FICCIÓN: Todas las batallas de la Tierra

FICCIÓN: Todas las batallas de la Tierra

Leonardo Novak

Cuando la vi, yo retrocedía la historia, apoyado en el vidrio sucio, lagañoso, del barsucho que ponía una barrera mínima al frío.
Del otro lado del vidrio, un tubo de luz blanca colgaba en diagonal, a punto de caer, moviendo su arco de luminosidad al compás del viento, abarcando siempre los surtidores de nafta, unos baldes y un perro hecho círculo sobre sí mismo. Un insecto gordo y marrón agitaba sus alas velozmente alrededor del tubo. Más allá, un descampado negro, sin forma aparente. Yo iba y venía sobre la grabación. Intentaba atribuirle algo de sentido a las pocas palabras que el viejo me había dado. Dejaba apretado el botón con la idea de caer en el minuto y segundo exactos en que el viejo decía algo. Pero mi mano torpe me depositaba en el silencio que había caracterizado prácticamente todo el encuentro. Oía sin atención el aire quieto, las respiraciones trabajosas que salían del pequeño parlante gris. Era como si el grabador hubiera podido captar un zumbido inexistente, pero real, que aclimataba el diálogo que mantuvimos. Esperando a que llegaran esas palabras otra vez, la vi entrar en la estación de servicio.
Yo me había perdido en un pueblo enano, corto, demasiado pequeño para el inmenso monstruo que había sacudido las vidas sin esperanzas ni miedos de sus habitantes. Su nombre no importa. Nadie lo recordará. Todo nombre es insuficiente para contener las desprolijidades o los aciertos del mundo. Lo importante es que el país hablará por días, tal vez años, del viejo al que le descubrieron en el sótano a los niños mutilados. El diario me había mandado a cubrir el caso, averiguar las causas. No las había. Sólo un viejo siniestro y desquiciado que, seguramente, permanecería mudo en su encierro o se colgaría de un momento a otro. Lo único noticiable era hacer del pueblo un mito fantasma, atribuirle un clima lúgubre, fabricar que sus vecinos eran gente fría, inventar que no buscaban nada o que estaban olvidados por la gobernación, que hablaban poco entre ellos y que todos espiaban los pecados de todos, surgidos de voluntades chatas que llegaban al crimen porque la línea recta del horizonte, su único estímulo visual, los abandonaba a la imaginación perversa. Mentira. Pero yo tenía que construir algo. Algo tenía que decir.
Me pagaban los artículos. Había perdido el único micro que salía de allí a Buenos Aires esperando que el viejo me diera alguna revelación. Su mirada azul y buena, arriba de las ojeras manchadas de edad, me había dado escalofríos. Lo había mirado durante horas, seco, con el grabador colgando de la mano, dejar clavada su vista amable en recuerdos que, entendí, trascendían los hechos. Hubiera querido creer en el monstruo, pero había algo en el gesto que me lo impedía, que me llamaba más al consuelo que al castigo.
En la comisaría nadie supo decirme cómo salir. El único oficial presente dijo que no podía acercarme hasta al otro pueblo, donde la terminal era más grande y no estaría cerrada, aunque no tenía seguridad de que fuera a haber algún viaje programado. Alguien me sacó de las entrañas de ese barrial y me dejó a unos pocos kilómetros de la rotonda de ingreso, en una estación que, de lejos, parecía abandonada. El auto dobló por un camino de tierra y se fue iluminando el barro y los pastizales. Al poco tiempo su luz se extinguió, la oscuridad se llevó lo poco de vida que había cerca. Caminé hacia la estructura que se levantaba, sucia y vacía, para llenar de combustible a los autos. Un hombre enclenque, con gorra y bufanda estaba sentado en una reposera delante de la puerta del barsucho. La abrió en silencio, se metió y la dejó entornada, como una invitación. Otro hombre hacía rodar una llanta a unos metros y la llevaba detrás de un tractor. No presté atención por miedo a encontrar una ciudad activa y oculta en la
noche. Entré. Me acomodé en una de las cuatro mesas de plástico que había, al lado del vidrio, debajo de un televisor encendido.
Enseguida, el hombre de gorra y bufanda me trajo un café, sin pedir nada a cambio, sin decir. Le pude oler la piel reseca y ahumada por el cigarro. Salió y se sentó en la reposera.
Ella entró una hora más tarde, después de que el hombre de gorra hiciera el mismo circo que había hecho conmigo: levantarse, dejar la puerta abierta y meterse. Yo me había decidido a tratar de reconstruir los hechos ahí mismo, esperando que algún auto pasara y me dejase en Buenos Aires, haciendo del tiempo fuera de casa algo más rentable. También había pensado en Marta, mi mujer, la madre de mis hijos, mi destino de regreso. La recordé en el vidrio terroso, mientras me sacaba algunos abrigos.
