El vocabulario de Michel Foucault: LETRA L. Locura

El vocabulario de Michel Foucault: LETRA L

Locura
(Folie). En este artículo reunimos varios temas de los que Foucault se ha ocupado extensamente: la locura, la enfermedad mental, la alienación, la sinrazón. Tratarlos separadamente implicaba demasiadas repeticiones y referencias recíprocas. Además, como hicimos en el artículo Clínica, hemos querido ofrecer aquí un esquema de lectura de Histoire de la folie. Se trata de un eje temático que se extiende desde la primera publicación de Foucault, Maladie mentale et personnalité (1954), hasta los cursos en el Collège France, especialmente Le pouvoir psychiatrique (1973-1974) y Les Anormaux (1974-1975, publicado en 1999). En este largo camino, Histoire de la folie à l’âge classique (1961), su primera gran obra, representa ese momento decisivo en el que Foucault define en sus propios términos (ya no a partir de los instrumentos conceptuales que había adquirido durante su formación) cada uno de los temas mencionados.
Recorrer este camino, al precio de extendernos quizás demasiado, resulta necesario al menos por tres razones fundamentales: para comprender la formación de la metodología de trabajo de Foucault, para situar su posición respecto de las ciencias humanas y del hombre en general, para mostrar uno de los puntos de inserción de su interés por la literatura. • En el presente artículo, nos ocupamos de las tres obras publicadas por Foucault y que abordan la cuestión de la locura y de la enfermedad mental: Maladie mentale et personnalité, Histoire de la folie à l’âge classique y Maladie mentale et psychologie. En el artículo Psiquiatría, en cambio, abordamos el contenido de los dos cursos en el Collège de France aparecidos hasta el momento y que se ocupan fundamentalmente de la historia de la práctica psiquiátrica en el siglo xix y de la noción de anomalía, esto es, Les Anormaux y Le pouvoir psychiatrique. Este último puede ser considerado como un segundo volumen de la Histoire de la folie (PP, 14). • Enfermedad mental y personalidad. Metapatología, evolución, historia, existencia. Maladie mentale et personnalité comienza con la formulación de dos preguntas: ¿en qué condiciones se puede hablar de enfermedad en el dominio psicológico? y ¿qué relaciones se pueden establecer entre la patología mental y la patología orgánica? La tesis que Foucault sostiene se resume en estos términos: no se puede hablar de “enfermedad mental” a partir de una metapatología, es decir, de un cuadro conceptual común a la patología orgánica y a la patología mental, sino sólo a partir de una reflexión sobre el hombre mismo (MMPE, 1-2). En este sentido, además del concepto de enfermedad mental, resulta interesante determinar qué entiende Foucault, a esta altura, por “el hombre mismo”. El primer capítulo de esta obra se ocupa de los conceptos elaborados a partir de esa “metapatología” que gobierna la medicina orgánica y la medicina de la mente, y de las dificultades de estos conceptos. En cuanto a lo que Foucault denomina patología mental clásica, se ocupa de autores como Dupré (La constitution émotive, 1911), Delmas (La pratique psychiatrique, 1929), Baller (“La Psychose périodique”, 1909-1910), Kraepelin (Lehrbuch der Psychiatrie, 1889), Bleuler (Dementia praecox oder Gruppe der Schizophrenien, 1911). Encontramos en ellos las definiciones de la histeria, de la psicastenia, de las obsesiones, de las manías depresivas, de la paranoia, de la psicosis, etc. Según Foucault, los análisis de estos autores proceden del mismo modo que la patología orgánica. Por un lado, delimitan una serie de síntomas; por otro, definen a partir de ellos las entidades nosológicas. “Se postula, en primer lugar, que la enfermedad es una esencia, una entidad específica localizable por los síntomas que la manifiestan, pero anterior a ellos y, en cierta manera, independiente de ellos […]” (MMPE, 7). En este sentido, las enfermedades son esencias, pero son también realidades naturales, no sólo abstracciones. En efecto, las enfermedades evolucionan; pueden presentar variantes. En resumen, la enfermedad mental es una “especie natural”. Ahora bien, al proceder de este modo nos encontramos con un paralelismo de métodos entre la patología orgánica y la patología mental; un paralelismo abstracto que deja de lado el problema de la unidad humana y de la totalidad psicosomática. Para hacer frente a esta dificultad, la patología evolucionará, en general, en la dirección de la totalidad, es decir, de una concepción