Estudio Preliminar a Freud en Buenos Aires 1910-1939 (Capítulo VI)

Estudio Preliminar a Freud en Buenos Aires 1910-1939
Hugo Vezzetti
 
VI
Antes de la guerra un último viajero llegó, algo tardíamente, a Buenos Aires procedente de París, como para demostrar que todavía era posible esa vieja estrategia de lectura que rescataba el método para mejor repudiar la teoría. Se trataba de Jacques Maritain, quien dictó una serie de conferencias, entre ellas una dedicada a “Freudismo y psicoanálisis” (J. Maritain, 1938), publicada y convertida en un texto guía por parte de los pocos intelectuales católicos que se ocuparon de Freud entre nosotros. Inspirado en la obra del médico Roland Dalbiez (La méthode psychanalytique et la doctrine freudienne, París, 1936), que había establecido la visión católica del psicoanálisis, propone una división tripartita de la obra de Freud: a) el método de investigación es aceptable; b) la psicología freudiana está “viciada por un empirismo radical y por una metafísica aberrante”, y c) la filosofía freudiana es absolutamente rechazable y propia de un “obsesionado”. Ninguna referencia se hace a esa presencia de Freud en la cultura, salvo para lamentar que su método no haya quedado limitado al círculo de los psiquiatras y psicólogos o bien para caracterizar el “pesimismo” del creador del psicoanálisis frente al yugo de una moral mantenida a un costo que la vuelve intolerable; y efectivamente, lo es, dice Maritain, salvo porque el amor y la misericordia divinos vienen a compensar, mediando la fe, esa carga que la ley conlleva.
Pero las repercusiones en Buenos Aires de la muerte de Freud muestran que hacia fines de la década del treinta lo que está en cuestión es algo más que una toma de posición frente a la novedad freudiana. A más de veinte años de las primeras lecturas y “apropiaciones” de Freud, ¿qué es lo que cambió? Admitida ya como una corriente científica y una presencia en la cultura, definitivamente incorporada al panorama del pensamiento contemporáneo, el problema es menos el de la aceptación o rechazo –que había caracterizado la década anterior–, y más bien se desplaza hacia un debate acerca de su ámbito propio y sus límites, es decir, se abre a una disputa por el régimen de lecturas y aplicaciones. Es cierto que no hay nadie, hasta la llegada de A. Garma al país, que alcance un grado de formación y dedicación concentrada y especializada, pero, en todo caso, figuras como Thénon y Pizarro Crespo mostraban no sólo una mejor preparación que los médicos de la década anterior, sino que, sobre todo, eran capaces de plantear y elaborar núcleos propios de interés y desarrollo de las ideas freudianas.
       Como sea, en la atmósfera tardía de los treinta, en especial en los años inmediatamente anteriores a la guerra, en el marco de una crisis vivenciada del pensamiento y la conciencia ética, algo ha cambiado en la trama de las ideas y valores que sostuvieron la primera recepción de la obra de Freud. Y de acuerdo con el testimonio de sus protagonistas, esa crisis cultural –que la guerra vendrá a desnudar de un modo brutal y dramático– lo es también del paradigma científico y el dispositivo tecnológico e institucional de la psiquiatría. Si, para algunos, con una sensibilidad propiamente europea, esa conciencia de una crisis social y moral representa, por segunda vez, la ruptura del mundo encantado de la belle époque, no puede dejar de señalarse que la popularidad del psicoanálisis en esos años tormentosos tiene mucho que ver con las expectativas puestas en él como herramienta de análisis de los conflictos y angustias de la hora. Y todo parece indicar que fue a partir de esa nueva conciencia pública –más que desde el viejo dispositivo psiquiátrico, más bien resistente a la renovación– que se abrió paso a una experiencia menos naturalista de los conflictos, dispuesta a la “subjetivación” de los síntomas y reacia a la cruda objetividad de la especie y la herencia. De allí también la apertura insinuada del cerrado paradigma científico natural hacia las disciplinas sociales y de la cultura, que, más allá de sus resultados, anticipa el estallido, hacia el presente, de esa férrea unidad que caracterizó al dispositivo de la medicina mental por medio siglo.
