Imágenes y poder: El dispositivo en el cine documental político. El cine como dispositivo

Imágenes y poder: El dispositivo en el cine documental político

Rubén Dittus

Universidad Católica de la Santísima Concepción (Chile)

2.- El cine como dispositivo

La noción de dispositivo ha sido explotada por la teoría del cine esencialmente para delimitar los procesos de identificación del espectador en el film de ficción. En efecto, la tesis del cine como dispositivo sintetiza en gran medida el desarrollo de la teoría fílmica francesa de los años setenta. Una tesis que no ha estado exenta de discusión.

Junto a la clásica aproximación semiológica de Christian Metz (2001), otros promotores fueron Jean-Luis Baudry (1975) y Franceso Casetti (1989). Coinciden en proponer un análisis crítico del efecto-pantalla que debe tomar no sólo las características propias de la imagen, sino también las condiciones psíquicas de la recepción, la denominada experiencia espectatorial. Es decir, se postula la doble dimensión del filme, como artefacto y experiencia subjetiva.

Baudry (1975) es quien introduce el concepto a la teoría cinematográfica. Afirma que el dispositivo en el cine determina un estado artificial por medio de una relación envolvente con la realidad: “el aparato de simulación consiste (…) en transformar una percepción casi en alusinación, dotada de un efecto de realidad no comparable con el que aporta la simple percepción” (Baudry 1978: 33). Se trata de un dispositivo asociado a la idea de una máquina de ensoñación a través de la cual el espectador entra en conexión con un amplio abanico de fantasías, mitos, realidades, imaginarios y proyecciones espacio-temporales. Asumimos la premisa de que el espectador nunca mantiene, con las imágenes que mira, una relación abstracta o pura, separada de toda realidad concreta. La visión del filme se da en un contexto determinado -social, tecnológico, situacional, biográfico, institucional e ideológico-, transformándose en factor que regula la relación del espectador con la imagen (Aumont 1992: 15). Ello explica que el dispositivo se asocie a los efectos ideológicos del cine, pues, en cierta forma, supone la frontera entre lo subjetivo y lo social.

En la tesis de Baudry, el dispositivo desempeña un papel fundamental, pues es lo no visible, pero que permite ver. El ojo del espectador es que se adiestra y se dirige a partir de una serie de artificios que la máquina del dispositivo cinematográfico hacen posible, privilegiando una “ideología de lo visible”, situando al espectador imaginariamente en un lugar central. Todo está el alcance y es visible para el espectador. La vigilancia y en control se ejerce desde el juego de lo visible e invisible. Se geometriza la mirada y la militariza la cultura a través del cine y un espectador que se se observa en él. Es la doble dimensión del filme como artefacto y como experiencia subjetiva. Esta última se logra por medio de la gratificación vivida por una platea fascinada por la sintonía entre su disposición de ver y un buen producto ofrecido en la sala oscura. Es, ahora, todo el engranaje que envuelve al filme el que empieza a ser considerado como objeto de análisis y como parte de la teoría cinematográfica, y en la que el espectador se convierte en protagonista. Una teoría que no ha estado exenta de discusión.

Para Franceso Casetti, el espectador se construye en el propio texto de la película, actuando como el consumidor que el filme desea y para quien se dirige, configurándose el “lugar del espectador”. En El filme y su espectador (1986), analiza esta figura, desde una clara perspectiva semiótica, y lo hace adentrándose en la enunciación cinematográfica. Para Casetti, es posible observar en el filme el “lector implícito” o la “imagen del público” que el texto fímico delinea. En esta tesis, el vínculo imaginario se hace posible con la búsqueda de una presencia, la del interlocutor, que se materializa en una especie de relación circular donde ambos -espectador y filme- se necesitan. Es decir, el filme construye a su espectador, lo dibuja, le dá un sitio, le hace seguir un trayecto (Casetti 1989: 35). El lugar del espectador es parte del proceso de construcción imaginaria, es la posición del sujeto-receptor tal cual el propio filme la construye al dirigirse a la platea. De esa forma, el espectador deja de ser considerado como un sujeto empírico situado materialmente en la sala oscura, sino es parte integral del filme, implicado en forma de texto.

