Diccionario de psicología, letra Y, Yo y el Ello (El)

Yo y el Ello (El)
 
Obra publicada por Sigmund Freud en 1923 con el título de Das Ich und das Es. Traducida al
francés por primera vez en 1927 por Samuel Jankélévitch con el título de Le Moi et le Soi. Esta
traducción fue revisada por Angelo Hesnard y reeditada en 1966 con el título de Le Moi et le ça.
Nuevas traducciones: en 1981 por Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis con el título de Le
Moi et le ça; en 1991 por Catherine Baliteau, Albert Bloch y Joseph-Marle Rondeau, sin cambio
de título. Traducida al inglés por primera vez en 1927 por Joan Riviere con el título de The Ego
and the Id. Esta traducción fue revisada por James Strachey y reeditada en 1961 sin cambio de
título.
Desde su aparición, El yo y el ello fue recibido con entusiasmo por la comunidad psicoanalítica,
aunque algunas personalidades se mostraron reservadas en cuanto al homenaje que Freud
rindió allí a Georg Groddeck, el autor del Libro del ello, publicado unos meses antes.
Como lo atestiguan las cartas dirigidas a Sandor Ferenczi y Otto Rank en el verano de 1922,
Freud era perfectamente consciente de que con ese tercer ensayo prolongaba la vasta revisión
teórica emprendida con Más allá del principio de placer y continuada con Psicología de las
masas y análisis del yo. Esta continuidad es afirmada desde las primeras líneas del libro, pero
Freud precisa que en este caso «no se tomará ningún nuevo préstamo de la biología», siendo su
objetivo atenerse al máximo al psicoanálisis.
El primer capítulo es una reseña del camino recorrido por el psicoanálisis, que a través del
estudio del sueño y la hipnosis ha llegado a refinar (y después superar) la oposición clásica
entre consciente e inconsciente. Para ello, distinguió el enfoque descriptivo de los procesos
psíquicos, respecto del enfoque dinámico (psicoanalítico en sentido propio) de esos mismos
procesos. Esto vale en particular para el término inconsciente, que, en el sentido descriptivo, se
refiere a los procesos psíquicos latentes capaces de volverse conscientes, a los cuales el
psicoanálisis ha denominado preconscientes, y en el sentido dinámico designa el material
psíquico reprimido que sólo la técnica psicoanalítica puede hacer consciente, al vencer las
resistencias opuestas a esa transformación. De tal modo el psicoanálisis ha propuesto una
representación tópica del psiquismo con tres instancias -el consciente (Cs), el preconsciente
(Pes) y el inconsciente (Ics)-, instancias éstas «cuyo sentido no es simplemente descriptivo».
La prosecución del trabajo psicoanalítico demostró sin embargo la insuficiencia de esta
elaboración, en virtud del descubrimiento de una organización psíquica- coherente y unitaria a la
cual los psicoanalistas han dado el nombre de yo. En un primer tiempo, este yo fue concebido
como estrechamente ligado a la conciencia y considerado responsable de las relaciones entre la
organización psíquica y las informaciones provenientes del exterior. Después, la experiencia de
las curas psicoanalíticas permitió constatar la existencia de resistencias, inconscientes (fuera
cual fuere la buena voluntad de la que daban prueba los pacientes en sus asociaciones libres),
resistencias opuestas a la remoción de la represión y provenientes del yo. De allí la afirmación
realizada en 1915 en el artículo metapsicológico dedicado al inconsciente: si bien todo lo
reprimido es inconsciente, el inconsciente no coincide totalmente con lo reprimido. La existencia
de una parte inconsciente en el yo, opuesta, por clivaje, al yo coherente, obliga a reconocer la
existencia de tres inconscientes: un inconsciente asimilable a lo reprimido, un inconsciente que
pertenece al yo, distinto de lo reprimido, y un inconsciente latente, el preconsciente. Al mismo
tiempo, ya no resulta posible definir la neurosis como el resultado de un conflicto entre el
consciente y el inconsciente.
La investigación psicoanalítica, en efecto, demuestra que entre estas dos instancias es
imperativamente necesario tener en cuenta al yo, plataforma giratoria de empalme que participa
de la conciencia y de las percepciones externas, que incluye al preconsciente y tiene una parte
inconsciente. ¿Cómo dar cuenta de la complejidad de esta nueva instancia, el yo, cuyo lugar en
la elaboración teórica está convirtiéndose en esencial?