    En los años veinte, la recepción de Freud, más allá de las diferencias señaladas, en el mejor de los casos sólo concebía para el psicoanálisis un lugar auxiliar en el arsenal tecnológico de la psiquiatría. Concomitantemente, las lecturas de Freud partían de una convicción firme y generalizada en la vigencia permanente del modelo científico de las ciencias naturales. De allí surgen las posiciones frente al psicoanálisis, que oscilan entre afirmar la imposibilidad de su inclusión en el espacio de la ciencia (el joven Ponce), la búsqueda de modos eclécticos de integración subordinados a las tesis psiquiátricas dominantes (Beltrán o Gorriti) o, en fin, su traducción como tópico actualizado de la formación médica, en el marco de una valorización de la psicología (Mouchet). De esa firme convicción nacía también la notoria irritación con que se anatematizaba la extensión del psicoanálisis a la literatura o las ciencias sociales o se denunciaba su presencia en la cultura como la confirmación de su carácter de saber menor y a la moda.
       Diez años después casi nadie de los que se ocupan de Freud señala sus ideas como una moda efímera y, salvo alguna expresión aislada en la franja de la militancia intelectual católica –como el cura Leonardo Castellani–, casi no se discute la legitimidad de esa colocación central en el panorama de la ciencia y el pensamiento contemporáneos. Como se vio, ese cambio de perspectiva va evidenciándose tanto en el ensayo cultural y literario como a través de iniciativas de reforma del propio discurso psiquiátrico y, especialmente, psicoterapéutico. Pero es el movimiento mayor de renovación intelectual y moral –que S. Zweig había anunciado y al cual había asociado el nombre de Freud– el que no podía dejar de mostrar las insuficiencias de esa vieja psicopatología, sostenida en el universo de ideas y valores del positivismo decimonónico. Si psicología y moral naturalista se afirmaban recíprocamente en el nacimiento del pensamiento y el dispositivo psicológico, comienzan a caer también conjuntamente en las condiciones de la nueva época. Y es notorio que, al menos en el juicio de muchos de sus contemporáneos, se atribuía a Freud y al psicoanálisis un papel determinante en esa renovación.
Si todo ello actúa, con un efecto de condensación, en los modos en que se dio cuenta de la muerte de Freud, en 1939, no es posible separar la significación que adquirió ese acontecimiento de la guerra mundial, comenzada pocos días antes. La noticia de la muerte de Freud se mezcla con los partes de guerra y la tragedia que toda muerte conlleva vino a quedar sobredeterminada por el sobrecogimiento colectivo –que en Buenos Aires no se cubría mayormente del fervor patriótico que en Europa encendía tantos espíritus–, tanto más cuanto el propio Freud, exiliado, simbolizaba para algunos a una víctima del odio. “Perseguido y despojado por el nazismo, ha dejado de existir en el exilio S. Freud, sabio famoso, creador del psicoanálisis”, titulaba Crítica el 24 de septiembre de 1939. Y si ello se correspondía con la posición proaliada del periódico, no es menos cierto que la aureola del martirio venía a acentuar la estatura moral del personaje, a quien se calificaba como “sacerdote de una nueva concepción del alma” y cuyas ideas “impregnaron la atmósfera de nuestra época […] para convertirse en guías espirituales de casi todas las obras de alguna significación publicadas en los últimos años”.
    En una caracterización del método que estaba de acuerdo con esa significación predominantemente moral, Crítica ponía el acento en que Freud “trató las enfermedades del alma por medio del alma misma”; en todo caso con una cualidad –igualmente ética– que lo asimilaba a esos nuevos tiempos, de los que el diario se proponía ser vocero, y que radicaba en su capacidad de descubrir allí donde otros preferían el encubrimiento. Finalmente, Crítica cede la palabra a los que presentaba como “psicoanalistas de la Argentina”: G. Bosch, G. Bermann y J. Belbey. De ellos, es el fundador de la revista Psicoterapia –quien, al pasar, da cuenta de que entrevistó a Freud en 1930– el que aporta la visión más definida y personal, no tanto porque caracterizaba su obra como “un monumento de sabiduría”, sino porque se ocupaba en situar en una doble dimensión la filosofía –antimetafísica y naturalista– y la política –liberal– de un Freud al que quería retratar, en todo caso, como un “hijo de su tiempo”.
La Nación, por su parte, carece de toda pretensión de representar nuevas ideas; sobria y conservadora, busca aportar una perspectiva equilibrada que omite asimismo toda referencia al exilio de Freud. Las ideas del autor vienés serían para algunos “la obra del desvarío”, “elucubraciones carentes de todo valor científico”, mientras que para otros se trataría de “uno de los hombres de ciencia más ilustres de nuestro siglo”. De cualquier manera, aun cuando se admite que a partir de su obra habrá que distinguir una psicología “prefreudiana” y una “freudiana”, la nota de La Nación insiste con el conocido argumento que separaba la doctrina –el “freudismo”– del método psicoanalítico, para concluir que “aunque algún día quede olvidada la teoría de Freud, el psicoanálisis seguirá siendo un medio excelente de investigación y tratamiento para ciertas afecciones psíquicas”.
