Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914)
«Zur Geschichte der psychoanalytischen Bewegung»
«Fluctuat nec mergitur»
(En el escudo de armas de la ciudad de París)
Nota introductoria:
Ediciones en alemán
1914 Jb. Psychoanalyse, 6, págs. 207-60.
1918 SKSN, 4, págs. 1-77. (1922, 21 ed.)
1924 Leipzig, Viena y Zurich: Internationaler Psychoanalytischer Verlag, 72 págs. (Publicado a fines de 1923.)
1924 GS, 4, págs. 411-80.
1946GW, 10, págs. 44-113.
Traducciones en castellano
1928 «Historia del movimiento psicoanalítico». BN (17 vols.), 12, págs. 125-98. Traducción de Luis López-Ballesteros.
1943 Igual título. EA, 12, págs. 129-202. El mismo tra ductor.
1948 Igual título. BN (2 vols.), 2, págs. 889-919. El mismo traductor.
1953 Igual título. SR, 12, págs. 100-54. El mismo tra ductor.
1968 Igual título. BN (3 vols.), 2, págs. 981-1011. El mismo traductor.
1972 Igual título. BN (9 vols.), 5, págs. 1895-930. El mismo traductor.
En las ediciones alemanas anteriores a 1924 se indica, al final del trabajo, la fecha «febrero de 1914. En realidad, parece haber sido escrito en enero y febrero de ese año. En la edición de 1924 se hicieron algunas modificaciones secundarias, y se agregó la extensa nota al pie de las págs. 32 y 33 de esta edición.
Una acabada exposición de la situación que condujo a escribir este trabajo se ofrece en el segundo tomo de la biografía de Freud escrita por Ernest Jones, (1955, págs. 142 y sigs.). Aquí bastará con un breve resumen. Los desacuerdos de Adler con las opiniones de Freud habían alcanzado su punto crítico en 1910, y los de Jung, unos tres años después. A pesar de esas divergencias, sin embargo, ambos siguieron caracterizando a sus teorías, por largo tiempo, como «psicoanálisis». El propósito del presente artículo fue enunciar claramente los postulados e hipótesis fundamentales del psicoanálisis, para mostrar que las teorías de Adler y Jung eran totalmente incompatibles con aquellos, y para extraer la inferencia de que llamar con el mismo nombre a estos puntos de vista contradictorios no podía sino llevar a una confusión general. Y si bien durante muchos años la opinión popular siguió insistiendo en que había «tres escuelas de psicoanálisis», los argumentos de Freud terminaron por imponerse. Adler ya había elegido la denominación de «psicología individual» para sus teorías, y poco después Jung adoptó la de «psicología analítica» para las suyas.
Con miras a dejar perfectamente en claro los principios esenciales del psicoanálisis, Freud trazó la historia del desarrollo de esos principios desde los comienzos preanalíticos. La primera sección del artículo abarca el período durante el cual él fue el único participante -es decir, más o menos hasta 1902-. La segunda sección continúa la historia hasta 1910 aproximadamente, el período durante el cual las concepciones psicoanalíticas comenzaron a extenderse a círculos más amplios. Recién en la tercera sección Freud examina los puntos de vista disidentes, primero los de Adler y. luego los de Jung, y señala los aspectos fundamentales en que se apartan de los hallazgos del psicoanálisis. En esta última sección, y en alguna medida también en el resto del artículo, vemos a Freud adoptando un tono mucho más beligerante que en cualquiera de sus otros escritos. Y en vista de sus experiencias durante los tres o cuatro años anteriores, este talante poco habitual no puede mover a sorpresa.
Otros dos trabajos de Freud, contemporáneos de este, versan también sobre los puntos de vista de Adler y Jung. En «Introducción del narcisismo» (1914c), compuesto casi al mismo tiempo que la «Contribución», aparecen algunos párrafos polémicos respecto de Jung al final de la primera sección (AE, 14, págs. 77-8), y respecto de Adler al comienzo de la tercera (págs. 89-90). El historial clínico del «Hombre de los Lobos» (1918b), escrito en lo esencial a fines de 1914, aunque publicado (con dos pasajes adicionales) recién en 1918, fue pensado en gran parte como una refutación empírica a Adler y Jung, y contiene muchos ataques a sus teorías. En los trabajos posteriores de Freud hay una cantidad de referencias dispersas a estas polémicas (sobre todo en escritos de divulgación o semiautobiográficos); pero siempre en un tono más austero y nunca en forma extensa. Debe mencionarse especialmente, sin embargo, una discusión circunstanciada de los puntos de vista de Adler sobre las fuerzas motivadoras de la represión, en la sección final del artículo «Pegan a un niño» (1919e), AE, 17, págs. 197 y sigs. Otra severa crítica a Adler, de cierta extensión, se hallará en la 341 de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, págs. 130-2.
En lo atinente a los fragmentos puramente históricos y autobiográficos de este trabajo, debe señalarse que Freud siguió más o menos el mismo derrotero en su Presentación autobiográfica (1925d), aunque en algunos puntos esta última es complementaría del presente artículo. Para un tratamiento más completo del tema, debe remitirse al lector, por supuesto, a la biografía en tres tomos de Jones. En nuestras notas de pie de página no hemos intentado en absoluto volver a recorrer el camino ya transitado en esa obra.
James Strachey
I
Si en lo que sigue hago contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico, nadie tendrá derecho a asombrarse por su carácter subjetivo ni por el papel que en esa historia cabe a mi persona. En efecto, el psicoanálisis es creación mía, yo fui durante diez años el único que se ocupó de él, y todo el disgusto que el nuevo fenómeno provocó en los contemporáneos se descargó sobre mi cabeza en forma de crítica. Me juzgo con derecho a defender este punto de vista: todavía hoy, cuando hace mucho he dejado de ser el único psicoanalista, nadie puede saber mejor que yo lo que el psicoanálisis es, en qué se distingue de otros modos de explorar la vida anímica, qué debe correr bajo su nombre y qué sería mejor llamar de otra manera. Y mientras así refuto lo que me parece una osada usurpación, doy a nuestros lectores un esclarecimiento indirecto sobre los procesos que han llevado al cambio de directores y de modalidad de presentación de esta revista. [La revista {Jahrbuch für psychoanalytische und psychopatbo-logische Forschungen} había estado hasta entonces bajo la dirección de Bleuler y Freud, y Jung era el jefe de redacción. En ese momento Freud se convirtió en el único director y las tareas de preparación de los trabajos fueron asumidas por Abraham y Hitschmann. Cf. también infra, pág. 45.]
Cuando en 1909, en la cátedra de una universidad norteamericana, tuve por primera vez oportunidad de dar una conferencia pública sobre el psicoanálisis, declaré, penetrado de la importancia que ese momento tenía para mis empeños, no haber sido yo quien trajo a la vida el psicoanálisis. Este mérito le fue deparado a Josef Breuer en tiempos en que yo era estudiante y me absorbía la preparación de mis exámenes (1880-82). Pero amigos bienintencionados me sugirieron luego una reflexión: ¿no había expresado de manera impropia ese reconocimiento? Igual que en ocasiones anteriores, habría debido apreciar el «procedimiento catártico» de Breuer como un estadio previo del psicoanálisis y fijar el comienzo de este sólo en el momento en que yo desestimé la técnica hipnótica e introduje la asociación libre. Ahora bien, es bastante indiferente que la historia del psicoanálisis quiera computarse desde el procedimiento catártico o sólo desde mi modificación de él. Si he entrado en este problema, que carece de interés, se debe únicamente a que muchos opositores del psicoanálisis suelen acordarse en ocasiones de que este arte no proviene de mí, sino de Breuer. Desde luego, sólo lo hacen en caso de que su posición les permita hallar algo digno de nota en el psicoanálisis; cuando no se ponen ese límite en su repulsa, el psicoanálisis es siempre, y sin discusión, obra mía. Nunca supe que su gran participación en el psicoanálisis le haya atraído a Breuer la cuota correspondiente de insultos y censuras. Y como desde hace tiempo he reconocido que el inevitable destino del psicoanálisis es mover a contradicción a los hombres e irritarlos, he sacado en conclusión que yo debo de ser el verdadero creador de todo lo que lo distingue. Con satisfacción agrego que ninguno de los empeños por disminuir mi parte en el tan vilipendiado análisis ha partido de Breuer mismo ni puede vanagloriarse de contar con su apoyo.
El contenido del descubrimiento de Breuer se ha expuesto ya tantas veces que podemos omitir aquí su consideración detallada: El hecho básico de que los síntomas de los histéricos dependen de escenas impresionantes, pero olvidadas, de su vida (traumas); la terapia, fundada en él, que consiste en hacer recordar y reproducir esas vivencias en la hipnosis (catarsis); y el poquito de teoría que de ahí se sigue, a saber, que estos síntomas corresponden a una aplicación anormal de magnitudes de excitación no finiquitadas (conversión). Cada vez que en su contribución teórica a Estudios sobre la histeria (1895) Breuer debió mencionar la conversión (Aquí parece haber un error. En su contribución, Breuer utiliza por lo menos quince veces el término «conversión» (o sus derivados); pero sólo la primera (AE, 2, pág. 217) agrega entre paréntesis el nombre de Freud. Es posible que Freud haya visto una versión preliminar del manuscrito de Breuer y lo haya convencido de que en el libro impreso no agregara su nombre en las demás ocasiones. La primera publicación en que apareció el término antes de los Estudios sobre la histeria fue «Las neuropsicosis de defensa» (Freud, 1894a).), puso mi nombre entre paréntesis, como si este primer ensayo de explicación teórica fuera de mi propiedad intelectual. Yo creo que este reconocimiento sólo es válido para el bautismo, mientras que la concepción misma nos vino a ambos al mismo tiempo y en común.
Es también sabido que, después de su primera experiencia, Breuer abandonó durante una serie de años el método catártico, y sólo lo retomó después que yo, de vuelta de mi permanencia con Charcot, lo moví a ello. El era médico internista y una absorbente práctica médica lo reclamaba; yo sólo a disgusto me hice médico, pero en ese tiempo tenía un fuerte motivo para querer ayudar a los enfermos nerviosos o, al menos, comprender algo de sus estados. Me había confiado a la terapia fisicista y quedé desorientado frente a los desengaños que me deparó la electroterapia de W. Erb [1882], tan rica en consejos e indicaciones. Si en esa época no llegué a formular por mi cuenta el juicio que después sentó Moebius, a saber, que los éxitos obtenidos con el tratamiento eléctrico en el caso de las perturbaciones nerviosas eran éxitos de sugestión, ello debe imputarse exclusivamente a la ausencia de esos prometidos éxitos. En aquella época, parecía ofrecer un sustituto satisfactorio de la fracasada terapia eléctrica el tratamiento con sugestiones en estado de hipnosis profunda, de que yo tomé conocimiento por las demostraciones en extremo impresionantes de Liébeault y de Bernheim. Pero la exploración de pacientes en estado de hipnosis, que yo había conocido por Breuer, aunaba dos cosas: un modo de operación automático y la satisfacción del apetito de saber; por esto mismo debía resultar incomparablemente más atractiva que la prohibición monótona y forzada en que consistía la sugestión, ajena a toda inquietud investigadora.
Hace poco se nos ha presentado como una de las conquistas más recientes del psicoanálisis el consejo de situar en el primer plano del análisis el conflicto actual y el ocasionamiento {Veranlassung} de la enfermedad [cf. AE, 14, pág. 61]. Ahora bien, esto es precisamente lo que Breuer y yo hicimos al comienzo de nuestros trabajos con el método catártico. Dirigíamos la atención del enfermo directamente a la escena traumática en que el síntoma se había engendrado, procurábamos colegir en el interior de ella el conflicto psíquico y liberar el afecto sofocado. A raíz de ello descubrimos el proceso psíquico característico de las neurosis, que yo más tarde he llamado regresión. Las asociaciones de los enfermos retrocedían desde las escenas que se querían esclarecer hasta vivencias anteriores, y así obligaban al análisis, cuyo propósito era corregir el presente, a ocuparse del pasado. Esta regresión llevó cada vez más atrás; primero -pareció- regularmente hasta la pubertad, pero después, los fracasos así como las lagunas de la comprensión atrajeron al trabajo analítico hacia los años más remotos de la infancia, inasequibles hasta ese momento para cualquier tipo de investigación. Esta orientación retrocedente pasó a ser un importante carácter del análisis. Se vio que el psicoanálisis no puede esclarecer nada actual si no es reconduciéndolo a algo pasado, y aun que toda vivencia patógena presupone una vivencia anterior, que, no siendo patógena en sí misma, presta al suceso que viene después su propiedad patógena. No obstante, la tentación de atenerse a la ocasión actual conocida era tan grande que incluso en análisis posteriores cedí a ella. En el tratamiento de la paciente que llamé «Dora», realizado en 1899, me era conocida la escena que había ocasionado el estallido de la enfermedad actual. Incontables veces me empeñé en traer al análisis esa vivencia, pero mi exhortación directa nunca conseguía sino la misma descripción mezquina y lagunosa. Sólo tras un largo rodeo, que nos condujo por la infancia más temprana de la paciente, sobrevino un sueño cuyo análisis llevó a recordar los detalles de la escena, olvidados hasta entonces; así se posibilitaron la comprensión y la solución del conflicto actual.
Por este solo ejemplo puede advertirse cuán descaminado anda el consejo que mencionamos antes y la cuota de regresión científica que se expresa en ese descuido de la regresión dentro de la técnica analítica, que así se nos recomienda.
La primera diferencia con Breuer añoró en un problema atinente al mecanismo más íntimo de la histeria. El prefería una teoría, por así decir, aún fisiológica; quería explicar la escisión del alma de los histéricos por la incomunicación entre diferentes estados de ella (o estados de conciencia, como decíamos entonces), y así creó la teoría de los «estados hipnoides»; a juicio de Breuer, los productos de esos estados penetraban en la «conciencia de vigilia» como unos cuerpos extraños no asimilados. Yo entendía las cosas menos científicamente, discernía dondequiera tendencias e inclinaciones análogas a las de la vida cotidiana y concebía la escisión psíquica misma como resultado de un proceso de repulsíón al que llamé entonces «defensa» y, más tarde, «represión». Hice un efímero intento por dejar subsistir los dos mecanismos el uno junto al otro, pero como la experiencia me mostraba sólo uno de ellos y siempre el mismo, pronto mi doctrina de la defensa se contrapuso a la teoría de los estados hipnoides de Breuer.
No obstante, estoy completamente seguro de que tal desacuerdo nada tuvo que ver con nuestra separación, sobrevenida poco después. Esta respondió a motivos más hondos, pero se produjo de tal modo que al principio no la entendí y sólo después, por toda clase de buenos indicios, atiné a interpretarla. Recuérdese que Breuer había dicho, acerca de su famosa primera paciente, que el elemento sexual permanecía en ella asombrosamente no desarrollado, sin contribuir con nada a su rico cuadro clínico. Siempre me maravilló que los críticos no opusiesen con mayor frecuencia esta aseveración de Breuer a mi tesis sobre la etiología sexual de las neurosis, y todavía hoy no sé si en esa omisión debo ver una prueba de la discreción de ellos o de su inadvertencia. El que a la luz de la experiencia adquirida en los últimos veinte años relea aquella historia clínica redactada por Breuer juzgará inequívoco el simbolismo de las serpientes, del ponerse rígida, de la parálisis del brazo, y si toma en cuenta la situación de la joven junto al lecho de enfermo de su padre, colegirá con facilidad la verdadera interpretación de esa formación de síntoma. Entonces, su juicio sobre el papel de la sexualidad en la vida anímica de aquella muchacha se apartará mucho del que formuló su médico. Para el restablecimiento de la enferma se le ofreció a Breuer el más intenso rapport sugestivo, que precisamente puede servirnos como paradigma de lo que llamamos [hoy] «trasferencia». Ahora tengo fuertes motivos para conjeturar que, tras eliminar todos los síntomas, él debió de descubrir por nuevos indicios la motivación sexual de esa trasferencia, pero, habiéndosele escapado la naturaleza universal de este inesperado fenómeno, interrumpió en este punto su investigación. como sorprendido por un «untoward event» {«Suceso adverso».} Un relato más completo puede encontrarse en el primer volumen de la biografía de Ernest Jones (1953, págs. 246-7). De esto, él no me ha hecho ninguna comunicación directa, pero en diversas épocas me dio suficientes asideros para justificar esta reconstrucción. Cuando después yo me pronuncié de manera cada vez más terminante en favor de la importancia de la sexualidad en la causación de las neurosis., él fue el primero en mostrarme esas reacciones de indignado rechazo que más tarde me serían tan familiares, pero que por entonces yo aún no había reconocido como mi ineluctable destino.
El hecho de la trasferencia de tenor crudamente sexual, tierna u hostil, que se instala en todo tratamiento de una neurosis por más que ninguna de las dos partes lo desee o lo provoque, me ha parecido siempre la prueba más inconmovible de que las fuerzas impulsoras de la neurosis tienen su origen en la vida sexual. Este argumento todavía no se ha apreciado con la seriedad que merece, pues si así se hiciera, a la investigación no le quedaría verdaderamente otra alternativa. En cuanto a mí, lo juzgo una terminante pieza de convicción, junto a los resultados especiales del trabajo analítico, y más allá de ellos.