de la enfermedad como alteración de todo el organismo. La enfermedad dejará de ser, entonces, esa especie natural que se interpone en el funcionamiento del organismo. En la patología orgánica, por ejemplo, aparecerá la importancia del sistema hormonal y de sus perturbaciones; en la patología mental, la idea de que la enfermedad es una alteración de la personalidad en su totalidad. Las psicosis serán perturbaciones globales de la personalidad; las neurosis, perturbaciones sectoriales. Pero para Foucault “…sólo por un artificio del lenguaje se puede dar el mismo sentido a las ‘enfermedades del cuerpo’ y a las ‘enfermedades del espíritu’. Una patología unitaria, que utilizase los mismos métodos y los mismos conceptos en el dominio psicológico y en el dominio fisiológico, es actualmente del orden del mito, aun cuando la unidad del cuerpo y del espíritu es del orden de la realidad” (MMPE, 12). Las razones de ello son varias. La coherencia psicológica es diferente de la cohesión orgánica. A diferencia de la medicina orgánica, en psiquiatría la noción de personalidad vuelve singularmente difícil la distinción entre lo normal y lo patológico. Finalmente, en la patología mental no se puede aislar la realidad del enfermo del medio en el que se encuentra. No es posible, como en la medicina orgánica, utilizar instrumentos terapéuticos que funcionan a partir del aislamiento del enfermo. Como consecuencia de ello, en la patología mental resulta necesario establecer las formas concretas de la enfermedad mental en la vida psicológica del individuo y determinar las condiciones reales en las que ella surge (MMPE, 17). Las dos partes en las que se divide esta obra se ocupan, respectivamente, de estas cuestiones. En la primera, la noción de enfermedad mental será abordada, entonces, en relación con las nociones de evolución, de historia individual y de existencia. 1) Evolución. La enfermedad mental se manifiesta como un déficit global y masivo (confusiones espacio-temporales, rupturas entre las conductas, incapacidad para acceder al universo de los otros, etc.) (MMPE, 19). Esta diferencia estructural del individuo enfermo es duplicada por una diferencia en el nivel evolutivo. Las conductas patológicas son características de un nivel arcaico en la evolución del individuo. La enfermedad aparece, entonces, como el desarrollo de la naturaleza en sentido inverso (MMPE, 22). Foucault observa que en una concepción de este tipo persisten ciertos temas míticos: por un lado, la “libido” de Freud o “la fuerza psíquica” de Janet, que serían una especie de material bruto de la evolución –normalmente progresan, y patológicamente regresan–; por otro, la identificación del enfermo con el primitivo y el niño. Ahora bien, aunque la especificidad de la personalidad enferma puede ser descripta en términos de involución, no puede ser comprendida como tal. En efecto, desde el punto de vista involutivo no se puede dar cuenta de la organización de la personalidad enferma. La dimensión evolutiva (naturalista) debe ser completada por la dimensión histórica. 2) Historia individual. En varios momentos de su obra, Foucault distingue –y, hasta cierto punto, opone– evolución e historia. Desde un punto de vista evolutivo, el pasado promete y hace posible el presente. Pero, desde el punto de vista de la historia, es el presente el que confiere sentido y significación al pasado. En este sentido, la genialidad de Freud ha consistido en separar la historia del individuo del horizonte de comprensión evolucionista (heredado de Darwin y Spencer) (MMPE, 37). “La psicología de la evolución, que describe los síntomas como conductas arcaicas, debe entonces ser completada por una psicología de la génesis que describe, en una historia, el sentido actual de estas regresiones” (MMPE, 51). Ahora bien, el análisis de la historia, de las obsesiones o de los delirios desde la perspectiva de la historia individual hace aparecer la angustia como significado de las conductas patológicas. Ésta es como el a priori de la existencia. Resulta necesario, entonces, abordar esta dimensión de la existencia para completar la comprensión de las descripciones evolutivas y de las significaciones históricas de la enfermedad mental. 