La Psicología Biológica de Dr. José Ingenieros

José Ingenieros, “La psicología biológica”, Anales de la Sociedad de Psicología, 1910, vol. 1, pp. 9-34.

La psicología contemporánea es una ciencia natural. Siendo el objeto de su estudio los fenómenos psíquicos y produciéndose éstos en seres vivos, es también una ciencia biológica. Las funciones psíquicas no son patrimonio exclusivo de la especie humana; ellas se constituyen desde las más elementales manifestaciones de la vida y se elaboran progresivamente a través de la evolución de las especies. Por eso la psicología no estudia solamente las funciones psíquicas del hombre; aunque las de nuestra especie animal nos interesan más que las de otras, sólo podemos considerarlas como una expresión compleja de las demás, derivando tal complejidad de las necesidades progresivas de la materia viviente en su evolución adaptativa a las condiciones del medio en que existe.  
En este sentido puede admitirse con James que la psicología es una “ciencia natural”, pero no sabríamos aceptar la interpretación que da a sus objetos de conocimiento; la concibe como un cuerpo provisorio de verdades relativas a los “estados de conciencia y a los conocimientos que ellos tienen el privilegio de darnos”.
No podemos admitir que las “funciones psíquicas” son siempre “estados de conciencia”, y creemos que los conocimientos dados por éstos sólo son una mínima parte de las funciones que la psiquis desempeña en la evolución biológica de las especies.
La existencia real de las funciones psíquicas es un dato primitivo de la experiencia; el hombre observa en sí mismo y en los demás hombres, como también en todas las especies vivientes, proporcionalmente a la gerarquía evolutiva  de ellas. Y el hombre observa también los resultados de estas funciones; su intervención es decisiva en la conducta, es decir, en la adaptación de todos los actos de los seres vivientes a las condiciones del medio en que ellos se realizan.
Estos breves postulados cuyo examen particular excedería a los límites de una introducción a los estudios que la Sociedad de Psicología ha emprendido, permiten señalar el criterio que, en mi concepto, puede servirle de guía, y también nos dejarán entrever cuál es la orientación general de los estudios encaminados al conocimiento de las funciones psíquicas. Sería estéril o peligroso arriesgarse a cruzar tan obscuros dominios sin llevar una clara noción de los caminos posibles, aunque osaríamos demasiado pretendiendo determinar en líneas precisas su vía maestra definitiva.
La tarea no es fácil, a punto de no haberla resuelto los más preclaros ingenios humanos que en larga serie de siglos han pretendido fijar las condiciones de los fenómenos del espíritu y establecer sus leyes generales.
Pero tampoco podríamos negar que sus dificultades han disminuido en los últimos lustros, gracias al prodigioso desenvolvimiento de los métodos que refuerzan y precisan las observaciones humanas y al auxilio poderoso de las ciencias afines, reconstituidas vigorosamente al calor del positivismo filosófico. Los psicólogos contemporáneos pueden afirmar que una ciencia comienza a organizarse sobre los escombros de las antiguas especulaciones metafísicas, más preocupadas de adaptar la realidad a las construcciones aprioristas del espíritu que de construir sistemas fundados en la intelección de la realidad, tal como nos la revela la experiencia. Los clásicos de la filosofía se consideraron obligados a penetrar en el dominio de los fenómenos psicológicos trayendo alguna idea filosófica, moral o física: el alma, la sensación, el átomo, la voluntad, el bien, el instinto, las imágenes, las facultades, etc.; hoy comenzamos a salir de esa corriente y a concebir la actividad psíquica como un proceso biológico en formación continua y no como una simple suma o combinación de elementos que preexisten por separado; en este sentido, los postulados más ruidosos de Bergson y James (“impulso vital”, “corriente de la conciencia”), pueden ser afirmaciones elementales de la psicología biológica evolucionista, sin que esto implique opinar sobre la validez o invalidez de sus inferencias metafísicas.
Encaradas las funciones psíquicas como simples fenómenos naturales, como datos particulares de la realidad universal sometida a nuestra experiencia, su estudio es menos difícil y el “cuerpo provisorio de verdades” que a ellos se refiere, la psicología, puede constituirse en condiciones cada vez más favorables. Con toda razón podemos repetir que ya no estorba nuestro camino el espiritualismo clásico, enmarañado por las distintas facultades preconstituidas en el alma, ni las teorías escolásticas encarriladas a cimentar el sentido común en la sofistica, desviándose del buen sentido, ni las psicologías analíticas que llevaban a concebir la actividad mental como un agregado de elementos primitivos dotados de existencia autónoma, ni el asociasionismo empírico que hacía del alma humana un conglomerado estático.
La moderna renovación filosófica, que ha puesto en las diversas ciencias el eje de toda interpretación hipotética de la realidad, señala otros horizontes a la psicología. El pensamiento filosófico ya no es subjetivo; su contenido ya no es la inteligencia abstracta sino la realidad que se nos revela por la experiencia, tal como se nos revela. El genio de los filósofos griegos nos admira por su potencia imaginativa, pero no arrastra nuestro consentimiento; Sócrates, Platón y Protágoras son simples casos para el estudio de la imaginación creadora. Ellos fueron relámpagos en épocas de forzosa penumbra, forzosa porque el conocimiento es una obra colectiva que el genio sintetiza o previene, pero no crea de la nada. Y así también Bacon, Leibnitz, Spinoza, Descartes, Locke, Hume, Condillac, Mill, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, cumbres preclaras del pensamiento filosófico, son puntos de orientación en la historia del conocimiento humano, pero poco representan ya en el capital positivo de la ciencia moderna: grandes imaginativos, creadores geniales, ellos son magníficos artistas de la metafísica, pero no pueden orientar al estudioso que se ensaya con criterio científico en la comprensión de las funciones psíquicas.
