Obras S. Freud: El trastrocar las cosas confundido (cuarta parte)

Psicopatología de la vida cotidiana: El trastrocar las cosas confundido

Si se sopesan (1) las circunstancias que rodearon al siguiente caso, de una autolesión por
quemadura, casual en apariencia, uno se inclinará a concebirlo, siguiendo a J. Stärcke (2),
como una «acción sacrificial»:
«Una dama cuyo yerno tuvo que viajar a Alemania para cumplir allí con su servicio militar se
escaldó un pie en las siguientes circunstancias. Su hija esperaba familia a breve plazo, y, como
es natural, con el pensamiento puesto en los peligros de la guerra, la familia no estaba de
talante muy alegre. El día anterior a la partida, la dama había invitado a comer a su yerno y a su
hija. Ella misma preparó la comida, luego de haber trocado -cosa singular- sus altos borceguíes
de taco bajo, con los que podía andar cómodamente y que solía usar entrecasa, por unas
pantuflas grandes, abiertas en la parte superior, que eran de su marido. Pretendió sacar del
fuego una gran olla de sopa hirviendo, la dejó caer y así se hizo una escaldadura bastante seria
en un pie, sobre todo en el dorso, que las pantuflas abiertas no protegían. – Desde luego, este
accidente fue atribuido por todos a su comprensible «nerviosismo». Los primeros días
posteriores a este holocausto puso gran cautela al manejar objetos calientes, lo cual no le
impidió poco después quemarse una muñeca con líquido hirviente». (3)
Si de esta suerte (4), tras una aparente torpeza casual y una insuficiencia motriz, puede
esconderse una furia contra la propia integridad y la propia vida, no hará falta un gran paso para
trasferir esta misma concepción a yerros que pongan en serio peligro la vida y la salud de otros.
Los testimonios que puedo alegar en defensa de este punto de vista están tomados de mi
experiencia con neuróticos, y por eso no llenan todos los requisitos. Comunicaré un caso en el
cual lo que me puso sobre la pista que luego haría posible solucionar el conflicto en el paciente
fue, más que un yerro, lo que llamaríamos una acción sintomática o casual. Acepté hacer algo
por la vida conyugal de un hombre muy inteligente, cuyas desavenencias con su joven esposa,
que lo amaba tiernamente, podían invocar unos fundamentos reales, si bien estos no las
explicaban del todo, como él mismo admitía. Lo ocupaba sin cesar la idea de separarse, que
tornaba a desestimar una y otra vez porque amaba con ternura a sus dos hijos pequeños. No
obstante, siempre volvía sobre ese designio, y a todo esto no buscaba medio alguno de dar un
sesgo más soportable a la situación. Este no-acabar con un conflicto vale para mí como prueba
de que unos motivos inconcientes y reprimidos estuvieron ahí aprontados para reforzar a los
motivos concientes en pugna, y en tales casos me propongo poner término al conflicto
mediante el análisis psíquico. El hombre me narró cierto día un pequeño episodio que lo había
aterrorizado en extremo. Andaba «correteando» {«hetzen»} con su hijo mayor, claramente su
preferido, lo echaba por lo alto y lo dejaba caer; en una oportunidad lo hizo desde un sitio tal, y
tan alto, que el niño casi se dio de cabeza contra la pesada lámpara de gas ahí colgada. ¡Casi,
pero no de verdad; poco le faltó! Al niño no le pasó nada, pero se mareó con el susto. El padre,
espantado, quedó de pie con el niño en los brazos, la madre tuvo un ataque histérico. La
singular destreza de este movimiento impensado, la violencia de la reacción de los padres, me
sugirieron considerar esta contingencia como una acción sintomática destinada a expresar un
mal propósito hacia el hijo amado. Pude cancelar la contradicción que significaba la ternura
actual de ese padre hacia su hijo retrotrayendo el impulso que sentía a hacerle daño hasta la
época en que este hijo era el único, y tan pequeño que el padre acaso no había cobrado un
interés tierno por él. Entonces me resultó fácil suponer que este hombre, poco satisfecho de su
esposa, tuvo en aquel tiempo la siguiente idea o designio: «Si este pequeño ser, de quien nada
me importa, muriera, yo quedaría libre y podría divorciarme de mi mujer». Por tanto, debía de
persistir inconciente un deseo de que este ser, ahora tan amado, muriera. Desde ahí era fácil
descubrir el camino hacia la fijación inconciente de ese deseo. Un poderoso determinismo
