Los scritos técnicos de Freud contin.13

Los scritos técnicos de Freud contin.13

Sobre el narcisismo
17 de Marzo de 1954
De lo que hace acto. Sexualidad y libido. Freud o Jung. Lo imaginario en la neurosis. Lo
simbólico en la psicosis.
Para quienes la vez pasada no asistieron, situaré la utilidad que, pienso, tiene introducir
ahora el artículo de Freud Zur Einführung des Narzismus.
¿Cómo podríamos resumir el punto al que hemos llegado? Esta semana, y no sin
satisfacción, me he dado cuenta que algunos entre ustedes empiezan a preocuparse
seriamente por el empleo sistemático-que sugiero aquí desde hace cierto tiempo-de las
categorías de lo simbólico y lo real. Saben que insisto en la noción de lo simbólico,
diciendo que siempre conviene partir de ella para comprender lo que hacemos cuando
intervenimos en el análisis y, en particular, cuando intervenimos positivamente, a saber,
mediante la interpretación.
Nos hemos visto llevados a enfatizar esa faz de la resistencia que se sitúa en el nivel
mismo de la emisión de la palabra. La palabra puede expresar el ser del sujeto, pero,
hasta cierto punto, nunca lo logra. Ha llegado ahora el momento de formular esta
pregunta: ¿Cómo se sitúan respecto a la palabra, todos esos afectos, todas esas
referencias imaginarias habitualmente evocadas cuando quiere definirse la acción de la
transferencia en la experiencia analítica? Ustedes se han dado cuenta claramente que
todo esto no es obvio.
La palabra plena es la que apunta, la que forma la verdad tal y como ella se establece en
el reconocimiento del uno por el otro. La palabra plena es la palabra que hace acto. Tras
su emergencia uno de los sujetos ya no es el que era antes. Por ello, esta dimensión no
puede ser eludida en la experiencia analítica.
No podemos pensar la experiencia analítica como un juego, una trampa, una artimaña
ilusoria, una sugestión. Esta experiencia convoca la palabra plena. Planteado este punto,
han podido ya percibir que muchas cosas se ordenan y esclarecen, pero también surgen
muchas paradojas y contradicciónes. El mérito de esta concepción reside justamente en
hacer surgir estas paradojas y contradicciónes, que no por ello son opacidades y
oscurecimientos. Por el contrario, a menudo es lo que se presenta como armonioso y
comprensible lo que oculta alguna opacidad. Es en la antinomia, en la hiancia, en la
dificultad, donde encontramos la posibilidad de transparencia. Nuestro método, y espero
que también nuestro progreso, se apoyan en este punto de vista.
La primera de las contradicciónes que surge es la siguiente: resulta harto singular que el
método analítico, que apunta a la obtención de una palabra plena, parta de una vía
estrictamente opuesta, en tanto da como consigna al sujeto el trazar una palabra lo más
despojada posible de toda suposición de responsabilidad; incluso lo libera de toda
exigencia de autenticidad. Le conmina a decir todo aquello que le pase por la mente. Por
ello, lo menos que puede decirse, es que facilita al sujeto el retorno a la vía de lo que, en
la palabra, está por debajo del nivel del reconocimiento y que concierne al tercero, el
objeto.
Siempre hemos distinguido dos planos en los que se ejerce el intercambio de la palabra
humana-el plano del reconocimiento, en tanto la palabra teje entre los sujetos ese pacto
que los transforma y los constituye en sujetos humanos comunicantes- y el plano de lo
comunicado, en el que pueden distinguirse diversos grados: el llamado, la discusión, el
conocimiento, la información; pero que, en definitiva, tiende a obtener un acuerdo respecto
al objeto. El término acuerdo surge una vez más, pero el acento está colocado aquí sobre
el objeto considerado como exterior a la acción de la palabra, en tanto expresado por la
palabra.
