Olvido de impresiones y de designios contin.1

Olvido de impresiones y de designios

Ciertamente, nuestra concepción sobre tal olvido reduce el distingo entre un comportamiento y el otro [la desmentida y el olvido] a ciertas constelaciones puramente psicológicas, y nos permite ver en ambos modos de reacción la expresión del mismo motivo. Entre los numerosos ejemplos de desmentida de recuerdos ingratos que he visto entre los parientes de enfermos, mi memoria ha guardado uno como particularmente raro. Una madre me informaba sobre la infancia de su hijo neurótico, ahora púber, y me refirió que él, como todos sus hermanos, se había orinado en la cama hasta grandecito, lo cual en verdad no carece de peso para un historial clínico neurótico. Algunas semanas más tarde, cuando ella quiso anoticiarse del estado del tratamiento, tuve ocasión de señalarle los signos de una disposición patológica constitucional en el joven, y entre ellos invoqué el rasgo de mojarse en la cama, que la anamnesis había puesto de relieve. Para mi asombro, ella puso en tela de juicio el hecho tanto para ese hijo como para los demás, preguntándome de dónde podía yo saberlo, hasta que al fin tuvo que oír de mí que ella misma me lo había referido poco tiempo antes, y por ende lo había olvidado. También en personas sanas, no neuróticas, hallamos abundantes indicios de que una fuerte resistencia se contrapone al recuerdo de impresiones penosas, a la representación de pensamientos penosos. Pero el cabal significado de este hecho sólo se puede medir si se ahonda en la psicología de las personas neuróticas. Uno se ve precisado a hacer de este afán defensivo elemental contra representaciones que pueden despertar sensaciones displacenteras; a hacer de este afán, digo, sólo asimilable al reflejo de huida en caso de estímulos de dolor, uno de los pilares fundamentales del mecanismo que es el portador de los síntomas histéricos. Y no se objete, contra el supuesto de esa tendencia defensiva, que asaz a menudo nos resulta imposible, por lo contrario, librarnos de recuerdos penosos que nos persiguen, y ahuyentar mociones afectivas penosas como el remordimiento, los reproches de la conciencia moral. Es que no se afirma que esta tendencia defensiva pueda abrirse paso dondequiera, que en el juego de las fuerzas psíquicas no pueda tropezar con factores que, con fines diversos, aspiren a lo contrapuesto y lo produzcan en desafío a aquella. Como principio arquitectónico del aparato anímico se deja colegir la estratificación, la edificación a partir de instancias que se superponen unas a otras, y es muy posible que aquel afán defensivo corresponda a una instancia psíquica inferior, y en cambio instancias superiores lo inhiban. Comoquiera que sea, abona la existencia y el poder de esta tendencia defensiva el hecho de que podamos reconducir a ella procesos como los de nuestros ejemplos de olvido. Vemos que mucho se olvida por sí mismo como tal; donde esto no es posible, la tendencia defensiva desplaza su meta y produce, al menos, el olvido de otra cosa de menor sustantividad, que ha entrado en enlace asociativo con lo genuinamente chocante. El punto de vista que aquí desarrollamos, según el cual unos recuerdos penosos caen con particular facilidad en el olvido motivado, merecería aplicarse en muchos campos donde hasta hoy no se lo ha tenido en cuenta o se lo consideró sólo en mínima medida. Así, no me parece que se lo haya destacado lo suficiente en la apreciación de los testimonios que se presentan ante un tribunal, donde es evidente que se atribuye al juramento del testigo un exagerado influjo purificador sobre su juego psíquico de fuerzas. En cambio, es de universal aceptación que debe tomarse en cuenta ese motivo en la génesis de las tradiciones y de la historia legendaria de los pueblos: lleva a borrar del recuerdo lo penoso para el sentimiento nacional. Quizás un estudio más detenido establecería una completa analogía entre el modo en que se forman las tradiciones de un pueblo y los recuerdos de infancia del individuo. El gran Darwin ha extraído, de su intelección de este motivo de displacer para el olvido, una «regla de oro» que debe observar el trabajador científico. Lo mismo que en el olvido de nombres, también en el de impresiones pueden sobrevenir recuerdos falsos, que si hallan creencia son definidos como espejismos del recuerdo. El espejismo del recuerdo en casos patológicos -en la paranoia desempeña, ni más ni menos, el papel de un factor constitutivo de la formación delirante- ha dado lugar a una extensa bibliografía, en la que yo echo de menos la motivación de aquel. Este tema, por formar parte de la psicología de las neurosis, cae también fuera de nuestro contexto. A cambio de ello, he de comunicar un raro ejemplo de espejismo del recuerdo, que yo mismo padecí y en el que se volvieron bastante reconocibles su motivación por un material reprimido inconciente y su modalidad de enlace con este. Cuando escribía los últimos capítulos de mi libro sobre La interpretación de los sueños, me encontraba yo en una residencia veraniega sin acceso a bibliotecas ni a repertorios bibliográficos, y así me vi obligado, bajo reserva de ulterior corrección, a incluir en el manuscrito, de memoria, toda clase de referencias y citas. A raíz de la sección sobre los sueños diurnos se me ocurrió la singular figura del pobre tenedor de libros de Le Nabab, de Alphonse Daudet, en que el poeta ha pintado probablemente sus propias ensoñaciones. Creí acordarme de una de las fantasías que incuba este hombre -lo llamé «Monsieur Jocelyn»- en sus caminatas por las calles de París; la recordé con nitidez y empecé a reproducirla de memoria: cómo el señor Jocelyn, que caminaba por la calle, se arrojó audazmente sobre un caballo desbocado, lo detuvo, ahora se abre la puerta del coche, una alta. personalidad desciende del coupé, estrecha la mano del señor Jocelyn y le dice: «Usted es mí salvador; le debo la vida. ¿Qué puedo hacer por usted?». Me consolé de eventuales inexactitudes en la reproducción de esta fantasía diciéndome que en casa, con el libro en mano, fácilmente las corregiría. Cuando luego hojeé Le Nabab a fin de cotejar el pasaje de mi manuscrito ya listo para ser impreso, me produjo gran bochorno y confusión no hallar ahí nada de semejante ensoñación del señor Jocelyn, pues el pobre tenedor de libros ni siquiera llevaba ese nombre, sino que se llamaba «Monsieur Joyeuse». Este segundo error dio enseguida la clave para aclarar el primero, el espejismo del recuerdo. joyeux (palabra de la cual el nombre del personaje es la forma femenina): así, y no de otro modo, se traduciría al francés mi propio apellido, Freud {alegre}. ¿A quién pertenecería entonces esta fantasía, falsamente recordada, que yo había atribuido a Daudet? Sólo podía ser un producto propio, un sueño diurno por mí m1ismo creado y que no me devino conciente, o que me fue antaño conciente y después olvidé de manera radical. Acaso lo creara en el propio París, donde harto a menudo me paseaba solitario y lleno de añoranza por las calles, necesitado de un auxiliador y protector, hasta que el maestro Charcot me admitió después en su círculo. Y en la casa de Charcot vi muchas veces al poeta de Le Nabab. Otro caso de espejismo del recuerdo que se puede esclarecer de manera satisfactoria se relaciona con el fausse reconnaissance {reconocimiento falso} de que luego hablaremos: Yo había referido a uno de mis pacientes, un hombre ambicioso y de talento, que un joven académico se había incorporado poco tiempo atrás al círculo de mis discípulos con un interesante trabajo: Der Künstler, Versuch einer Sexualpsychologie {El artista, ensayo de una psicología sexual}. Al salir este libro a la estampa un año y tres meses después, mí paciente aseveró poder acordarse con certeza de que había leído su anuncio ya antes de mi comunicación (entre uno y seis meses antes de esta) en alguna parte, acaso en el catálogo de un librero. Y dijo que además ese anuncio le vino a la mente en aquel momento, y comprobó que el autor había cambiado el título, pues ya no se llamaba «Ensayo» {Versuch}, sino «Esbozos {Ansätze} de una psicología sexual». Empero, una cuidadosa averiguación hecha al propio autor, y el cotejo de las fechas, demostraron que mi