Frente a la mala acogida que mí tesis sobre la etiología sexual de las neurosis halló aun en el círculo íntimo de mis amigos -pronto se hizo el vacío en torno de mi persona-, me sirvió de consuelo pensar que había empeñado batalla en favor de una idea nueva y original. Pero es el caso que un día se agolparon en mí ciertos recuerdos qué me estorbaron esa satisfacción y me abrieron una buena perspectiva sobre los procesos de nuestra actividad creadora y la naturaleza de nuestro saber. Esa idea, por la que se me había hecho responsable, en modo alguno se había engendrado en mí. Me había sido trasmitida por tres personas cuya opinión reclamaba con justicia mi más profundo respeto: Breuer mismo, Charcot y el ginecólogo de nuestra universidad, Chrobak, quizás el más eminente de nuestros médicos de Viena. Los tres me habían trasmitido una intelección que, en todo rigor, ellos mismos no poseían. Dos de ellos desmintieron su comunicación cuando más tarde se las recordé; el tercero (el maestro Charcot) probablemente habría hecho lo propio de haber podido yo volverlo a ver. En mí, en cambio, esas tres comunicaciones idénticas, que recibí sin comprender, quedaron dormidas durante años, hasta que un día despertaron como un conocimiento en apariencia original. (Freud había hecho mención de esto en una reunión de la Sociedad Psicoanalítica de Viena el 1° de abril de 1908. (Cf. el volumen 1 de la traducción al inglés de las actas de la Sociedad.)
Un día, siendo yo un joven médico de hospital, acompañaba a Breuer en un paseo por la ciudad; en eso se le acercó un hombre que quería hablarle con urgencia. Permanecí apartado; cuando Breuer quedó libre, me comunicó, con su manera de enseñanza amistosa: ese era el marido de una paciente que le traía noticias de ella. La mujer, agregó, se comportaba en reuniones sociales de un modo tan llamativo que se la habían enviado para que la tratase por nerviosa. Son siempre secretos de alcoba, concluyó Breuer. Atónito, pregunté qué quería decir eso, y él me aclaró la palabra «alcoba» («el lecho matrimonial») porque no entendía que la cosa pudiera parecerme tan inaudita.
Años después, asistía yo a una de esas veladas que daba Charcot; me encontraba cerca del venerado maestro, a quien Brouardel, al parecer, contaba una muy interesante historia de la práctica de esa jornada. Oí al comienzo de manera imprecisa, y poco a poco el relato fue cautivando mi atención: Una joven pareja de lejanas tierras del Oriente, la mujer con un padecimiento grave, y el hombre, impotente o del todo inhábil. «Táchez donc», oí que Charcot repetía, «je vous assure, vous y arriverez». Brouardel, quien hablaba en voz más baja, debió de expresar entonces su asombro por el hecho de que en tales circunstancias se presentaran síntomas como los de la mujer. Y Charcot pronunció de pronto, con brío, estas palabras: «Mais dans des cas pareils c’est toujours la chose génitale, toujours… toujours … toujours!». Y diciéndolo cruzó los brazos sobre el pecho y se cimbró varias veces de pies a cabeza con la vivacidad que le era peculiar. Sé que por un instante se apoderó de mí un asombro casi paralizante y me dije: Y si él lo sabe, ¿por qué nunca lo dice? Pero esa impresión se me olvidó pronto; la anatomía cerebral y la producción experimental de parálisis histéricas habían absorbido todo mi interés.
Un año más tarde yo había iniciado mi actividad médica en Viena como docente auxiliar {Privatdozent} en enfermedades nerviosas, y en lo relativo a la etiología de las neurosis era todo lo inocente y todo lo ignorante que puede exigirse de un universitario promisorio. Cierto día recibí un amistoso pedido de Chrobak: que tomase a mi cargo una paciente de él, a quien por causa de sus nuevas funciones de profesor universitario no podía consagrar el tiempo suficiente. Llegué antes que él a casa de la enferma, y me enteré de que sufría de ataques de angustia sin sentido que sólo podían yugularse mediante la más exacta información sobre el lugar en que se encontraba su médico en cada momento del día. Cuando Chrobak apareció, me llevó aparte y me reveló que la angustia de la paciente se debía a que, no obstante estar casada desde hacía dieciocho años, era virgo intacta. El marido era absolutamente impotente. En tales casos al médico no le quedaba más que cubrir con su reputación la desventura conyugal y aceptar que alguien, encogiéndose de hombros, pudiera decir sobre él: «Ese tampoco puede nada, puesto que en tantos años no la ha curado». La única receta para una enfermedad así, agregó Chrobak, nos es bien conocida, pero no podemos prescribirla. Sería:
Rp. Penis normalis
dosim
Repetatur!
Yo nunca había oído hablar de semejante receta, y a punto estuve de menear la cabeza frente al cinismo de mi protector.
Por cierto que no he revelado el ilustre origen de esa atroz idea para descargar sobre otros la responsabilidad por ella. Sé que una cosa es expresar una idea una o varias veces en la forma de un apercu pasajero, y otra muy distinta tomarla en serio, al pie de la letra, hacerla salir airosa de cada uno de los detalles que le oponen resistencia y conquistarle un lugar entre las verdades reconocidas. Es la diferencia entre un amorío ocasional y un matrimonio en regla, con todos sus deberes y todas sus dificultades. «Epouser les idées de … » {«Abrazar las ideas de» alguien, pero literalmente «casarse» con ellas. También en inglés se usa el giro «to espouse an idea».} es, al menos en francés, un giro idiomático usual.
Entre los otros factores que por mi trabajo se fueron sumando al método catártico y lo trasformaron en el psicoanálisis, quiero destacar: la doctrina de la represión y de la resistencia, la introducción de la sexualidad infantil, y la interpretación y el uso de los sueños para el reconocimiento de lo inconciente.
En cuanto a la doctrina de la represión, es seguro que la concebí yo independientemente; no sé de ninguna influencia que me haya aproximado a ella, y durante mucho tiempo tuve a esta idea por original, hasta que Otto Rank (1910b) nos exhibió aquel pasaje de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, donde el filósofo se esfuerza por explicar la locura. Lo que ahí se dice acerca de la renuencia a aceptar un fragmento penoso de la realidad coincide acabadamente con el contenido de mi concepto de represión, tanto, que otra vez puedo dar gracias a mi falta de erudición libresca, que me posibilitó hacer un descubrimiento. No obstante, otros han leído ese pasaje y lo pasaron por alto sin hacer ese descubrimiento, y quizá lo propio me hubiera ocurrido si en años mozos hallara más gusto en la lectura de autores filosóficos. En una época posterior, me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación conciente: no quise que representación-expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas. Por ello, debía estar dispuesto -y lo estoy, de buena gana- a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que la laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente. ([Otros ejemplos de antecedentes de sus ideas son mencionados por Freud en «Para la prehistoria de la técnica analítica» (1920b). Véanse también las observaciones sobre Popper-Lynkeus (infra, pág. 1-9). – Ernest Jones (1953, págs. 407 y sigs.) examina la posibilidad de que el término «represión» haya sido derivado indirectamente por Freud de Herbart, filósofo del siglo xix. Véase mi «Nota introductoria» a «La represión» (1915d), infra, pág. 138.])
La doctrina de la represión es ahora el pilar fundamental sobre el que descansa el edificio del psicoanálisis, su pieza más esencial. Sin embargo, no es más que la expresión teórica de una experiencia que puede repetirse a voluntad toda vez que se emprenda el análisis de un neurótico sin auxilio de la hipnosis. Es que entonces se llega a palpar una resistencia que se opone al trabajo analítico y pretexta una falta de memoria para hacerlo fracasar. El empleo de la hipnosis ocultaba, por fuerza, esa resistencia; de ahí que la historia del psicoanálisis propiamente dicho sólo empiece con la innovación técnica de la renuncia a la hipnosis. Y después, la apreciación teórica de la circunstancia de que esa resistencia se conjuga con una amnesia lleva, sin que se lo pueda evitar, a aquella concepción de la actividad inconciente del alma que es propiedad del psicoanálisis y lo distingue siempre marcadamente de las especulaciones filosóficas acerca de lo inconciente.
Es lícito decir, pues, que la teoría psicoanalítica es un intento por comprender dos experiencias que, de modo llamativo e inesperado, se obtienen en los ensayos por reconducir a sus fuentes biográficas los síntomas patológicos de un neurótico: el hecho de la trasferencia y el de la resistencia. Cualquier línea de investigación que admita estos dos hechos y los tome como punto de partida de su trabajo tiene derecho a llamarse psicoanálisis, aunque llegue a resultados diversos de los míos. Pero el que aborde otros aspectos del problema y se aparte de estas dos premisas difícilmente podrá sustraerse a la acusación de ser un usurpador que busca mimetizarse, si es que porfía en llamarse psicoanalista.
Yo rebatiría con toda energía a quien pretendiera computar la doctrina de la represión y de la resistencia entre las premisas y no entre los resultados del psicoanálisis. Hay premisas así, de naturaleza psicológica y biológica universal, y sería conveniente tratar de ellas en otro lugar; pero la doctrina de la represión es una conquista del trabajo psicoanalítico, ganada de manera legítima como decantación teórica de innumerables experiencias.
Una conquista de igual valor, aunque de una época muy posterior, es la introducción de la sexualidad infantil, de la cual ni se habló en los primeros años de tanteos en la investigación mediante el análisis. Al principio se advirtió únicamente que era preciso reconducir a un tiempo pasado el efecto de impresiones actuales. Sólo que «el buscador halló a menudo más de lo que habría deseado hallar». Cada vez éramos retrotraídos más atrás en ese pasado, y al fin tuvimos la esperanza de que se nos dejaría permanecer en la pubertad, la época tradicional de maduración de las mociones sexuales. Pero en vano; las huellas se adentraban todavía más atrás, hasta la infancia y los primeros años de ella. Y en el avance por ese camino fue preciso superar un error que habría sido casi fatal para la joven disciplina. Bajo la influencia de la teoría traumática de la histeria, originada en Charcot, se tendía con facilidad a juzgar reales y de pertinencia etiológica los informes de pacientes que hacían remontar sus síntomas a vivencias sexuales pasivas de sus primeros años infantiles, vale decir, dicho groseramente, a una seducción.
Cuando esta etiología se desbarató por su propia inverosimilitud y por contradecirla circunstancias establecidas con certeza, el resultado inmediato fue un período de desconcierto total. El análisis había llevado por un camino correcto hasta esos traumas sexuales infantiles, y hete aquí que no eran verdaderos. Era perder el apoyo en la realidad. En ese momento, con gusto habría dejado yo todo el trabajo en la estacada, como hizo mi ilustre predecesor Breuer en ocasión de su indeseado descubrimiento. Quizá perseveré porque no tenía la opción de principiar otra cosa. Y por fin atiné a reflexionar que uno no tiene el derecho de acobardarse cuando sus expectativas no se cumplen, sino que es preciso revisar estas. Si los histéricos reconducen sus síntomas a traumas inventados, he ahí precisamente el hecho nuevo, a saber, que ellos fantasean esas escenas, y la realidad psíquica pide ser apreciada junto a la realidad práctica. Pronto siguió la intelección de que esas fantasías estaban destinadas a encubrir, a embellecer y a promover a una etapa más elevada el ejercicio autoerótico de los primeros años de la infancia. Así, tras esas fantasías, salió al primer plano la vida sexual del niño en todo su alcance. (Esta rectificación teórica de Freud es descrita por él -en forma contemporánea a la rectificación misma en una carta a Fliess del 21 de setiembre de 1897 (1950a, Carta 69), AE, 1, pág. 302 y n. 192. Su primer reconocimiento público de la rectificación tuvo lugar casi diez años después, en su artículo sobre la sexualidad en las neurosis (1906a), AE, 7, págs. 266-7. En la 33° de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, pág. 112, Freud señaló que en rigor tales fantasías no se relacionaban con el padre sino con la madre.)
En esta actividad sexual de los primeros años infantiles, también la constitución congénita pudo por fin volver por sus derechos. Disposición y vivencia se enlazaron aquí en una unidad etiológica inseparable; en efecto, la disposición elevaba a la condición de traumas incitadores y fijadores impresiones que de otro modo habrían sido enteramente triviales e ineficaces, mientras que las vivencias despertaban en la disposición ciertos factores que, de no mediar ellas, habrían permanecido largo tiempo dormidos, sin desarrollarse quizá. La última palabra en cuanto a la etiología traumática la dijo después Abraham [1907], cuando señaló que precisamente la especificidad de la constitución sexual del niño es propicia para provocar vivencias sexuales de un tipo determinado, vale decir, traumas.
Mis tesis sobre la sexualidad del niño se fundaron al comienzo casi exclusivamente en los resultados del análisis de adultos, que retrogradaba al pasado. Me faltó la oportunidad de hacer observaciones directas en el niño. Por eso fue un triunfo extraordinario cuando años después, mediante la observación directa y el análisis de niños de muy corta edad, pude corroborar la mayor parte de lo descubierto; un triunfo que fue empañando poco a poco la reflexión de que ese descubrimiento era de índole tal que más bien debía uno avergonzarse por haberlo hecho. Cuanto más se avanzaba en la observación del niño, tanto más patente se hacía ese hecho, pero también más extraño parecía que se hubiera gastado semejante trabajo en pasarlo por alto.
Es verdad que una convicción tan cierta sobre la existencia y la importancia de la sexualidad infantil sólo puede obtenerse sí se transita el camino del análisis, retrogradando desde los síntomas y peculiaridades de los neuróticos hasta las fuentes últimas cuyo descubrimiento explica lo que hay en ellos de explicable y permite modificar lo que acaso puede cambiarse. Comprendo que se llegue a otros resultados si, como hace poco hizo C. G. Jung, uno se forma primero una representación teórica de la naturaleza de la pulsión sexual y desde ella quiere concebir la vida del niño. Una representación así sólo puede escogerse al azar o atendiendo a consideraciones tomadas de otro ámbito, y corre el peligro de ser inadecuada para aquel al que se la quiere aplicar. Sin duda, también el camino analítico depara dificultades y oscuridades últimas en lo que atañe a la sexualidad y a sus nexos con la vida total del individuo, pero no se las puede despejar mediante especulaciones, sino que es fuerza que :subsistan hasta que hallen solución por vía de otras observaciones o de observaciones hechas en otros ámbitos.
Acerca de la interpretación de los sueños puedo ser breve. Me fue dada como primicia después que yo, obedeciendo a un oscuro presentimiento, me hube decidido a trocar la hipnosis por la asociación libre. Mi apetito de saber no iba dirigido de antemano a la comprensión de los sueños. Influencias que guiaran mi interés o generaran en mí una expectativa propicia, yo no las conozco. Antes de cesar mi trato con Breuer, tuve tiempo de comunicarle cierta vez, con una frase, que me proponía traducir sueños. A causa de la historia de este descubrimiento, el simbolismo del lenguaje onírico fue, de lejos, lo último a que tuve acceso en el sueño, pues para el conocimiento de los símbolos las asociaciones del soñante sirven de poco. Gracias a mi hábito de ponerme primero, y siempre, a estudiar las cosas antes de reverlas en los libros, pude cerciorarme del simbolismo del sueño antes de que el escrito de Scherner [1861] llamase mi atención sobre él. Sólo más tarde aprecié este medio de expresión del sueño en todo su alcance, en parte bajo la influencia de los trabajos de Stekel, autor tan meritorio al principio y tan enteramente acrítico después ([Un examen más extenso de la influencia de Stekel se incluye en un pasaje agregado por Freud en 1925 a la sección sobre el simbolismo de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 356.]). La íntima correspondencia de la interpretación psicoanalítica de los sueños con el arte interpretativo de los antiguos, tan reverenciado en su tiempo, se me hizo clara sólo muchos años después. En cuanto a la pieza más peculiar e importante de mi teoría sobre el sueño, reconducir la desfiguración onírica a un conflicto interior, una suerte de insinceridad interior, la reencontré en un autor ajeno por cierto a la medicina, mas no a la filosofía, el famoso ingeniero J. Popper, quien bajo el nombre de Lynkeus había publicado las Mantasien eines Realisten [1900] ([Véanse los dos artículos de Freud sobre esto (1923f y 1932c) – La palabra «famoso» fue agregada en 1924.]).
La interpretación de los sueños me sirvió de consuelo y apoyo en esos difíciles años iniciales del análisis, cuando tuve que dominar técnica, clínica y terapia de las neurosis, todo a un tiempo; estaba entonces enteramente aislado, en medio de una maraña de problemas, y a raíz de la acumulación de dificultades temía a menudo perder la brújula y la confianza en mí mismo. Trascurría a menudo un lapso desconcertantemente largo antes de hallar en el enfermo la prueba de mi premisa de que toda neurosis tenía que hacerse por fuerza comprensible mediante análisis; pero en los sueños, que podían concebirse como unos análogos de los síntomas, hallaba esa premisa una confirmación casi infalible.