La respuesta a este interrogante constituye el momento clave de la obra. Basándose en el libro
de Groddeck, Freud traza una distinción fundamental entre un yo consciente y el yo «pasivo» groddeckiano, es decir, un yo inconsciente que en adelante, «a la manera de Groddeck», Freud denomina «el ello». Desde esta perspectiva, el yo se convierte en una instancia intermedia,
vinculado por una parte al mundo externo por el sistema percepción-conciencia, y por la otra al
ello, con el cual se fusiona pero sobre el cual trata de ejercer una presión apaciguadora: «La
percepción desempeña para el yo el papel que, en el ello, le corresponde a la pulsión. El yo
representa lo que se puede denominar razón y buen sentido, por oposición al ello, cuyo
contenido son las pasiones.»
La relación compleja del yo con el ello -dice Freud- se asemeja a la del «jinete que debe refrenar
la fuerza superior del caballo, con una diferencia: que el jinete usa sus propias fuerzas, y el yo,
por su parte, emplea fuerzas prestadas». De hecho, la comparación va más lejos: «Así como el
jinete, si no quiere separarse de su caballo, no puede a veces hacer otra cosa que llevarlo
adonde él quiere ir, también el yo acostumbra transformar en acción la voluntad del ello, como si
fuera la suya propia». Para proteger esta nueva elaboración contra toda forma de interpelación
moral, Freud rechaza la idea de un inconsciente como lugar privilegiado de las pasiones más
bajas, opuesto a una conciencia que sería la sede de las actividades intelectuales más nobles.
Con tal propósito, recuerda que a menudo sucede que un trabajo intelectual delicado encuentra
su solución de manera inconsciente, sobre todo en el sueño. A manera de conclusión, reafirma
la primacía de la escala de los valores psicoanalíticos, declarando: «No sólo lo más profundo,
sino también lo más elevado en el yo puede ser inconsciente».
Si las cosas pudieran quedar como estaban, la situación, precisa Freud en el inicio del tercer
capítulo, sería simple. Pero el yo no tiene sólo al ello como adversario y rival: también debe
enfrentar otra instancia, la tercera de esa nueva tópica que está tomando forma, el superyó.
Esta entidad había sido objeto de una primera elaboración en 1914, en «Introducción del
narcisismo». Freud había dado entonces el nombre de ideal del yo a una función del yo.
Después, en 1921, en Psicología de las masas y análisis del yo, esa función se convirtió en una
instancia, conservando el mismo nombre. Pero en El yo y el ello aparece un nuevo término,
superyó, considerado equivalente o sinónimo de ideal del yo. De ahí el título de ese capítulo: «El
yo y el superyó (ideal del yo)». En adelante, el ideal del yo ya no sería concebido como heredero
del narcisismo primario. En la perspectiva abierta en 192 1, el acento está en la problemática de
la identificación.
En primer término hay una referencia al texto de la metapsicología «Duelo y melancolía», que
presentaba la hipótesis de una reinscripción en el yo del objeto perdido, causa del afecto
doloroso. Freud explica que el proceso, consistente en el reemplazo de una investidura de objeto
por una identificación, muy pronto apareció como emblemático del desarrollo psicológico. Las
investiduras de objeto parten del ello, concebido como el gran depósito de la libido; son producto
de las pulsiones sexuales ante las cuales el yo trata de defenderse por medio de la represión.
Casi sistemáticamente, cualquier abandono del objeto sexual se traduce en una modificación del
yo que, como en la melancolía, se apropia del objeto por identificación. El proceso, dice Freud, es
suficientemente frecuente como para «concebir que el carácter del yo resulta de la
sedimentación de las investiduras de los objetos abandonados». Las primeras identificaciones,
las de la primera infancia, tendrán un carácter general y duradero, y una de ellas, la primera, es
responsable del nacimiento del ideal del yo: se trata de la identificación con el padre.