Por supuesto, el objeto no deja de estar sin referencia a la palabra. Está ya dado
parcialmente, desde el comienzo, en el sistema objetar-u objetivo-en el que es preciso
incluir la suma de prejuicios que constituyen una comunidad cultural, y también las
hipótesis, incluso los prejuicios psicológicos, desde los más elaborados por el trabajo
científico, hasta los más ingenuos y espontáneos, que por cierto se relaciónan
estrechamente con las referencias científicas, hasta el punto de impregnarlas.
El sujeto es invitado pues a entregarse sin reservas a este sistema: a sus conocimientos
científicos, así como a lo que imagina a partir de las informaciones que tiene acerca de su
estado, su problema, su situación, y también sus prejuicios más ingenuos, en los que sus
ilusiones se sostienen, incluyendo sus ilusiones neuróticas, en la medida en que ellas son
parte importante de la constitución de la neurosis.
Pareciera-aquí reside el problema-que este acto de la palabra sólo puede progresar
siguiendo la vía de una convicción intelectual proveniente de la intervención educadora, es
decir superior, del analista. El análisis progresaría así por adoctrinamiento.
Cuando se afirma que la primera etapa del análisis habría sido intelectualista se hace
referencia a este adoctrinamiento. Sin embargo, nunca fue así. En aquel entonces
existieron, tal vez, concepciones intelectualistas del análisis, pero ello no significa que
realmente se hicieron análisis intelectualistas; las fuerzas auténticamente en juego estaban
presentes desde el origen. Si no hubiesen estado allí, el análisis jamás habría tenido la
posibilidad de aprobar su examen, e imponerse como método evidente de intervención
psicoterapéutica.
En este caso, lo que suele llamarse intelectualización es algo muy diferente a esa
connotación que hace referencia a algo intelectual. Cuanto mejor analicemos los diversos
niveles en juego, mejor lograremos distinguir lo que debe distinguirse, y unir lo que debe
unirse, y más eficaz será nuestra técnica. Intentaremos hacerlo.
Debe existir pues algo diferente del adoctrinamiento que explique la eficacia de las
intervenciones del analista. Es lo que la experiencia demostró como eficaz en la acción de
la transferencia.
Aquí empieza la opacidad, finalmente ¿qué es la transferencia?
La transferencia eficaz de la que hablamos es, simplemente, en su esencia, el acto de la
palabra. Cada vez que un hombre habla a otro de modo auténtico y pleno hay, en el
sentido propio del término, transferencia, transferencia simbólica: algo sucede que cambia
la naturaleza de los dos seres que están presentes.
Sin embargo, ésta es una transferencia diferente a la que se presentó primero en el
análisis, no sólo como problema, sino como obstáculo. En efecto, esta función debe
situarse en el plano imaginario. Para precisarla se forjaron las nociones que ustedes
conocen, repetición de las antiguas situaciones, repetición inconsciente, puesta en acto de
la reintegración de la historia- historia en el sentido opuesto al que yo promuevo, ya que se
trata aquí de una reintegración imaginaria: la situación pasada sólo es vivida en el
presente, a pesar del sujeto, en la medida en que la dimensión histórica es para él
desconocida-, observen bien que no dije inconsciente. Todas estas nociones son
introducidas para definir lo que observamos, y adquieren valor a partir de la comprobación
empírica que tienen asegurada. Pero no por ello revelan la razón, la función, la
significación de lo que observamos en lo real.
Quizá me dirán que querer explicar lo que se observa es ser demasiado exigente,
manifestar demasiado apetito teórico. Algunos espíritus violentos desearían, quizás,
imponernos aquí una barrera.
Sin embargo, me parece que al respecto, la tradición analítica no se distingue
precisamente por su falta de ambición; deben existir razones para ello. Por otra parte,
justificados o no, arrastrados o no por el ejemplo de Freud, casi no hay psicoanalistas que
no hayan caído en la teoría de la evolución mental. Esta empresa metapsicológica es, a
decir verdad, totalmente imposible, por razones que más tarde revelaremos. Sin embargo,
no puede practicarse, ni siquiera un segundo un psicoanálisis, sin pensar en términos
metapsicológicos, así como Monsieur Jourdain estaba necesariamente obligado a hacer
prosa en cuanto comenzaba a expresarse, quisiéralo o no. Es éste un hecho
verdaderamente estructural de nuestra actividad.