En todo caso, sólo una posición decididamente contraria a las ideas freudianas y, sobre todo, a su inclusión en la cultura moderna podía llevar a La Nación a solicitar a Leonardo Castellani un extenso artículo sobre Freud (L. Castellani, 1939). El retrato que ofrece se esfuerza, ante todo, por sacar a la luz las paradojas que, a juicio del cura, caracterizarían al creador del psicoanálisis. En efecto, en su peculiar visión, Freud sería “hombre de ciencia con imaginación de novelista”, médico “que se propone ignorar la anatomía”, “irreprochable” padre y esposo y, a la vez, “enemigo de la moral”, “espíritu germánico con el gusto artístico y la finura de la educación vienesa y con la instintividad semita primitiva”; en fin, “ateo y apóstata de su ley, cuya obra está, empero, fuertemente subtendida por una oscura vivencia religiosa”.
Castellani ve en la obra del creador del psicoanálisis la expresión de un “resentimiento”, en particular contra todo factor de regulación del sujeto humano: normas, cultura, moral, religión; su destino es asimilado al de Lutero. ¿Cómo fundamentar un juicio tan contrario a los análisis freudianos de la sociedad y la cultura? Al desconocimiento de su obra se agrega una argumentación propiamente antisemita que parte de caracterizar a los judíos como “espinas” de la sociedad cristiana. “El judío es como la exigencia de la natura en el seno de la sobrenatura; él representa el equilibrio en un nivel más bajo, los amplios y perezosos ritmos vitales ya abolidos de la religiosidad patriarcal, la poligamia, la castidad campesina, no militar ni heroica.” En ese sentido, si el psicoanálisis es una expresión en los tiempos, para Castellani es, ante todo, la representación de ese mundo primitivo del Viejo Testamento –de Babel y Sodoma y Gomorra, de Absalón rebelándose contra su padre, de idolatrías e interpretación de los sueños– y su emergencia contemporánea viene a señalar la profundidad de la crisis moral en que ha caído la civilización cristiana.
Esa visión “teológica” que ve en el psicoanálisis judío la encarnación del movimiento anticristiano que sería propio de la modernidad, constituye la línea principal que este hombre de la Iglesia pone en juego en su análisis de Freud. Por otra parte, cuando tiene que referirse a temas y nociones teóricas se ocupa de indicar, con entera facilidad, que en Aristóteles o Santo Tomás se encuentran las referencias filosóficas que iluminan la verdadera naturaleza de los problemas. En todo caso, no es necesario salir de la doctrina y los dogmas católicos para encontrar las respuestas fundamentales, aun en el terreno de la neurosis o los síntomas sexuales. Aunque el sacramento de la confesión no es –para el autor– medicina sino “teología”, si “todos los católicos se confesasen de ordinario bien y todos los confesores confesaran mejor se derrumbaría a un minimum insignificante la estadística de los neuróticos”. En cuanto a la solución del “problema sexual”, una cuota de racismo se agrega al integrismo católico de este colaborador de La Nación, quien ubica en el medioevo su utópica edad de oro, en aquellos tiempos de fe y “amor santo” en que la Iglesia habría creado “la admirable raza blanca sin más ‘eugenesia’ que la castidad cristiana”.
Los homenajes dedicados a Freud en ocasión de su muerte ponen de manifiesto que, aun siendo mayormente psiquiatras quienes se ocupan de él, prevalece la disposición a proyectar su figura a una dimensión universal. Así es como José Belbey –que ya se había referido a Freud en el diario Crítica respondiendo como “psicoanalista”–, en una nota que no revela un conocimiento suficiente de la obra psicoanalítica, se exalta llamándolo “sabio enorme” y atribuyéndole una revolución del pensamiento (J. Belbey, 1939). Tanto las disciplinas clínicas y las ciencias humanas como el arte y la “vida espiritual” habrían sido afectados por una obra que es colocada en la saga de los grandes reformadores de la conciencia y la moral y comparada con la de Nietzsche. Un eje central de esa caracterización situaba en el servicio a la verdad la trascendencia ética de una trayectoria que se asociaba a la labor de desenmascaramiento de las hipocresías de una época, en una dirección bastante similar a la del libro de S. Zweig.