En la génesis del ideal del yo/superyó hay que tener en cuenta dos factores: el complejo de
Edipo y la naturaleza bisexual de cada individuo. Freud tiene entonces la oportunidad de realizar
un largo desarrollo que, como lo había anunciado en 1921 en Psicología de las masas y análisis
del yo, desemboca en la exposición de la forma llamada «completa» del complejo de Edipo. La
bisexualidad inherente a todo ser humano interviene de dos maneras en el destino del complejo
de Edipo. Primero, a propósito de la identificación final con el padre o la madre: esto, dice Freud,
dependerá «de la fuerza relativa, en los dos sexos, de las disposiciones sexuales masculina y
femenina». Después, a propósito de las formas, positiva o negativa, que haya tomado esa
estructura relacional cuya extrema complejidad es revelada por primera vez: «El varón no tiene
sólo una posición ambivalente respecto del padre y una elección de objeto tierna que apunta a la
madre, sino que se comporta al mismo tiempo como una niña al poner de manifiesto la posición
femenina tierna respecto del padre y la correspondiente posición de hostilidad celosa contra la
madre». La experiencia analítica, precisa Freud, atestigua que casi siempre se encuentran
formas intermedias del complejo; el profesional tiene que identificar la forma de arreglo que opera
en tal o cual perfil patológico.
Pero el superyó no es sólo la resultante de las primeras elecciones de objeto del ello, sino
también una formación reactiva contra esos objetos: es a la vez mandato, «tú debes ser así
(como el padre)», e interdicción, «tú no tienes el derecho de ser así (como el padre)». Fuera cual
fuere la forma, positiva, negativa o intermedia, del complejo de Edipo, fuera cual fuere su
resolución final, el superyó conserva el carácter del padre: «Cuanto más fuerte ha sido el
complejo de Edipo y más rápidamente se ha producido su represión (bajo la influencia de la
autoridad, la instrucción religiosa, la enseñanza, la lectura), más severo será más tarde el
dominio del superyó sobre el yo como conciencia moral, incluso como sentimiento de culpa
inconsciente». El ideal del yo/superyó aparece entonces como heredero del complejo de Edipo, y
es por ello la expresión más lograda del desarrollo de la libido del ello. Si el yo es el agente de la
realidad exterior, el superyó se enfrenta a él como representante del mundo interior, del ello. La
oposición consciente/inconsciente ha sido refinada, los conflictos neuróticos tienen en adelante
por protagonistas al yo y el superyó, resultan de una oposición entre lo externo y lo interno,
entre lo real y lo psíquico.
El cuarto capítulo se propone relacionar esta nueva tópica con el dualismo pulsional elaborado en
Más allá del principio de placer, trabajo del que Freud ofrece una breve reseña, insistiendo en
las formas de unión y desunión de los dos tipos de pulsiones (pulsiones de vida y pulsiones de
muerte). El sadismo, en su forma de componente de la pulsión sexual, es un ejemplo de unión
pulsional al servicio de un fin, pero el sadismo convertido en independiente, y con la forma de
una perversión, ejemplifica la desunión pulsional. Otros ejemplos de desunión pulsional son las
diversas formas de regresion, y más en general las neurosis graves que desembocan en el
dominio de la pulsión de muerte. A la inversa, el desarrollo armonioso del psiquismo, el paso de
un estadio a otro, atestiguan la unión pulsional.
Estas consideraciones llevan a formular dos interrogantes centrales, cuyo tratamiento revela ser
también una manera de poner a prueba la validez de la hipótesis de la pulsión de muerte. ¿Es
posible descubrir, se pregunta Freud, «relaciones fecundas entre las formaciones cuya
existencia acabamos de admitir -el yo, el superyó y el ello- y las dos especies de pulsiones»?
¿Qué se puede decir de la posición del principio de placer con relación a la dualidad pulsional y la
nueva tópica que acaba de emplazarse?
Antes de responder, Freud somete una vez más a examen clínico la distinción entre los dos tipos
de pulsiones, llegando incluso a fingir que espera encontrar razones para revocar ese dualismo.
De allí que recurra al análisis atento de las relaciones amor/odio en el marco de la clínica de la
paranoia. Si en esa clínica se observan bien las diversas modalidades de la transformación del
amor en odio, y a la inversa, se advierte que cada modificación corresponde a un cambio
interno, y no a una diferencia de comportamiento del objeto. ¿No se podría hablar entonces de
una transformación directa del amor en odio, cuestionando de hecho el dualismo pulsional?
De esta discusión surge la hipótesis de la existencia en la vida psíquica de una energía
desplazable, cuya localización inicial es desconocida, pero de la que se sabe que es capaz de
pasar de una pulsión erótica a otra, destructiva, para acrecentar la investidura total de esta
última. De hecho, el examen de las pulsiones sexuales parciales ya había permitido identificar
este proceso, y se puede formular la hipótesis de que esa energía desplazable proviene de la
reserva de libido narcisista, es decir, una forma de libido desexualizada «sublimada», que
participa de la aspiración unitaria del yo.