Sólo estos éxitos me habilitaron para perseverar. Por eso tomé el hábito de medir la comprensión de un trabajador psicológico por su actitud frente a los problemas de la interpretación de los sueños, y observo complacido que la mayoría de los oponentes del psicoanálisis evitan entrar en este terreno o, si lo intentan, se comportan en él con extrema torpeza. Pronto advertí la necesidad de hacer mi autoanálisis, y lo llevé a cabo con ayuda de una serie de sueños propios que me hicieron recorrer todos los acontecimientos de mi infancia, y todavía hoy opino que en el caso de un buen soñador, que no sea una persona demasiado anormal, esta clase de análisis puede ser suficiente. ([Freud relató partes importantes de su autoanálisis en su correspondencia con Fliess, contemporánea de aquel, sobre todo en las Cartas 70 y 71, escritas en octubre de 1897 (1950a, SE, 1, págs. 303-8). – No siempre Freud sustentó un punto de vista tan favorable sobre el autoanálisis. Por ejemplo, en su carta a Fliess del 14 de noviembre de 1897 (1950a, Carta 75),escribió: «Mi autoanálisis sigue interrumpido; ahora advierto por qué. Sólo puedo analizarme a mí mismo con los conocimientos adquiridos objetivamente (como lo haría un extraño); un genuino autoanálisis es imposible, pues de lo contrario no existiría la enfermedad [la neurosis]. Puesto que todavía tropiezo con enigmas en mis pacientes, es forzoso que esto mismo me estorbe en el autoanálisis». Y hacia el fin de su vida, en una breve nota sobre un acto fallido (1935b), observó: «En los autoanálisis es particularmente grande el peligro de la interpretación incompleta. Uno se contenta demasiado pronto con un esclarecimiento parcial, tras el cual la resistencia retiene fácilmente algo que puede ser más importante». Estos comentarios contrastan con su prólogo cautelosamente apreciativo a un artículo de E. Pickworth Farrow (1926), en el que este exponía los hallazgos de un autoanálisis (Freud, 1926c). Tratándose de análisis didácticos, en todo caso, opinaba decididamente que este debía ser hecho por otra persona; véase, por ejemplo, uno de sus artículos sobre técnica escrito poco antes que el actual (1912e), y también su trabajo, muy posterior, «Análisis terminable e interminable» (1937c).])
Mediante el despliegue de esta historia genética creo haber mostrado mejor que mediante una exposición sistemática lo que es el psicoanálisis. Al principio no advertí la naturaleza particular de mi descubrimiento. Sin vacilar sacrifiqué mi incipiente reputación como médico y el aumento de mi clientela de pacientes neuróticos en aras de mi empeño por investigar consecuentemente la causación sexual de sus neurosis; obtuve así una serie de experiencias que me refirmaron de manera definitiva en mi convicción acerca de la importancia práctica del factor sexual. Desprevenido, me presenté en la asociación médica de Viena, presidida en ese tiempo por Von Krafft-Ebing, como un expositor que esperaba resarcirse, gracias al interés y el reconocimiento que le tributarían sus colegas, de los perjuicios materiales consentidos por propia decisión. Yo trataba mis descubrimientos como contribuciones ordinarias a la ciencia, y lo mismo esperaba que hicieran los otros. Sólo el silencio que siguió a mi conferencia, el vacío que se hizo en torno de mi persona, las insinuaciones que me fueron llegando, me hicieron comprender poco a poco que unas tesis acerca del papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis no podían tener la misma acogida que otras comunicaciones. Entendí que en lo sucesivo pertenecería al número de los que «han turbado el sueño del mundo», según la expresión de Hebbel, y no me estaba permitido esperar objetividad ni benevolencia. Pero como mí convicción sobre la justeza global de mis observaciones y de mis inferencias se afirmaba cada vez más, y no eran menores mi confianza en mi propio juicio y mi coraje moral, el desenlace de esa situación no podía ser más que uno. Me resolví a creer que había tenido la dicha de descubrir unos nexos particularmente importantes y me dispuse a aceptar el destino que suele ir asociado con un hallazgo así.
Ese destino lo imaginé de la manera siguiente: Probablemente, los éxitos terapéuticos del nuevo procedimiento me permitirían subsistir, pero la ciencia no repararía en mí mientras yo viviese. Algunos decenios después, otro, infaliblemente, tropezaría con esas mismas cosas para las cuales ahora no habían madurado los tiempos, haría que los demás las reconociesen y me honraría como a un precursor forzosamente malogrado. Entretanto, me dispuse a pasarlo lo mejor posible, como Robinson en su isla solitaria. Cuando desde los embrollos y las urgencias del presente vuelvo la mirada a aquellos años de soledad, quiere parecerme que fue una época hermosa, una época heroica; al splendid isolation no le faltan ventajas ni atractivos. No tenía ninguna bibliografía que leer, ningún oponente mal informado a quien escuchar, no estaba sometido a influencia alguna ni urgido por nada. Aprendí a sofrenar las inclinaciones especulativas y, atendiendo al inolvidable consejo de mi maestro Charcot, a examinar de nuevo las mismas cosas tantas veces como fuera necesario para que ellas por sí mismas empezaran a decir algo. Mis publicaciones, para las cuales con algún trabajo encontré también espacio, pudieron quedar siempre muy retrasadas respecto del avance de mi saber: era posible posponerlas a voluntad, ya que no había que defender ninguna «prioridad» cuestionada. La interpretación de los sueños, por ejemplo, estuvo lista en todo lo esencial a comienzos de 1896, pero sólo fue redactada en el verano de 1899. El tratamiento de «Dora» concluyó a fines de 1899. Su historial clínico quedó registrado en las dos semanas que siguieron, pero no se publicó hasta 1905. Entretanto, mis escritos no eran reseñados en las publicaciones especializadas o, cuando esto por excepción ocurría, se los descartaba con un irónico o compasivo ademán de superioridad. Sucedió también que algún colega me dirigiera en sus publicaciones alguna observación, que solía ser harto sucinta y muy poco lisonjera, como «extravagante», «extremista», «muy singular». Pasó una vez que un asistente de la clínica de Viena donde yo dictaba mis conferencias semestrales me pidió autorización para asistir a ellas. Escuchaba con mucha devoción, no decía nada, pero tras la última conferencia se comidió a acompañarme. Mientras dábamos ese paseo me reveló que, con conocimiento de su jefe, había escrito un libro contra mi doctrina y lamentaba haber llegado a apreciarla mejor sólo ahora, tras escuchar mis conferencias. De lo contrario habría escrito algo muy diverso. Además, había consultado en la clínica si no debía leer antes La interpretación de los sueños, pero se lo desaconsejaron diciéndole que no valía la pena. Y en cuanto al edificio de mi doctrina, tal como acababa de comprenderlo, él mismo me lo comparó con la Iglesia Católica por la solidez de su ensambladura interna. En interés de la salvación de su alma quiero suponer que esa manifestación suya contenía una partícula de reconocimiento. Pero concluyó diciendo que era demasiado tarde para introducir enmiendas en su libro, que ya estaba impreso. El colega de marras no se juzgó obligado a dar después a sus lectores alguna noticia sobre su cambio de opinión acerca de mi psicoanálisis, sino que siguió adelante, como colaborador estable de una revista médica, sumando al desarrollo de aquellos puntos de vista unas glosas burlescas.
Toda la susceptibilidad personal que yo pudiera tener la perdí en esos años, para mi beneficio. Y en cuanto a amargarme, me salvó de ello una circunstancia que no viene en socorro de todos los descubridores solitarios. Ellos suelen torturarse procurando averiguar el origen del desacuerdo o el rechazo de sus contemporáneos, y lo sienten como un doloroso mentís, pues están convencidos de la verdad de su descubrimiento. No necesité hacer otro tanto, pues la doctrina psicoanalítica me permitió comprender esa conducta de mi entorno social como una consecuencia necesaria de los supuestos fundamentales del análisis. Si era cierto que los nexos descubiertos por mí eran mantenidos lejos de la conciencia de los enfermos por obra de resistencias afectivas interiores, estas últimas surgirían también en las personas :sanas tan pronto se les hiciese presente, mediante una comunicación de fuera, lo reprimido. Y que ellos se las ingeniasen para justificar con fundamentos intelectuales esa repulsa dictada por los afectos, nada tenía de asombroso. A los enfermos les sucede lo mismo con pareja frecuencia, y los argumentos aducidos -los argumentos abundan como la zarzamora, para decirlo con Falstaff-, eran idénticos y no muy penetrantes. He aquí la única diferencia: con los enfermos se disponía de un medio de presión para que inteligieran sus resistencias y las vencieran, mientras que en el caso de los presuntos sanos faltaban tales auxilios. En cuanto a los caminos por los cuales se pudiera esforzar a esas personas sanas a un examen científico objetivo y desapasionado, se trataba de un problema irresuelto; lo mejor era dejar que el tiempo lo aclarase. En la historia de las ciencias se había podido comprobar hartas veces que la misma aseveración que al comienzo sólo encontró objeciones era admitida tiempo después sin que se hubiesen aducido nuevas pruebas en su favor.
Ahora bien, nadie tendría derecho a esperar que en esos años en que yo fui el único campeón del psicoanálisis se desarrollase en mí un respeto particular por el juicio de las gentes o una proclividad a la condescendencia intelectual.
II
Desde 1902, se agruparon en derredor de mí cierto número de médicos jóvenes con el propósito expreso de aprender, ejercer y difundir el psicoanálisis. La iniciativa partió de un colega que había experimentado en su persona el saludable efecto de la terapia analítica. Determinados días se hacían reuniones vespertinas en mi casa, se discutía siguiendo ciertas reglas y se buscaba una orientación en ese campo de estudios extrañamente nuevo, procurando interesar en él a otros investigadores. Cierta vez un graduado de una escuela técnica se presentó a nosotros con un manuscrito que revelaba extraordinaria penetración. Lo movimos a seguir los estudios de la escuela medía, a frecuentar la universidad y a consagrarse a las aplicaciones no médicas del psicoanálisis. La pequeña sociedad se agenció así un secretario celoso y confiable, y yo gané en Otto Rank mí más fiel auxiliar y colaborador.
El pequeño círculo se amplió pronto, y en el curso de los años que siguieron cambió muchas veces de «composición. Yo tenía derecho a decirme que, en conjunto, por la riqueza y diversidad de talentos que incluía, difícilmente saliera desmerecido de una comparación con el elenco de un maestro clínico, cualquiera que fuese. Desde el comienzo se contaron entre esos hombres los que estaban destinados a desempeñar en la historia del movimiento psicoanalítico importantísimos papeles, aunque no siempre faustos. Pero en esa época no podía vislumbrarse aún este desarrollo. Yo podía estar satisfecho, y creo que lo hice todo para poner al alcance de los otros lo que sabía y había averiguado por mi experiencia. Sólo hubo dos cosas de mal presagio, que en definitiva terminaron por enajenarme interiormente a ese círculo. No logré crear entre sus miembros esa armonía amistosa que debe reinar entre hombres empeñados en una misma y difícil tarea, ni tampoco ahogar las disputas por la prioridad a que las condiciones del trabajo en común daban sobrada ocasión. Las dificultades que ofrece la instrucción en el ejercicio del psicoanálisis, particularmente grandes, y culpables de muchas de las disensiones actuales, ya se hicieron sentir en aquella Asociación Psicoanalítica de Viena, de carácter privado. Yo mismo no me atreví a exponer una técnica todavía inacabada y una teoría en continua formación con la autoridad que probablemente habría ahorrado a los demás muchos extravíos y aun desviaciones definitivas. La autonomía de los trabajadores intelectuales, su temprana independencia del maestro, siempre son satisfactorias en lo psicológico; empero, ella beneficia a la ciencia sólo cuando esos trabajadores llenan ciertas condiciones personales, harto raras. Precisamente el psicoanálisis habría exigido una prolongada y rigurosa disciplina y una educación para la autodisciplina. A causa de la valentía que denotaba el consagrarse a una materia tan mal vista y falta de perspectivas, yo me inclinaba a dejar pasar en los miembros de la Asociación muchas cosas que de lo contrario habrían sido objeto de mi repulsa. Por otra parte, el círculo no incluía sólo médicos, sino otras personas cultas que habían discernido algo importante en el psicoanálisis: escritores, artistas, etc. La interpretación de los sueños, el libro sobre el chiste y otros habían mostrado desde el comienzo que las doctrinas del psicoanálisis no podían permanecer circunscritos al ámbito médico, sino que eran susceptibles de aplicación a las más diversas ciencias del espíritu.
Desde 1907, la situación varió en contra de todas las expectativas y como de un golpe. Pudo advertirse que el psicoanálisis, calladamente, había despertado interés y hallado amigos, y hasta existían trabajadores científicos dispuestos a adherir a él. Desde antes, una carta de Bleuler me había hecho saber que mis trabajos se estudiaban y aplicaban en el Burghölzli. En enero de 1907 vino a Viena por primera vez un miembro de la clínica de Zurich, el doctor Eitingon, y pronto siguieron otras visitas que dieron lugar a un vivo intercambio de ideas; por último, a invitación de C. G. Jung, por entonces todavía médico adjunto en el Burghölzli, se realizó un encuentro en Salzburgo a comienzos de 1908, donde se reunieron amigos del psicoanálisis de Viena, de Zurich y de otros lugares. Uno de los frutos de ese primer congreso psicoanalítico fue la fundación de una revista que empezó a publicarse en 1909 con el título de Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forscbungen [cf. AE, 14, pág. 45], dirigida por Bleuler y Freud, y con Jung como jefe de redacción. Una estrecha comunidad de trabajo entre Viena y Zurich halló expresión en esta revista.
Repetidas veces he reconocido ya, con gratitud, los grandes méritos acreditados por la escuela psiquiátrica de Zurich en la difusión del psicoanálisis, y en particular los de Bleuler y Jung; no titubeo en volver a hacerlo hoy, bajo condiciones tan diversas. Es cierto que la adhesión de la escuela de Zurich no fue lo primero que en ese tiempo atrajo la atención del mundo científico sobre el psicoanálisis. El período de latencia había concluido, y en todas partes el psicoanálisis pasó a ser asunto de creciente interés. Pero en otros lugares este aumento del interés no tuvo al comienzo más resultado que una repulsa, teñida por la pasión casi siempre; en cambio, en Zurich el acuerdo básico dio el tono dominante de esa relación. Además, en ningún otro :sitio se conjugaron una falange tan compacta de seguidores, una clínica pública que pudo ser puesta al servicio de la investigación psicoanalítica y un maestro clínico que recogió la doctrina psicoanalítica como parte integrante de la enseñanza de la psiquiatría. Por eso los de Zurich se convirtieron en el núcleo de la pequeña tropa que pugnaba por conquistar el reconocimiento para el análisis. Sólo con ellos había oportunidad de aprender el nuevo arte y de realizar trabajos dentro de él. La mayoría de mis actuales partidarios y colaboradores vinieron a mí pasando por Zurich, aun aquellos que geográficamente estaban más próximos a Viena que a Suiza. Viena tiene una posición excéntrica respecto de la Europa occidental, que alberga los grandes centros de nuestra cultura; desde hace muchos años, gravosos prejuicios empañan su fama. En Suiza, tan movediza en el plano intelectual, se daban cita exponentes de las naciones de mayor envergadura; un foco infeccioso en ese lugar no podía menos que alcanzar particular importancia para la propagación de esa epidemia psíquica, como la llamó Hoche, de Friburgo.
Según el testimonio de un colega que asistió a la evolución cumplida en el Burghölzli, puedo afirmar que el psicoanálisis suscitó allí interés desde muy temprano. En el escrito publicado por Jung en 1902 acerca de los fenómenos ocultos ya se encuentra una primera referencia a La interpretación de los sueños. A partir de 1903 o de 1904, me informa mi colega, el psicoanálisis ocupó el primer plano. Después que se anudaron relaciones personales entre Viena y Zurich, se creó también en el Burghölzli, a mediados de 1907, una asociación informal que en encuentros regulares discutía los problemas del psicoanálisis. En la unión que se estableció entre las escuelas de Viena y de Zurich en modo alguno fueron los suizos la parte meramente receptiva. Habían producido ya respetables trabajos científicos cuyos resultados redundaron en beneficio del psicoanálisis. El experimento de la asociación, iniciado por la escuela de Wundt, había sido interpretado por ellos en el sentido del psicoanálisis, permitiéndoles insospechadas aplicaciones. Ello hizo posible efectuar rápidas corroboraciones experimentales de testimonios psicoanalíticos y presentar demostrativamente ante los estudiantes ciertas constelaciones que el analista sólo habría podido relatar. Así quedaba echado el primer puente que llevaba de la psicología experimental al psicoanálisis.
Dentro del tratamiento psicoanalítico, el experimento de la asociación posibilita un análisis cualitativo provisional del caso, pero no presta una contribución esencial a la técnica y en verdad es prescindible en la ejecución de análisis. Más importante aún fue otro logro de la escuela de Zurich o de sus dos jefes, Bleuler y Jung. El primero demostró que en toda una serie de casos puramente psiquiátricos la explicación vendría señalada por procesos semejantes a los que con el auxilio del psicoanálisis se habían individualizado en el sueño y en las neurosis («mecanismos freudianos»). Jung [1907] aplicó con éxito el procedimiento analítico de interpretación a los fenómenos más sorprendentes y oscuros de la dementia praecox [esquizofrenia], cuya génesis en la biografía y en los intereses de vida de los enfermos pudo así sacarse a la luz. Desde entonces fue imposible que los psiquiatras siguieran ignorando al psicoanálisis. La gran obra de Bleuler sobre las esquizofrenias (1911), en que el modo de consideración psicoanalítico se ponía en un pie de igualdad con el clínico-sis temático, perfeccionó ese resultado.