Aludí, la última vez, al artículo de Freud sobre el amor de transferencia. Conocen la estricta
economía de la obra de Freud y saben hasta qué punto nunca abordó un tema que
verdaderamente no fuera urgente e indispensable; en el transcurso de una carrera apenas
hecha a medida de la vida humana, particularmente si se piensa en qué momento de su
vida concreta, biológica empezó su enseñanza.
No podemos dejar de ver que uno de los problemas más importantes de la teoría analítica
consiste en saber cuál es la relación existente entre los vínculos de transferencia y las
carácterísticas, positivas o negativas, de la relación amorosa. La experiencia clínica es
testimonio de ello, al igual que la historia teórica de las polémicas despertadas en torno del
así llamado resorte de la eficacia terapéutica. En suma, este tema está a la orden del día
desde los años 20 más o menos; primero el Congreso de Berlín, luego el Congreso de
Salzburgo y el Congreso de Marienbad. Desde esa época, nunca se hizo otra cosa más
que interrogarse sobre la utilidad de la función de la transferencia en el manejo que
hacemos de la subjetividad de nuestro paciente. Hemos aislado incluso algo que llega al
punto de llamarse no sólo neurosis de transferencia-etiqueta nosológica que designa lo
que afecta al sujeto-sino neurosis secundaria, neurosis artificial, actualización en la
transferencia, neurosis que anuda en sus hilos a la persona imaginaria del analista.
Ya sabemos todo esto. Sin embargo, el interrogante acerca de cuál es el resorte que actúa
en el análisis permanece oscuro. No hablo de las vías por las que actuamos a veces, sino
de la fuente misma de la eficacia terapéutica.
Lo menos que puede decirse es que, en la literatura analítica acerca de este tema, existe
gran diversidad de opiniones, remítanse-a fin de remontarse hasta las antiguas
discusiones-al último capítulo del librito de Fenichel. No es frecuente que les recomiende la
lectura de Fenichel, pero para estos datos históricos es un testigo sumamente instructivo.
Ya verán la diversidad de opiniones que encontramos-Sachs, Rado, Alexander-cuando la
cuestión fue abordada en el Congreso de Salzburgo. Verán también, como el susodicho
Rado anuncia en qué sentido pretende impulsar la teorización del resorte de la eficacia
analítica. Cosa curiosa, después de haber prometido el esclarecimiento y solución de estos
problemas, nunca lo hizo.
Parecería que alguna misteriosa resistencia actuase para dejar en una relativa oscuridad
este problema, resistencia que no sólo debe atribuirse a su propia oscuridad, pues a
veces, en tal o cual investigador, en sujetos que meditan, surgen brillantes destellos.
Tenemos realmente la impresión de que el problema ha sido vislumbrado, enfocado lo más
precisamente posible, pero que, sin embargo, ejerce no sé qué repulsión que prohibe su
conceptualización. En este punto, quizá más que en cualquier otro, es posible que la
culminación de la teoría, incluso su progreso, sean vividos como un peligro. No hay por
qué excluir tal idea. Sin duda alguna es ésta la hipótesis más acertada.
Las opiniones que se manifiestan durante las discusiones acerca de la naturaleza del
vínculo imaginario establecido en la transferencia tienen una íntima relación con la noción
de relación objetal.
Esta última noción está ahora en el primer plano de la elaboración analítica. Pero ustedes
sabe cuán vacilante es también la teoría sobre este punto.