La vi gritarme, echarme de la casa, decir que soy un inútil. Luego la vi yéndome a buscar a la redacción, pedirme disculpas en la vereda mientras yo me dejaba calentar los bigotes por el humo del café en el vaso, mentirme con que ella comprendía mi profesión, aunque no por eso dejaba de pretender que creciera, que formara mis proyectos. Le hablé del camino lento de la formación del currículum, de la importancia del lugar donde uno trabaja, de la estupidez ceremonial de cualquier trayectoria.
Pero ella se enojó nuevamente, dijo que pagaban mierda, que qué lugar ni ocho carajos. Como si nada, volvió a calmarse. Le dije que me iba de viaje, que volvía el día siguiente a la noche. Su imagen se esfumó, las manchas del vidrio tomaron consistencia y el perro se levantó, estiró las patas, olió un balde y se fue a tirar debajo de la reposera, buscando afecto o el calor de las quejas del hombre.
No había en la grabación algo que realmente sirviera para inventar una historia, un título. Sólo había una o dos palabras interesantes y no podía entenderlas. Tal vez sólo eso las hiciera interesantes. La voz se empastaba con el aire, con la resignación del viejo y los parlantes no podían desmenuzar las dos palabras incógnitas. Además, el volumen del televisor me impedía escuchar claramente. No podía ver el aparato porque lo tenía encima de mi cabeza, pero de él salían músicas tropicales, un hombre desganado y a punto del infarto relatando una carrera de caballos, el informe del clima en Ushuaia.
El caso había sido detectado por la policía, pero ningún juez se había hecho cargo aún del asunto y no había abogado cerca que pareciera estar dispuesto a defender al viejo. El hombre de la comisaría había dicho que el pueblo tendría la misma tenacidad moral con que las vacas habían decidido morirse o ser llevadas a otra tierra antes que convivir con la soja. Me hizo comprender que el abogado vendría después de que yo hiciera famoso al viejo, que usaría traje y que no sería del pueblo.
Comencé a especular con algunas ideas en el anotador, tratando de condenarlo, pero tenía estampada la mirada gentil del viejo monstruo, tan carente de miedos como de malicia. El vidrio mugriento me convocaba a observar la oscuridad fría y en él pude ver mis zapatos encharcados entre los yuyos del fondo de la casa del viejo, la tormenta que había pasado con su ira breve, el tacho de sangre en que había escondido los pedazos de la infancia y que el peritaje se había llevado a otro lado. El oficial me mostró los restos de uñas, los posibles pedazos de dientes que el viejo había arrancado con un alicate, el deseo bruto de aniquilar, el placer del amo con sus criaturas aberrantes, haciendo de la identidad corporal un juego de decisión soberana, tachando lo indeseable, destruyendo, hasta no dejar rastro, esa forma aún sin definición de la vida, nueva y amenazante. ¿Qué se podía decir sobre eso? Mentiras. Nada alcanzaría nunca. Escribía en el anotador cuadriculado, todo me sonaba ridículo, me estaba constituyendo en juez para algo que, realmente, me daba asco o no me importaba. Deslicé los ojos en el vidrio para descansar en la imagen de Marta y afuera, en la noche invernal, flotaba un lienzo anaranjado de nubes, denunciando árboles flacos, oscuros y quebradizos, dándome a entender que entre el próximo pueblo y yo sólo mediaba un espacio secreto, una suerte de olvido necesario de atravesar, como si entre mi destino, mi vida y yo fuera prudente un vacío que me permitiera creer que esos tres problemas eran una misma cosa y podrían coincidir alguna vez, quizás aquella noche.
En esas impresiones estaba cuando la vi entrar despreocupada y ágil, rubia y carnosa. Hablaba por celular, ajena al sitio que compartíamos. Daba la sensación de ser firme y decidida, pero a su vez la rodeaba un aire de ausencia, como si su personalidad estuviera, en realidad, en otra parte. Afirmaba y negaba con carácter, su voz era chillona y su tono bailaba en la histeria, el capricho o la mala crianza. Se acodaba en el mostrador, esperando el regreso del hombre de gorra. Sin embargo, yo me sentía en condiciones de asegurar que su presencia estaba allá, en ese oscuro descampado que sus ojos parecían casi obligados a contemplar a través del vidrio roñoso en el que yo me apoyaba para inventar mi historia. Como la introducción a una tragedia ridícula, empezó a sonar encima de mi cabeza una orquesta alegre y bélica. Ella se mostraba vital, liberada, contingente. Pensé que vendría de la celebración de empresarios que se realizaba anualmente, a cien kilómetros del pueblo, lejos de la luces de la capital. Se decía que ella acostumbraba a pasearse con altanería, con desconfianza y hasta con burla entre los hombres trajeados. Allí todos debían mantener las formas, pero se les permitía revelar confidencias, orear las mugres, llevar los muertos de oído a oído. Todos eran sistemáticamente perdonados porque todos se esforzaban para el mismo equipo, aunque el tiempo les hiciera mover las velas en direcciones contrarias. Ella debía ser la hija maldita, poderosa, extraña y apócrifa de ese agujero.