surgió realmente del recuerdo infantil del paciente, sobre la muerte de un hermanito varón, que
la madre achacaba a desidia del padre y había provocado unas violentas querellas entre los
progenitores, con amenaza de divorcio. El derrotero ulterior del matrimonio de mi paciente
confirmó mi suposición también por el éxito terapéutico.
Stärcke (5) ha aportado un ejemplo de que los poetas no tienen reparos en remplazar una acción deliberada por un trastrocar las cosas confundido, y en convertir a este último en la fuente de las más serias consecuencias:
«En una de las piezas breves de Heijermans (6) aparece un ejemplo de trastrocar las cosas confundido o, dicho más exactamente, de un yerro, utilizado por el autor como motivo
dramático.
»Es el boceto titulado «Tom y Teddie». Se trata de una pareja de buceadores que actúa en un
teatro de variedades, donde, en una pileta de hierro con paredes de vidrio, permanece largo
tiempo bajo el agua y hace toda clase de pruebas. La mujer simpatiza desde poco tiempo atrás
con otro hombre, un domador. Y justo antes de empezar la función, el maridobuceador los ha
pillado juntos en los camarines. Callada escena, mirada amenazadora, y el buceador dice «¡Más
tarde!». – La función empieza. El buceador hará la prueba más difícil, permanecerá «dos minutos
y medio bajo el agua, dentro de un baúl herméticamente cerrado». -Ya la habían repetido
muchas veces, el baúl era cerrado y «Teddie enseña la llave al público, que controlaría el tiempo
con sus relojes». Además, un par de veces dejaba caer adrede la llave dentro de la pileta y luego
buceaba en pos de ella a toda prisa para no llegar demasiado tarde en el momento en que era
preciso abrir el baúl.
»»Esa velada del 31 de enero, Tom fue encerrado como de costumbre por los dedos pequeños
de su alegre y fresca mujercita. Sonreía tras la mirilla, en tanto ella jugaba con la llave y
esperaba el signo de advertencia que él le haría. De pie entre bambalinas estaba el ‘otro
hombre’, el domador con su impecable frac, su corbata blanca y su fusta. Para llamar la
atención de ella, el domador silbó brevemente. Ella miró en esa dirección, sonrió y, con el
ademán torpe de alguien cuya atención ha sido desviada, arrojó la llave tan briosamente hacia lo
alto que esta cayó junto a la pileta, entre los pliegues de la estameña que cubría su pedestal,
cuando ya habían trascurrido exactamente dos minutos y veinte segundos desde que Tom fuera
encerrado en el baúl. Nadie la había visto. Nadie pudo verla. Mirado desde la sala, la ilusión
óptica fue tal que todo el mundo vio deslizarse la llave dentro del agua -y ninguno de los
auxiliares del teatro reparó en ella, porque la estameña acalló el ruido-.
»»Sonriendo, sin vacilación alguna, Teddie trepó por el borde de la pileta. Sonriendo -él
aguantaba bien- descendió por la escalera. Sonriendo desapareció bajo el pedestal para buscar
allí, y al no encontrar la llave enseguida se inclinó hacia la parte frontera de la estameña con un
gesto de mandar todo al diablo, mientras en su rostro se pintaba una expresión como si dijera:
‘¡Oh, caramba! ¡Cómo me fastidia esto!’.
»»Entretanto, Tom hacía sus jocosas morisquetas tras la mirilla, como si también él se
inquietase. Se veía el blancor de su dentadura postiza, la agitación de sus labios bajo el tieso
bigote, las cómicas burbujitas que se divisaron también cuando comió la manzana. La gente le
vio engarabitar sus dedos pálidos y huesudos, y hacer como que arañaba; entonces se rió,
como había reído tantas veces esa velada.
»»Dos minutos cincuenta y ocho segundos …
»»Tres minutos siete segundos … Tres minutos doce segundos …
»»¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo! …
»»En ese momento se produjo una confusión en la sala y el público empezó a hacer ruido con
los pies porque también los empleados y el domador empezaron a buscar, y el telón cayó antes
que se levantara la tapa.
»»Seis bailarinas inglesas entraron en escena… después el hombre con los ponies, los perros y
los monos. Y así se siguió.
»»Sólo a la mañana siguiente se enteró el público de que había ocurrido una desgracia, de que
Teddie, viuda, quedaba sola en el mundo. . . «.
»La cita pone en evidencia cuán acabadamente tiene que haber comprendido este artista la
esencia de la acción síntomática para presentarnos así, con tanto acierto, la causa más
profunda de aquella mortal torpeza».