No quiero dejar de apuntar una diferencia que ya en esa época era visible en la orientación de trabajo de ambas escuelas. En 1897 yo había publicado el análisis de un caso de esquizofrenia; pero este era de índole paranoide, por lo cual su resolución no pudo anticipar los rasgos de los análisis de Jung. Sin embargo, para mí lo importante no había sido la posibilidad de interpretar los síntomas sino el mecanismo psíquico de la contracción de la enfermedad, sobre todo la concordancia de este mecanismo con el de la histeria, ya individualizado. Todavía no se había echado luz sobre las diferencias entre ambos. Ya en esa época, en efecto, yo tenía por norte una teoría de las neurosis basada en la libido, que se proponía explicar todas las manifestaciones, así neuróticas como psicóticas, partiendo de destinos anormales de la libido, vale decir, desviaciones de su aplicación normal. Este punto de vista faltó a los investigadores suizos. Que yo sepa, Bleuler sostiene todavía hoy una causación orgánica de las formas de dementia praecox, y Jung, cuyo libro sobre esta enfermedad había aparecido en 1907, sostuvo en 1908, en el Congreso de Salzburgo, la teoría tóxica acerca de ella, que pasa por alto la teoría de la libido, por cierto que sin excluirla. En el mismo punto naufragó él después (1912), siendo que en este caso aprovechaba en demasía la tela de que antes no quiso servirse.
Una tercera contribución de la escuela suiza, que quizá debe acreditarse íntegramente a Jung, no puedo yo tasarla en tanto como hicieron muchas personas ajenas a la materia. Aludo a la doctrina de los complejos, surgida de los Diagnostischen Assoziationsstudien [Estudios diagnósticos de la asociación] (1906-09). No dio por resultado una teoría psicológica ni pudo articularse de una manera natural con la trabazón de las doctrinas psicoanalíticas. En cambio, la palabra «complejo», término cómodo y muchas veces indispensable para la síntesis descriptiva de hechos psicológicos, ha adquirido carta de ciudadanía en el psicoanálisis. ([Aparentemente, Freud tomó prestado el término de Jung por primera vez en «El psicoanálisis y la instrucción forense» (1906c). Sin embargo, él mismo lo había utilizado mucho antes, en un sentido al parecer muy similar, en una nota agregada al caso de Emmy von N., de Estudios sobre la histeria (1895d), AE, 2, pág. 89n.]). Ningún otro de los nombres y designaciones que el psicoanálisis debió inventar para sus necesidades ha alcanzado una popularidad tan grande ni ha sido objeto de un empleo tan abusivo en perjuicio de formaciones conceptuales más precisas. En el lenguaje cotidiano de los psicoanalistas empezó a hablarse de «retorno del complejo» cuando se aludía al «retorno de lo reprimido», o se contrajo el hábito de decir «Tengo un complejo contra él» donde lo único correcto habría :sido «una resistencia».
Después de 1907, en los años que siguieron a la fusión de la escuelas de Viena y de Zurich, el psicoanálisis tomó ese vuelo extraordinario bajo cuyo signo todavía hoy se encuentra, y que es atestiguado con igual certeza por la difusión de los escritos que le son tributarios y el aumento del número de médicos que quieren ejercerlo o aprenderlo, y por la proliferación de los ataques de que es objeto en congresos y en sociedades de especialistas. Emigró a los países más remotos, y, en todos lados, no sobresaltó solamente a los psiquiatras sino que se hizo escuchar también por los legos cultos y los trabajadores de otros ámbitos de la ciencia. Havelock Ellis, que había seguido con simpatía su desarrollo -aunque nunca se declaró su partidario- escribió en 1911, en un informe al Congreso Médico de Australasia: «Freud’s psychoanalysis is now championed and carried out not only in Austria and in Switzerland, but in the United States, in England, in India, in Canada, and, I doubt not, in Australasia». (Traducción: {«El psicoanálisis de Freud es defendido y practicado en la actualidad no sólo en Austria y Suiza, sino en Estados Unidos, en Inglaterra, en la India, en Canadá, y, no lo dudo, en Australasia».}). Un médico de Chile (probablemente un alemán) se pronunció en el congreso internacional que sesionó en Buenos Aires, en 1910, en favor de la sexualidad infantil y encomió los éxitos de la terapia psicoanalítica en el caso de los síntomas obsesivos; un neurólogo inglés establecido en la India central (Berkeley-Híll) me comunicó, a través de un distinguido colega que viajaba por Europa, que los hindúes mahometanos a quienes aplicó el análisis no mostraban en sus neurosis una etiología diversa de nuestros pacientes europeos.
La introducción del psicoanálisis en Estados Unidos se cumplió bajo auspicios particularmente honrosos. En el otoño de 1909, Stanley Hall, presidente de la Clark University, de Worcester ({cerca de} Boston), nos cursó una invitación a Jung y a mí para que participásemos en los festejos de los veinte años de fundación del instituto mediante conferencias que pronunciaríamos en idioma alemán. Para nuestra gran sorpresa, nos encontramos con que los desprejuiciados hombres de esa Universidad, pequeña pero prestigiosa en las ramas de la pedagogía y la filosofía, conocían todos los trabajos psicoanalíticos y los habían examinado en las lecciones que daban a sus alumnos. En Estados Unidos, país tan mojigato, era posible, al menos en círculos académicos, debatir con libertad y hacer objeto de tratamiento científico todo cuanto afuera, en la vida ordinaria, se juzgaba escandaloso. Las cinco conferencias que improvisé en Worcester aparecieron después en traducción al inglés en la American Journal of Psychology y al poco tiempo en alemán bajo el título Über Psychoanalyse [1910a]; Jung leyó trabajos sobre los estudios diagnósticos de la asociación y sobre «conflictos del alma infantil» (ver nota). Fuimos premiados con el título honorífico de LL. D. {Legum Doctor} (doctores en ambos derechos). Durante esa semana de festejos en Worcester, el psicoanálisis estuvo representado por cinco personas; además de Jung y de mí estaban presentes Ferenczi, que se me había sumado como compañero de viaje, Ernest Jones, por ese tiempo residente en la Universidad de Toronto (Canadá), ahora en Londres, y A. A. Brill, que ya practicaba el análisis en Nueva York.
La relación personal más importante que se sumó en Worcester fue la de James J. Putnam, titular de la cátedra de neuropatología en la Harvard University, quien durante años había emitido un juicio desfavorable sobre el psicoanálisis, pero en ese momento rápidamente se bienquistó con él y en numerosas conferencias, tan sustanciosas como bellas por su forma, lo recomendó a sus compatriotas y colegas. El respeto de que él gozaba en Estados Unidos a causa de sus altas prendas morales y de su intransigente amor a la verdad redundó en beneficio del psicoanálisis y lo puso a cubierto de las denuncias que con probabilidad lo habrían acosado en su momento. Putnam ha cedido luego en demasía a la inclinación ética y filosófica de su naturaleza, y dirigió al psicoanálisis una exigencia a mi juicio incumplible para este, a saber, que debería estar al servicio de una cosmovisión éticofílosófica determinada; no obstante, ha seguido siendo el principal sostén del movimiento psicoanalítico en su patria.
En cuanto a la difusión de este movimiento, Brill y Jones cosecharon después los mayores méritos, poniendo una y otra vez ante los ojos de sus compatriotas, con abnegada constancia, los hechos básicos y fácilmente observables de la vida cotidiana, del sueño y de la neurosis. Brill contribuyó a reforzar este efecto por medio de su actividad médica y la traducción de mis escritos, y Jones, mediante instructivas conferencias y certeros debates en congresos realizados en Estados Unidos.
La falta de una arraigada tradición científica y el poco vigor de la autoridad oficial fueron en Estados Unidos ventajas decisivas para el estímulo dado por Stanley Hall. Desde el comienzo, lo característico en ese país fue que profesores y directores de institutos de salud mental mostraron interés por el análisis en igual medida que los profesionales independientes. Pero justamente por eso, es claro que la lucha por el análisis :se decidirá en el terreno donde se presentó la mayor resistencia, vale decir, en los viejos centros de cultura.
Entre los países europeos, Francia ha resultado hasta ahora el menos receptivo al psicoanálisis, aunque el lector francés tiene a su disposición, en meritorios trabajos de A. Maeder, de Zurich, un fácil acceso a sus doctrinas. Los primeros conatos de participación provinieron de las provincias francesas. Morichau-Beauchant (Poitiers) fue el primer francés que adhirió públicamente al psicoanálisis. Hace poco [ 1914 ], Régis y Hesnard (Burdeos) han procurado por vez primera disipar los prejuicios de :sus compatriotas contra la nueva doctrina; lo hicieron en una exposición detallada aunque no siempre comprensiva, donde objetan en particular el simbolismo. En el propio París parece reinar todavía la convicción, expresada con tanta facundia por Janet en el Congreso de Londres de 1913, según la cual todo cuanto hay de bueno en el psicoanálisis no hace sino repetir con mínimos retoques los puntos de vista de Janet, y lo demás es calamitoso. No obstante, en ese mismo congreso, Janet tuvo que ceder ante una serie de correcciones que le hizo Ernest Jones, quien pudo demostrarle su escaso conocimiento del asunto. Empero, no por rechazar sus pretensiones olvidamos los méritos que Janet tiene ganados en la psicología de las neurosis.
En Italia, después de algunos comienzos promisorios, no hubo una ulterior participación. En Holanda el análisis se abrió paso temprano merced a, relaciones personales; Van Emden, Van Ophuijsen, Van Renterghem (Freud en zijn School [1913] ) y los dos Stärcke actúan en ese país con éxito en la teoría y en la práctica (El primer reconocimiento oficial que la interpretación del sueño y el psicoanálisis obtuvieron en Europa fue el que les extendiera el psiquiatra Jelgersma, rector de la Universidad de Leiden, en su discurso del 9 de febrero de 1914.). El interés de los círculos científicos de Inglaterra por el análisis se ha desarrollado con mucha lentitud, pero todo indica que precisamente allí, gracias al sentido de lo fáctico que tienen los ingleses y a su apasionado amor a la equidad, le aguarda muy pronto un brillante florecimiento.
En Suecia, P. Bjerre, el sucesor de Wetterstrand en la actividad médica, abandonó, al menos provisionalmente, la sugestión hipnótica en favor del tratamiento analítico. R. Vogt (Cristianía {Oslo}) expuso una apreciación del psicoanálisis ya en 1907, en su Psykíatriens grundtraek, de suerte que el primer manual de psiquiatría que se dio por enterado de su existencia ha sido uno escrito en noruego. En Rusia, el psicoanálisis se ha conocido y difundido universalmente; casi todos mis escritos, así como los de otros partidarios del análisis, se han traducido al ruso. No obstante, no se ha producido todavía allí una comprensión más profunda de las doctrinas analíticas. Las contribuciones de médicos rusos no pueden llamarse hoy dignas de consideración. Sólo Odesa posee, en la persona de M. WuIff, un analista de escuela. La introducción del psicoanálisis en la ciencia y la bibliografía polacas ha sido principalmente mérito de L. Jekels. Hungría, tan próxima a Austria en lo geográfico y tan distanciada de ella en lo científico, hasta ahora no ha brindado al psicoanálisis sino un solo colaborador, S. Ferenczi; pero tal, que vale por toda una asociación.» (nota agregada en 1924: [Nota agregada en 1924:] No es mi propósito poner up to date {«poner al día», «actualizar»} esta descripción esbozada en 1914. Sólo agregaré algunas observaciones para indicar el modo en que se ha modificado el cuadro en el intervalo, que incluye la Guerra Mundial. En Alemania se produce una infiltración lenta, no siempre admitida, de las doctrinas analíticas en la psiquiatría; las traducciones de mis escritos al francés aparecidas en los últimos años han terminado por despertar también en Francia un fuerte interés por el psicoanálisis; ese interés es por ahora más activo en los círculos literarios que en los científicos. En Italia, M. Levi Bianchini (Nocera Superiore) y Edoardo Weiss (Trieste) han salido a la palestra como traductores y campeones del psicoanálisis (Biblioteca Psicoanalítica Italiana). Una versión completa de mis obras que se está publicando en Madrid (traducida por López-Ballesteros) da satisfacción al vivo interés demostrado por los países de habla hispana (profesor H. Delgado, en Lima). En cuanto a Inglaterra, la profecía del texto parece cumplirse sin pausa; un centro para el estudio del psicoanálisis se ha creado en Calcuta, India Británica. En Estados Unidos, la profundización del estudio del psicoanálisis no corre todavía pareja con su popularidad. En Rusia, el trabajo psicoanalítico ha recomenzado en varios centros después de la Revolución. En lengua polaca aparece ahora la Polska Biblioteka Psychoanalítyczna. En Hungría ha florecido una brillante escuela psicoanalítica bajo la dirección de Ferenczi. (Cf. Festschrift zum 50. Geburtstag von Dr. S. Ferenczi.) [Este número especial de la Internationale Zeitschrift für Psychoaralyse, dedicado a Sándor Ferenczi al cumplir este 50 años, incluyó una colaboración de Freud (1923i).] Los países escandinavos siguen siendo todavía los más renuentes.)
En cuanto a la situación del psicoanálisis en Alemania, no puede describírsela sino con estas comprobaciones: está en el centro del debate científico y tanto en médicos cuanto en legos provoca manifestaciones de la más terminante repulsa, que, empero, hasta ahora no han tocado a su fin, sino que de continuo vuelven a encenderse y en ocasiones se agudizan. Ningún instituto oficial de enseñanza ha admitido hasta hoy al psicoanálisis, y es escaso el número de profesionales que lo practican con éxito; sólo unos pocos institutos de salud, como el de Binswanger, en Kreuzlingen (en territorio de Suiza), y el de Marcinowski, en Holstein, le han abierto las puertas. En el suelo crítico de Berlín se afirma uno de los más destacados exponentes del análisis, Karl Abraham, antes asistente de Bleuler. Podría sorprender que este estado de cosas se haya conservado sin cambios desde hace ya varios años si uno no supiera que la anterior pintura no refleja sino la apariencia externa. No es lícito sobrestimar en su importancia la repulsa de los representantes oficiales de la ciencia y de los directores de institutos de salud, así como de los acólitos que son sus dependientes. Es comprensible que los opositores eleven su voz cuando los partidarios callan amedrentados. Muchos de estos últimos, cuyas primeras contribuciones al análisis no pudieron menos que despertar buenas esperanzas, se apartaron del movimiento después, bajo la presión del medio. Pero el movimiento mismo progresa en silencio de modo incesante, sigue conquistando partidarios tanto entre los psiquiatras como entre los legos, atrae un número creciente de lectores para la bibliografía psicoanalítica; y justamente por eso fuerza en sus oponentes unos ensayos de defensa cada vez más acerbos.
¡Tal vez una docena de veces, en el curso de estos últimos años, he leído en informes sobre las deliberaciones de ciertos congresos u organizaciones científicas, o en reseñas de ciertas publicaciones, que el psicoanálisis ya está muerto, definitivamente vencido y finiquitado! El texto de la respuesta habría debido glosar el telegrama que dirigió Mark Twain a aquel periódico que anunció falsamente su muerte: Noticia de mi deceso muy exagerada. Tras cada uno de esos pronunciamientos de muerte, el psicoanálisis ganó nuevos partidarios y colaboradores o se procuró nuevos órganos. ¡Y sin duda el pronunciamiento de muerte era un progreso, comparado con la muerte por el silencio!
Contemporánea a esa expansión espacial del psicoanálisis que acabamos de describir fue la ampliación de su contenido: su extensión a otros ámbitos del saber desde la doctrina de las neurosis y la psiquiatría. No trataré a fondo este aspecto del desarrollo histórico de nuestra disciplina; existe un excelente trabajo de Rank y Sachs [1913] (en las Grenzfragen de Löwenfeld) que precisamente expone con detalle estos logros del trabajo analítico. Por lo demás, todo eso está en sus comienzos, poco elaborado, casi siempre son sólo esbozos y en ocasiones no más que unos proyectos. Nadie, razonablemente, hallará en eso motivo alguno de reproche. Enorme es el cúmulo de tareas que aguardan a un pequeño número de trabajadores, que en su mayoría tienen en otra parte su ocupación principal y se ven precisados a abordar los problemas específicos de una ciencia ajena con una preparación de aficionados. Esos trabajadores que provienen del psicoanálisis no tratan de ocultar su carácter de aficionados; sólo pretenden ser las avanzadas y los escuderos de los especialistas, y tenerles servidas las técnicas y las premisas analíticas para el momento en que ellos mismos pongan manos a la obra. Y si las aclaraciones ya conseguidas no son desdeñables, este resultado ha de agradecerse, por una parte, a la fecundidad de la metodología analítica y, por la otra, a la circunstancia de que existen algunos investigadores que, sin ser médicos, han abrazado como tarea de su vida la aplicación del psicoanálisis a las ciencias del espíritu.