paciente pretendía recordar algo imposible. En efecto, no hubo anuncio alguno de aquella obra antes de que se imprimiera, y menos todavía un año y tres meses antes de ser dada a la estampa. En tanto yo omití una interpretación de este espejismo del recuerdo, este mismo hombre produjo una reedición de igual valor. Sostuvo haber visto poco antes, en el escaparate de una librería, una obra sobre la agorafobia, y se empeñó en conseguirla examinando todos los catálogos editoriales. Pude aclararle entonces por qué su empeño sería sin duda infructuoso. La obra sobre agorafobia sólo existía en su fantasía como designio inconciente, y debía ser redactada por él mismo. Su ambición de igualarse a aquel joven y, mediante ese trabajo científico, convertirse en discípulo mío lo había llevado tanto al primer espejismo del recuerdo como a su repetición. Así se acordó de que el anuncio que le había servido para ese discernimiento falso se refería a una obra titulada Génesis. La ley de la generación. En cuanto a la variante en el título, por él citada, provenía de mí mismo, pues supe acordarme de haber incurrido yo en esa inexactitud -«Ensayo» en lugar de «Esbozos»- al mencionar el título. B. El olvido de designios Ningún grupo de fenómenos es más apto que el olvido de designios para probar la tesis de que una escasa atención no alcanza a explicar, por sí sola, la operación fallida. Un designio es un impulso a la acción, uno que ya se aprobó pero cuya ejecución se desplazó para un momento más adecuado. Ahora bien, en el intervalo que así le crea es muy posible que sobrevenga una alteración en los motivos, de modo tal que el designio no llegue a ejecutarse; pero en ese caso no es olvidado sino revisado y cancelado. En cuanto al olvido de designios, al que sucumbimos cotidianamente y en todas las situaciones posibles, no solemos explicarlo por un cambio nuevo en la ecuación de motivos, sino que por lo común lo dejamos inexplicado, o bien, para dar de él una explicación psicológica, suponemos que en el momento de la ejecución no estaba disponible la atención que la acción requiere, no obstante ser ella condición indispensable para que el designio se formase y, por tanto, en aquel momento estuvo disponible para esa misma acción. Rechazaremos por caprichoso este intento de explicación si observamos nuestra conducta normal respecto de los designios. Cuando por la mañana me formo el designio de hacer algo al atardecer, puede ocurrir que en el curso del día me acuerde alguna vez de ello; pero en modo alguno es necesario que en ese lapso me devenga conciente. Al acercarse el momento de ejecutarlo, el designio se me ocurre de pronto y me mueve a realizar los preparativos indispensables para la acción preestablecida. Si al salir de paseo llevo conmigo una carta que debe ser despachada no necesito, como individuo normal y no neurótico, llevar todo el camino la carta en la mano y estar al acecho del primer buzón que aparezca para echarla ahí, sino que suelo guardarla en el bolsillo, ando mi camino dejando que mis pensamientos vaguen con libertad, y cuento con que uno de los primeros buzones habrá de excitar mi atención y me moverá a sacar la carta del bolsillo. La conducta normal frente a un designio adoptado coincide por completo con el comportamiento, que se produce por vía experimental, de las personas a quienes se les ha instilado una «sugestión poshipnótica a largo plazo», según se la denomina. Habitualmente se describe ese fenómeno del siguiente modo: El designio sugerido dormita en la persona en cuestión hasta que se aproxima el momento de llevarlo a cabo. Es entonces cuando despierta y pulsiona hacía la acción. En dos situaciones de la vida hasta el lego se da cuenta de que el olvido con relación a designios en modo alguno autoriza a que se lo considere un fenómeno elemental, no susceptible de ulterior reconducción, sino que permite inferir unos motivos no confesados. Me refiero a la relación amorosa y al servicio militar. Un amante que falte a una cita en vano se disculpará ante su dama diciéndole que, por desgracia, la olvidó por completo. Ella no dejará de responderle: «Hace un