En cualquiera caso, se movía con voluntad allí donde yo estaba perdido. Me paralizaba el deseo de que no me viera, de que no reconociera mi cara. Me oculté en la escritura del anotador.
Intenté culpar a los habitantes del pueblo, convencerme de la impresión que me causaron los ojos tristes del viejo. Quise delinear algunos párrafos con descripciones del lugar. Saqué conclusiones de algunos testimonios, del maltrato que el viejo había recibido desde su viudez, aunque no me pudo describir en qué consistía. Continué rastreando las palabras que sabía importantes, pero que no podía recordar ni oír claramente. Nada. Hice agua. Algo me impedía avanzar en esas líneas, una fuerza externa, una imposibilidad de pensar más globalmente. Debía generar protagonistas claros. El análisis quedaría para otros. Entre los surtidores y el auto negro del que supuse ella había bajado, pasó el hombre de la llanta, nuevamente encorvado, nuevamente haciendo rodar algo. Lo siguió el perro, despabilado, movedizo. El televisor insistía con la misma música constantemente. Unos violines y una marimba se conjugaban en un momento de calma del avance de las tropas. Yo había rastreado alguna vez el
origen de la pieza que sonaba. Recordé el nombre del compositor, John Philip Sousa, del cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos, pero no alcancé a recordar el título de la obra. El hombre de gorra apareció, austero de movimientos, con un limpiaparabrisas en la mano. Ella negó con la cabeza y pareció pedir algo de mayor tamaño. Del otro lado del teléfono, en una dimensión ignorada por mí, por el hombre de gorra y por vaya a saber cuántos más, su otra vida seguía vibrando, calentándole la oreja con palabras que la hacían sonreír sin entusiasmo.
Pocas veces había especulado con la posibilidad de encontrarla en algún pasillo, en el ascensor del diario. Se me había hecho costumbre resignarme a que nada malo iba a pasar, o simplemente, que nada iba a pasar. Las veces que había especulado, tendí a creer en caminos dispuestos específicamente para ella, para que no la viéramos, para que ella no tuviera que vernos a nosotros. En algunas ocasiones llegué a pensar que había sido inventada para que, como un ojo escondido y móvil, pudiéramos sentir el tacto de sus pestañas en las nucas, mientras escribíamos. Pero no. Estaba ahí. Era real y era nada. Era una mujer común.
Temía dirigirle la mirada. Me parecía que cualquier cosa delataría mi nerviosismo, mi repulsión. Hace tiempo, ella huía de algo y yo venía a encontrarla, por casualidad o no. No tenía culpas, hablando estrictamente. Pero escapaba, una y otra vez. De pronto, mi vida me pareció injusta, traicionera, absurda. En el asombro por el camino que llevaba, en el odio a mí mismo por las circunstancias que me tocaban, intenté comprenderla, pero no hubiera podido sostener su mirada, aunque ya me conociera, aunque ella estuviese tranquila de que yo era uno de ellos. Me dolía saber que despertaba mi odio y mi compasión por razones desiguales y, en un punto, confundibles. Algo de ella estaba anclado en mí, en un horror que nos precedía, que tal vez hubiera quedado atrás, en algún aspecto negro de nuestra historia. Pensé en una gran acción, en sacudir mi cotidianidad en ese mismo instante, en alguna manera de impresionar a Marta, de mostrarle que no todo lo había perdido, que aún podía darme a tratar de encajar en las proyecciones que tenía para mí, las mismas que inventó el primer día y que aún la mantenían cerca, expectante, confundida, harta. Me quedé quieto. Perdí mi vista en los insectos reventados en el vidrio. Cerré los ojos y me dejé conducir por las trompetas del televisor.