Es el campo de la enunciación el que Casetti ofrece para hacerse cargo de este imaginario espectatorial. Según explica, la enunciación cinematográfica se refiere al acto “de apropiarse o de apoderarse de las posibilidades expresivas ofrecidas por el cine para dar cuerpo y consistencia a un filme” (Casetti 1989: 42). Ese decir y sus modalidades se nutre a partir de un punto de vista que organiza los diversos aspectos del filme, como la toma, el encuadre, la secuencia, la profundidad de campo o la música. La dificultad radica en que tanto el sujeto enunciador como enunciatario no se presentan nunca como tales. Es la enunciación la que se hace invisible para los ojos del espectador. El enunciatario en un filme -explica Casetti- existe siempre, ya

sea en forma evidente o implícita. Aquél acompaña al texto en todo su desarrollo, no puede no estar en la trama. Tiene una capacidad para actuar en el texto que lo proclama como uno de los elementos básicos y activos del texto cinematográfico.

Así, el espectador es una marca al interior del filme, una presencia que designa el dejarse ver y entender, pero esa evidencia es siempre relativa, y depende de qué tan clara sea la interpretación y qué factores psicológicos del sujeto ayuden o dificulten en la puesta en macha de dicha presencia en el texto. Una especie de dedicatoria que Casetti grafica como “Es a ti a quien me dirijo”: “Es la enunciación la que fija las coordendas de un film (y el tú que emerge debe su propia consistencia a aquel gesto de arranque) (…) emergente o sumergido, evidente u oculto, es el lugar de la afirmación y de la instalación de un enunciatario; es el ámbito en el que un papel se soldará con un cuerpo para definir comportamientos y perfiles de lo que se llama el espectador” (Casetti 1989: 50-51).

El primer antecedente de repercusiones teóricas de importancia en torno al espectador y su relación con el filme se encuentra en el libro de Edgar Morin, Le cinema ou l’homme imaginaire (1956). Haciendo gala de un amplio recorrido conceptual por el pisconanálisis lacaniano, el existencialismo sartreano y la teoría de la imagen, Morin desmitifica en un ensayo antropológico algunas concepciones en torno a lo imaginario para trasladarlas a territorio cinematográfico. La noción de imaginario -en la tesis de Morin- sigue los antecedentes de la teoría de Lacan para quien lo imaginario remite, “primero a la relación del sujeto con sus identificaciones formadoras (…) y segundo a la relación del sujeto con lo real, cuya característica es la de ser ilusorio”.

Es decir, la imagen y lo imaginario son parte de la misma naturaleza psíquica, así, las formaciones imaginarias del sujeto son imágenes, no sólo en un sentido de sustitución o intermediación, sino en el sentido de que se encarnan eventualmente en imágenes materiales.

Es en un plano ontológico intermedio donde se encuentra la imagen mental, cuya realidad -dicho sea de paso- nunca es puesta en duda. Así como para Sartre la imagen mental es estructura esencial de la conciencia o, escrito de otra forma, cumple una importante función psicológica al asociar al hombre a su entorno material; para Morin el objeto cinematográfico está ausente en el seno mismo de su presencia en la psique del espectador. Es la dualidad presencia-ausencia la que define la naturaleza de la imagen fílmica. La sobrevaloración subjetiva que hace el sujeto de su entorno inmediato o lejano depende la objetividad de la imagen mental en su aparente exterioridad material, esto es, en formas, colores, tamaño o densidad. Para Morin, todo ello es parte de la psique, lo imaginamos.

Se trata de rasgos culturales que aportan desde lo irreal, lo ilusorio, la ensoñación y lo sobrenatural las bases para el éxito de la gran pantalla en Occidente. Es a través del cine -escribe Morin- donde se visualizan nuestros sueños y donde se vuelve realidad la imaginación del ser humano. El cine representa la materialidad donde lo imposible se hace posible. La irrealidad del cine es ilusión que se vuelve realidad. Sin embargo, es paradójico. “¿No es esta máquina lo más absurdo que quepa imaginar ya que sólo sirve para proyectar imágenes por el placer de verlas?”, se pregunta Morin (2001: 19).

Más adelante escribe que “El cinematógrafo es verdadera imagen en estado elemental y antropológico de sombra-reflejo. Resucita, en el siglo XX, el doble imaginario. Muy concretamente en esta adecuación para proyectar en espectáculo una imagen percibida como reflejo exacto de la vida real” (Morin 2001: 48).

En la tesis de Morin, el cine, al igual que la fotografía, confirma la presencia de algo que está ausente. Pero le añade una doble impresión de realidad, restituyendo el movimiento de las cosas y seres, proyectándolos, liberándolos de la película sobre una superficie en la que parecen autónomos (Morin 2001: 21). De este modo, la riqueza del cine reside no en lo que éste representa, sino sobre lo que el espectador se fija o es capaz de proyectar. Se activa, así, la imaginación.