año no habrías incurrido en ese olvido. Es que ya no te importa nada de mí». Aun sí recurriera a la explicación psicológica antes mencionada y adujera haber estado muy ocupado, sólo conseguiría que la dama -tan perspicaz en este caso como el médico en el psicoanálisis- le respondiera: «Es curioso que antes tus negocios no te perturbaran así». Por cierto que tampoco la dama quiere poner en tela de juicio la posibilidad del olvido; cree, solamente, y no sin razón, que de un olvido no deliberado se puede extraer más o menos la misma conclusión -a saber: existe cierta malquerencia- que se deduciría de un subterfugio conciente. De parecido modo se desdeña en el servicio militar, por razón de principio y con todo derecho, el distingo entre una omisión por olvido y otra deliberada. El soldado no tiene permitido olvidar nada que el servicio militar le exija. Y si lo hace, siéndole la exigencia consabida, ello se debe a que unos motivos contrarios se opusieron a los motivos que instan a cumplir con la obligación militar. Por ejemplo, el voluntario de un año que, ante una inspección, quisiera disculparse diciendo que olvidó lustrar sus botones hasta dejarlos impecables, está seguro del castigo. Pero este castigo ha de llamarse nimio por comparación con aquel a que se expondría si se confesara a sí mismo y a sus jefes el motivo de su omisión: «Me repugna el miserable servicio militar». A causa de este ahorro de castigo, por razones económicas en cierto modo, se sirve del olvido como pretexto o lo produce como un compromiso. El servicio a la mujer, como el servicio militar, exigen que esté exento de olvido todo cuanto a ellos atañe, y así sugieren la opinión de que el olvido es admisible en cosas nimias, mientras que en las importantes es indicio de que uno quiere tratarlas como nimias, o sea, de que las despoja de su importancia. De hecho, entonces, no se puede rechazar aquí el punto de vista de la estimación del valor psíquico. Ningún ser humano, sin exponerse a la sospecha de perturbación mental, olvida ejecutar acciones que a él mismo le parecen importantes. Por ende, nuestra indagación sólo puede extenderse al olvido de designios más o menos triviales; a ningún designio podremos considerarlo del todo indiferente, pues en tal caso no se lo habría formado. Como en el caso de las otras perturbaciones funcionales, he recopilado las omisiones por olvido que observé en mí mismo, procurando esclarecerlas; y, con total universalidad, resultaron reconducibles a la injerencia de unos motivos no consabidos y no confesados -o, como se puede decir, a una voluntad contraria {Gegenwillen}. En una serie de esos casos, yo me encontraba en una situación parecida a la del servicio, bajo una compulsión ante la cual no había resignado por completo la revuelta, y así me manifestaba contra ella por medio de un olvido. A esto se debe que yo olvide con particular facilidad enviar felicitaciones para cumpleaños, conmemoraciones, aniversarios de boda o promociones a la nobleza. Torno a proponérmelo una y otra vez, y siempre me convenzo más de que eso no me quiere salir. Ahora estoy por renunciar a hacerlo, y admitir con conciencia los motivos que se revuelven contra ello. En un estadio anterior, a un amigo que me pidió enviar también en su nombre un telegrama de felicitación para determinada fecha, le anticipé que olvidaría mandar el suyo y el mío; y no fue maravilla que la profecía se cumpliera. Es que se entrama con dolorosas experiencias de mi vida el hecho de que yo sea incapaz de exteriorizar simpatía toda vez que tal manifestación haya de resultar forzosamente exagerada, pues una expresión acorde con el escaso monto de mi emoción no sería admisible. Desde que discerní que a menudo había dado por genuina la falsa simpatía de otros, me sublevo contra estas convenciones que obligan a testimoniar que uno participa del sentimiento del prójimo -si bien, por otro lado, comprendo su utilidad social-. Las condolencias por fallecimiento están excluidas de este tratamiento escindido; una vez que me he determinado a darlas, no dejo de hacerlo. Y cuando la participación en el sentimiento deja de