3) Existencia. Aquí Foucault se refiere a Jaspers, Minkowski y Binswanger. La existencia del enfermo mental (con la conciencia de la enfermedad y del mundo mórbido que ella implica) se caracteriza por un doble movimiento: por un lado, el enfermo se encierra en su propio mundo; por otro, se abandona a los acontecimientos. “En esta unidad contradictoria de un mundo privado y de un abandono a la inautenticidad del mundo está el nudo de la enfermedad. O, para emplear otro vocabulario, la enfermedad es, a la vez, repliegue en la peor de las subjetividades y caída en la peor de las objetividades” (MMPE, 69). Una vez explorada la dimensión interior de la enfermedad mental, Foucault aborda sus condiciones exteriores. De ello se ocupa la segunda parte de la obra que estamos analizando. Alienación, conflicto. Las manifestaciones interiores de la enfermedad mental no muestran sus condiciones de aparición, es decir, las raíces del hecho patológico (MMPE, 71). Para mostrarlas resulta necesario abordar la cuestión de la alienación. El capítulo V, que será sustituido en Maladie mentale et psychologie, lleva como título “El sentido histórico de la alienación mental”. La forma primitiva de la alienación sería la posesión, en el sentido del energoúmenos griego, del mente captus latino o del poseído cristiano. En cada una de estas formas, el hombre se transforma en otro. Respecto de la posesión cristiana, S. Tomás afirma que ella no afecta al alma, sino al cuerpo (del que el demonio se adueña). En el Renacimiento, en cambio, la naturaleza quedará a salvo; la posesión será un acontecimiento del alma. Los siglos XVIII y XIX devolverán a la locura su humanidad; aquélla consistirá en la pérdida de las facultades mentales. La alienación tendrá ahora la forma de la privación; fundamentalmente, la privación del reconocimiento de la verdad física y moral. Como contrapartida de esta humanización de la locura, el enfermo mental será excluido del mundo de los hombres. Ya no es un poseído, sino un desposeído. A esta desposesión seguirán la figura jurídica de la interdicción y la práctica de la internación. Para el enfermo, sin embargo, es una experiencia real que se inscribe en el ámbito de lo patológico, caracterizado en las clasificaciones clínicas de las enfermedades mentales, por la invasión de la esquizofrenia, cuyo síntoma será la ruptura con la realidad –ruptura afectiva y efectiva–. • Si bien la sociedad no se reconoce en el enfermo mental, al que considera un extraño y un extranjero, es imposible dar cuenta de la patología mental sin referirse a las estructuras sociales, sin ver el medio humano como una condición real de la enfermedad. Ya sea que se considere la enfermedad mental en relación con la evolución de la humanidad, la historia psicológica individual o las formas de la existencia, sólo la historia permite descubrir las condiciones de posibilidad de la aparición de lo patológico. La enfermedad mental aparece, en relación con la evolución del individuo o de la humanidad, como una perturbación que adquiere, en la neurosis, la forma de la regresión. Pero la regresión hacia las conductas infantiles no es la esencia de la patología, sino un efecto de ésta. La regresión es posible sólo en una cultura que es incapaz de integrar el pasado en su presente y que, por lo tanto, establece entre ellos límites que no es posible atravesar. Es el carácter arcaico de nuestras instituciones pedagógicas el que marca estos límites, creando para el niño un medio sobreprotegido y artificial. De este modo lo aísla de los conflictos del mundo de los adultos, situándolo en un mundo infantil, pero también hace posible el conflicto entre estos dos mundos. De manera semejante, debemos buscar la posibilidad histórica de los delirios religiosos en una cultura en la que la laicización ha vuelto imposible la integración de lo religioso. El complejo de Edipo, núcleo de las ambivalencias familiares, es una versión reducida de las contradicciones económico-sociales de la cultura moderna, en la que lo que nos vincula a los otros lo hace bajo la forma de la dependencia: la competencia, la explotación, la guerra (MMPE, 76-90). La alienación histórica aparece, de este modo, como la condición de la alienación psicológica y jurídica. Para Foucault, la psicología de Pavlov permite pensar el pasaje de una a otra. No se trata, sin embargo, de una simple transposición. Las contradicciones del medio se convierten en enfermedad sólo cuando son contradicciones funcionales (MMPE, 105-106). Los conflictos sociales se vuelven de este modo conflictos mentales. A partir de los análisis precedentes, Foucault extrae las siguientes conclusiones: 1) “No es, entonces, porque se está enfermo que se es alienado, sino que en la medida en que se es alienado, se está enfermo” (MMPE, 103). Las enfermedades son la consecuencia de las contradicciones sociales. 