Y si Belbey no excluye una apreciación coyuntural que le permite condenar al nazismo, no sólo lo hace porque la persecución sufrida por Freud lo convertía en símbolo de la resistencia a la barbarie, y era, además, recibido con simpatía por una comunidad intelectual mayormente inclinada hacia el bando aliado. La referencia a la guerra presente –que el genio de Freud contribuye a explicar, dice Belbey– viene a erigirse en síntoma del desequilibrio dramático de una época y de la demanda de indagación, en el orden subjetivo, de las razones del fracaso de esos sueños de progreso y racionalidad que habían acompañado el pensamiento occidental en el último siglo.
Al mismo tiempo, una aproximación como la de Belbey, que revela una formación psicoanalítica endeble, muestra que aun para los psiquiatras que se mostraban más abiertos a su influencia, la doctrina freudiana era una renovación genérica más que un campo de estudio. Sólo así se entiende que el autor citado pueda hablar de “subconsciente”, afirmar que Freud “puso al yo al servicio del instinto”, definir al método terapéutico como “catarsis” o enlazar la obra del sabio vienés con la del sexólogo alemán Magnus Hirschfeld sólo porque ambos fueron perseguidos por el régimen hitlerista.
El artículo de J. Thénon (1939), por su parte, revela no sólo una mayor versación sobre las ideas y la técnica freudiana y sobre los diferentes momentos de su obra, sino una disposición crítica más acusada –científica e ideológica–, particularmente en términos de una consideración sociológica que parece corresponder a los comienzos de un ajuste de cuentas desde el marxismo. Después de afirmar al psicoanálisis como una “obra imperecedera de la psicología moderna” y de señalar su amplia influencia contemporánea, critica el “olvido de su valor hipotético” que “condujo a forzar en ocasiones el afán interpretativo”.
Pero, más allá de ese cuestionamiento que se refiere al modo de su empleo más que al cuerpo teórico y al método, introduce una crítica de otro orden: ¿qué clase de concepción del mundo subyace? Por una parte, en el pasaje de una etapa “empírica” a la “doctrinaria”, el psicoanálisis habría incurrido a la vez en un aislamiento de la biología de los instintos y en un distanciamiento “de la realidad objetiva”. Por otra, en lo que constituye el núcleo de su lectura crítica, Thénon cuestiona al “psicoanálisis sociológico” por su tendencia a ignorar la estructura social y las relaciones de trabajo o a considerarlos sólo como derivados de los procesos inconscientes. En este aspecto dice, retomando argumentos de la década anterior, “el psicoanálisis muestra claramente sus afinidades con el idealismo filosófico, pues concibe la psiquis como un mundo autónomo.” De cualquier modo, ese mundo objetivo del cual el psicoanálisis se sustraería es social más que biológico y, en ese sentido, el argumento crítico “materialista” supone un giro evidente en relación con los argumentos del pasado.
Idealista o materialista, afirmado a la vez como enemigo o reformador de la moral, científico o literario, el campo de representaciones que evoca el psicoanálisis muestra no sólo la complejidad de una disciplina múltiple – teórica, metodológica y técnicamente – sino el espectro de una diversidad de lecturas que parece ser propio de un momento de transición.
También la difusión de las ideas de Freud interesa a Thénon, quien las explica adjudicando al psicoanálisis, en la cultura, la cualidad de una “promesa” de “rectificación interior” y de autoconocimiento frente a “una humanidad amenazada que busca ansiosamente un nuevo refugio para huir de las realidades cuyo análisis es temido y penado”. En todo caso, el meollo de la crítica ideológica viene a señalar el “profundo pesimismo” de los análisis freudianos de la sociedad y la cultura, para intentar una “superación” por el recurso a la dialéctica materialista y el privilegio del “ser social” sobre la conciencia. Desde el utópico punto de llegada a una futura “humanidad socializada”, desde ese “mundo nuevo” en el que va a nacer el “hombre nuevo”, “que no se reconocerá en los siglos venideros en nuestros tratados psicológicos”, el psicoanálisis queda, concomitantemente, proyectado a un pasado superado. “Freud habrá legado a la posteridad los documentos de la psicología del hombre de una época prehistórica, de una época de transición violenta y dolorosa cuyo epílogo ni pudo presenciar.”