La psicología moderna es más modesta, pero quiere ser menos insegura. Si su objeto de estudio son fenómenos propios de los seres vivos, justo es que tome los criterios y métodos de las ciencias biológicas; si la experiencia revela que las funciones que observa están especialmente condicionadas por la estructura y las funciones del sistema nervioso, justo es que haya buscado en éste la clave de su mecanismo. Por eso es la palabra de los biólogos, naturalistas, fisiólogos y alienistas la que ha aportado los materiales constitutivos de su nuevo edificio. El método especulativo está destronado; la experiencia se integra por otras vías más contiguas a la realidad: la observación introspectiva y extrospectiva, directa o indirecta, sensorial o instrumental. El pensamiento se enfoca sobre sí mismo, en vez de buscar fuera de sí su propia explicación; los psicólogos abandonan las cimas culminantes, y con frecuencia inaccesibles, de la metafísica, buscando en la experiencia de las disciplinas naturales los auxiliares para sus indagaciones. El pensamiento se busca a sí mismo en el cerebro, como en su propia casa, recorre todos sus meandros, examina sus comunicaciones, consigna sus hábitos, tantea los resortes, todo lo escruta obstinadamente. El fenómeno natural es estudiado como tal; la naturaleza desciende de las antiguas individualizaciones construidas por el misticismo de los filósofos geniales y reintegra a la psiquis en sus funciones biológicas, limitadas pero esenciales.
Ya no es para nosotros el pensamiento un misterioso atributo que la imaginación ignorante atribuía a seres o entidades ajenas a nuestra experiencia. Hoy todo nos lleva a creer que pensar es una de las funciones de esa otra función mas vasta, que es vivir; la energía psíquica es un modo de la energía vital, como ésta parece serlo de la energía química, y ésta de la energía mecánica. Al concepto de un mundo creado para que el hombre lo piense, o de un pensamiento creado para dar existencia real al mundo, tiende a substituirse el monismo energético.
Las funciones psíquicas no son más que una función especializada de la energía biológica; la conciencia es una de sus maneras de manifestarse. Pensamos con todo el organismo, pero el cerebro es el sistema orgánico destinado a representar la naturaleza que percibimos, a reunir las imágenes de la realidad que impresiona nuestra sensibilidad, a conservarlas, reproducirlas, asociarlas, abstraerlas, sintetizarlas, en el continuo flujo y reflujo de todos los procesos biológicos. Es así como las funciones psíquicas reflejan y resumen el medio ambiente en que el organismo vivo se desarrolla; así registran su historia. Consideradas como una de tantas manifestaciones de la energía, ellas tienen que obedecer a leyes similares de las que también rigen a las demás; consideradas como función, ellas emanan de órganos, y es en ellos donde podemos investigar las visibles condiciones anátomofisiológicas que condicionan su producción y las íntimas combinaciones fisicoquímicas que las acompañan.
Esta tendencia a reducir los fenómenos psicológicos a una modalidad ulterior y más diferenciada de los fenómenos biológicos, parece ser la conclusión más general y consolidada de toda la psicología contemporánea. Tal criterio y tales métodos son ya corrientes en todos los tratadistas, sin distinción de escuelas, desde Spencer y Sergi hasta James y Bergson; los mismos partidarios del neoidealismo los aceptan y aplican, no obstante sus reservas puramente verbales o sentimentales respecto de los problemas metafísicos que parecen estar involucrados en ellos.
Al variar la posición de esta disciplina científica, cambióse también su metodología; el estudio de funciones biológicas fue accesible a métodos de investigación cada vez más complejos. Fácil parecía a los dialécticos e idealistas el estudio del alma humana; bastaba reflexionar al respecto. Descartes aró el surco falso, diciendo que “el alma es más fácil de conocer que el cuerpo”; su opinión sigue siendo cómoda para los que desean ejercitarse en deportes psicológicos sin adquirir los conocimientos biológicos que son su base. Así fue como los Víctor Cousin, los Jouffroy y los Royer Collard pudieron creerse psicólogos teniendo de la psicología una idea bastante informe, a punto de definirla como “la ciencia del principio inteligente, del hombre o del yo”, o como “la parte de la filosofía  que tiene por objeto el conocimiento del alma y de sus facultades, estudiadas por intermedio de la conciencia”. Sus métodos tenían que ser sencillos y fáciles, como que se resumían en esta fórmula: “el alma se conoce, se comprende a sí misma inmediatamente”. Más modestos, los psicólogos de hoy consideran que las funciones psíquicas pueden estudiarse con todos los métodos de las ciencias biológicas y sociales, sin excluir por eso la introspección, que después del exclusivismo instrumentalista de los fisiólogos y de los excesos de la psicología analítica, ha recuperado buena parte de su primitiva importancia, volviendo a prestar atención, como hace James, a los datos inmediatos de la conciencia.