Notas:

1- Agregado en 1917.
2- Stärcke, 1916.
3- Nota agregada en 1924. Para toda una serie de estos casos de daño o muerte por accidente, su individualización es dudosa. Una persona ajena no hallará motivo alguno para ver en el accidente otra cosa que una casualidad, mientras que una persona próxima al accidentado, familiarizada con detalles íntimos, tendrá razones para conjeturar el propósito inconciente tras el azar. Sobre la índole de esta familiaridad y las circunstancias colaterales a ella pertinentes, nos proporciona un buen ejemplo el siguiente informe de un joven cuya novia fue atropellada en la calle:

«En setiembre del año pasado conocí a una señorita Z., de treinta y cuatro años de edad. Vivía en una situación material holgada; antes de la guerra estuvo comprometida, pero su novio, oficial en el frente de combate, cayó en 1916. Nos conocimos y nos amamos, al comienzo sin idea de casarnos, pues las circunstancias _sobre todo nuestra diferencia de edad (yo tenía veintisiete años)- no parecían consentírnoslo. Como vivíamos calle por medio y estábamos juntos diariamente, nuestro trato fue haciéndose más íntimo con el paso del tiempo. Así se nos fue insinuando la idea de casarnos, y yo terminé por aceptarla. Los esponsales se proyectaron para las Pascuas de este año; no obstante, la señorita Z. se proponía emprender antes un viaje hasta M. a fin de visitar a unos parientes viaje estorbado de pronto por una huelga ferroviaria provocada por el putsch de Kapp [intento de golpe de Estado contrarrevolucionario que tuvo lugar en Berlín en marzo de 1920]. Las sombrías perspectivas que parecían abrirse para el futuro con el triunfo del movimiento obrero y sus consecuencias pesaron un breve tiempo en nuestro ánimo, pero sobre todo en el de la señorita Z., quien de todos modos estaba muy expuesta a cambiantes estados de ánimo; ella creía divisar, en efecto, nuevos obstáculos para nuestro porvenir. El sábado 20 de marzo, sin embargo, se encontraba de un humor excepcionalmente alegre, circunstancia que me sorprendió y por la que me dejé llevar, de suerte que creíamos verlo todo de color de rosa. Días antes habíamos hablado de ir juntos a la iglesia en algún momento, pero sin fijar una fecha determinada. A la mañana siguiente, domingo 21 de marzo, hacia las nueve y cuarto, me llamó por teléfono pidiéndome que pasara a buscarla enseguida para ir a la iglesia, cosa a la que yo empero me rehusé, pues no habría llegado a tiempo y, además, quería hacer unos trabajos. La señorita Z. quedó notablemente desilusionada; luego, se puso sola en camino, y en la escalera de su casa se topó con un conocido, con el cual salvó el corto trecho que va de la Taucritzienstrasse a la Rankestrasse; y todo del mejor talante, sin que ella manifestare nada sobre nuestra conversación. Este señor se despidió con una chanza; [para llegar a la iglesia] la señorita Z. sólo tenía que cruzar la calzada, amplia y despejada en ese punto, pero junto a la acera fue atropellada por un coche de plaza, (Sufrió un estallido de hígado que a las pocas horas le provocó la muerte.) – Por ese lugar habíamos pasado centenares de veces; la señorita Z. era en extremo cautelosa, a mí mismo me reprochó a menudo mis imprudencias; esa mañana ni) había casi tránsito de carruajes, los tranvías, ómnibus, etc., estaban en huelga; justo en ese momento imperaba un silencio casi absoluto, y, si ella no vio al coche de plaza, sin duda alguna tuvo que oírlo. – Todo el mundo cree en una «fatalidad». Mi primer pensamiento fue: «Eso es imposible… aunque es cierto que no se puede ni hablar de un propósito deliberado». Intenté una explicación psicológica. Pasado algún tiempo creí haberla hallado en Psicopatología de la vida cotidiana, la obra de usted. Sobre todo porque la señorita Z. expresó en ocasiones cierta inclinación al suicidio, y también a mí procuraba moverme a ello; bastantes veces yo la había disuadido de esa idea. Por ejemplo, apenas dos días antes, tras regresar de un paseo, y sin motivo exterior alguno, empezó a hablar de su muerte y sus disposiciones testamentarias; a estas últimas, por otra parte, no las adoptó: signo de que esas manifestaciones no se pueden reconducir a ningún propósito. Si me es permitido formular mi incompetente juicio sobre todo esto, diría que en ese accidente yo no veo una casualidad ni el efecto de una obnubilación de conciencia, sino una autoaniquilación deliberada, que se ejecutó con un propósito inconciente y se enmascaró como accidente casual. Me corroboran esta concepción ciertas manifestaciones hechas por la señorita Z. a sus parientes, tanto antes como después de conocerme, y las que a mí mismo me hizo hasta los últimos días; todo ello aprehensible como un efecto de la pérdida de su anterior novio, que a sus ojos nada era capaz de sustituir».
4- Este párrafo data de 1901.
5- Stärcke, 1916. Este último ejemplo fue agregado en 1917.
6- Heijermans, 1914.

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