La mayoría de estas aplicaciones se remontan, bien se comprende, a una incitación de mis primeros trabajos analíticos. La investigación analítica de los neuróticos y de los síntomas neuróticos de personas normales obligaron a suponer la existencia de ciertas constelaciones psicológicas, y era de todo punto imposible que sólo tuviesen vigencia en el ámbito donde se había tomado conocimiento de ellas. Así, el análisis no sólo nos regaló el esclarecimiento de hechos patológicos, sino que mostró también su trabazón con la vida anímica normal y reveló insospechadas relaciones entre la psiquiatría y otras ciencias, las más diversas, que tenían por contenido una actividad del alma. A partir de ciertos sueños típicos se obtuvo, por ejemplo, la comprensión de muchos mitos y cuentos tradicionales. Riklin [1908] y Abraham [1909] siguieron estas pistas, inaugurando las investigaciones acerca de los mitos, que alcanzaron su consumación, satisfaciendo todos los requisitos de la ciencia especializada, en los trabajos de Rank sobre la mitología [p. ej., 1909, 1911e]. La persecución del simbolismo onírico nos situó en medio de los problemas de la mitología, del folklore (Jones [p. ej., 1910c, 1912d], Storfer [1914]) y de las abstracciones religiosas. En uno de los congresos psicoanalíticos causó profunda impresión en todos los asistentes un discípulo de Jung, quien demostró la concordancia entre las formaciones de la fantasía de los esquizofrénicos y las cosmogonías de épocas y de pueblos primitivos. Una elaboración ya no inobjetable, pero muy interesante, del material de las mitologías ofrecieron después los trabajos de Jung, que se proponen correlacionar las neurosis y las fantasías religiosas y mitológicas.
Otra vía llevó desde la investigación de los sueños hasta el análisis de las creaciones literarias y, al final, de los literatos y artistas como tales. En un primer paso se averiguó que los sueños inventados por literatos a menudo se comportaban frente al análisis igual que los genuinos (Gradiva [ 1907a] ). La concepción de la actividad inconciente del alma permitió hacerse una primera idea sobre la naturaleza del trabajo de creación literaria; y la apreciación de las mociones pulsionales, a que había obligado la doctrina de las neurosis, hizo que se reconocieran las fuentes de la creación artística y planteó los problemas de las reacciones del artista frente a esas incitaciones y de los medios con que las disfraza. La mayoría de los analistas con intereses universales han brindado contribuciones al tratamiento de estos problemas, las más atrayentes entre las aplicaciones del psicoanálisis. Desde luego, tampoco falta aquí el desacuerdo de quienes no están familiarizados con el análisis; se exteriorizó en los mismos malentendidos y apasionadas repulsas que en el suelo materno del psicoanálisis. Era previsible: dondequiera que el psicoanálisis pugnase por entrar tendría que sostener idéntica lucha con los anteriores ocupantes. Sólo que esos ensayos de invasión no han provocado todavía el estado de alerta en todos los campos donde son inminentes. Entre las aplicaciones del análisis las ciencias literarias en sentido estricto, la obra fundamental de Rank acerca del motivo del incesto [1912c] es, seguramente, aquella cuyo contenido despertará el máximo desagrado. Los trabajos de ciencias del lenguaje e históricos basados en el psicoanálisis son todavía escasos. Yo mismo, en 1907 me atreví a hacer los primeros tanteos en los problemas de psicología de la religión, comparando el ceremonial religioso con el neurótico [1907b]. El pastor doctor Pfister, de Zurich, en su trabajo sobre la piedad del conde de Zinzendorf [1910] (así como en otras contribuciones), ha realizado la reconducción del misticismo religioso a un erotismo perverso; en los últimos trabajos de la escuela de Zurich añora más una impregnación del análisis con representaciones religiosas que no lo contrario, como era la intención.
En mis cuatro ensayos sobre Tótem y tabú [1912-13] intenté tratar por medio del análisis ciertos problemas de la psicología de los pueblos que llevan directamente a los orígenes de nuestras más importantes instituciones de cultura, de los regímenes estatales, de la moral, de la religión, pero también del tabú del incesto y de la conciencia moral. ¿Hasta dónde los nexos que así se consiguieron resistirán a la crítica? He ahí algo que todavía hoy no puede saberse.
Mi libro sobre el chiste [1905c] brindó un primer ejemplo de la aplicación del pensamiento analítico a temas estéticos. Todo lo demás aguarda todavía a los trabajadores que en este ámbito, precisamente, tienen esperanza cierta de una rica cosecha. Aquí se echan de menos por doquier las fuerzas de trabajo provenientes de las ciencias especializadas; para atraerlas, Hanns Sachs fundó en 1912 la revista Imago, con él y Rank como jefes de redacción. En cuanto a la iluminación psicoanalítica de sistemas filosóficos y de personalidades, Hitschmann y Von Winterstein le dieron un comienzo cuya prosecución y profundización se hacen desear.
Las comprobaciones, de revolucionario efecto, que ha hecho el psicoanálisis acerca de la vida anímica del niño, el papel que en esta desempeñan las mociones sexuales (Von Hug-Hellmuth [1913b]) y los destinos de aquellas porciones de la sexualidad que se vuelven inutilizables para la función de la reproducción obligaron desde muy temprano a dirigir la atención a la pedagogía e incitaron a que se intentase empujar al primer plano en este campo unos puntos de vista analíticos. Mérito del pastor Pfister es haber abordado con encomiable entusiasmo esta aplicación del análisis sugiriéndola a pastores de almas y educadores (cf. Die psychoanalytische Methode, 1913b). Ha logrado que toda una serie de pedagogos suizos compartieran su interés. Al parecer, otros de sus colegas tienden a adherir a sus convicciones, pero han preferido mantenerse precavidamente en un segundo plano. Una fracción de los analistas de Viena, en su retirada del psicoanálisis, parecen haber aterrizado en una suerte de pedagogía médica.
Con estas menciones incompletas he intentado señalar la plétora -todavía inabarcable- de relaciones que se han ido estableciendo entre el psicoanálisis médico y otros ámbitos de la ciencia. Hay ahí material para el trabajo de una generación de investigadores, y no dudo de que se lo realizará apenas se venzan las resistencias que se levantan contra el análisis en su suelo materno.
juzgo infecundo escribir ahora la historia de esas resistencias; no ha llegado el momento. No es muy gloriosa para los hombres de ciencia de nuestros días. Pero quiero agregar enseguida que jamás se me pasó por la cabeza motejar despectivamente y a bulto a los oponentes del psicoanálisis por el mero hecho de serlo, a excepción de unos pocos individuos indignos, aventureros y pescadores de río revuelto, de los que en tiempos de combate suelen infiltrarse en los dos bandos en pugna. Es que yo sabía explicarme la conducta de esos oponentes, y la experiencia me había enseñado que el psicoanálisis saca a la luz lo peor de cada hombre. Pero tomé el partido de no responder y, hasta donde alcanzaba mi influencia, de hacer que también otros se abstuvieran de la polémica. En las particulares condiciones en que se libraba la lucha por el psicoanálisis, me parecía muy dudosa la utilidad de una discusión pública o en la literatura especializada; ya conocía los métodos que llevan a obtener la mayoría en congresos o reuniones, y siempre fue escasa mi confianza en la equidad y en la buena disposición de los señores oponentes. La observación enseña que en la polémica científica los hombres que pueden mantener la cortesía, para no hablar de la objetividad, son los menos; y la impresión de una reyerta científica siempre me resultó horrorosa. Quizás esta conducta mía dio lugar a un malentendido y se me tuvo por tan manso o tan flaco de ánimo que no hacía falta tener cuidado alguno conmigo. Nada más falso; yo puedo denostar y enfurecerme tan bien como cualquier otro, pero no me las ingenio para hacer redactables las exteriorizaciones de los afectos que se agitan en el fondo y por eso prefiero la abstención total.
Tal vez habría sido mejor, en muchos sentidos, que yo hubiese dado libre curso a mis pasiones y a las de quienes me rodeaban. Todos hemos sabido del interesante ensayo de explicar el nacimiento del psicoanálisis por el ambiente de Viena; Janet no :se avergonzó de valerse de él todavía en 1913, y eso que tiene a orgullo ser parisino, y París difícilmente puede pretenderse una ciudad de costumbres más severas que Viena.
Ese aperçu sostiene que el psicoanálisis y, más precisamente, la aseveración de que las neurosis se reconducen a perturbaciones de la vida sexual, sólo podía originarse en una ciudad como Viena, en una atmósfera de sensualismo e inmoralidad que sería ajena a otras ciudades; simplemente sería el reflejo, la proyección teórica, por así decir, de estas condiciones particulares de Viena. Ahora bien, yo no soy por cierto un patriota localista, pero esta teoría me pareció siempre completamente disparatada, y tanto que muchas veces me incliné a suponer que ese reproche de «vienesismo» {Wienertum} no era sino un sucedáneo eufemístico de otro que no se quería exponer en público. Si las premisas fueran las opuestas, la cosa sería de considerar. Si existiera una ciudad cuyos habitantes estuviesen expuestos a restricciones particulares en cuanto a la satisfacción sexual y al mismo tiempo mostrasen una particular propensión a contraer graves afecciones neuróticas, esa ciudad sería sin duda el terreno en que a un observador podría ocurrírsele enlazar esos dos hechos y derivar uno del otro. Pero ninguna de esas premisas es válida para Viena. Los vieneses no son más abstinentes ni más neuróticos que los habitantes de otras grandes ciudades. Las relaciones entre los sexos son un poco menos timoratas, la mojigatería es menor que en las ciudades del Oeste y del Norte, tan pagadas de su pudibundez. Estas peculiaridades de Viena más bien tenían que llamar a engaño al supuesto observador, que no esclarecerlo acerca de la causación de las neurosis.
Ahora bien, la ciudad de Viena ha hecho todo lo posible para desmentir su participación en el nacimiento del psicoanálisis. En ningún otro lugar como allí sintió el analista tan nítidamente la indiferencia hostil de los círculos científicos e ilustrados.
Quizá yo tenga parte de culpa, por mi política de evitar la publicidad en vastos círculos. Si hubiera dado ocasión o prestado mi aquiescencia para que el psicoanálisis ocupase a las sociedades médicas de Viena en tormentosas sesiones, donde se habrían descargado todas las pasiones y preferido en voz alta todos lo! reproches e invectivas que los participantes tenían en la lengua o guardaban en su corazón, quizás hoy estaría levantado el ostracismo que pesa sobre el psicoanálisis y este no sería ya un extranjero en la ciudad que fue su patria. Pero entonces puede estar en lo cierto el poeta que hizo decir a su Wallenstein:
«Y los vieneses no me perdonan
que les birlara un espectáculo»
[Schiller, Die Piccolomini, acto II, escena 7.]
La tarea, para la que yo no era apto, de ponerles por delante suaviter in modo a los oponentes del psicoanálisis su sinrazón y sus arbitrariedades fue emprendida después por Bleuler, en 1910, en su escrito «Die Psychoanalyse Freuds, Verteidigung und kritísche Bemerkungen»; y la realizó de la manera más digna de elogio. Que yo ponderase este trabajo, crítico a dos puntas, sería tan natural que quiero apresurarme a decir lo que le he objetado. Me parece que es todavía parcial, demasiado complaciente con los errores de los opositores y demasiado severo con los de los partidarios. Quizás este carácter suyo explique también que el juicio de un psiquiatra de tan alto prestigio, de competencia y autonomía tan indiscutibles, no haya ejercido una influencia mayor sobre sus colegas. El autor de Aflektivität (1906b) no tiene derecho a asombrarse si el efecto de un trabajo no resulta determinado por su valor argumental, sino por su tono afectivo. En cuanto a otra parte de este efecto -la que ejerció sobre los seguidores del psicoanálisis-, el propio Bleuler la destruyó luego cuando en su «Kritik der Freudschen Theorien» (1913b) sacó a la luz el reverso de su actitud frente al psicoanálisis. Ahí desmantela tanto el edificio de la doctrina psicoanalítica que los oponentes bien pudieron darse por satisfechos con el auxilio de este campeón del psicoanálisis. Ahora bien, estos juicios adversos de Bleuler no se guían por argumentos nuevos u observaciones mejores, sino que invocan únicamente el estado de su propio conocimiento, cuya insuficiencia el autor ya no confiesa como hiciera en trabajos anteriores. Aquí parece amenazar al psicoanálisis, entonces, una pérdida de la que le será difícil reponerse. No obstante, en su última manifestación («Die Kritiken der Schizophrenien», 1914), Bleuler, en vista de los ataques que le atrajo la introducción del psicoanálisis en su libro sobre la esquizofrenia, saca fuerzas para lo que él mismo llama una «arrogancia»: «Pero ahora quiero incurrir en una arrogancia: Opino que hasta hoy las diversas psicologías harto poco han aportado para la explicación de los nexos de síntomas psicogenéticos y enfermedades, mientras que la psicología profunda ofrece algo en el rumbo de aquella psicología, aún por crearse, que el médico necesita para comprender a sus enfermos y para curarlos racionalmente; y hasta creo que en mi Schizophrenien he dado un pequeñísimo paso hacia esa comprensión. Las dos primeras aseveraciones son sin duda correctas, la última quizá sea un error».
Puesto que «psicología profunda» no mienta otra cosa que al psicoanálisis, podemos considerarnos provisionalmente satisfechos con esa confesión.
III
«¡Abrevia!
En el Juicio Final eso no es más que un cuesco».
Goethe
(Estas líneas pertenecen a unos versos irónicos escritos por Goethe hacia el final de su vida (edición del archiduque Wilhelm Ernst, 15, págs. 400-1). En ellos se describe a Satán enunciando una cantidad de cargos contra Napoleón, y las palabras citadas por Freud son la respuesta del Padre Eterno. Muchos años antes (el 4 de diciembre de 1896), Freud había citado las mismas palabras en una carta a Fliess, como un posible lema para un capítulo sobre la resistencia (Freud, 1950a, Carta 51). Dos explicaciones admisibles -no necesariamente excluyentes- del empleo de la cita en el presente contexto son las siguientes. Freud puede estar aplicándola a las críticas formuladas por los oponentes del psicoanálisis, o puede estar dirigiéndose irónicamente a sí mismo por perder su tiempo en semejantes trivialidades. Cabe señalar, en beneficio del lector no familiarizado con el alemán, que «Jüngsten Tag» {«Juicio Final», aunque literalmente es «último día»} no se escribe habitualmente en el alemán moderno con «J» mayúscula.)
Dos años después del primer congreso privado de los psicoanalistas, se reunió el segundo, esta vez en Nuremberg (marzo de 1910). En el lapso trascurrido entre ambos, y bajo la impresión de la acogida que tuvo el psicoanálisis en Estados Unidos, de la creciente hostilidad hacia él en los países de lengua alemana y del inesperado refuerzo que significó la adhesión del grupo de Zurich, forjé un proyecto que puse en marcha en ese segundo congreso con el apoyo de mi amigo Sándor Ferenczi. Pensaba organizar el movimiento psicoanalítico, trasladar su centro a Zurich y darle un jefe cuya misión sería velar por su futuro. Como esta fundación mía despertó mucho desacuerdo entre los partidarios del análisis, quiero exponer con detalle mis motivos. Espero que después de ello se me ha de justificar, aunque se concluya que en realidad no hice nada prudente.
Juzgaba yo que el vínculo del joven movimiento con Viena no era ninguna ventaja para él, sino un obstáculo. Un lugar como Zurich, en el corazón de Europa, donde un profesor universitario había abierto su instituto al psicoanálisis, me parecía mucho más promisorio. Suponía, además, que un segundo obstáculo era mi persona, en cuya apreciación, por obra de las banderías, se habían mezclado con exceso la simpatía y el odio; se me comparaba con un Colón, un Darwin y un Kepler, o se me motejaba de paralítico general. Por eso yo quería retirarme a un segundo plano, y que lo mismo hiciera la ciudad de donde el psicoanálisis era oriundo. Además, ya no era joven, veía por delante un largo camino y sentía como algo abrumador que la obligación de ser jefe recayese sobre mí a una edad tan avanzada. Pero opinaba que un mando tenía que haber. Sabía demasiado bien de los errores que acechaban a quienes se consagraban al análisis, y confiaba en que muchos de ellos podrían evitarse si se instauraba una autoridad dispuesta a aleccionar y a disuadir. Una autoridad de esa índole había recaído al principio sobre mí a causa de la ventaja incomparable que significaban casi quince años de experiencia. Por eso, estaba en mi mano trasferir esa autoridad a un hombre más joven, que tras mi desaparición estuviera destinado, como cosa natural, a ser mi sustituto. No podía ser otro que C. G. Jung, pues Bleuler tenía mi edad y en favor de aquel hablaban sus sobresalientes dotes, las contribuciones que ya había hecho al análisis, su posición independiente y la impresión de segura energía que emanaba de su personalidad. Además, parecía dispuesto a entablar relaciones amistosas conmigo y a abandonar en mi honor ciertos prejuicios raciales que hasta ese momento se había permitido. Por entonces yo no sospechaba que esa elección, a pesar de todas las ventajas que acabo de enumerar, era harto desgraciada, pues había recaído sobre una persona que, incapaz de soportar la autoridad de otro, era todavía menos apta para constituir ella misma una autoridad, y cuya energía se encaminaba íntegra a la desconsiderada consecución de sus propios intereses.