Tomen, por ejemplo, el artículo fundamental de James Strachey, publicado en el
International Journal of PsychoAnalysis, acerca del resorte de la eficacia terapéutica. Se
trata de uno de los artículos mejor elaborados, que pone todo el acento en el papel del
superyó. Verán a qué dificultades conduce esta concepción, y la cantidad de hipótesis
suplementarias que el susodicho Strachey debe introducir para sostenerla. Plantea que el
analista ocuparía, respecto al sujeto, la función del superyó. Pero la teoría según la cual el
analista es pura y simplemente el soporte de la función del superyó no puede ser válida,
pues esta función es, precisamente, uno de los resortes más decisivos de la neurosis.
Existe entonces un círculo vicioso. Para salir de él, el autor se ve obligado a introducir la
noción de superyó parásito: hipótesis suplementaria que nada justifica, que se hace
necesaria dadas las contradicciónes de su elaboración. Se ve forzado, por otra parte, a
cargar las tintas. Para sostener la existencia de este superyó parásito en el análisis,
Strachey debe plantear que, entre el sujeto analizado y el sujeto analista, ocurren una
serie de intercambios, proyecciónes e introyecciónes, que nos conducen a nivel de los
mecanismos de constitución de los objetos buenos y malos, introducidos por Melanie Klein
en la práctica de la escuela inglesa. Esto presenta el peligro de hacerlos renacer sin cesar.
La cuestión de las relaciones entre analizado y analista se puede situar en un plano muy
distinto: en el plano del yo y el no-yo, es decir, en el plano de la economía narcisista del
sujeto.
Es así como, desde siempre, la cuestión del amor de transferencia ha estado ligada,
demasiado estrechamente, a la elaboración analítica de la noción de amor. No se trata del
amor en tanto Eros-presencia universal del poder de vinculación entre los sujetos,
subyacente a toda la realidad en la cual el análisis se desplaza-sino del amor-pasión, tal
como concretamente lo vive el sujeto, cual si fuese una catástrofe psicológica. Saben que
se plantea entonces, la cuestión de saber cómo está vincula do este amor-pasión en su
fundamento, con la relación analítica.
Después de haberles dicho algo bueno acerca del libro de Fenichel, es preciso que ahora
hable un poco mal de él. Es tan divertido como sorprendente comprobar esa especie de
rebelión, casi de insurrección, que los comentarios, extraordinariamente pertinentes, de
dos autores respecto a la relación entre amor y transferencia, parecen provocar en
Fenichel. Estos autores acentúan el carácter narcisista de la relación de amor imaginaria, y
demuestran cuánto y cómo, se confunde el objeto amado-en toda una faceta de sus
cualidades, sus atributos, incluso de su acción en la economía psíquica-con el ideal del yo
del sujeto. Vemos entonces cómo se articulan curiosamente el sincretismo general del
pensamiento de Fenichel, y ese pensamiento del término medio que le es propio, y que le
hace experimentar repugnancia, una verdadera fobia, hacia la paradoja que este amor
imaginario presenta. El amor imaginario participa en el fondo de la ilusión, y Fenichel
experimenta algo así como horror al ver desvalorizarse de este modo la función misma del
amor.
De esto precisamente se trata: ¿qué es este amor que interviene como resorte imaginario
en el análisis? El horror de Fenichel nos informa acerca de su propia estructura subjetiva.
Pues bien, para nosotros se trata de localizar la estructura que articula la relación
narcisista, la función del amor en su generalidad, y la transferencia en su eficacia práctica.
Para poder orientarse a través de las ambigüedades, que -ya lo habrán notado-se
renuevan a cada paso en la literatura analítica, hay más de un método. Espero enseñarles
nuevas categorías que introduzcan distinciones esenciales. No son distinciones exteriores,
escolásticas y en extensión: oponiendo tal campo a tal otro, multiplicando al infinito las
biparticiones, forma de progreso que consiste en introducir cada vez más hipótesis
suplementarias. Sin duda, es éste un método lícito; sin embargo, por mi parte, aspiro al
progreso en comprensión.
Se trata de destacar las implicaciones de algunas nociones simples que ya existen.