Para el estudio de las funciones psíquicas es indispensable tener en cuenta todos los factores que contribuyen a determinarlas; la psiquis actúa en función del medio. Nunca repetiremos bastante que cada fenómeno psicológico depende, en primer término, de órganos que encontramos en el encéfalo y en todo el sistema nervioso; y también depende de las condiciones biológicas del ser vivo, es decir, de todos los otros órganos y funciones de la vida, con los cuales está en intima relación; y de las condiciones del ambiente social, área en que el fenómeno se mueve y donde adquiere formas particulares o comunes; por fin, influyen sobre él una serie ignorada y obscura de antecedentes de la vida individual, es decir, la herencia: residuos de la experiencia psicológica de innumerables generaciones que escapan a nuestra investigación y permanecen en la sombra. Por eso el estudio metódico y completo de cualquier hecho psicológico debe abordarlo bajo sus tres aspectos esenciales: 1°, en el organismo y en el cerebro, por ser éste el órgano que principalmente resume la vida psíquica; 2°, en la herencia, que es el lote de aprendizaje que nos transmiten nuestros antepasados; 3°, en el medio, de donde el individuo toma los datos experimentales que sus órganos elaboran siguiendo las inclinaciones marcadas por la herencia.
Es evidente que esta manera de plantear el estudio de las funciones psíquicas aleja de toda hipótesis metafísica y lleva a constituir una “psicología sin alma”, como dijeron Lange y Lewes. No obstante la perpetua anastomosis de la psicología con las demás disciplinas filosóficas -a punto de ser la ética, la lógica y la estética tres vastos capítulos de aquella- los problemas puramente metafísicos quedan al margen de nuestra ciencia, pues son insolubles por definición. La hipótesis del alma, es absolutamente innecesaria en psicología, lo que no impedirá que, durante un tiempo larguísimo siga formando parte de las creencias usuales; el problema clásico de la conciencia parece, en cambio, aproximarse a una solución; entendida hoy como una cualidad contingente de las funciones psíquicas, sintética pero variable, episódica, desagregable, de intensidad oscilatoria, dinámica (“corriente” o “flujo”), subordinada a las modificaciones de la personalidad orgánica, ella ha perdido su misteriosa sublimidad de antaño. Si antes lo esencial y sorprendente eran los fenómenos psíquicos concientes, hoy tiende a ser más esencial y sorprendente el estudio de los fenómenos psicológicos que habitualmente no entran en el área reducida de la conciencia (Sergi, Hoffding, Janet, Sollier).
Lo que sabemos de la vida psíquica individual, la parte conciente, sólo es una muestra superficial de actividades que escapan a nuestro análisis. Con frecuencia nos basta esa simple superficialidad, creyendo que ella es todo y nos dice todo; sin embargo, la conciencia sólo nos manifiesta el hecho elaborado, no el que se está elaborando. Por eso el examen directo y subjetivo de la actividad conciente no podría iluminar más que una zona estrecha de la vida mental; la psiquis seguiría siendo un vasto y profundo mar inexplorado sin el concurso de las ciencias biológicas y sociales, especialmente de la patología, que nos revela muchos fenómenos inadvertidos en el funcionamiento normal (Ribot). Es así como la psicología contemporánea no se contenta con exigir a sus cultores la aptitud para el razonamiento lógico o la imaginación rica en especulaciones abstractas; ella reclama el concurso de las ciencias afines, pues todas son sus colaboradoras, y el esfuerzo colectivo puede ilustramos acerca de las condiciones que determinan el funcionamiento de la materia viva en sus manifestaciones más evolucionadas.
Por fin, ahondando más el examen de la formación progresiva de las funciones psíquicas a través del mundo biológico, hasta llegar a sus más altas manifestaciones humanas, veríamos que todo concurre a pronosticar la futura orientación de estos estudios hacia una psicología genética. Ella permitiría entrever las adquisiciones de la experiencia psicológica a través de la evolución de las especies, desde sus formas simples en los organismos unicelulares hasta los más luminosos florecimientos del genio humano; ella nos mostraría las reacciones adaptativas de los seres vivientes a su medio, las leyes biológicas de adquisición de los hábitos en la experiencia individual, la transmisión hereditaria de esas adquisiciones habituales bajo forma de instintos de la especie, la modificación de los instintos hereditarios por la acción del ambiente, las formaciones de la experiencia individual sobre los instintos constituidos por la experiencia de la especie, en una palabra, todo el devenir progresivo de la vida mental en la evolución de la serie biológica, en la evolución de la especie humana y en la evolución de los individuos. Tal psicología genética, que hoy apenas osamos entrever, estudiaría la formación de las funciones psíquicas a través de la evolución biológica, considerándolas como una adquisición progresiva de la experiencia; ese nuevo criterio parece llamado a subvertir los programas y métodos que rigen hoy la materia, abriendo horizontes inesperados y permitiendo generalizaciones aún no previstas.

Señalada así, en sus líneas generales, la orientación que ha tomado el estudio de las funciones psíquicas, cabe ver cuál es la posición actual de la psicología biológica en el concierto de las ciencias y cuál es su valor dentro de las disciplinas filosóficas. Pero, si hemos de entendernos respecto de tan arduo problema, conviene fijar de antemano lo que debemos designar como “ciencia” y como “filosofía”, a la vez que medir el justo alcance que podemos dar a conceptos tan elásticos como “ciencias filosóficas” y “filosofía científica”.