2) “La enfermedad está hecha de la misma trama funcional que la adaptación normal; no es pues a partir de lo anormal, como lo quiere la patología clásica, que es necesario intentar definir la enfermedad. Al contrario, es la enfermedad la que hace posible lo anormal y lo funda” (MMPE, 105). 3) “El análisis pavloviano del conflicto muestra, en efecto, que es necesario dejar de lado la antítesis de la psicogénesis y de la organogénesis. Las enfermedades mentales son daños de la personalidad toda entera” (MMPE, 106). 4) “Querer separar al enfermo de sus condiciones de existencia y querer separar la enfermedad de sus condiciones de aparición es encerrarse en la misma abstracción […]. La verdadera psicología debe desprenderse de este psicologismo, si es verdad que, como toda ciencia del hombre, su objetivo es desalienarlo” (MMPE, 110). • El “hombre mismo” se sitúa, entonces, en la confluencia entre una interioridad, definida fenomenológicamente como existencia, y las contradicciones de la sociedad, analizadas en términos marxistas. El materialismo de la teoría de los reflejos de Pavlov explica las formas de esta confluencia. La alienación histórico-social se muestra como la condición histórica de aparición de la alienación psicológica. La tarea de la psicología, como la de las demás ciencias humanas –lo subrayamos–, sería desalienar histórica y psicológicamente. Enfermedad mental y psicología e Historia de la locura. “Maladie mentale et personnalité es una obra completamente separada de todo cuanto escribí posteriormente. La escribí en un período en el que las diferentes significaciones del término “alienación”, su sentido sociológico, histórico y psiquiátrico, se confundían en una perspectiva fenomenológica, marxista y psiquiátrica. Actualmente no hay ningún nexo entre estas nociones. […] Posteriormente abordé el problema de modo completamente diferente; en lugar de dar los grandes pasos obligados entre Hegel y la psiquiatría, pasando por el neomarxismo, traté de comprender la cuestión desde el punto de vista histórico y de examinar el tratamiento del loco. Aunque mi primer texto sobre la enfermedad mental sea coherente en sí, no lo es en relación con los otros textos” (DE4, 665). En 1963, Foucault reedita Maladie mentale et personnalité, pero con un nuevo título –Maladie mentale et psychologie–, y reemplazando los capítulos V y VI que componen la segunda parte. Claramente, esta reestructuración es consecuencia de la investigación llevada a cabo en Histoire de la folie (1961). El nuevo capítulo V lleva como título “La constitución histórica de la enfermedad mental”. Como en el antiguo título, se trata de la relación entre la historia y la enfermedad mental. En Maladie mentale et personnalité esta relación encontraba su expresión teórica en el concepto de alienación. Como dijimos, la alienación histórica llevaba a la alienación psicológica. Ahora la historia tiene otro sentido. Ya no es la historia dialéctica de las contradicciones, sino una historia trágica, de separaciones y de límites. Es la historia que se nos narra en Histoire de la folie. (De hecho, este nuevo capítulo resume sus resultados.) O, más precisamente, como dice el primer prefacio de esta obra (suprimido a partir de 1972), esta historia es la confrontación de las dialécticas de la historia con las estructuras inmóviles de lo trágico (DE1, 162). La locura ya no se reduce a ser un producto de las contradicciones históricas en el nivel de las estructuras psicológicas y existenciales del individuo. “Hacer historia de la locura, entonces, querrá decir: hacer un
estudio estructural del conjunto histórico (nociones, instituciones, medidas jurídicas y policiales, conceptos científicos) que tiene cautiva una locura cuyo estado salvaje nunca puede ser restituido en sí mismo” (DE1, 164). En Maladie mentale et personnalité la historia de la locura se encuadraba en la historia de la psicología; en Maladie mentale et psychologie y en Histoire de la folie, esto ocurre a la inversa. Todo esto marca una primera gran diferencia entre la primera obra de Foucault y las dos que le siguen: la existencia, en éstas últimas, de un grado cero de la locura, de una locura en estado salvaje, una experiencia indiferenciada, sin separaciones. • Y sin embargo esa locura en estado puro permanece inaccesible; la única manera de acceder a ella, aunque sin alcanzarla, consiste en dirigir la mirada hacia ese enfrentamiento originario de razón y locura –momento