Yo juzgaba necesaria la forma de una asociación oficial porque temía el abuso de que sería objeto el psicoanálisis tan pronto como alcanzase popularidad. Entonces se requeriría de un centro capaz de emitir esta declaración: «El análisis nada tiene que ver con todo ese disparate, eso no es el psicoanálisis». En las sesiones de los grupos locales que compondrían la asociación internacional debía enseñarse el modo de cultivar el psicoanálisis, y ahí hallarían su formación médicos para cuya actividad podría prestarse una suerte de garantía. También me parecía deseable que los partidarios del psicoanálisis se encontrasen reunidos para un intercambio amistoso y para un apoyo recíproco, después que la ciencia oficial había pronunciado su solemne anatema contra él y había declarado un fulminante boycott contra los médicos e institutos que lo practicaban.
Todo eso, y nada más que eso, quería yo lograr mediante la fundación de la «Asociación Psicoanalítica Internacional». Era, probablemente, más de lo que podía obtenerse. Así como mis opositores comprobaron que no era posible detener al nuevo movimiento, a mí me aguardaba otra experiencia: no se dejaba conducir por los caminos que yo pretendía marcarle. Es verdad que se aprobó la moción presentada por Ferenczi en Nuremberg; Jung fue electo presidente, él designó a Riklin como su secretario, se acordó la publicación de un boletín para la comunicación entre el organismo central y los grupos locales. Como fin de la Asociación se estableció el siguiente: «Cultivar y promover la ciencia psicoanalítica fundada por Freud en su condición de psicología pura y en su aplicación a la medicina y a las ciencias del espíritu; alentar el apoyo recíproco entre sus miembros en todos los esfuerzos por adquirir y difundir conocimientos psicoanalíticos». Unicamente de parte de los vieneses encontró el proyecto viva oposición. Adler expresó con apasionada excitación el temor de que se intentaran «una censura y una restricción de la libertad científica». Los vieneses se avinieron al fin, tras imponer que la sede de la Asociación no se fijase en Zurich, sino en el lugar de residencia del respectivo presidente, que se elegiría por dos años.
En el mismo congreso se constituyeron tres grupos locales: el de Berlín, bajo la presidencia de Abraham, el de Zurich, que había dado su jefe para la dirección general de la Asociación, y el grupo de Viena, cuyo mando encomendé a Adler. Un cuarto grupo, el de Budapest, sólo pudo formarse más tarde. Bleuler no asistió al congreso, impedido por una enfermedad, y después expuso objeciones de principio a ingresar en la Asociación; es verdad que se dejó convencer por mí tras una entrevista personal, pero al poco tiempo se retiró por unas desinteligencias producidas en Zurich. Así quedó cancelada la unión entre el grupo local de Zurich y el instituto del Burghölzli.
Consecuencia del Congreso de Nuremberg fue también la fundación del Zentralblatt für Psychoanalyse {Periódico central de psicoanálisis}, para la cual se unieron Adler y Stekel. En su origen de evidente tendencia opositora, estaba destinado a recuperar para Viena la hegemonía amenazada por la elección de Jung. Pero cuando los dos fundadores de la revista, presionados por la dificultad de hallar editor, me aseguraron sus propósitos pacíficos y como prenda de ello me otorgaron derecho de veto, yo acepté la dirección y participé con fervor en el nuevo órgano, cuyo primer número apareció en setiembre de 1910.
Prosigo ahora con la historia de los congresos psicoanalíticos. El tercer congreso se reunió en setiembre de 1911 en Weimar y superó incluso a sus predecesores por el espíritu que reinó en él y por su interés científico. J. J. Putnam, quien había asistido a esa asamblea, expresó después en Estados Unidos su agrado y su respeto por the mental attitude de los participantes, y citó unas palabras que yo hube de usar para ellos: «Han aprendido a soportar una parcela de la verdad» [Putnam, 1912b]. Y lo cierto es que quienes ya habían asistido a congresos científicos no pudieron menos que llevarse una impresión favorable de la Asociación Psicoanalítica. Al presidir los dos congresos anteriores, yo había dejado a cada expositor tiempo para su comunicación y reservado la discusión sobre ella al intercambio privado de ideas. Jung, quien, como presidente, tomó a su cargo la dirección en Weimar, abrió el debate después de cada exposición, lo cual por esta vez no resultó perturbador.
Un cuadro por entero diverso ofreció el cuarto congreso, realizado en Munich dos años después, en setiembre de 1913; está fresco todavía en el recuerdo de todos los participantes. Fue presidido por Jung de manera descomedida e incorrecta; se limitó el tiempo a los expositores, los debates predominaron sobre las comunicaciones. Un endiablado capricho del destino quiso que ese mal espíritu de Hoche [cf. AE, 14, pág. 26n.] fuera a buscar su morada en el mismo edificio en que los analistas celebraban sus sesiones. Hoche los había caracterizado como una secta fanática que obedecía ciegamente a un jefe. Allí habría podido convencerse de la falsedad de su juicio, que la conducta de los analistas demostraba por el absurdo. Las fatigosas y enojosas reuniones trajeron también la reelección de Jung como presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, cargo que él aceptó aunque dos quintos de los presentes le retiraron su confianza. Los participantes se separaron sin deseos de volver a encontrarse.
Los efectivos de la Asociación Psicoanalítica Internacional eran los siguientes en la época de este congreso: Los grupos locales de Viena, Berlín y Zurich ya se habían constituido en el Congreso de Nuremberg de 1910. En mayo de 1911 se sumó un grupo de Munich, bajo la dirección del doctor L. Seif. Ese mismo año se formó el primer grupo local en Estados Unidos bajo el nombre de The New York Psychoanalytic Society, presidido por A. A. Brill. En el Congreso de Weimar se autorizó la fundación de un segundo grupo norteamericano que nació a la vida en el curso del año siguiente como American Psychoanalytic Association, reunió miembros de Canadá y de todo Estados Unidos y eligió a Putnam como presidente y a Ernest Jones como secretario. Poco antes de realizarse el Congreso de Munich de 1913, se activó el grupo local de Budapest bajo la presidencia de S. Ferenczi. Y enseguida de esto, Ernest Jones, trasladado a Londres, fundó el primer grupo inglés. Desde luego, el número de afiliados de los ocho grupos locales ahora existentes no servía como índice del número de discípulos y partidarios no organizados del psicoanálisis.
También el desarrollo de las publicaciones periódicas del psicoanálisis merece una breve mención. La primera consagrada al análisis fueron los Schrífien zur angewandten Seelenkunde (Escritos sobre psicología aplicada}, los cuales han aparecido de manera irregular desde 1907 y en la actualidad llegan a los quince cuadernos. (El editor fue primero Hugo Heller, de Viena, y después F. Deuticke.) Han publícado trabajos de Freud (n° 5- 1 y 7), Riklin, Jung, Abraham (n° 4 y 11), Rank (n° 5 y 13), Sadger, Pfister, Max Graf, Jones (n° 10 y 14), Storfer y Von Hug-Hellmuth. La fundación de Imago, que mencionaré después, disminuyó en alguna medida el valor de esta forma de publicación. Tras el encuentro de Salzburgo, de 1908, se creó el Jabrbuch für psychoanalytische und psychopathologische *Forschungen {Anuario de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas}, que bajo la dirección de Jung alcanzó las cinco entregas y ahora, con una nueva dirección y un título algo modificado, el de Jahrbuch der Psychoanalyse {Anuario del psicoanálisis}, sale de nuevo a la luz. Ya no quiere ser un archivo que reúna trabajos especializados, como lo fue en los últimos años, sino que pretende, mediante la actividad de sus redactores, exponer todos los procesos y conquistas habidos en el ámbito del psicoanálisis. El Zentralblatt für Psychoanalyse, proyectado, según ya dijimos, por Adler y Stekel después de la fundación de la Asociación Psicoanalítica Internacional (Nuremberg, 1910), tuvo en su corta existencia cambiantes destinos. Ya el décimo número del primer volumen [julio de 1911] fue encabezado por la noticia de que el doctor Alfred Adler había decidido separarse voluntariamente de la redacción por diferendos en materia científica con el director. A partir de ahí el doctor Stekel quedó como único redactor. En el Congreso de Weimar [setiembre de 1911], el Zentralblatt fue elevado a la condición de órgano oficial de la Asociación Internacional y se hizo asequible a todos sus miembros a cambio de un incremento en su contribución anual. Desde el tercer número del segundo volumen (invierno [diciembre] de 1912), Stekel pasó a ser el único responsable de su contenido. La conducta de Stekel, que es difícil de exponer en público, me había obligado a renunciar a la dirección y a crear a toda prisa un nuevo órgano para el psicoanálisis: la Internationale Zejtschríft für ärztliche Psychoanalyse {Revista internacional de psicoanálisis médico}. Con la ayuda de casi todos los colaboradores y del nuevo editor, Hugo Heller, el primer número de esta revista pudo aparecer en enero de 1913 y remplazar al Zentralblatt en su calidad de órgano oficial de la Asociación Psicoanalítica Internacional.
Entretanto, a comienzos de 1912 el doctor Hanns Sachs y el doctor Otto Rank habían creado una nueva revista, Imago (editada por Heller), destinada con exclusividad a las aplicadones del psicoanálisis a las ciencias del espíritu. Imago se halla en mitad de su tercer volumen y despierta creciente interés aun en los lectores ajenos al análisis médico ([Nota agregada en 1924:] La publicación de estas dos revistas fue trasferida en 1919 a la Internationaler Psychoanalytischer Verlag. En este momento (1923) se encuentran ambas en la novena entrega (En realidad, la Internationale Zeitschrift se halla ya en su undécimo año de vida, e Imago, en el duodécimo; pero, a raíz de la Guerra, el volumen 4 de la Zeitscbrift abarca más de un año -los años 1916-18-, y el volumen 5 de Imago, los años 1917-18.) A partir del volumen 6 se suprimió el adjetivo «ärztliche» {médico} del título de la Internationale Zeitschrift Jür Psychoanalyse.).
Además de estas cuatro publicaciones periódicas (Schriften zur angewandten Seelenkunde, Jahrbuch, Internationale Zeitschrift e Imago), también en otras (escritas en lengua alemana u otras lenguas) se incluyen trabajos que pueden aspirar a un lugar dentro de la literatura del psicoanálisis. El Journal of Abnormal Psychology, dirigido por Morton Prince, contiene por regla general contribuciones analíticas tan buenas que es preciso considerarlo el principal exponente de la literatura analítica en Estados Unidos. En el invierno de 1913, Whíte y Jelliffe crearon en Nueva York una nueva revista consagrada en forma exclusiva al psicoanálisis (The Psychoanalytic Review), que toma bien en cuenta el hecho de que para la mayoría de los médicos de Estados Unidos interesados en el análisis la lengua alemana constituye una dificultad ([Nota agregada en 1924:] En 1920 Ernest Jones fundó The International Journal of Psycho-Analysis, dirigido a los lectores de Gran Bretaña y Estados Unidos.).
Ahora tengo que mencionar dos movimientos separatistas consumados en las filas del psicoanálisis, el primero entre la fundación de la Asociación, en 1910, y el Congreso de Weimar, de 1911, y el segundo tras este, de suerte que añoró en Munich, en 1913. Habría podido evitar la desilusión que me depararon atendiendo mejor a los procesos que sobrevienen a quienes están bajo tratamiento analítico. En efecto, yo comprendía muy bien que en su primera aproximación a las desagradables verdades del análisis alguien pudiera emprender la huida, y yo mismo había aseverado siempre que las represiones de cada individuo (o las resistencias que las mantienen) le atajan toda inteligencia, a raíz de lo cual en su relación con el análisis no puede superar un determinado punto. Pero no estaba en mi expectativa que alguien, habiendo comprendido el análisis hasta una cierta profundidad, pudiera renunciar a esa inteligencia, pudiera volver a perderla. Y no obstante, la experiencia cotidiana había mostrado en los enfermos que la total reflexión de los conocimientos analíticos puede producirse desde cualquier estrato más profundo en que se encuentre una resistencia particularmente fuerte; cuando mediante un empeñoso trabajo se ha logrado que uno de estos enfermos aprehenda algunas piezas del saber analítico y las maneje como cosa propia, todavía nos aguarda quizás esta experiencia: bajo el imperio de la resistencia siguiente arroja al viento lo aprendido y se defiende como en sus mejores días de principiante. Me estaba deparado aprender que en los psicoanalistas puede ocurrir lo mismo que en enfermos bajo análisis.
No es tarea fácil ni envidiable escribir la historia de estos dos movimientos separatistas; en efecto, por un lado, no me asisten los fuertes motivos personales para ello -no he esperado agradecimiento ni soy rencoroso en una medida notable- y, por otro, sé que así me expongo a las invectivas de oponentes poco escrupulosos y ofrezco a los enemigos del análisis el espectáculo que tanto anhelaban: ver cómo «los psicoanalistas se despedazan entre ellos». Me he impuesto con gran fuerza no querellar con los oponentes ajenos al análisis, y ahora me veo precisado a recoger el desafío de quienes fueron sus partidarios o todavía hoy querrían titularse tales. Pero no tengo opción; el silencio sería comodidad o cobardía, y haría más daño a la causa que la revelación franca del daño que ya hay. Quien haya estudiado otros movimientos científicos sabrá que también en ellos suele haber trastornos y desinteligencias en un todo análogos. Quizás en otras partes se ponga más cuidado en mantenerlos secretos; el psicoanálisis, que desmiente muchos ideales convencionales, es también más sincero en estas cosas.
Otro escollo, muy espinoso, es que no puedo evitar del todo cierta iluminación analítica de las dos oposiciones. Pero el análisis no se presta a un uso polémico; supone la entera aquiescencia del analizado y la situación de un superior y un subordinado. Por tanto, quien emprenda un análisis con propósito polémico tiene que disponerse a que el analizado a su turno lo vuelva en contra de él, y así la discusión caerá en un estado en que no habrá posibilidad alguna de producir convencimiento en un tercero imparcial. Por eso limitaré a un grado mínimo el uso del análisis, y con él de la indiscreción y la agresión contra mis oponentes; dejo sentado, además, que no fundo sobre ese recurso ninguna crítica científica. No me ocupo del eventual contenido de verdad de las doctrinas que desapruebo, no intento refutarlas. Quede ello reservado para otros trabajadores competentes en el campo del psicoanálisis, aunque en parte ya se lo ha hecho. Yo quiero mostrar, nada más, que estas doctrinas desmienten los principios del análisis (y especificaré los aspectos en que lo hacen), por lo cual no deben correr bajo ese nombre. Entonces, utilizo el análisis solamente para hacer comprensible la manera en que unos analistas pudieron engendrar esas desviaciones del análisis. Cierto es que en los puntos de fractura me veré obligado a dar batalla por el buen derecho del psicoanálisis con unas observaciones puramente críticas.
La tarea más inmediata que afrontó el psicoanálisis fue la explicación de las neurosis; tomó como puntos de partida los dos hechos de la resistencia y de la trasferencia, y mirando al tercero, el de la amnesia, dio razón de ellos con las teorías de la represión, de las fuerzas sexuales impulsoras de la neurosis, y de lo inconciente. Nunca pretendió proporcionar una teoría completa de la vida anímica del hombre; sólo pidió que sus averiguaciones se usaran para completar y enmendar nuestro conocimiento adquirido por otras vías. Ahora bien, la teoría de Alfred Adler rebasa con mucho esa meta; quiere hacer inteligibles de un tirón, al par que las neurosis y psicosis que contraen los hombres, su comportamiento y carácter; en realidad, es más adecuada para cualquier otro campo que el de las neurosis, y sólo sigue poniendo a este en primer plano por motivos de su propia historia genética. A lo largo de muchos años tuve ocasión de estudiar al doctor Adler, y nunca me rehusé a reconocerle una gran cabeza, con particular disposición a lo especulativo. Como prueba de las «persecuciones » que dice haber sufrido de mi parte, puedo sin duda hacer valer que, fundada la Asociación, le trasferí la jefatura del grupo de Viena. Sólo tras el insistente reclamo de todos sus miembros acepté retomar la presidencia en las reuniones científicas. Cuando hube reconocido sus escasas dotes para apreciar el material inconciente, puse mis esperanzas en que sabría descubrir las conexiones del psicoanálisis con la psicología y con las bases biológicas de los procesos pulsionales, para lo cual en cierto sentido* lo habilitaban sus valiosos estudios acerca de la inferioridad de órgano (Adler, 1907). Y en efecto creó algo parecido, pero su obra resultó como si -para decirlo en su propia jerga (Los términos «como si» y «jerga» figuran abundantemente en los escritos de Adler.)- la demostración exigiera admitir por fuerza esto: que el psicoanálisis anduvo errado en todo y sólo defendió la importancia de las fuerzas impulsoras sexuales por su credulidad hacia lo que exponen los neuróticos mismos. En cuanto al motivo personal de su trabajo, es lícito decirlo en público, pues él mismo lo ha revelado en presencia de un pequeño círculo de miembros del grupo de Viena: «¿Acaso cree que me agrada tanto pasarme toda la vida a la sombra de usted? ». No hallo nada reprochable en que un hombre más joven confiese la ambición que, de cualquier manera, se presumiría como uno de los resortes impulsores de su labor. Pero aun bajo el imperio de un motivo así habría que saber evitar la caída en eso que los ingleses, con su fino tacto social, llaman unfair, y para lo cual los alemanes sólo disponen de una palabra mucho más grosera. Cuán poco lo ha logrado Adler, lo muestra el cúmulo de malignidades pequeñitas que desfiguran sus trabajos, y los pujos de una desaforada manía de prioridad que ahí se traslucen. En la Asociación Psicoanalítica de Viena llegamos a escuchar directamente, cierta vez, que reclamaba para sí la prioridad sobre el punto de vista de la «unidad de las neurosis» y de la «concepción dinámica» de estas. Sorpresa grande para mí, pues siempre creí haber sustentado estos dos principios aun antes de conocer a Adler.