Convienen los autores en establecer que las características del pensamiento filosófico pueden precisarse, con más o menos aproximación, así: generalizar, profundizar, reflexionar y explicar. Estos caracteres corresponden a la realidad, pero su valor diferencial es impreciso si se comparan con los del pensamiento científico; diríase que la ciencia, en sus manifestaciones más generales, tiende exactamente a los mismos fines. La cuestión se simplificaría estudiando la formación de ambos procesos en la evolución de la humanidad, lo que dejaría entrever cierto asincronismo entre los conocimientos científicos y los sistemas filosóficos, y sobre todo revelaría una disparidad de métodos entre los científicos y los filósofos. La “sabiduría” de los antiguos era toda la ciencia de la época conformada en los moldes filosóficos de un hombre determinado; es decir, era la suma de los datos de la experiencia en un grupo social dado, amoldadas a una construcción metafísica elaborada por un filósofo. Desde Platón hasta Bacon, ciencia y filosofía eran una misma cosa; después del Renacimiento, y más aún después de Descartes, la filosofía no es más que la ciencia moderna en vías de formación; el filósofo trabajaba con el objeto, el espíritu y los métodos de la ciencia de su época. Sin embargo, observando más detenidamente la labor de los pensadores de todo tiempo, se advierten dos grandes orientaciones desde los orígenes mismos de la sabiduría; la una se aplica a resolver con exactitud determinados problemas particulares, y la otra tiende a interpretar de una manera general todos los fenómenos del universo o una gran parte de ellos. Algunos espíritus se inclinan al trabajo de abstraer y analizar, mientras otros se proponen generalizar y sintetizar; aquellos permanecen fieles a los datos de la experiencia, éstos quieren explicar esos mismos datos mediante la especulación. Como si un misterioso equilibrio presidiera a la división del trabajo humano, aun en sus labores intelectuales, dos grandes grupos se forman en todo el campo del conocimiento: los espíritus analistas y los espíritus sintetizadores. A primera vista, para el trabajo paciente y seguro de los primeros conviene reservar el nombre de labor científica, mientras que al arriesgado aleteo de los segundos corresponde el trabajo filosófico. Si así fuera, podría definirse la filosofía con relación a la ciencia, diciendo que es la investigación de las generalizaciones más distantes de la experiencia inmediata. La filosofía sería a la ciencia lo que ésta es al conocimiento vulgar, pudiendo, en suma, aceptarse provisoriamente la definición diferencial de Rey: es filosófico todo estudio que en vez de acantonarse en un grupo de hechos particulares bien determinados y rigurosamente aislados de los otros, se presenta como una explicación integral del universo o de una de sus grandes manifestaciones fenoménicas, teniéndola como fin explicito.
Por otra parte, es opinión corriente que las ciencias y las filosofías tienen métodos distintos. Suele atribuirse a las primeras el método matemático o el experimental, aplicados al conocimiento objetivo de los fenómenos con que la realidad se manifiesta a nuestros sentidos; a las segundas se atribuye un método puramente racional, dejando amplio campo a la imaginación subjetiva, correspondiendo a los genios filosóficos un modo de crear semejante al del genio artístico. Las ciencias observan y comparan, partiendo de los hechos; las filosofías construyen y generalizan, partiendo de hipótesis indemostradas. Así se afirma por lo común, pero las cosas paran de otra manera.
Observando mejor, encontramos que las ciencias y las filosofías parecen confundirse, pues las primeras no podrían desarrollarse sin hipótesis o conjeturas, mientras que las segundas necesitan colocar como jalones fundamentales ciertas nociones observadas o experimentadas con exactitud. Baste mencionar las recientes afirmaciones sobre el valor instrumental o práctico de las hipótesis en el desenvolvimiento científico de la química, reveladas en el hermoso libro de Ostwald, o pensar en los fundamentos biológicos puestos por Mechnikoff a sus estudios filosóficos sobre la vida humana, allí la hipótesis dirige el curso de la experiencia, y aquí el dato experimental sirve de premisa a la especulación.
En suma, no es posible concebir el progreso de la ciencia sin hipótesis útiles y transitorias, como tampoco se concibe la constitución de la filosofía sin una base de hechos adquiridos por la experiencia. Luego su método no es necesariamente diverso, como no lo es su objeto; la diferencia sería solamente de amplitud y profundidad. La filosofía tiende siempre a ser una ciencia de las ciencias, una generalización de generalizaciones, y el método filosófico, no pudiendo ser una experimentación de las experiencias, procura ser una crítica de las críticas y una hipótesis de las hipótesis.
El método común a las ciencias es -o debiera ser- el método propio de la filosofía. Esta, considerada como ciencia universal, está llamada a emplear todos los modos de observación y todos los modos de deducción. Lo que la distingue es la naturaleza de su hipótesis fundamental: mientras en la ciencia ella tiene un valor práctico, provisoriamente determinado por las investigaciones objetivas que está llamada a encauzar, en la filosofía se propone explicar integralmente un vasto orden de conocimientos o la totalidad de ellos.
Si fueran menester más definiciones podríamos decir que el método de las ciencias consiste en observar los hechos y en buscar las hipótesis que desarrolladas por el razonamiento conducen a un sistema limitado, conforme a la experiencia. Y diríamos que el método de las filosofías consiste en observar los hechos de todos los órdenes y en buscar una hipótesis de carácter universal que desarrollada por el razonamiento explique los datos generales reunidos por las diversas experiencias particulares.