de la separación, del establecimiento de los límites–. “Pero, a falta de esta inaccesible pureza primitiva, el estudio estructural debe remontarse hacia la decisión que, a la vez, liga y separa razón y locura. Debe tender a descubrir el intercambio perpetuo, la oscura raíz común, el enfrentamiento originario que da sentido tanto a la unidad cuanto a la oposición del sentido y del sinsentido. Así podrá reaparecer la decisión fulgurante, heterogénea en el tiempo de la historia, pero inalcanzable fuera de él, que separa este murmullo de insectos sombríos del lenguaje de la razón y de las promesas del tiempo” (DE1, 164). Así, una segunda diferencia fundamental entre la primera obra de Foucault y las dos que le siguen está marcada por las modalidades de la relación entre la historia y la locura. Ya no se trata de lo que se podría expresar, con un lenguaje marxista, como relaciones entre infraestructura y superestructura, sino de “experiencias”, más aún, de “movimientos rudimentarios de una experiencia” (DE1, 164). Foucault distinguirá cuatro formas de “conciencia” en la constitución de la experiencia de la locura. 1) La conciencia crítica: no se trata de una conciencia que define, sino de aquélla que experimenta una oposición inmediata, que la denuncia a partir de lo razonable, de lo reflexivo, de lo moralmente sabio. Pero, en su falta de definición, de conceptos y de puntos fijos, esta oposición inmediata a la locura corre el riesgo de revertirse y, de este modo, por medio de un juego dialéctico, la razón puede convertirse en locura y la locura en razón. Se trata de una conciencia que se opone; pero en esta oposición se intercambian el lenguaje de la razón y el lenguaje de la locura. 2) La conciencia práctica de la locura: se trata de una conciencia inmediata de la diferencia entre la locura y la razón a partir del grupo considerado como portador de las normas de la razón. Por ser social y normativa, implica una separación que acalla el lenguaje de la locura, que la reduce al silencio. Esta forma de conciencia, sin saberlo, sin decirlo, retoma los rituales ancestrales que purifican y vigorizan las conciencias oscuras de la comunidad. 3) La conciencia enunciativa de la locura: a diferencia de las anteriores, esta forma de conciencia de la locura no se sitúa en el nivel de los valores, de los peligros o de los riesgos. Es una simple aprehensión perceptiva que afirma o niega, líricamente, la existencia de la locura. Reconoce inmediatamente la locura a partir de la supuesta cordura de quien la percibe. Esta conciencia no es del orden del conocimiento, sino del reconocimiento, del espejo. Pero, al reflexionar sobre sí misma en el momento de designar lo otro, percibe, en lo otro, su secreto más próximo. No se instaura, sin embargo, ninguna dialéctica. 4) La conciencia analítica de la locura: se trata de una conciencia desplegada en sus formas, que conoce, que funda la posibilidad de un saber. Aquí no hay dialogo, ni ritual, ni lirismo del reconocimiento. La conciencia de la locura tiene ahora sólo la forma del conocimiento: los fantasmas alcanzan su verdad, los peligros de la contra-naturaleza se vuelven signos de la naturaleza, el horror no solicita las técnicas de supresión (HF, 215-221). Cada figura histórica, cada experiencia de la locura, implica a la vez la unidad y el conflicto de estas cuatro formas de conciencia. En cada experiencia de la locura se hace y se deshace este equilibrio entre la conciencia dialéctica, la separación ritual, el reconocimiento lírico y el saber de la locura. Ninguno de estos elementos desaparece por completo; a veces alguno de ellos es privilegiado y mantiene a los otros casi en la oscuridad. Por ello, no se puede reducir la historia de la locura a la historia de la psiquiatría; tampoco llevarla a cabo desde el punto de vista de la teleología de la verdad o la objetividad de la ciencia. Una historia de la locura es necesariamente la historia de esas experiencias, experiencias del límite por las que una cultura rechaza lo que será para ella lo Exterior, lo Otro (DE1, 161). Ya no se trata de la historia dialéctica (historia de mediaciones) de Maladie mentale et personnalité. Ahora las experiencias de la locura ponen de relieve las estructuras de lo trágico, es decir, de separaciones irreconciliables, de enfrentamientos que perduran. No es la historia de lo mismo, sino de lo Otro. • Para comprender Histoire de la folie no basta con marcar estas dos diferencias (la existencia de una experiencia indiferenciada de la