Este afán de Adler por hacerse un lugar bajo el sol ha tenido entretanto una consecuencia que el psicoanálisis no puede menos que sentir como benéfica. Cuando salieron a relucir las incompatibles discrepancias científicas de Adler, y yo hice que se lo excluyese de la redacción del Zentralblatt, él abandonó también la Asociación y fundó una nueva Unión que al principio se atribuyó el sabroso nombre de «Unión para el Psicoanálisis Libre» {Verein für freie Psychoanalyse}. Pero las personas extrañas, ajenas al análisis, se dan evidentemente tan poca mafia para apreciar las diferencias en las concepciones de dos psicoanalistas como nosotros, los europeos, para reconocer los matices que distinguen entre sí los rostros de dos chinos. El psicoanálisis «libre» quedó a la sombra del «oficial», el «ortodoxo», y fue tratado sólo como apéndice de este. Entonces Adler dio un paso que ha de agradecérsele: rompió todo lazo con el psicoanálisis y separó de él su doctrina como «psicología individual». Sobrado espacio hay en el mundo del Señor, y el que se sienta capaz de hacerlo tiene el indudable derecho a largarse por esos campos libre de toda traba, pero no es deseable que sigan conviviendo bajo un mismo techo quienes han dejado de entenderse y no se sopor. tan más. La «psicología individual» de Adler es ahora una de las muchas corrientes psicológicas que se oponen al psicoanálisis y cuyo ulterior desarrollo cae fuera de su interés.
La teoría de Adler fue desde su comienzo mismo un «sistema», cosa que el psicoanálisis evitó cuidadosamente. Es también un destacado ejemplo de «elaboración secundaria», como la que el pensamiento de vigilia emprende con el material onírico. Aquí, hace las veces de este último el material recién ganado por los estudios psicoanalíticos, que ahora es asido enteramente desde el punto de vista del yo, traído bajo las categorías habituales del yo, traducido y volcado a ellas y, tal cual acontece en la formación del sueño, convertido en objeto de un malentendido. Así, la doctrina de Adler se caracteriza menos por lo que asevera que por lo que desmiente; consta, según eso, de tres elementos de valor desigual: buenas contribuciones a la psicología del yo, traducciones -superfluas, pero aceptables- de los hechos analíticos a la nueva jerga, y desfiguraciones y tergiversaciones de estos hechos en todo lo que no se adecuan a las premisas del yo.
Los elementos del primer tipo nunca fueron ignorados por el psicoanálisis, si bien no les prestó una atención especial. Tenía un interés mayor en mostrar que todos los afanes del yo llevan mezclados componentes libidinosos. La doctrina de Adler destaca la contraparte, el complemento egoísta de las mociones pulsionales libidinosas. Ahora bien, esta sería una apreciable ganancia si Adler no hubiera utilizado esa comparación para desmentir en todos los casos, y en beneficio de los componentes pulsionales yoicos, la moción libidinosa. Su teoría hace con ello lo que todos los enfermos; es lo que en general hace nuestro pensamiento conciente: se vale de la racionalización (como la llama Jones [1908]) para encubrir el motivo inconciente. Adler es tan consecuente en esto que llega a apreciar como el resorte impulsor más poderoso del acto sexual el propósito de estar encima, de enseñarle a la mujer quién es el amo. No sé si también en sus escritos ha sostenido estas enormidades.
El psicoanálisis había reconocido desde muy temprano que todo síntoma neurótico debe su posibilidad de existencia a un compromiso. Por eso el síntoma tiene que contemplar de algún modo las exigencias del yo, que maneja la represión; tiene que ofrecerle una ventaja, permitirle una aplicación útil, pues de lo contrario sufriría el mismo destino que la moción pulsional originaria, la que cayó bajo Ia defensa. La expresión «ganancia de la enfermedad» dio razón de este estado de cosas; y aun se justificaría distinguir la ganancia primaria para el yo, que tiene que ser efectiva desde la misma génesis del síntoma, de una parte «secundaria» que se sobreañade, apuntalándose en otros propósitos del yo, si es que el síntoma está destinado a afirmarse (Se encontrará un examen completo de la ganancia primaria y secundaria de la enfermedad en la 24° de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17).). También desde hace mucho es notorio para el análisis que la sustracción de esta ganancia de la enfermedad, o su cese a consecuencia de una variación real [de las circunstancias externas], ofrece uno de los mecanismos de la curación del síntoma. Sobre estas relaciones, fácilmente comprobables e inteligibles sin esfuerzo, recae el acento principal en la doctrina de Adler; así se descuida por completo que, incontables veces, el yo hace meramente de la necesidad virtud, prestando su aquiescencia al síntoma más indeseable, que le viene impuesto, a causa de la utilidad inherente a él; por ejemplo, cuando acepta la angustia como medio de aseguramiento. El yo juega ahí el risible papel del payaso del circo, quien, con sus gestos, quiere mover a los espectadores a convencerse de que todas las variaciones que van ocurriendo en la pista se producen por efecto exclusivo de su voluntad. Pero sólo los más jóvenes entre los espectadores le dan crédito.
En cuanto al segundo componente de la doctrina de Adler, el psicoanálisis tiene que avalarlo como patrimonio propio. No es otra cosa que conocimiento psicoanalítico, absorbido por este autor de todas las fuentes asequibles durante los diez años de trabajo en común, y al que después, mediante un cambio de nomenclatura, le ha estampado su marca de propiedad. Y aun, por ejemplo, juzgo que «aseguramiento» {Sicherung} es una expresión mejor que «medida protectiva» {Schutzmassregel}, usada por mí; pero no puedo hallarle un sentido nuevo. De igual modo, si «fingido, ficticio y ficción» vuelven a sustituirse por los términos más originarios de «fantaseado» y «fantasía», se descubren en las afirmaciones de Adler una multitud de rasgos conocidos de antiguo. El psicoanálisis destacaría la identidad de estos términos aunque su autor no hubiera participado durante largos años en los trabajos en común.
La tercera porción de la doctrina de Adler, las reinterpretaciones y desfiguraciones de los hechos analíticos incómodos, contiene aquello que divorcia definitivamente a esa «psicología individual», como ha de llamársela en lo sucesivo, del análisis. El principio del sistema de Adler reza, como es sabido, que el propósito de la autoafirmación del individuo, su «voluntad de poder», es el que bajo la forma de «protesta masculina» se revela dominante en la conducción de la vida, en la formación del carácter y en la neurosis. Ahora bien, esta protesta masculina, el motor adleriano, no es otra cosa que la represión desprendida de su mecanismo psicológico y sexualizada, por añadidura, lo que mal condice con el proclamado destronamiento del papel de la sexualidad dentro de la vida anímica. La protesta masculina existe, sin duda alguna; pero en su elevación al sitial de motor [único] del acontecer anímico la observación no ha intervenido más que como el trampolín que uno abandona para elevarse. Tomemos una de las situaciones básicas del anhelo infantil, la observación del acto sexual entre adultos. El análisis revela, en las personas de cuya biografía el médico tendrá que ocuparse más tarde, que dos mociones se apoderan del inmaduro espectador; sí se trata de un muchacho, una es la de ponerse en el lugar del hombre activo, y la otra, la aspiración contraria, la de identificarse con la mujer pasiva. Entre esas dos aspiraciones agotan las posibilidades de placer que resultan de la situación. Sólo la primera admite subordinarse a la protesta masculina, si es que este concepto ha de conservar algún sentido. La segunda, de cuyo destino Adler no hace caso, o no lo conoce, es la que cobrará una importancia mayor para la neurosis subsiguiente. Adler se ha recluido tan enteramente dentro de la celosa estrechez del yo que sólo toma en cuenta aquellas mociones pulsionales que son agradables para el yo y que este promueve; precisamente el caso de la neurosis, donde esas mociones se contraponen al yo, cae fuera de su horizonte.
En el intento, que se ha hecho insoslayable por obra del psicoanálisis, de anudar el principio fundamental de la doctrina a la vida anímica del niño, le han sido deparadas a Adler las más serias desviaciones de la realidad observada y los más profundos extravíos conceptuales. Los sentidos biológico, social y psicológico de «masculino» y «femenino» se han entreverado sin remedio en una formación mixta. Es imposible, y la observación lo refuta, que el niño -sea varón o mujer- pueda fundar su plan de vida sobre un originario menosprecio del sexo femenino y hacer de este deseo su guía: «Quiero ser un hombre hecho y derecho». El niño al comienzo no vislumbra el significado de la diferencia de los sexos; más bien parte de la premisa de que los dos sexos poseen el mismo genital (el masculino). Su investigación sexual no parte del problema de la diferencia entre los sexos, y le es por completo ajeno el menosprecio social por la mujer. Existen mujeres en cuya neurosis el deseo de ser un hombre no ha cumplido papel alguno. Lo que hay de comprobable en la protesta masculina se reconduce con facilidad a la perturbación del narcisismo primordial por la amenaza de castración, o a los primeros obstáculos puestos a las actividades sexuales. Toda polémica acerca de la psicogénesis de las neurosis deberá zanjarse en definitiva en el ámbito de las neurosis infantiles. La cuidadosa disección de una neurosis en la primera infancia pone fin a todos los errores respecto de la etiología de las neurosis y a las dudas sobre el papel de las pulsiones sexuales (La ejemplificación de este hecho constituye la tesis principal en el análisis del «Hombre de los Lobos» (Freud, 1918b), cuyo borrador es unos pocos meses posterior al presente artículo.). Por eso Adler [1911a], en su crítica al trabajo de Jung «Konflikte der kindlichen Seele» [1910c], se vio obligado a echar mano de la imputación de que el material del caso había sido amañado, «sin duda por el padre [del niño]», para darle determinado aspecto.
No me detendré más en los aspectos biológicos de la teoría de Adler y no indagaré si una palpable inferioridad de órgano [pág. 49, n. 10] o el sentimiento subjetivo de ella -no se sabe cuál de ambos- están en condiciones de sustentar, en calidad de fundamento, al sistema adleriano. Notemos solamente que, según eso, la neurosis no sería sino el resultado secundario de la atrofia en general, cuando en realidad la observación nos enseña que una aplastante mayoría de los feos, los contrahechos, los tullidos, los desvalidos, en modo alguno reaccionan frente a su defecto mediante el desarrollo de una neurosis. También dejo de lado el interesante conocimiento de que la inferioridad tiene que situarse en el sentimiento de ser niño. Nos muestra el disfraz con que reaparece en la psicología individual el factor del infantilismo, tan destacado en el análisis. En cambio, me veo precisado a poner de resalto que todas las conquistas del psicoanálisis en materia de psicología han sido arrojadas al viento por Adler. Lo inconciente aparece todavía como una particularidad psicológica en su über den nervosen Charakter [1912], pero sin relación alguna con el sistema. Luego ha declarado, en buena lógica, que no le importa si una representación es conciente o inconciente. Desde el comienzo, la represión no encontró en Adler comprensión alguna. En el resumen de una conferencia dada por él en la Asociación de Viena (febrero de 1911) se lee: «Sobre la base de un caso, se señala que el paciente no había reprimido su libido; en cambio, de continuo procuraba un aseguramiento frente a ella… ». En una discusión habida poco después en Viena expresó: «Si ustedes preguntan de dónde viene la represión, obtienen por respuesta: «De la cultura». Pero sí después preguntan: «¿De dónde viene la cultura?», se les responderá: «De la represión». Como ven, no es sino un juego de palabras». Una partícula de la agudeza con que Adler puso en descubierto los artificios defensivos de su «carácter neurótico» le habría bastado para mostrarle el modo de salir de ese argumento de rábula. Lo que queremos decir es simplemente que la cultura descansa en las operaciones represivas de generaciones anteriores, y cada generación nueva es exhortada a conservar esa cultura consumando las mismas represiones. He sabido de un niño que se consideraba burlado y empezaba a chillar cuando a su pregunta: «¿De dónde vienen los huevos?», le respondían: «De las gallinas»; y a su ulterior pregunta: «¿De dónde vienen las gallinas?», le contestaban: «De los huevos». Y no obstante, no había en eso un juego de palabras, sino que al niño le decían algo verdadero.
Igualmente lamentable y vacío es todo lo que Adler ha expresado sobre el sueño, ese shibbólet del psicoanálisis. Al principio el sueño fue para él una vuelta de la línea femenina a la masculina, lo cual no significaba sino la traducción de la doctrina del cumplimiento de deseo en el sueño al lenguaje de la «protesta masculina». Después descubre la esencia del sueño en que el hombre se posibilita inconcientemente por medio de él lo que concientemente le es denegado [Adler, 1911b, pág. 215n.], También debe atribuírsele la prioridad en la confusión del sueño con los pensamientos oníricos latentes; he ahí la base de su reconocimiento de una «tendencia prospectiva». Maeder [1912] lo siguió en esto más tarde. Así se descuida paladinamente que toda interpretación de un sueño que en su fenómeno manifiesto no dice nada comprensible descansa en la aplicación de esa misma interpretación de los sueños cuyas premisas e inferencias se impugnan. Sobre la resistencia, Adler sabe indicar que le sirve al enfermo para imponerse sobre el médico. Esto es sin duda correcto; equivale a decir: la resistencia sirve a la resistencia. ¿De dónde viene ella y cómo es que sus fenómenos están a disposición de ese propósito del enfermo? He ahí cuestiones que no se dilucidan, pues no son interesantes para el yo. No se presta atención ninguna a los mecanismos detallados de los síntomas y los fenómenos, ni a la fundamentación de la diversidad de las enfermedades y sus exteriorizaciones; es que todo ello por igual se hace tributario de la protesta masculina, la afirmación de sí y el engrandecimiento de la personalidad. El sistema está listo, ha costado un extraordinario trabajo de reinterpretación, pero no ha ofrecido ni una sola observación nueva. Creo haber mostrado que eso nada tiene que ver con el psicoanálisis.
La imagen de la vida que se desprende del sistema de Adler está fundada íntegramente en la pulsión de agresión; no deja espacio alguno al amor. Cabría maravillarse por el eco que ha encontrado una tan desconsolada cosmovisión; pero no hay que olvidar que la humanidad, oprimida bajo el yugo de sus necesidades sexuales, está dispuesta a aceptarlo todo apenas se le tienda el señuelo del «doblegamiento de la sexualidad».
El movimiento separatista de Adler se consumó antes del Congreso de Weimar, de 1911; después de esa fecha se inició el de los suizos. Los primeros signos fueron, extrañamente, algunas expresiones de Riklin, vertidas en ensayos populares aparecidos en publicaciones suizas, por las cuales los contemporáneos se enteraron, aun antes que los especialistas más próximos, de que el psicoanálisis había superado algunos lamentables errores que lo desacreditaban. En 1912, Jung, en carta que me envió desde Estados Unidos, se gloriaba de que sus modificaciones al psicoanálisis habían vencido las resistencias en muchas personas que hasta entonces no querían saber nada de él. Le respondí que eso no era ningún título de gloria, y cuantas más sacrificase de esas laboriosamente ganadas verdades del psicoanálisis, tanto más vería desaparecer la resistencia. La modificación introducida por los suizos, de la que tan orgullosos se mostraban, no era otra, de nuevo, que el refrenamiento teórico del factor sexual. Confieso que desde el principio vi en este «progreso» una adaptación excesiva a los reclamos de la actualidad.
Estos dos movimientos retrógrados, que se apartan del psicoanálisis y ahora he de comparar entre sí, muestran también esta semejanza: ambos cortejan el favor del público por medio de ciertos puntos de vista que se empinan como sub specie aeternitatis. En Adler cumple este papel la relatividad de todo conocimiento y el derecho de la personalidad a plasmar artísticamente, según su propio cuño individualista, el material del saber; en Jung se machaca en el derecho histórico-cultural de los jóvenes a arrojar de sí las cadenas con que los viejos tiránicos y petrificados en sus opiniones que rrían aherrojarlos. Estos argumentos hacen necesarias unas palabras de refutación.
La relatividad de nuestro conocimiento es un reparo que puede oponerse a toda ciencia, no sólo al psicoanálisis. Nace de bien conocidas corrientes contemporáneas, reaccionarias y hostiles a la ciencia, y se arroga el relumbrón de una superioridad improcedente. Ninguno de nosotros puede entrever el juicio definitivo que la humanidad pronunciará sobre nuestros empeños teóricos. Hay ejemplos de rechazo por parte de las tres primeras generaciones, que la próxima corrige y troca en aceptación. Al individuo no le resta sino sustentar con todas sus fuerzas su convicción apoyada en la experiencia, tras haber prestado oídos a sus propias críticas con todo cuidado, y con alguna atención a las de sus oponentes. Cada cual ha de conformarse con llevar adelante su asunto honrosamente, sin usurpar un papel de juez reservado a un futuro lejano. Esa insistencia en la arbitrariedad personal en materia científica es maliciosa; evidentemente quiere discutirle al psicoanálisis su valor de ciencia, cuando de todos modos ya se había rebajado a esta con la observación anterior [acerca de la naturaleza relativa de todo conocimiento]. El que tenga en alta estima al pensamiento científico buscará, más bien, los medios y los métodos que le permitan restringir en todo lo posible ese factor de la arbitrariedad estética personal ahí donde todavía desempeñe un papel excesivo. Es oportuno recordar, además, que está fuera de lugar todo ardor en la defensa de la propia causa. Estos argumentos de Adler no están pensados seriamente; quieren aplicarse con exclusividad al oponente, pero dejar intactas las teorías propias. Los partidarios de Adler no se han abstenido de celebrarlo como al Mesías, para cuyo advenimiento tantos y tantos precursores fueron preparando a la humanidad esperanzada. Y el Mesías, por cierto, ya no es más algo relativo.