Planteadas así las cosas, parece evidente que la ciencia y la filosofía debieran marchar al unísono en la evolución del pensamiento social. Sin embargo, la historia general de las ideas y doctrinas nos muestra que en cierto momento la especialización creciente de las investigaciones científicas alejó a los científicos de toda generalización, a la vez que los filósofos se vieron cada vez menos habilitados para conocer toda la expansión de la ciencia. Los positivistas científicos, estrechando su horizonte para no perderse en lo infinito, llegaron a creer que la teoría comtiana de la relatividad del conocimiento permitía relegar a la metafísica todo problema de origen y toda tentativa de explicación verdadera, provocando la ilusión de que esas soluciones debían buscarse fuera de la ciencia; por otra parte, muchos espíritus superficiales o puramente literarios encontraron que era muy cómodo seguír “filosofando” sobre los más transcendentales problemas sin tomarse la molestia de conocer las investigaciones científicas.
Así llegó un momento en que los primeros desdeñaron todo pensamiento filosófico y en que los segundos ignoraban sistemáticamente tos trabajos de aquéllos; los cultores de las ciencias cerraron las ventanas de sus laboratorios para no mirar fuera, mientras los filósofos de profesión se libraron de escuchar un idioma que no comprendían.
Toda la filosofía universitaria francesa, de Víctor Cousin hasta Jules Simón, es la hueca retórica que ha resultado de creer que era posible filosofar a puro espíritu y en plena ignorancia. Pero esa posición transitoria no podía perdurar; algunos entre los sabios advirtieron que era posible y necesario filosofar sin dejar de ser científicos, y algunos de los filósofos han acudido a la ciencia en busca de los principios fundamentales para remontar el vuelo de sus hipótesis. Por eso la filosofía y la ciencia tienden hoy a un nuevo acercamiento, preparando el devenir de nuevas interpretaciones científicas del universo que constituyen en conjunto la “filosofía científica”, cuyo objeto son las generalidades de las diversas ciencias y su síntesis sistemática.                                      
Entendido el pensamiento científico y filosófico como una función social, puede afirmarse que cada época tiene una capacidad científica dada, que no puede exceder y que le sirve de base para la elaboración de sus sistemas filosóficos. El pensamiento científico es un reflejo de la vida social en un momento dado, y la filosofía de una época es la metafísica de ese pensamiento científico.
Por eso Rageot, al preguntarse si aún existe una filosofía, comienza por establecer que con ese nombre sólo se refiere a la metafísica; toda metafísica ha sido, en las diversas etapas de la especulación humana, un esfuerzo racional para generalizar una observación particular fuera del dominio que la había sugerido, para aplicarla a hechos que no se le referían, de igual manera que a los hechos de que había nacido. Lo que ha variado en los sistemas filosóficos es la elección de ese conocimiento primordial. Los primeros físicos de la Grecia se atuvieron a impresiones sensibles; los socráticos se elevaron a conceptos lógicos; todos los modernos se aferran a leyes científicas. Las matemáticas, por ser las ciencias de más antigua formación -a punto de que la era grecolatina no tiene dos nombres científicos equivalentes a Euclides y Pitágoras- fueron la base de las primitivas generalizaciones para explicar el universo, como se observa ya en Platón; en épocas menos lejanas los mismos progresos de las matemáticas siguen sirviendo de núcleo a las especulaciones de los filósofos. Así Descartes deduce su metafísica de la geometría analítica, invención que le permite expresar todas las relaciones geométricas por operaciones algébricas; Leibnitz elabora la propia universalizando los datos esenciales del cálculo integral e infinitesimal; Spinoza llega a concebir el mundo como un vasto sistema de relaciones geométricas e intenta formularlas en un código de teoremas y corolarios; Kant mismo llega a su metafísica psicológica partiendo de un hecho matemático: el descubrimiento de la gravitación universal por Newton. Pero al acercarse el momento contemporáneo la situación varía; el incremento de varias ciencias fundamentales acosa a los filósofos, que no saben cuál elegir como eje de sus generalizaciones. Fue entonces que se planteó la posibilidad de ensayar una filosofía de la ciencia en sí, encarada como una entidad real, sin entrar en el detalle de las ciencias particulares ni considerar la naturaleza de las verdades científicas. La filosofía de la ciencia tornóse así en una filosofía del espíritu: la psicología vino a ser el eje de un completo sistema del universo.
Kant no construyó su sistema metafísico generalizando una verdad científica particular. Estaba presente en su espíritu la ley descubierta por Newton, pero no llamó su atención la ley misma sino el proceso mediante el cual los hechos de la naturaleza se representan en el espíritu humano: la formación de la ciencia, el conocimiento. Y para que ese puente entre el sujeto y el objeto fuese más estable, Kant le atribuyó cualidades puramente lógicas, haciéndolo obra exclusiva del espíritu. Las leyes del pensamiento fueron el hecho más constante que él descubrió en la naturaleza; trató de investigarlas considerándolas como la realidad esencial del universo. Sin embargo, a medida que las ciencias especiales se desarrollaron, la insuficiencia de kantismo fue progresiva y la realidad fue cada vez menos explicable lógicamente. Por una reacción natural se pasó al extremo opuesto: en la imposibilidad de explicar todo lógicamente, lo mejor pareció renunciar a la explicación y limitarse a la constatación y coordinación de nuestros conocimientos; así sobrevino la filosofía positiva, encaminada a fijar los datos objetivos del conocimiento cuyo más ilustre portavoz fue Augusto Comte.