Freud precisa al respecto que si se incluyen «en esos desplazamientos los procesos de
pensamiento en sentido amplio, el propio trabajo de pensamiento es alimentado por la sublimación
de las fuerzas de la pulsión erótica». Volvemos a encontrar en este caso una observación
realizada inicialmente acerca de la recuperación por el yo de las investiduras objetales del ello, y
podemos captar la maniobra del yo que intenta imponerse como único objeto de amor. El yo,
observa Freud, se pone por lo tanto al servicio de las mociones pulsionales adversas al eros, y
se puede hablar entonces de un narcisismo secundario, narcisismo del yo, con riesgo de volver
a tropezar con el peligro ya amenazante en el texto de 1914: el de un abandono de todo dualismo
pulsional.
En realidad, se trata de un efecto de superficie, consecuencia del activismo y del ruido de las
pulsiones de vida, que interponen una pantalla en torno al silencio, ya observado en Más allá del
principio de placer, de las pulsiones de muerte. Freud ve la prueba en el modo en que el ello se
defiende de las tensiones provocadas por las reivindicaciones de las pulsiones sexuales. Esto
es en efecto lo que sucede en el marco de la satisfacción sexual, cuya finalidad es el rechazo
de las sustancias sexuales portadoras de tensiones eróticas. Freud observa la semejanza
existente entre el estado que sucede a la obtención de esta satisfacción, y el momento de la
muerte. Convencido de aportar de tal modo un argumento complementario favorable a su nueva
teoría de las pulsiones, no vacila en tomar el ejemplo de los «animales inferiores» en los cuales el
acto de procreación coincide con la muerte: «Esos seres vivos mueren a causa de la
reproducción, en la medida en que, estando eros fuera de juego por la satisfacción, la pulsión de
muerte tiene las manos libres para ejecutar sus designios».
El último capítulo está dedicado al sentimiento de culpa y a las formas de dependencia del yo. Se
abre con un recordatorio de las características del superyó, del que Freud subraya la
propensión a oponerse al yo en el curso de toda la evolución psicológica. El superyó, escribe, es
«el memorial de la debilidad y la dependencia antiguas del yo, y perpetúa su dominio, incluso
sobre el yo maduro». Por sus orígenes, el superyó sigue estando muy próximo al ello, lo
representa ante el yo y permanece entonces «más alejado de la conciencia que el yo».
Para ilustrar estas palabras, Freud, fiel a lo que había enunciado, se basa durante la mayor parte
del capítulo en la clínica psicoanalítica. Comienza por volver a ciertas observaciones antiguas
que aguardaban su elaboración teórica. Piensa en ciertos pacientes cuyo estado se agrava
cuando el analista se arriesga a hacerles conocer la evolución positiva de la cura: «No solamente
[ … ] estas personas no soportan ser elogiadas ni reconocidas, sino que [… ] reaccionan al
progreso de la cura de manera invertida». Se trata simplemente de una «reacción terapéutica
negativa», es decir, de la manifestación de un factor opuesto a la curación vivida como un
peligro. Más allá de la resistencia clásica, el analista enfrenta entonces una «inaccesibilidad
narcisista», una oposición de carácter moral, un «sentimiento de culpa», signados por la negativa
a renunciar al castigo que representa el sufrimiento. Esta explicación es aún insatisfactoria,
puesto que omite precisar la ausencia de todo sentimiento de culpa en la conciencia del paciente.
El paciente se siente enfermo y sigue inaccesible a la idea de un rechazo suyo a cualquier forma
de curación. Este estado de cosas puede abarcar mucho más que algunos casos graves, y al
realizar esta generalización Freud se ve llevado a proponer que se reconozca en este proceso
un efecto del comportamiento del ideal del yo. El recurso a la clínica de diversas formas de
patología permite distinguir los diversos aspectos de esta relación entre el superyó y el
sentimiento de culpa.
