LA INTELIGENCIA

LA INTELIGENCIA
La psicología clásica concebía la inteligencia bien como una facultad dada de una
vez para siempre y susceptible de conocer lo real
, bien como un sistema de
asociaciones mecánicamente adquiridas bajo la presión, de las cosas. De aquí,
como ya hemos señalado antes, la importancia que la pedagoga antigua concedía
a la receptividad y al bagaje memorístico. Hoy, por el contrario, la psicología más
experimental reconoce la existencia de una inteligencia que está por encima de las
asociaciones y le atribuye una verdadera actividad y no exclusivamente la facultad
de saber.

Para unos, esta actividad consiste en ensayos y errores, primero prácticos y
exteriores y que después se interiorizan en la forma de una construcción mental de
hipótesis y de una investigación dirigida por las mismas representaciones
(Claparède). Para otros, implica una reorganización continua del campo de las
percepciones y una estructuración creadora (Kohler, etcétera). Pero unos y otros
están de acuerdo en admitir que la inteligencia empieza por ser practicado
sensomotora para interiorizarse después
, poco a poco, en pensamiento
propiamente dicho; y también están de acuerdo en reconocer que su actividad es
una continua construcción.
El estudio del nacimiento de la inteligencia durante el primer ano parece indicar
que el funcionamiento intelectual no procede por tanteos ni tampoco por una
estructuración puramente endógena, sino mediante una actividad estructurante que
implica formas elaboradas por el sujeto a la vez que un ajuste perpetuo de esas
formas a los datos de la experiencia. Dicho de otra manera: la inteligencia es la
adaptación por excelencia, el equilibrio entre una asimilación continua de las cosas
a la propia actividad y la acomodación de esos esquemas asimiladores a lo
precisamente por esto, en el plano de la inteligencia práctica, el niño sólo
comprende los fenómenos (por ejemplo, las relaciones especiales, causases, etc.)
asimilándolos a su actividad motriz, pero al mismo tiempo acomoda esos
esquemas de asimilación a los detalles de los hechos exteriores.
Igualmente, los
estratos inferiores del pensamiento del niño muestran una constante asimilación de
las cosas a la acción del sujeto, junto a una, acomodación no menos sistemática
de estos esquemas a la experiencia. Después, a medida que la asimilación va
progresivamente combinándose con la acomodación, la primera se reduce a la
actividad deductivo, la segunda a la experimentación, y la unión de ambas se
convierte en la relación indisociable entre deducción y experiencia, relación que
caracteriza a la razón.
Así concebida, la inteligencia infantil no puede ser tratada por métodos
pedagógicos de pura receptividad. Toda inteligencia es una adaptación; toda
adaptación implica una asimilación de las cosas al espíritu, lo mismo que el
proceso complementario de acomodación. Por tanto, todo trabajo de la
inteligencia descansa sobre un interés.
El interés no es otra cosa, en efecto, que el aspecto dinámico de la asimilación.
Como profundamente ha mostrado Dewey, el verdadero interés aparece cuando el
yo se identifica con una idea o un objeto, cuando encuentra en ellos un medio de
expresión y se le convierten en el alimento necesario para su actividad, Cuando la
escuela activa pide que el esfuerzo del alumno salga del mismo alumno y no le sea
impuesto; y cuando exige que su inteligencia trabaje realmente sin recibir los
conocimientos ya preparados desde fuera, reclama por tanto, simplemente, que se
respeten las leyes de toda inteligencia. En efecto, tampoco en el adulto el intelecto
puede funcionar y dar ocasión a un esfuerzo ¿e la personalidad entera si su objeto
no es asimilado a ésta en vez de quedar externo a ella. Con mayor razón en el
niño, puesto que en él la asimilación al menos no está de golpe equilibrada con la
acomodación a las cosas y necesita un ejercicio lúdico continuo al margen de la
adaptación propiamente dicha.
La ley del interés que domina todavía el funcionamiento intelectual del adulto es
válida a fortiori en el niño, cuyos intereses no están en absoluto coordinados y
unificados, lo que excluye en él, mas aun que en el caso de los adultos, la
posibilidad de un trabajo heterónomo del espíritu. De aquí lo que Claparède llama
la ley de autonomía funcional: “En cada momento de su desarrollo un ser animal
constituye una unidad funcional, es decir, sus capacidades de reacción están
ajustadas a sus necesidades” (L’éducation – fonctionnelle).
Antes hemos visto que si el funcionamiento -del espíritu es el mismo a todos los
niveles, en cambio las estructuras mentales son susceptibles de variar. Tanto en
las realidades psíquicas como en los organismos las grandes funciones son
constantes, pero pueden ser ejercidas por órganos diferentes. Por tanto, si la
nueva educación quiere que se trate al niño como ser autónomo desde el punto de
vista de las condiciones funcionales de su trabajo, reclama, por el contrario, que se
tenga en cuenta su mentalidad desde el punto de vista estructural. En esto reside
la segunda originalidad notable.
Efectivamente, la educación tradicional ha tratado siempre al niño como adulto
pequeño, ser que razona y siente como nosotros, pero desprovisto, simplemente,
de conocimientos y experiencia. De esta manera, al no ser él niño más que un
adulto ignorante, la tarea del educador no era tanto formar el pensamiento como
amueblarlo; se consideraba que las materias proporcionadas desde fuera
bastaban como ejercicio. Desde que se parte de la hipótesis de las variaciones
estructurales, el problema es muy distinto. Si el pensamiento del niño es
cualitativamente diferente del nuestro, el fin principal de la educación es formar la
razón intelectual y moral; como no se puede modelar desde fuera, el problema es
encontrar el medio y los métodos más convenientes para ayudar al niño a
construirla por si mismo, es decir, a alcanzar en el plano intelectual la coherencia y
la objetividad y en el plano moral la reciprocidad.
Por tanto, para la escuela nueva tiene una importancia fundamental saber cuál es la
estructura del pensamiento del niño y cuáles son las relaciones entre la mentalidad
infantil y la del adulto. Todos los creadores de la escuela activa, a propósito de tal o
cual punto particular de la psicología del niño, han tenido la intuición global o el
conocimiento preciso de las diferencias estructurales entre la infancia y el estado
adulto. Ya Rousseau afirmaba que cada edad tiene sus maneras de pensar; pero
esta noción sólo se ha hecho positiva con la psicología del siglo XX, gracias a sus
trabajos sobre el niño y en parte a las concepciones de la psicología y la
sociología comparadas. Así, en los Estados Unidos, como consecuencia de las
investigaciones de Stanley Hall y sus colaboradores por una parte y los
colaboradores de Dewey por otra (entre otros I. King), un profundo teórico, J. M.
Baldwin, ha establecido (de una manera desgraciadamente muy poco
experimental) el programa de una “Lógica genética”; la idea sola de una tal
disciplina está ya llena de significado porque muestra hasta qué punto nos hemos
acostumbrado a pensar que la razón evoluciona en su estructura misma y se
construye realmente durante la infancia, contrariamente a lo que creían positivistas
y racionalistas en el siglo XIX. En Europa, han conducido a ideas análogas los
trabajos de Decroly y Claparède sobre las percepciones de los niños, de Stern
sobre el lenguaje infantil, de K. Groos sobre el juego, sin hablar de las hipótesis
derivadas de los famosos estudios sobre la mentalidad primitiva y los análisis
freudianos sobre el pensamiento simbólico. Nos parece necesario dedicar
algunas líneas a este problema porque condiciona el juicio que deba emitirse
sobre los nuevos métodos educativos.