Entre la tendencia de Kant y la de Comte osciló por algún tiempo el pensamiento metafísico; mientras tanto el método positivo daba incremento a la consolidación de varias ciencias, creando un material vasto y complejo para servir de base a una nueva metafísica, cuyos principios fueron leyes generales de varias ciencias a la vez. Con este criterio surgió la concepción de Spencer, que fue una amplia filosofía de la naturaleza a la vez que un vasto sistema del mundo, solamente comparable con las geniales creaciones de Aristóteles y de Bacon. Sus primeras leyes, tomadas a la biología, cimentaron la concepción del evolucionismo determinista, y se intentó demostrarlas en los órdenes fundamentales del fenomenismo universal: cósmico, geológico, biológico, social y psicológico.
No es arriesgado afirmar que el de Spencer ha sido hasta ahora el más completo ensayo de metafísica fundado en las ciencias; pero su propia magnitud contenía ya, en germen, la causa de su fragilidad. La filosofía de Spencer  tomó principios generales de las matemáticas, de la física y de la biología, los argamasó en un sistema aparentemente perfecto y ofreció la explicación del universo; la heterogeneidad de sus principios científicos fue la condición primera de su éxito. Pero bien pronto, con el incremento desigual de las ciencias parciales a las que tomó esos principios, se produjo una rotura de equilibrio entre las diversas partes del sistema, dejando grandes lagunas por llenar y quedando sin base las conclusiones asentadas en teorías particulares cuya inexactitud vino a probarse.
Esas mismas causas que invalidaron el sistema de Spencer -el incremento de numerosas ciencias parciales y complementaria- las sucesivas correcciones sufridas continuamente por las diversas leyes generales afirmadas por cada ciencia, hacen cada vez más difícil la generalización universal de los principios científicos particulares, poniendo limitaciones serias a la especulación metafísica. Ahora es posible la filosofía de una ciencia o de un grupo de ciencias, antes que la filosofía del saber total. Por eso los ensayos contemporáneos posteriores a Spencer suelen ser parciales y restringidos, aunque todos ellos relativamente conciliables dentro de la naciente filosofía energética.                                                
Tres grupos de ciencias les han servido de bases. En primer lugar las matemáticas, encarando el problema metafísico del número y de la extensión, siendo su más acabado exponente el relativismo matemático de Poincaré, que viene a subvertir los fundamentos de las ciencias consideradas hasta hoy más exactas. En segundo lugar las ciencias físicas, encarando el problema de la constitución de la materia, llegando con Mach y Ostwald, a constituir la energética científica; y por fin, las ciencias biológicas, encarando el problema de la vida, cuya solución creemos alcanzar definitivamente día por día y hora por hora, aunque siempre alguna circunstancia viene a atravesarse y a separamos de ella, oponiéndose a los mecanistas biológicos como Le Dantec el  neovitalismo de Lodge, Bergson o Reinke.

Es aquí donde se plantea concretamente el valor metafísico de la psicología científica, es decir, su valor como base para una generalización filosófica. Y decimos “psicología científica” para precisar los términos del problema; pues la psicología debe considerarse aquí como ciencia, es decir, como el estudio de una determinada categoría de fenómenos naturales: porque carece de finalidad y no se propone buscar ninguna causa primera de esos fenómenos, de su esencia o substancia; porque usa el método positivo, para consignar los datos de la experiencia, valiéndose de la observación introspectiva y extrospectiva, y de la experimentación que es una observación previamente condicionada.
Pero la psicología, no obstante la importancia que con razón le han atribuido los hombres en todo tiempo, no es una ciencia general, refiriéndose sus datos y sus leyes a una parte insignificante de los fenómenos del universo y a una parte mínima de los fenómenos que se producen en la materia viva. Es, pues muy estrecho su radio, muy breve su horizonte, muy limitada su experiencia. ¿Cómo podrían sus datos y sus leyes servir de base a una explicación metafísica del universo, siendo los fenómenos psicológicos la última y más complicada etapa en la serie de manifestaciones de la energía, y siendo las funciones psíquicas una revelación pura y simple de la vida orgánica? ¿No es evidente que la psicología es simplemente un capítulo -el más interesante para los hombres, si se quiere, pero un simple capítulo- de las ciencias biológicas?
En esas condiciones no se concibe que la parte permita generalizaciones más vastas que el todo: la psicología no puede ofrecer a la metafísica una base de substentación mayor que la biología.
Sin entrar en el problema tantas veces tratado de la clasificación de las ciencias, diremos simplemente que ellas tienen diversa jerarquía filosófica, cuya medida está en la amplitud de sus posibles generalizaciones. Toda ciencia general ocupa una jerarquía filosófica más alta que las ciencias particulares subordinadas a ella; los postulados de la biología tienen una jerarquía filosófica superior a los de la botánica, la antropología o la sociología. En este sentido el rango de la psicología es inferior al de la biología como “ciencia filosófica”, por ser menos vasta la experiencia de la parte que la del todo. Las recientes tentativas de Tarde y James parecen denunciar esa relativa inexpansibilidad filosófica de las doctrinas psicológicas.