En la melancolía y la neurosis obsesiva, el sentimiento de culpa subsiste y corresponde a lo que
se denomina «conciencia moral». En ambos casos, el ideal del yo obra contra el yo con una rara
ferocidad, pero las formas de esta severidad y las respuestas del yo son diferentes. En la
neurosis obsesiva, el paciente niega su culpa y pide ayuda. Enfrentado a una alianza entre el
superyó y el ello, ignora las razones de la represión de la que es víctima. En la melancolía el yo
se reconoce culpable, y se puede formular la hipótesis de que el objeto de la culpa está ya en el
yo, como producto de la identificación. En otros casos -por ejemplo la neurosis histérica-, el
sentimiento de culpa es totalmente inconsciente. Puesto en peligro por las percepciones penosas
provenientes del superyó, el yo se sirve entonces de la represión contra su amo, cuando por lo
general es este amo el que la pone a su servicio.
En la medida en que la conciencia moral se origina en el complejo de Edipo, el sentimiento de
culpa sigue siendo en lo esencial inconsciente. Si bien se puede afirmar la independencia del
superyó ante el yo, y que sus relaciones con el ello son estrechas, ¿cómo explicar esa
severidad del superyó respecto del yo, que es la responsable del sentimiento de culpa? También
en este caso las respuestas varían en función de la clínica. En el caso de la melancolía, el
superyó se apodera del sadismo para abatir al yo. Pero se trata de la parte del sadismo
irreductible al amor: su instalación en el superyó, sus ataques dirigidos exclusivamente contra el
yo, constituyen el caso único de un dominio absoluto por la pulsión de muerte, capaz de llevar
con mucha frecuencia al yo hacia su fin. En la neurosis obsesiva, el sujeto, incluso si está
expuesto a reproches igualmente duros, nunca llega, por así decirlo, hasta la autodestrucción: a
diferencia del histérico, el neurótico obsesivo mantiene una relación con el objeto contra el cual
pueden volverse las pulsiones destructivas, como pulsiones de agresión.
De modo que la melancolía constituye un caso excepcional en el que las pulsiones de muerte,
debido a una desunión, se vuelven a encontrar solas, en estado puro, reunidas en el superyó.
En los otros casos, las pulsiones de muerte se transforman en pulsiones de agresión vueltas
hacia el exterior, o bien son refrenadas por su ligazón con elementos pulsionales eróticos.
¿Por qué esta especificidad de la melancolía, cuyo cuadro clínico parece constituir el argumento
decisivo en favor de la existencia de las pulsiones de muerte? Como primer elemento de
respuesta, Freud observa que, en contra del sentido común, cuanto más limita un hombre su
agresividad hacia el exterior, más la aumenta en contra de sí mismo. En este fenómeno se
pueden incluso encontrar -precisa Freud- los fundamentos de la concepción del ser superior
que castiga, del Dios vengador y represivo.
Yendo más lejos, Freud recuerda la génesis del superyó: la identificación con el modelo paterno se acompaña entonces de una desexualización, incluso de una sublimación y de una desunión pulsional. La pulsión destructiva queda entonces libre, puesto que eros, por el hecho de la sublimación, ya no puede ligar entre sí las mociones pulsionales. La crueldad y el sentido del
deber imperativo que caracterizan al ideal pueden pensarse como efectos de esa desunión.
Estas propuestas permiten puntualizar la concepción psicoanalítica del yo convertido en
instancia integral de esta nueva tópica. Freud se muestra entonces vacilante, piensa por
momentos que el yo puede conquistar al ello, y en otros que el yo sigue siendo un servidor
desgarrado, complaciente u obsequioso con el ello, el superyó y la realidad externa. En cuanto al
ello, trata a menudo de someterlo a la dominación muda y poderosa de las pulsiones de muerte,
quizá subestimando el papel de eros.
La naturaleza de estas incertidumbres demuestra en todo caso que la gran revisión de 1920
alcanzó con este ensayo un punto de no retorno. No obstante, subsistían cuestiones en
suspenso que sólo ulteriormente encontraron sus respuestas más o menos definitivas: en 1924,
en «El problema económico del masoquismo»; en 1930, en El malestar en la cultura, y en 1933,
en la trigésima primera de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. Se
advertirá que en esta última conferencia, titulada «La disección de la personalidad psíquica»,
Freud atribuye un lugar esencial al superyó, mientras que el ideal del yo sólo subsiste como un
aspecto del superyó ligado a la antigua representación parental.
Finalmente, fue en este texto donde apareció la frase célebre que sería traducida diversamente
según las escuelas psicoanalíticas: «Wo Es war, soll Ich werden». Se trataba a su juicio de
asignarle una nueva tarea a la cultura, cuya importancia, dijo, era comparable a la desecación
del Zuiderzee.