¿Cómo es posible activar esas imágenes tan propias de la exclusiva subjetividad del sujeto, nutriéndolas de un dispositivo visual como el cine? La imagen mental, explica Morin, se proyecta el doble, y en forma espontánea. Pero también lo hace sobre imágenes y formas materiales, tales como dibujos, grabados o esculturas, en una clara tendencia hacia la deformación o lo fantástico. De ese modo, la imagen mental y la imagen material se revalorizan o empeoran potencialmente la realidad que dan a ver, cargando de trascendencia una representación aparentemente sin valor alguno. Se trata de un mundo irreal que tiene efectos sobre la realidad misma. Se trata de dos polos de una misma realidad: el doble y la imagen, idea que Morin explicita:

“El mundo irreal de los dobles (…) Una potencia psíquica, proyectiva, crea un doble de toda cosa para abrirlo en lo imaginario. Una potencia imaginaria desdobla toda cosa en la proyección psíquica (…) La imagen posee la cualidad mágica del doble, pero interiorizada, naciente, subjetivizada. El doble posee la cualidad psíquica, afectiva, de la imagen, pero alienada y mágica” (Morin 2001: 35).

La cita de Morin fundamenta la idea de que el cine une indisolublemente realidad objetiva y visión subjetiva. En esa asimilación práctica de conocimientos que hace posible el cinematógrafo se visualizan los sueños del hombre, proyectados, objetivados, industrializados y compartidos por la contemporaneidad. El primer soporte de realidad son las formas. Fieles a las apariencias de un referente, dan impresión de realidad. Lo que hace el cinematógrafo es, con el movimiento, aportar desarrollo, duración, tiempo y profundidad espacial. El movimiento restitute autonomía y corporalidad a las formas. Así, “la proyección cinematográfica libera la imagen de la placa y del papel fotográfico” (Morin 2001: 108). Para lograr este efecto imaginario, en este proceso empírico inicial de visión y percepción, la cámara pone en acción la visión psicológica (Morin 2001: 112). Se trata de visiones fragmentarias que concurren en una percepción global, es decir, un objeto es visto psicológicamente desde todos los ángulos (percepción objetiva), tanto por la cámara como por el espectador.

La toma y el montaje fílmico mecanizan los procesos perceptivos, unificándolos en una visión psicológica.

Todo ello es posible porque los procesos psíquicos conducen por un lado, a una visión práctica, objetiva y racional y, por otro, a una visión afectiva, subjetiva y fantástica.

Ambas se unen en el cine. Las imágenes objetivas y subjetivas se yuxtaponen, prefabricadas a través de un descifraje inicial que hace la cámara desde las primeras tomas. El espectador pone en acción la mixtura de la que habla Morin, ya que si bien el filme tiene una realidad exterior al espectador, una materialidad, a pesar de eso, el sujeto espectatorial reconoce el film como irreal e imaginario. Prueba de ello es que se hace uso de la visión estética, que sólo se aplica a imágenes dobles. Aquella descosifica al cine, otorgándole subjetividad y valor imaginario (Morin 2001: 137).

Para Morin, al igual que para Jean Epstein, el cine el psíquico. En él se unen dos psiquismos, el de la película y el del espectador. Un sujeto que es tan activo como el cineasta, y que es creada por él mismo, el espectador. Morin sustenta la tesis del cine como simbiosis. Al respecto, escribe que “el cine es exactamente esa simbiosis: un sistema que tiende a integrar al espectador en el flujo de filme. Un sistema que tiende a integrar el flujo del filme en el flujo psíquico del espectador” (Morin 2001: 94). Por eso, el cine parece arrastrar en un solo flujo la subjetividad del espectador, y éste -sujeto activo en la sala oscura- no se da cuenta de que es parte esencial de esa máquina de proyección, identificación y participación denominada cinematógrafo.

Es el filme como nuestro psiquismo total, como si imaginara por cada uno de nosotros. Así, la figura del espectador como parte de esta relación psíquica con el cine garantiza la existencia de un dispositivo que supera la noción de un mero aparato técnico. Es todo el engranaje que envuelve al filme. Y en él, el espectador es protagónico.

El dispositivo en el cine es, entonces, aquel mecanismo de control que mantiene unidos el régimen de composición (valor estético, montaje, relato) y el régimen de recepción. Lejos de poder reducirse a un agenciamiento técnico, el dispositivo es un sistema complejo donde se determina, según las modalidades espacio-temporales y las condiciones de la experiencia particular, las posibles relaciones entre el espectador, la máquina, la imagen y el entorno.

Volver a «Imágenes y poder: El dispositivo en el cine documental político«