Oculto detrás de mis párpados, las imágenes se sucedían al calor del avance de las botas que me sugería la música. Me esforcé por encontrar un comienzo para la nota y por deducir las dos palabras que había olvidado. Divagué pensando en los niños muertos, en las razones que llevaron al viejo a encerrarlos y depravarlos, por qué ellos y no otros. Intenté construir un mundo de culpabilidades infantiles. Sin exonerar al viejo, quise compartir con el resto de los personajes el morbo y la necesidad de violencia. Rápidamente descubrí que era el peor camino para el artículo. Yo podría haber escrito eso y liberarme, no sentir culpa o responsabilidad, no jugarme por nada. En parte, lo quería. Quería que no ocurriera nada, no tener que juzgar, estar quieto, permitirme observar cómo, lentamente, mi sustancia empezaba a extinguirse, descartando de a uno los proyectos juveniles, la necesidad de que trabajo e idealismo coincidieran, esperando recaer, suelto, sin culpa, sin nada, en el tedioso reparo de una familia o cualquier otra desgracia. La historia del viejo me enseñaba que lo único que respaldaba su cuento era la búsqueda ciega de la sangre, la sangre como un elemento dotado de poderes en sí mismo, como si de ella pudiera extraerse o borrarse alguna verdad.
Abrí los ojos y ella sacaba otro limpiaparabrisas de una cobertura de plástico transparente. De haber tenido que imaginar sus viajes, hubiera dicho que ella y su hermano no manejaban, que alguien detrás de una cortina decidía quién sería su chofer, y ellos se subían, indiferentes, a un auto negro que los llevaría a un lugar prefijado. Pero ella manejaba, se reía. Continuaba hablando por teléfono, mientras sus manos se dedicaban a otras tareas como agarrar, contener la tos, rascarse la oreja y mirar la punta del índice con atención. Nada en su voz, en su carne, parecía conjugar las inmundicias que le atribuían a su pasado. Ocultaba con cinismo y sin decisión aparente, con merecida irresponsabilidad todas las batallas de la Tierra. Pensé en el viejo. Sentí asco.
Finalmente, me vio. Entendí que me había reconocido con velocidad, que alguna vez había visto mi cara en la redacción o en un brindis interno, que había comprendido que era pluma del bando de su madre. Con furia, las trompas y trombones agitaban el ambiente y afuera el perro ladraba sin convicción a un auto invisible o al dolor de saber que su vida era innecesaria. No tardé en reflexionar sobre el tufo verde olivo que unía al canal de televisión, mi trabajo, la vida de ella y las razones del viejo inmundo.
Le sonreí cortésmente, me obligué a mostrarle el marrón de la base de mi dentadura que usualmente se escondía debajo de mi bigote. Le di esa imagen a propósito, como si con aquel gesto pudiera alcanzar una rebelión contra algo, contra mí. Ella devolvió una sonrisa adecuada y falsa. Giró rápidamente para dar dinero, para dejar de sentir la condena de cualquier vago que la observara, para omitir el escabroso viaje mental a una procedencia sin nombre. Con movimientos apresurados dejó caer los billetes al suelo y el hombre de gorra ni se inmutó, creo que porque desconocía su identidad. Ella debió agacharse mientras sostenía con un brazo el limpiaparabrisas y con la otra mano seguía la conversación de su otra persona. Imaginarla falible me decepcionaba, hacía más ridícula mi propia existencia. Juntó los billetes, los abultó en las manos resecas del hombre y salió rápidamente.
No evité quedar atrapado. Me unía a ella un acercamiento dual: la repugnancia por mi historia y mi presente laboral que Marta había sabido describir repetidas veces, y la necesidad de saber, acto de morbo y justicia, las razones del crimen. La seguí lentamente, sin fe en alcanzarla, dejando atrás el grabador con la pequeña luz roja encendida y, con la distorsión del sonido, las palabras borrosas. Ella subió al auto y el hombre de gorra cerró la puerta del barsucho. La música se oía como encerrada en una cápsula. Afuera, desprendido del vidrio que me había servido de apoyo, el viento claro y frío que alejaba la tormenta me sorprendió como si estuviera desnudo, frágil y perdido, imantado por la fuerza animal de la tragedia que se iba con el auto, cargando con todos los cuerpos de todas las historias de esa noche. Como una evocación, como si el andar lento del vehículo descorchara de mí un fragmento de memoria y llevase en el techo flameando una bandera de guerra marchita por el tiempo, no recordé las palabras del viejo, sino el nombre de la marcha militar que había acondicionado nuestro espacio: “Barras y estrellas por siempre”.

Leonardo Novak (Temperley, Buenos Aires, 1983) estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Publicó el libro de cuentos Monjas chinas (Alción Editora, 2012). Es colaborador en distintos medios gráficos nacionales, productor periodístico y guionista en diversos programas televisivos.