilene, o Baco quizá, que habita en las cimas de los montes, tuvo un día la sorpresa de recibirte de una de las ninfas de Helicón con las que tan a menudo se divierte? Asoma a lo lejos el anciano boyero de Layo, entre dos esclavos. Mientras se acerca, va hablando Edipo. Edipo: Si yo, ancianos, que nunca me traté con él, puedo conjeturarlo, me parece que estoy viendo al boyero que buscamos hace rato. En lo avanzado de su edad concuerda con el descrito por este hombre (señalando al mensajero); por otra parte, conozco que son mis esclavos los que aquí le conducen. Pero, en conocerle, tú seguramente me aventajas, porque tú has visto ya a este boyero, tiempo hace. Corifeo: Has de saber que sí, le reconozco: era pastor de Layo, fiel como ningún otro. Edipo: (Al mensajero). Primero he de preguntarte a ti, extranjero corintio, si era éste el hombre al que te referías. Mensajero: Este, sí, justo el que tienes a la vista. Edipo: (Al pastor, que permanece como ausente, la vista en el suelo, entre los dos esclavos). Este eres tú, anciano; y ahora mírame y responde a lo que te vaya preguntando: ¿tú eras en otro tiempo de la gente de Layo? Criado: Sí, un esclavo, no comprado sino criado en su casa. Edipo: ¿Qué trabajo estaba a tu cuidado? ¿De qué vivías? Criado: Lo más de mi vida lo pasaba siguiendo a los rebaños. Edipo: ¿Y qué lugares solías frecuentar, especialmente? Criado: Ora en el Citerón, ora en lugares contiguos. Edipo: (Señalando al mensajero). A éste que está aquí: ¿le trataste nunca? Criado: No hasta tal punto que el recuerdo me permita decirlo ahora mismo. Mensajero: No hay nada extraño en ello, señor, pero, aunque no me conozca, yo podré, con evidencias, hacerle memoria, porque estoy seguro de que se acuerda de cuando él con dos tebanos y yo con uno fuimos vecinos en la zona del Citerón, tres veces durante seis meses, desde la primavera hasta mediados de septiembre; y ya en el invierno, yo conduje mi rebaño al establo y él a los de Layo. ¿Hablo o no de cosas que han pasado? Criado: Dices verdad, aunque hace ya largo tiempo. Mensajero: Venga, pues, contesta ahora: ¿recuerdas entonces haberme dado un niño para que yo lo criara como si fuese mío? Criado: ¿Cómo dices? ¿A qué viene hacer memoria ahora de aquello? Mensajero: (Señalando a Edipo). Aquí está, compañero, aquel que era entonces un niño. Criado: (Amenazándole con un bastón). ¡Maldito seas, no podrás callar! Edipo: No, anciano, no; no le amenaces; tus palabras, más que las suyas, son dignas de amenaza. Criado: Oh, tú, el mejor de los señores, ¿cuál es mi falta? Edipo: No reconocer al niño que él te recuerda. Criado: Es que habla sin saber, para afligir por nada. Edipo: Pues si te lo piden por favor no hablas, con gritos hablarás. Criado: No, por los dioses te ruego, no maltrates a un viejo como yo. Edipo: Rápido, que alguien le ate las manos a la espalda. Criado: Infortunado de mí, ¿por qué causa? ¿Qué más quieres saber? Edipo: Si le diste a él el niño de que habla. Criado: Sí, se lo di, y ojalá hubiera muerto aquel día. Edipo: Llegarás a morir, sí, si no dices lo que debes. Criado: Y si hablo, con mucha más razón he de morir. Edipo: El hombre éste, está claro que quiere darle largas al asunto. Criado: No por mí, desde luego; pero ya te dije que sí se lo di. Edipo: ¿De dónde lo sacaste? ¿Era tuyo o de algún otro? Criado: No, mío no era: lo recibí de otro. Edipo: ¿Había nacido bajo el techo de algún ciudadano de Tebas? Criado: No, por los dioses, señor, no indagues más. Edipo: Eres hombre muerto, si he de preguntártelo de nuevo. 

continuación del término en Edipo Rey de Sofocles