Descomponer indefinidamente, como puede hacerse, y como se hizo, en un notable
trabajo sobre la noción de transferencia, carece de interés. Prefiero dejar, a la noción de
transferencia, su totalidad empírica, señalando que es plurivalente y que interviene a la vez
en varios registros: en el simbólico, en el imaginario y en el real.
Ellos no son tres campos. Han podido apreciar que, incluso en el reino animal, es a
propósito de las mismas acciones, de los mismos comportamientos, que se pueden
distinguir precisamente las funciones de lo imaginario, lo simbólico y lo real, debido a que
las mismas no se sitúan en el mismo orden de relaciones.
Existen diversos modos de introducir las nociones. El mío tiene sus limitaciones, como
sucede con toda exposición dogmática. Su utilidad radica en el hecho de ser crítico, vale
decir, que surge en el punto en que el esfuerzo empírico de los investigadores encuentra
dificultades para manejar la teoría ya existente. Es éste el interés de proceder por la vía
del comentario de textos.
El Doctor Leclaire comienza la lectura y el comentario de las primeras páginas de
Introducción al narcisismo.
Interrupción.
Lo que dice Leclaire es muy acertado. Para Freud, existe una relación entre una cosa x,
que ha sucedido en el plano de la libido, y la decatectización del mundo exterior
carácterística de las formas de demencia precoz; tomen a esta última en el sentido más
amplio. Ahora bien, plantear el problema en estos términos crea grandes dificultades en la
teoría analítica, tal como está actualmente constituida.
Para comprenderlo, es preciso remitirse a los Tres ensayos sobre una teoría sexual, donde
se encuentra la noción de autoerotismo primordial. ¿Qué es este autoerotismo primordial
cuya existencia plantea Freud?
Se trata de una libido que constituye los objetos de interés y que, por una especie de
evasión, de prolongamiento, de pseudopodos, se distribuye. El progreso instintual del
sujeto, y su elaboración del mundo en función de su propia estructura instintual, se
realizará a partir del momento en que el sujeto emite sus cargas libidinales. Esta
concepción no plantea dificultades mientras Freud deje, fuera del mecanismo de la libido,
todo lo que concierne a un registro diferente al del deseo como tal. El registro del deseo es
para él una extensión de las manifestaciones concretas de la sexualidad, una relación
esencial que el ser animal mantiene con el Umwelt, su mundo. Se dan cuenta, entonces,
que ésta es una concepción bipolar: de un lado se encuentra el sujeto libidinal, del otro el
mundo.
Ahora bien, esta concepción falle, Freud lo sabía bien; la noción de libido se neutraliza si
se la generaliza en exceso. ¿No es evidente además que la libido no aporta nada esencial
a la elaboración de los hechos de la neurosis si ella funciona casi como lo que Janet
llamaba la función de lo real? Por el contrario, la libido cobra su sentido cuando se la
distingue de las funciones reales o realizantes, de todas las funciones que nada tienen que
ver con la función del deseo? de todo lo que se refiere a las relaciones del yo y del mundo
exterior. Nada tiene que ver con registros instintuales diferentes al registro sexual, por
ejemplo, con lo que hace al dominio de la nutrición, de la asimilación, del hambre, en la
medida en que sirve a la conservación del individuo. Si la libido no está aislada del
conjunto de las funciones de conservación del individuo pierde todo sentido.
Ahora bien, en la esquizofrenia ocurre algo que perturba totalmente las relaciones del
sujeto con lo real, y que confunde el fondo con la forma. Este hecho plantea de inmediato
la cuestión de saber si la libido no tiene mayor alcance que el que se le dio al tomar al
registro sexual como núcleo organizador, central. Llegada a este punto, la teoría de la
libido empieza a plantear problemas.
Se vuelve tan problemática, que ha sido efectivamente cuestionada. Lo demostraré
cuando analicemos el comentario de Freud acerca del texto escrito por el presidente
Schreber. Es a lo largo de este comentario que Freud advierte las dificultades que plantea
el problema de la carga libidinal en las psicosis. Freud utiliza entonces nociones
suficientemente ambigüas como para que Jung pudiese llegar a decir que Freud ha
renunciado a definir la naturaleza de la libido como únicamente sexual. Jung franquea este
paso decididamente, e introduce la noción de introversión, que es para él-es esto
justamente lo que Freud le critica-una noción ohne Unterscheindung, sin distinción alguna.