 “Significación de la obra de Freud en la medicina actual”, publicado en Rosario (J. Cuatrecasas, 1939), en cambio, representa la continuidad de una lectura aferrada a la estricta reivindicación del espacio y el dominio médicos. Pero, en todo caso, puesto a defender celosamente ese tradición, no deja de señalar la necesidad de alguna reforma y, lejos del dogmatismo somatista que había signado la relación médica con el psicoanálisis, se hace cargo de la necesidad de superar lo que Cuatrecasas define como “la ciencia racionalista y objetiva”. En el marco de ese objetivo de ajuste y reforma del paradigma médico, cobra sentido la promoción de un criterio pragmático que resulta por otra parte, acentuado por la comparación con el modo no doctrinario como los países sajones habrían acogido y utilizado nociones y técnicas provenientes del psicoanálisis.
    La higiene y la pedagogía sexual son destacadas como un campo de problemas vigente y de estricta pertinencia médica, que demanda el auxilio del psicoanálisis, aunque para ello el autor deba producir el enorme forzamiento que supone integrar la teoría freudiana de la libido con los datos de la moderna endocrinología. Como sea, Cuatrecasas no sólo hace caso omiso de la acusación “pansexualista”, sino que aprovecha la oportunidad para refutar los cuestionamientos morales del P. Castellani, en defensa de la jurisdicción médica sobre el problema sexual.
Esta operación de apropiación de la figura y la obra de Freud que buscaba integrarlo a un dispositivo médico que, en general, seguía sin querer saber mucho de él, tuvo algunas consecuencias en el modo como buscaba reescribir la historia del psicoanálisis. Al caracterizar la operación freudiana como una inclusión en el mundo científico de objetos y temas hasta entonces colocados en el terreno del misterio y la superstición, esa obra era ingresada, explícitamente, en la historia prestigiosa de la medicina como una réplica del gran Charcot. Y es justamente desde la lógica constructiva de una tradición y una filiación “legítimas” que cobraba sentido el cuestionamiento a los “ortodoxos” –es decir, a la organización del movimiento psicoanalítico, legada por Freud, por fuera de las instituciones médicas– que pretendían, según Cuatrecasas, al modo de una secta, construir el psicoanálisis como “un edificio nuevo donde se podría cobijar el que quiera”. Frente a la significación general que Freud adquiría, desde lo irreversible de la muerte, y que lo abría al mundo de la cultura y el pensamiento, esta reivindicación profesional, desde la medicina, venía a poner en evidencia, años antes de la organización local de la asociación, que el conflicto en torno a la jurisdicción médica iba a acompañar, también en Buenos Aires, el proceso de institucionalización del psicoanálisis.
En las principales revistas culturales porteñas la muerte de Freud dio lugar a homenajes más breves y circunstanciales. Alfredo Galleti (1939), de La Plata, publicó una nota en Nosotros, en la que ubicaba la obra de Freud en el marco del desarrollo del “pensamiento contemporáneo” y acentuaba, casi como en una réplica a los argumentos de Cuatrecasas, que el médico fue dejado atrás, en la medida en que su obra alcanzó “una visión completa del mundo” mediante una doctrina que definía como emparentada con el naturalismo y para la cual encontraba predecesores entre “los materialistas del siglo xix”.
En Sur, por su parte (P. Canto, 1939), la consideración es más crítica, y se propone tomar a Freud como intelectual para situarse frente a las consecuencias de sus ideas más que frente a las teorías mismas que, por otra parte, el autor confiesa conocer poco. En una secuencia argumentativa fluctuante, que contrapone elogios y críticas, las objeciones se centran en el dogmatismo –“judaico y divino”, agrega– y en la desatención de la conciencia y la inteligencia: el gran pecado del psicoanálisis, que le confiere un “carácter de vulgaridad”, es la insistencia en permanecer “pura y exclusivamente en lo profundo”. Finalmente, esa peculiar lectura que busca reafirmar los fueros de la inteligencia y el espíritu encuentra, en Freud mismo, un cierre adecuado a través de la cita del final de El porvenir de una ilusión: si bien el intelecto es débil en comparación con las pulsiones, “la voz del intelecto es apagada pero no descansa hasta haber logrado hacerse oír”.
Por último, hay que mencionar el homenaje a Freud organizado conjuntamente por la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires y la Sociedad de Psicología, en 1939, que estuvo a cargo de Juan R. Beltrán (R. Núñez, 1941). Pero, en todo caso, si resulta destacable la significación académica de ese reconocimiento, la atención dedicada al creador del psicoanálisis fue compartida: en la misma sesión de homenaje y sucesivamente, se conmemoró el centenario de Theodule Ribot y el 25º aniversario de la muerte de José M. Ramos Mejía.