Pero si no puede cimentar una filosofía general, es decir, una explicación del universo, la psicología puede ser objeto de una filosofía parcial, extensiva a cierto grupo de fenómenos, especialmente a los que se producen en los seres capaces de vida psíquica. En este sentido relativo puede ella buscar la determinación de sus propias leyes generales, complementando la observación y la experiencia mediante la hipótesis, pero sin olvidar que toda filosofía psicológica cabe dentro de una filosofía biológica y ésta debe harmonizarse dentro de una concepción sintética del  universo. “La ciencia psicológica consistirá, pues, esencialmente, en fijar las relaciones necesarias no solamente entre las diversas manifestaciones de la vida psicológica, sino también entre éstas y ciertas manifestaciones biológicas o ciertas acciones del medio. Ella continuará, en suma, el cuadro de la naturaleza comenzado por las ciencias que la preceden lógicamente y cronológicamente, y explicara los hechos psicológicos en continuidad con los hechos biológicos, como éstos son explicados en continuidad con los hechos físicoquímicos, y éstos a su vez en continuidad con los hechos mecánicos. Nada nos impide considerar realizable esta presunción”. Esta conclusión de Rey parece la más verosímil.
Siguiendo, pues, las inclinaciones de su temperamento, los psicólogos tratarán su materia como hombres de ciencia o como filósofos, sin que su objeto y su método varíen. Como hombres de ciencia aumentarán y corregirán los datos de la experiencia, escrutando las funciones psíquicas con el auxilio de todos los métodos positivos; como filósofos construirán las hipótesis necesarias para el adelanto de las investigaciones, fundándose en la experiencia, pero excediéndola; y al mismo tiempo, remontando el vuelo en regiones menos seguras y sólo accesibles a los espíritus más superiores, establecerán las leyes más generales que rigen a los fenómenos psicológicos, procurando crear una filosofía científica particular que encuadre en el marco suntuoso de otras amplias concepciones del universo.
Huelga agregar que ese punto de vista nos aproxima al monismo filosófico, reintegrando la psicología en el orden de las ciencias naturales y los hechos psicológicos en el orden común de los datos de la experiencia.
A pesar de los fecundos esfuerzos realizados para aproximar la actividad biológica y la actividad psicológica, y no obstante el éxito feliz con que se han aplicado a los fenómenos psicológicos las nociones de evolución, selección y adaptación existen pretendidos filósofos y risueños psicólogos que ignoran esa transformación de nuestros estudios y siguen creyendo que el espíritu humano es un mundo aparte, cuyos fenómenos escapan al resto de los hechos naturales.
Es necesario que distingamos perfectamente nuestra psicología de esos ya inútiles pasatiempos especulativos. Ella ignora la existencia del “alma”, tal como la entendían los racionalistas metafísicos: la fuerza inmaterial cuyos cambios misteriosos se traducían por hechos de conciencia. Ya no podemos creer que el “alma racional” es el patrimonio exclusivo del hombre blanco, adulto y civilizado, según el antiguo filósofo que pretendía asimilar los bárbaros, la mujer y los niños “a los otros animales”. Por otra parte, la explicación ofrecida por el espiritualismo para resolver la diferencia entre los fenómenos de la materia y los del espíritu, es inútil para la investigación científica. En primer lugar es hipotética y no da pruebas de que existe esa entidad espiritual; es, en segundo término, metafísica, excediendo los límites de los conocimientos naturales; y, por fin, es anticientífica, dejando sin solución el problema mismo que pretende solucionar. Esta hipótesis del alma espiritual y razonante se nos revela como un desarrollo dialéctico del antropomorfismo primitivo, es decir, del animismo primordial constituido por creencias extralógicas y contrarias a la experiencia, aunque reforzado por tendencias emotivas o sentimentales que perduran y lo transforman continuamente.
Los empiristas de todas las escuelas (sensualistas, materialistas, asociacionistas y fenomenistas) se han opuesto siempre a las afirmaciones del racionalismo, viendo en el espíritu un reflejo de la realidad y no una fuerza capaz de penetrar la realidad misma; pero en cuanto a la teoría del conocimiento, una de las ramas del empirismo cayó en el mismo error que combatía, engendrando el llamado “paralelismo psicofísico”. Para éste el espíritu sería paralelo a la materia y ambos expresarían en lenguaje diferente un mismo hecho; espíritu y materia serían “dos traducciones recíprocas del mismo texto. Para los idealistas, el texto primitivo es el espíritu, para los materialistas, sería la materia; para los espiritualistas dualistas, ambos serían primitivos; para los monistas, serian las manifestaciones simultáneas de la energía, cuya esencia escapa actualmente a nuestra observación”. Estas frases, repetidas por muchos psicólogos, muestran la utilidad práctica del paralelismo como hipótesis de trabajo durante los comienzos de la psicología científica; el ha permitido el acercamiento de muchos espiritualistas, racionalistas y neomísticos de toda especie, que no habrían podido aceptar los rumbos y métodos de la ciencia mientras ellos implicaban una deserción de sus prejuicios religiosos o filosóficos.
Hoy hemos sobrepasado definitivamente el período paralelista, compromiso ya innecesario entre los viejos hábitos mentales y los nuevos datos de la ciencia. Como el racionalismo, como el asociocianismo, pertenece a la historia de las doctrinas psicológicas, aunque su lenguaje pueda servirnos todavía para expresar cómodamente algunas correlaciones biopsíquicas cuya sinergia orgánico-funcional solicita nuestra observación, sin que podamos traducirla en términos del lenguaje monista, aún incompleto.