Arriba así a la vaga noción de interés psíquico, que confunde en un registro único lo que
es del orden de la conservación del individuo, y lo que pertenece al orden de la
polarización sexual del individuo en sus objetos. Sólo queda una cierta relación del sujeto
consigo mismo que, Jung sostiene, es de orden libidinal. Se trata para el sujeto de
realizarse en tanto individuo que posee funciones genitales.
A partir de entonces, la teoría analítica quedó expuesta a una neutralización de la libido
que consiste, por un lado, en afirmar decididamente que se trata de la libido y, por otro, en
decir que se trata simplemente de una propiedad del alma, creadora de s u mundo. Es ésta
una concepción extremadamente difícil de distinguir de la teoría analítica, por cuanto la
idea Freudiana de un autoerotismo primordial a partir del que se constituirían
progresivamente los objetos, es casi equivalente, en su estructura, a la teoría de Jung.
Por ello, en el artículo sobre narcisismo, Freud retorna la necesidad de distinguir libido
egoísta y libido sexual. Comprenden ahora una de las razones que lo llevaron a escribir
este artículo.
Para Freud resulta extremadamente arduo resolver este problema. Al mismo tiempo que
mantiene la distinción entre ambas libidos gira, en todo el artículo, en torno a la noción de
su equivalencia. En efecto, ¿cómo pueden distinguirse, rigurosamente, estos dos términos
si se conserva la idea de su equivalencia energética, la cual permite afirmar que sólo
cuando la libido es decatectizada del objeto vuelve al ego? He aquí el problema planteado.
Por este hecho, Freud es llevado a concebir el narcisismo como un proceso secundario.
Una unidad comparable al yo no existe en el origen, nicht von Anfang, no está presente
desde el comienzo en el individuo, y el Ich debe desarrollarse, entwickeln werden. En
cambio, las pulsiones autoeróticas están allí desde el comienzo.
Quienes ya están iniciados a mi enseñanza, verán que esta idea confirma la utilidad de mi
concepción del estadio del espejo. El Urbild, unidad comparable al yo, se constituye en un
momento determinado de la historia del sujeto, a partir del cual el yo empieza a adquirir
sus funciones. Vale decir que el yo humano se constituye sobre el fundamento de la
relación imaginaria. La función del yo-escribe Freud-debe tener cine nene psychiche…
Gestalt. En el desarrollo del psiquismo aparece algo nuevo, cuya función es dar forma al
narcisismo. ¿No es esto acaso marcar el origen imaginario de la función del yo?
En las dos o tres próximas conferencias, explicaré con mayor precisión qué utilización, a la
vez limitada y múltiple, debe hacerse del estadio del espejo. Les enseñaré, por primera vez
siguiendo los textos de Freud, que en ese estadio están implicados dos registros.
Finalmente, si la vez pasada señalé que la función imaginaria contenía la pluralidad de las
vivencias del individuo, demostraré que no podemos limitarla sólo a esto, a causa de la
necesidad de distinguir entre neurosis y psicosis.
Lo más importante que debemos retener, ahora, del comienzo del artículo, es la dificultad
de Freud para defender la originalidad de la dinámica psicoanalítica frente a la disolución
jungiana del problema.