locura –la locura en estado salvaje, el grado cero de la locura– y las experiencias diferenciadas de la locura –las configuraciones históricas de las diferentes conciencias de la locura–). Es necesario subrayar un tercer elemento: el lenguaje de la locura. El lenguaje de la psiquiatría es, dice Foucault, “el monólogo de la razón sobre la locura”; monólogo que sólo ha podido establecerse sobre el silencio de la locura. En este sentido, Histoire de la folie es “la arqueología de ese silencio” (DE1, 160) Pero en la literatura y el arte –en Goya, en Sade, en Nietzsche, en Roussel, en Artaud, por ejemplo– la locura hace sentir su voz. En ellos la locura se manifiesta en su forma primordial, más allá de toda separación y de toda exclusión. Finalmente, será con el lenguaje de sus obras que tendrá que medirse el lenguaje de la razón, el lenguaje de la psicología (HF, 663). El lenguaje de la literatura testimonia la existencia de esa locura en estado salvaje (no envuelta por el lenguaje de la razón). En este lenguaje la locura se manifiesta como lo que es: “ausencia de obra”. Arqueología, genealogía, ética. Se ha afirmado la presencia de cierta fenomenología en el primer prefacio de Histoire de la folie y, en definitiva, en la concepción general de esta obra. El lenguaje utilizado autoriza sin dificultad esta aproximación: “conciencia”, “experiencia”. Pero no sólo el lenguaje. Las “conciencias” de la locura deben medirse con la existencia de una locura en estado salvaje que nunca se agota en sus contenidos conscientes, ni siquiera en la forma analítica de la conciencia, es decir, en el saber. Sin negar esta lectura y esta filiación, no puede dejar de mencionarse otra, que nos sugiere el mismo Foucault: leer el concepto de “experiencia” en relación con la obra de Dumézil, es decir, como formas estructuradas que es posible encontrar, con modificaciones, en diferentes niveles (DE1, 168). • En la producción de Foucault suele distinguirse un período llamado arqueológico (centrado en el saber), uno genealógico (centrado, a grandes rasgos, en el poder) y un período ético (centrado en la constitución de la subjetividad). Aunque esta distinción no sea incorrecta, no es suficientemente precisa. ¿A cuál de estos períodos pertenece Histoire de la folie? Allí el análisis de las formas del saber (la conciencia analítica de la locura, siguiendo el vocabulario de la obra) está enfocado en sus relaciones con las formas del poder (la conciencia práctica) y con la objetivación de la subjetividad. Muchos temas y autores que alcanzarán una relevancia de primer orden en los últimos años de trabajo de Foucault ya se encuentran esbozados y estudiados en esta obra (la noción de “policía”, por ejemplo, o los temas del liberalismo y la razón de Estado). En este sentido, se podría sostener que Foucault no ha hecho otra cosa que desarrollar y articular (a veces a partir de otras nociones, como episteme o dispositivo) lo que ya estaba contenido en su tesis doctoral; y, también, que finalmente la noción de práctica terminará siendo la reelaboración en términos específicamente foucaultianos de la noción de “experiencia” que se encuentra en Histoire de la folie. “Es el conjunto de ‘prácticas y discursos’ el que constituye lo que denominé la experiencia de la locura; mal nombre, porque no es en realidad una experiencia” (DE2, 207). • Aunque no sin ejercer cierta violencia (cierto reduccionismo), podemos decir que en las estructuras de las experiencias que son analizadas en Histoire de la folie se combinan tres registros: 1) El registro de las prácticas: rituales y formas institucionales de separación (la nave de los locos, la internación clásica, el asilo moderno). Se trata de rituales e instituciones cargados de simbolismo. Ellos nos muestran cómo, a partir de fines de la Edad Media, la cultura occidental ha tratado a los locos. 2) El registro del lenguaje sobre la locura, el lenguaje de la razón en sus diferentes formas: la filosofía, los saberes con pretensión más menos científica, más o menos objetiva. En ellos se expresa lo que cada época entiende por locura. 3) El registro del lenguaje de la locura, en el que aparece su ser: la literatura, el arte. La combinación de estos tres registros hace que la lectura de Histoire de la folie sea a la vez un trabajo fascinante y difícil, por la amplitud del campo abordado, la multiplicidad de relaciones que afloran paso a paso, las idas y vueltas entre consideraciones que conciernen al Renacimiento, a la época clásica y a la modernidad.