Durante los últimos años hemos asistido a la aparición de nuevas corrientes filosóficas que reclaman ser mencionadas en estas páginas. La idea central de la filosofía en el último medio siglo fue un acercamiento a las ciencias, casi una subordinación a éstas. Comte, Taine y Renan hicieron de la ciencia un nuevo ídolo, llegando ésta a tener en el ilustre químico Berthelot el más entusiasta de los apóstoles. En vano Lachelier, Fouillée, Boutroux -y más que todos Renouvier- intentaban resistir a la ciencia en nombre del idealismo, procurando salvar las nociones de libertad y de espíritu.
Más eficaces que la de esos idealistas fueron, sin embargo, las críticas de los mismos hombres de ciencia, aunque todos se concretaron a contestar los resultados de las doctrinas científicas más bien que a invalidar sus métodos. Se advirtió que no había una ciencia general sino ciencias especiales distintas por su objeto y por su método, siendo transitorios y contingentes los sistemas de filosofía científica que pretendían unificar sus conclusiones más generales, por ser estas inestables y constituidas por aproximaciones sucesivas. Fueron sabios, y no idealistas especulativos, los que hicieron mas sólidas esas conclusiones: Poincaré, Mach, Ostwald. Después de ellos se tiende a pensar que la ciencia es “la manera cómo el espíritu piensa las cosas”, manera inquieta e incesantemente renovada; esta concepción ha abierto las puertas a una reacción filosófica extracientífica, fundada en el método empírico e intuitivo.
James y Bergson, en vez de considerar a la inteligencia como el único medio de conocer y al conjunto de la realidad como un objeto sometido al razonamiento científico, han apelado a la intuición y a la experiencia empírica, alcanzando un conocimiento de la realidad distinto del de los científicos. Tal modo de ver no nos parece contradictorio con los postulados principales de la filosofía científica, aunque a diario vemos complicar con el “pragmatismo” intenciones espiritualistas, morales, religiosas y aún políticas que no le son esenciales, aunque pueden atribuírsele accidentalmente- Este resurgimiento de la observación directa y de la experiencia psicológica intuitiva ha parecido una tabla de salvación para todos los espiritualistas y neoidealistas, los que se han apresurado a reivindicarlos para la psicología, creyendo con ello rehabilitar la antigua especulación acerca del alma y de la conciencia, independientemente de las disciplinas biológicas en que la psicología se asienta.
Nada más ilusorio que tal suposición. James y Bergson coinciden en concebir la vida psíquica y la conciencia como un proceso continuo, en constante transformación, como una realidad que se va constituyendo constantemente a sí misma. Esta concepción dinámica de la vida mental -que llama James “corriente de la conciencia” y que Bergson hace derivar de la “impulsión vital”- no es contradictoria con ningún dato de la psicología científica a que se pretende oponerla; al contrario, se encuadra perfectamente, y James lo reconoce, dentro del concepto spenceriano que concibe la vida como un continuo trabajo de adaptación a las condiciones del medio, siendo precisamente su característica la variabilidad constante; en otros términos, la concepción pragmatista de la vida y de la psiquis es un simple corolario de la aplicación del evolucionismo spenceriano a la biología y la psicología. James y Bergson han expresado en fórmulas concretas y novedosas un concepto común a la ciencia de la vida y de la psiquis, admitido por todos los evolucionistas.
Las aplicaciones morales y sociales del pragmatismo son, sin duda, lo más interesante de la nueva doctrina, pero escapan a los dominios de la ciencia y no se relacionan directamente con la psicología. Son hipótesis filosóficas, entre las cuales la más importante sería que la ciencia debe seguir las necesidades de la actividad práctica: “la acción engendra la ciencia”.                                                                  
Para nuestro objeto, basta dejar establecido que el pragmatismo de James y de Bergson no implica, en manera alguna, el resurgimiento del racionalismo especulativo o del animismo en psicología, limitándose a evidenciar la utilidad de un buen método: constituir una ciencia natural fundándose en los datos inmediatos de la conciencia, llámesele “empirismo radical” o “experiencia pura”. Parte de premisas distintas, mira desde un punto de vista diferente, pero en lo fundamental se mantiene dentro de la orientación que hemos señalado, pues considera a los hechos psicológicos como manifestaciones de la materia viva en continua evolución, encuadrándose dentro de la psicología biológica evolucionista.
Fuera de la ciencia, en el campo de la metafísica pura, es donde el pragmatismo difiere del monismo. Allí, cuando entra a ser una teoría del conocimiento y un principio de moral práctica, cuando excede los límites de la ciencia para remontar su vuelo en las regiones de la filosofía.
Sea cual fuere, pues, la posición filosófica adoptada individualmente por los psicólogos, la psicología se va constituyendo como ciencia con criterios y métodos bien definidos. El conocimiento científico no es la obra exclusiva de tal o cual sistema filosófico, ni depende de las hipótesis transitorias que colaboran a su desenvolvimiento, pues dura más que ellas. Conocemos la realidad para adaptamos a ella y todos colaboramos en una obra común que se va formando en el tiempo, independientemente de las escuelas y de las sectas más adversas, fuera de todos los dogmatismos.