Según el esquema jungiano, el interés psíquico va, viene, sale, entra, colorea, etc…
Sumerge a la libido en el magma universal que estaría en la base de la constitución del
mundo. Volvemos a caer así en un pensamiento sumamente tradicional cuya diferencia
con el pensamiento analítico ortodoxo es evidente. Según esta concepción, el interés
psíquico no es más que una iluminación alternante que puede ir, venir, proyectarse,
retirarse de la realidad, siguiendo el capricho de la pulsación del psiquismo del sujeto. Es
una linda metáfora, pero no aclara nada en la práctica, tal como Freud lo señala. No
permite captar las diferencias existentes entre la retracción dirigida, sublimada, del interés
por el mundo que puede alcanzar el anacoreta y la retracción del esquizofrénico, cuyo
resultado es estructuralmente distinto puesto que, en este caso, el sujeto está
completamente atrapado. Sin duda, fueron múltiples las observaciones clínicas aportadas
por la investigación jungiana, interesante por lo pintoresca, por su estilo, por las
aproximaciones que establece entre las producciónes de tal ascensis mental o religiosa, y
las de los esquizofrénicos. Quizás ésta sea una perspectiva que tiene la ventaja de ofrecer
más vida y color a la tarea de los investigadores; sin embargo, no ha elucidado nada en el
orden de los mecanismos, cosa que Freud no deja de señalar de paso con bastante
crueldad.
Para Freud se trata de captar la diferencia de estructura existente entre la retracción de la
realidad que observamos en las neurosis y la que observamos en las psicosis. Una de las
principales distinciones se establece de modo sorprendente, al menos para quienes no
mantienen un contacto estrecho con estos problemas.
En el desconocimiento, la negativa, la barrera que el neurótico opone a la realidad
comprobamos que recurre a la fantasía. Hay aquí función y en el vocabulario de Freud,
esto no puede remitir sino al registro imaginario. Sabemos hasta qué punto las personas y
las cosas del entorno del neurótico cambian totalmente de valor, y lo hacen en relación a
una función que nada nos impide llamar imaginaria, sin ir más allá de su uso común en el
lenguaje. Imaginaria se refiere aquí, primero, a la relación del sujeto con sus
identificaciones formadoras, éste es el pleno sentido del término imagen en análisis;
segundo, a la relación del sujeto con lo real, cuya carácterística es la de ser ilusoria: es
éste el aspecto de la función imaginaria destacado más frecuentemente.
Ahora bien, con razón o sin ella, poco importa por el momento, Freud señala que en la
psicosis no sucede nada semejante. Cuando el sujeto psicótico pierde la realización de lo
real no vuelve a encontrar ninguna sustitución imaginaria. Esto es lo que lo distingue del
neurótico.
A primera vista, esta concepción puede parecer extraordinaria. Se dan cuenta que es
preciso avanzar aquí un paso en la conceptualización para seguir el razonamiento de
Freud. Una de las conceptualizaciones más difundidas es que el sujeto delirante sueña,
que está plenamente en lo imaginario. Es preciso entonces que, en la concepción de
Freud, la función de lo imaginario no sea la función de lo irreal. Si no, no se comprendería
por qué Freud negaría al psicótico el acceso a lo imaginario. Y como por lo general Freud
sabe lo que dice, deberemos intentar elaborar qué es lo que quiere decir sobre este punto.
Esto nos introducirá a una elaboración coherente de las relaciones entre lo imaginario y lo
simbólico, puesto que es uno de los puntos sobre los que Freud fundamenta más
categóricamente esta diferencia de estructura. Cuando el psicótico reconstruye su mundo,
¿qué es lo primero que catectiza? Verán por qué vía, inesperada para muchos de ustedes,
nos internaremos; lo primero que catectiza son las palabras. No pueden dejar de
reconocer aquí la categoría de lo simbólico.
Penetraremos más a fondo en lo que esta crítica esboza. Veremos que la estructura propia
de lo psicótico podría situarse en un irreal simbólico, o en un símbolo marcado de irreal. La
función de lo imaginario está en un lugar muy diferente.
Espero que empiecen a percibir la diferencia existente entre Freud y Jung en la
aprehensión de la posición de las psicosis. Para Jung, los dos dominios-lo simbólico y lo
imaginario- están en ellas completamente confundidos; mientras que una de las primeras
articulaciones que el artículo de Freud permite destacar es la estricta distinción entre
ambos.