El argumento de Jung ad captandam benevolentiam ({«Con el fin de ganarse la buena voluntad».}) descansa en una premisa demasiado optimista: el progreso de la humanidad, de la cultura, del saber, se habría consumado siguiendo una línea continua y sin fracturas. Como si nunca hubieran existido epígonos, reacciones y restauraciones tras cada revolución, descendientes que por vía de un retroceso renunciaron a lo conquistado por una generación anterior. La aproximación al punto de vista del vulgo, el abandono de una novedad que se recibió con disgusto, hacen improbable de antemano que la enmienda introducida por Jung en el psicoanálisis pueda pretenderse una hazaña juvenil liberadora.
Lo que en definitiva decide sobre eso no son los años del héroe, sino el carácter de la hazaña.
De los dos movimientos aquí considerados, el de Adler es sin duda el más importante; radicalmente falso, se distingue empero por su consecuencia y su coherencia. A pesar de todo, sigue fundado en una doctrina de las pulsiones. En cambio, la modificación de Jung ha aflojado el nexo de los fenómenos con la vida pulsional; es, además, como lo han destacado sus críticos (Abraham, Ferenczi, Jones.), tan oscura, impenetrable y confusa que no es fácil tomar posición frente a ella. Sea cual fuere el lado por donde se la ataque, hay que ir sabiendo que nos dirán que la comprendimos mal, y no se ve de qué modo podría llegarse a su recta comprensión. A sí misma, se concibe de una manera extrañamente tornadiza, ora como «una desviación enteramente dócil, que no merece toda la grita que se ha levantado» (Jung), ora como un nuevo evangelio salvador que inicia una nueva era para el psicoanálisis, y hasta una nueva cosmovisión para todo el mundo.
En vista de los desacuerdos entre las diversas manifestaciones privadas y públicas de la corriente de Jung, cabe preguntarse en qué proporción esto se debe a la oscuridad en que ellos mismos puedan estar, y en qué proporción a su insinceridad. Pero debe admitirse que los sostenedores de la nueva doctrina se encuentran en una difícil situación. Combaten ahora cosas que ellos mismos defendieron antes, y por cierto que no sobre la base de observaciones nuevas que podrían haberlos instruido, sino a consecuencia de reinterpretaciones que ahora les hacen aparecer las cosas diversamente que antes. Por eso no quieren romper el vínculo con el psicoanálisis, cuyos defensores se confesaron ante el mundo, y prefieren proclamar que el psicoanálisis se ha modificado. En el Congreso de Munich me vi precisado a terminar con esa navegación a dos aguas y lo hice declarando que no admitía las innovaciones de los suizos como continuación legítima ni como desarrollo ulterior del psicoanálisis creado por mí. Críticos ajenos al psicoanálisis (como Furtmüller) ya habían reconocido este estado de cosas, y Abraham dijo con acierto que Jung se encontraba en plena retirada del psicoanálisis. Estoy dispuesto a conceder, desde luego, que cada cual tiene el derecho a pensar y a escribir lo que quiera, pero no a presentar eso como algo diverso de lo que realmente es.
Así como la investigación de Adler aportó algo nuevo al psicoanálisis, una pieza de la psicología del yo, y quiso hacerse pagar demasiado caro este presente con la desestimación de todas las doctrinas analíticas fundamentales, también Jung y sus seguidores enlazan su lucha contra el psicoanálisis con una nueva conquista que le han conseguido. Han estudiado en detalle (precedidos en esto por Pfister) el modo en que el material de las representaciones sexuales procedentes del complejo familiar y de la elección incestuosa de objeto es empleado en la figuración de los supremos intereses éticos y religiosos de los hombres; vale decir, han esclarecido un importante caso de sublimación de las fuerzas impulsoras eróticas y de su trasposición a aspiraciones que ya no pueden llamarse eróticas. Esto se ajustaba a la perfección a las expectativas contenidas en el psicoanálisis; condeciría, sobre todo, con la concepción según la cual en el sueño y en la neurosis se hace visible la resolución regresiva de estas sublimaciones, así como de todas las otras. Sólo que ello habría provocado indignación en la gente … ¡la ética y la religión, sexualizadas! No puedo abstenerme de pensar por una vez de manera «finalista» y suponer que los descubridores no se sintieron capaces de afrontar esa tormenta de indignación general. Quizás hasta empezó a agitarse en el pecho de ellos mismos. La prehistoria teológica de tantos de los suizos no es indiferente para su posición hacia el psicoanálisis, como no lo es la prehistoria socialista de Adler para el desarrollo de su psicología. Le viene a uno a la memoria la famosa historia de Mark Twain sobre las peripecias de su reloj, y la expresión de asombro con que concluye: «And he used to wonder what became of all the unsuccessful tinkers, and gunsmiths, and shoemakers, and blacksmiths; but nobody couId ever tell him» ({«Y solía preguntarse qué habría sido de todos los malogrados caldereros ambulantes, y armeros, y zapateros, v herreros; pero nadie pudo decírselo jamás». Párrafos finales del cuento «Mi reloj».})
Quiero establecer un símil y suponer que en cierta sociedad vive un advenedizo que dice pertenecer a una familia de antiguo abolengo, pero de otras tierras, y se alaba de su linaje. Le demuestran que sus padres viven en algún lugar de la vecindad y son gentes muy modestas. Ahora le queda todavía un subterfugio, y echa mano de él. Ya no puede desmentir su origen, pero asevera que sus padres son de encumbrada nobleza, sólo que venida a menos, y hace que algún funcionario condescendiente les extienda el título de su alcurnia, Pienso que de manera semejante se vieron obligados a comportarse los suizos. Si no era permitido sexualizar la ética y la religión, sino que ellas desde el comienzo eran algo «más elevado», pero al mismo tiempo parecía incontrastable que sus representaciones provenían del complejo familiar y del complejo de Edipo, no quedaba sino una sola explicación: estos complejos a su vez, desde el comienzo, no podían significar lo que parecían enunciar; poseían ese otro sentido «anagógico» (según la terminología de Silberer), más elevado, gracias al cual admitieron que se los aplicara a las ilaciones de pensamientos abstractos de la ética y de la mística religiosa.
Ahora estoy preparado para que me digan de nuevo que he entendido mal el contenido y el propósito de la nueva doctrina de Zurich. Pero de antemano protesto contra cualquier intento de cargar en mi cuenta, y no en la de ellos, las contradicciones a mi concepción que resultan de las publicaciones de esa escuela. De ningún otro modo puedo hacer que me resulte comprensible y concebir como algo coherente el conjunto de las innovaciones de Jung. Todas las modificaciones que Jung ha emprendido en el psicoanálisis emanan del propósito de eliminar lo chocante en los complejos familiares a fin de no reencontrarlo en la religión y en la ética. La libido sexual fue sustituida por un concepto abstracto que, hay derecho a aseverarlo, permaneció como algo misterioso e inasible para sabios y para necios por igual. El complejo de Edipo se entendió sólo «simbólicamente»; en él la madre significó lo inalcanzable a lo cual debe renunciarse en aras del desarrollo de la cultura; el padre, a quien se da muerte en el mito de Edipo, es el padre «interior» del que es preciso emanciparse para devenir autónomo. Otras piezas del material de las representaciones sexuales sufrirán, qué duda cabe, parejas reinterpretaciones en el curso del tiempo. El conflicto entre aspiraciones eróticas desacordes con el yo {ichwidrig} y la afirmación del yo fue remplazado por el conflicto entre la «tarea de vida» y la «inercia psíquica»; el sentimiento neurótico de culpa correspondió al reproche que el individuo se hace por no haber cumplido su tarea de vida. De tal modo se creó un nuevo sistema ético-religioso que, lo mismo que el de Adler, se vio forzado a reinterpretar, desfigurar o dejar de lado los resultados del análisis. En realidad no fue sino esto: de la sinfonía del acaecer universal se alcanzaron a escuchar sólo un par de acordes culturales y se desoyó de nuevo la potente, primordial melodía de las pulsiones.
Para sustentar ese sistema fue preciso apartarse por completo de la observación y de la técnica del psicoanálisis. A veces, el entusiasmo que inspira el excelso asunto habilita también a menospreciar la lógica científica; así, cuando Jung no halla bastante «específico» al complejo de Edipo para la etiología de las neurosis y atribuye esa especificidad a la inercia, vale decir, ¡la propiedad más general de los cuerpos animados e inanimados! Esto exige anotar que el «complejo de Edipo» no figura sino un contenido con el que se miden las fuerzas anímicas del individuo, pero no es él mismo una fuerza, como sería la «inercia psíquica». La exploración de los individuos había mostrado, y lo mostrará siempre, que los complejos sexuales están vivos en el interior de ellos en su sentido originario. Por eso la investigación del individuo fue relegada y sustituida por un enjuiciamiento cuyo asidero se extrajo de la investigación de los pueblos. Es que era en la primera infancia de cada hombre donde se corría más peligro de toparse con el sentido originario y sin disfraz de los complejos que habían sido reinterpretados. De ahí resultó para la terapia el precepto de demorarse lo menos posible en ese pasado y de poner el acento principal sobre el regreso al conflicto actual, donde lo esencial no es ni por asomo lo contingente y lo personal, sino lo general, precisamente el incumplimiento de la tarea de vida. Pero nosotros tenemos sabido que el conflicto actual del neurótico sólo es comprensible y solucionable si se lo reconduce a la prehistoria del enfermo, si se transita el camino que su libido recorrió cuando él contrajo la enfermedad.
El perfil que ha cobrado la neoterapia de Zurich bajo el imperio de tales tendencias puede bosquejarse siguiendo las indicaciones de un paciente que debió sufrirlas en su persona: «Esta vez, ningún cuidado por el pasado ni por la trasferencia. Donde yo creí asir esta última, la presentaron como mero símbolo de la libido. Los consejos morales eran muy hermosos, y yo los seguí al pie de la letra, pero no di un solo paso adelante. Para mí era todavía más desagradable que para él, pero, ¿qué podía hacer yo? ( … ) En lugar de una liberación por el análisis, cada sesión traía consigo nuevas y enormes exigencias, de cuyo cumplimiento se hacía depender la superación de la neurosis; por ejemplo, una concentración interior mediante introversión, ahondamiento religioso, nueva vida comunitaria con mi mujer en amorosa entrega, etc. Eso casi sobrepasaba las fuerzas de uno, equivalía a una remodelación radical de todo el hombre interior. Uno abandonaba el análisis como un pobre pecador con los más fuertes sentimientos de contrición y los mejores propósitos, pero, al mismo tiempo, con el más profundo desánimo. Lo que él me recomendó, cualquier cura párroco me lo aconsejaría, pero, ¿de dónde vendría la fuerza?». El paciente comunica entonces que, por lo que ha sabido, previo a ello tiene que haber un análisis del pasado y de la trasferencia. Se le dijo que tenía bastante de eso. Puesto que la primera variedad del análisis no le había ayudado más, me parece justificado inferir que el paciente no había recibido lo bastante de ella. Y en modo alguno podía ayudarle ese otro tramo de tratamiento que ya no merece el nombre de psicoanálisis. Maravilla que los de Zurich hayan necesitado de ese largo desvío por Viena para llegar en definitiva a Berna, tan próxima a ellos, donde Dubois (Paul Dubois (1848-1918), profesor de neuropatología en Berna, alcanzó cierta celebridad a comienzos de siglo con su tratamiento de las neurosis por «persuasión».) cura más consideradamente las neurosis mediante el aliento ético (Conozco los reparos que se oponen al uso de lo que dicen los pacientes, y por eso aseguro de manera expresa que mí testigo es una persona digna de crédito y capaz de discernimiento Me informó sin que yo se lo pidiese, y me sirvo de su comunicación sin recabar su consentimiento porque no puedo admitir que una técnica psicoanalítica se proteja tras la pantalla de la discreción médica.).
Esta nueva orientación revela desde luego su total ruptura con el psicoanálisis por su modo de tratar a la represión, que en los escritos de Jung apenas si se menciona; por su yerro sobre el sueño, al cual, lo mismo que Adler, lo confunde con los pensamientos oníricos latentes, renunciando a la psicología del sueño; por la pérdida de discernimiento para lo inconciente, y, en suma, por todos los puntos en que yo situaría lo esencial del psicoanálisis. Cuando oímos decir a Jung que el complejo del incesto es sólo simbólico, que no tiene existencia real, y que el salvaje no siente gana ninguna por una vieja bruja, sino que prefiere una hembra joven y bella, estamos tentados a conjeturar que «simbólico» y «no tiene existencia real» significan lo mismo que en el psicoanálisis se denota, por referencia a sus manifestaciones y a sus efectos patógenos, como «existente en lo inconciente», y a finiquitar de esa manera la aparente contradicción.
Si se tiene presente que el sueño es algo diverso de los pensamientos oníricos que él elabora, no maravillará que los enfermos sueñen con las cosas con que se les ha llenado la cabeza durante el tratamiento, sea la «tarea de vida», sea el «estar encima y el estar debajo». Por cierto que los sueños del analizado son guiables, tal como se puede influirlos mediante estímulos acercados experimentalmente. Es posible determinar una parte del material que aparece en los sueños. Pero ello en nada modifica la esencia y el mecanismo del sueño. Por mi parte, no creo que los llamados sueños «biográficos» se produzcan fuera del análisis. Y si en cambio se analizan sueños sobrevenidos antes del tratamiento, si se toma nota de lo que el soñante agrega a las incitaciones que se le suministraron durante la cura o si puede evitarse el plantearle tareas semejantes, es posible convencerse de que el sueño está muy lejos de ofrecer sólo intentos de solución de la tarea de vida. El sueño no es más que una forma del pensar; y la comprensión de esa forma jamás podrá lograrse desde el contenido de sus pensamientos: la apreciación del trabajo del sueño, exclusivamente, lleva a ella.
No es difícil la refutación fáctica de los malentendidos y desviaciones del psicoanálisis en que ha incurrido Jung. Todo análisis ejecutado según las reglas, y en particular cualquier análisis de niños, refirma las convicciones en que descansa la teoría del psicoanálisis y refuta las reinterpretaciones que de ella hacen los sistemas de Adler y de Jung. Antes que recibiera su iluminación, el propio Jung [1910b; cf. AE, 14, pág. 30] ejecutó y publicó uno de esos análisis de niños, y está por verse si ensayará una nueva interpretación de él con el auxilio de otro «amaño de los hechos» (según la expresión de Adler, referida a él [ AE, 14, pág. 54]).
La opinión según la cual la figuración sexual de pensamientos «superiores» en el sueño y en la neurosis no importa sino un modo arcaico de expresión es incompatible, desde luego, con el hecho de que estos complejos sexuales demuestran ser en la neurosis los portadores de aquellas cantidades de libido que fueron sustraídas a la vida real. Si se tratara de una mera jerga sexual, ello no podría alterar la economía de la libido. El propio Jung lo concede todavía en su Darsiellung der psychoanalytischen Theorie [1913], y formula como tarea terapéutica la de sustraer de estos complejos su investidura libidinal. Pero esto en ningún caso se logra apartando al paciente de ellos y esforzando su sublimación, sino, únicamente, ocupándose de ellos hasta la máxima hondura y haciéndolos concientes en todo su alcance. El primer fragmento de la realidad con que el enfermo ha de saldar cuentas es, justamente, su enfermedad. Los empeños por sustraerlo de esa tarea indican la incapacidad del médico para ayudarle a vencer las resistencias, o su horror frente a los resultados de este trabajo.
Para concluir, diré que Jung, con su «modificación» del psicoanálisis, ha ofrecido la contraparte del famoso cuchillo de Lichtenberg. Le cambió el mango y le puso una hoja nueva; como lleva grabada la misma marca, se supone que hemos de creer que ese instrumento es el original.
Creo haber mostrado, por lo contrario, que la nueva doctrina que querría sustituir al psicoanálisis implica una renuncia al análisis y una secesión respecto de él. Con facilidad podría caerse en el temor de que esa secesión será más perniciosa que cualquier otra para su destino, puesto que proviene de personas que han desempeñado un papel tan importante en el movimiento y lo han hecho avanzar un trecho tan considerable. Yo no comparto ese temor.
Los hombres son fuertes durante todo el tiempo en que sustentan una idea fuerte; se vuelven impotentes cuando se le ponen en contra. El psicoanálisis soportará esta pérdida y a cambio de estos partidarios ganará otros. Sólo me queda desear que el destino depare un cómodo ascenso a quienes la residencia en el mundo subterráneo del psicoanálisis les ha provocado desasosiego. Y a los otros, que les sea permitido llevar hasta el final y sin tropiezos sus trabajos en las profundidades.
Febrero de 1914