relacionarse con un deber -social, nunca su expresión es inhibida por un olvido. Sobre un olvido así, en que el designio primero sofocado irrumpió como «voluntad contraria» y tuvo por consecuencia una embarazosa situación, nos informa el teniente primero T., de sus tiempos de prisionero de guerra: «En un campamento para oficiales prisioneros de guerra, el de rango más alto es afrentado por uno de sus camaradas. Para evitar complicaciones, él quiere emplear el único recurso de autoridad a su alcance: alejar al ofensor haciéndolo trasladar a otro campamento. Sólo por los consejos de muchos amigos se resolvió, contra su secreto deseo, a desistir de ello y a llevar enseguida la disputa al terreno del honor, que sin embargo conllevaría por fuerza múltiples inconvenientes. – Esa misma mañana, este comandante debía leer en voz alta la lista de oficiales para su control por parte de un órgano de vigilancia. En esto nunca se le habían pasado errores, pues conocía a sus camaradas desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, hoy omite leer el nombre de su ofensor, de suerte que este, tras ser liberados todos sus camaradas, debe permanecer todavía en el campamento hasta que se aclara el error. El nombre cuya lectura saltó aparecía escrito con toda nitidez en mitad de una hoja. – Este episodio fue entendido por una de las partes como deliberada afrenta; la otra parte lo consideró un penoso azar, una contingencia que se prestaba a falsas interpretaciones. El causante se formó luego, tras tomar conocimiento de la Psicopatología de Freud, un juicio correcto sobre lo ocurrido». De manera parecida, por antagonismo a un deber convencional y por una evaluación interior no confesada, se explican los casos en que uno olvida ejecutar acciones que ha prometido llevar a cabo en favor de otro. Lo común aquí es que sólo el dador crea en la virtud disculpadora del olvido, mientras que el solicitante se da sin duda la respuesta correcta: «El no tiene ningún interés de hacerlo, pues de lo contrario no lo habría olvidado». Hay personas a quienes se califica en general como olvidadizas, y por eso se las disculpa, lo mismo que al miope cuando no saluda por la calle. Olvidan todas las pequeñas promesas que *han hecho, no cumplen ninguno de los encargos que han recibido, y así se muestran descuidados en cosas nimias, reclamando que no se les enrostre estas pequeñas infracciones -o sea, que no se las explique por su carácter, sino que se las atribuya a una peculiaridad orgánica-. Yo no soy una de esas personas ni he tenido oportunidad de analizar las acciones de una de ellas como para descubrir, por la selección de sus olvidos, su motivación. Empero, no puedo dejar de conjeturar per analogiam, que es una medida insólitamente grande de inconfesado menosprecio por el otro el motivo que aquí explota para sus fines al factor constitucional. En otros casos, los motivos del olvido son de más difícil descubrimiento y, hallados, producen mayor extrañeza. Así, hace algunos años noté que entre el gran número de mis visitas a enfermos sólo olvidaba las que debía hacer a algún paciente gratuito o a un colega. Abochornado por ello, me había habituado a anotar ya desde la mañana, como designio, las visitas del día. No sé si otros médicos han llegado a adoptar igual práctica por el mismo camino, pero así uno vislumbra lo que mueve a los llamados «neurasténicos» a anotar en sus célebres «papelitos» las comunicaciones que quieren hacer al médico. En apariencia, no confían en la capacidad reproductora de su memoria. Esto sin duda es cierto, pero las más de las veces la escena se desarrolla así: El enfermo ha expuesto con extremo detalle sus diversos pesares y demandas; al terminar, hace una pausa, tras ella saca a relucir el papelito y dice, a modo de disculpa: «Me he anotado algo porque no retengo nada». Por lo general, no halla en el papelito nada nuevo. Repite cada punto, y él mismo responde: «Sí, ya he preguntado sobre eso». Es probable que con el papelito sólo nos esté demostrando uno de sus síntomas, a saber, la frecuencia con que son perturbados sus designios por injerencia de motivos oscuros.