Difícil y fascinante, también, por la forma de la expresión, en la que la complicidad entre la belleza y la erudición trama el tejido de la exposición. Renacimiento, época clásica, modernidad. Seguiremos a continuación un recorrido general por la obra, según la estructura de los capítulos. Agregamos, además, un apartado sobre la locura como “ausencia de obra”, es decir, sobre la relación locura/literatura. Pero, antes de iniciar este recorrido, será útil un esquema general del movimiento de la obra. • 1) Renacimiento. El capítulo I de la primera parte (“La nave de los locos”) aborda la experiencia renacentista de la locura. Más allá de la práctica social de embarcar a los locos, Foucault analiza la conciencia cósmico-trágica que se expresa en el mundo de la pintura y la conciencia crítica que se expresa en el dominio de la literatura y de la filosofía. Desde el punto de vista trágico, la locura manifiesta la realidad de otro mundo. En este sentido, nos encontramos con una experiencia de la locura en la dimensión de lo sagrado. Esta conciencia trágica y sagrada de la locura quedará oscurecida por la conciencia crítica, en la que comienza a dibujarse la sinrazón clásica. 2) Época clásica: la locura como sinrazón. Los restantes capítulos de la primera parte y toda la segunda parte están dedicados a la experiencia clásica de la locura, la locura como sinrazón. Los capítulos II a V de la primera parte se ocupan de las conciencias crítica y práctica de la locura, la conciencia que identifica y la que separa. En ellos se describe el mundo de la internación, desde el gesto que lo anuncia en el camino cartesiano de la duda hasta la descripción de la fisonomía de los locos en el mundo del encierro. El capítulo II (“El gran encierro”) desarrolla fundamentalmente dos temas. Por un lado, el gesto cartesiano de la separación razón/sinrazón, que articula toda la experiencia clásica. Por otro lado, la formación del espacio de la internación a partir de una nueva percepción de la pobreza (ya no dimensión sagrada, sino consecuencia y peligro moral). El capítulo III (“El mundo correccional”) continúa con la descripción del mundo de la internación, de la población de los internados. Además de los pobres y los locos, encontramos allí a aquéllos que representan formas de desorden respecto de una nueva concepción de la sexualidad, de la religión y del pensamiento. Esta nueva sensibilidad, como en el caso general de la pobreza, se estructura en torno a una descralización que toma la forma de la ética. Las formas del desorden no alteran un universo cargado de significaciones trágico-religiosas, sino un orden ético-social. El capítulo IV (“Experiencias de la locura”) se ocupa de mostrar cómo en la época clásica se superponen una experiencia médica de la locura, heredada del Medioevo, y otra, la experiencia social del loco, propiamente clásica. En todo caso, esta última es la que organiza el mundo de la internación. El capítulo V (“Los insensatos”) describe la particularidad de los locos en el mundo de la internación. Ellos no son sólo internos; son monstruos, personajes que, a diferencia de los otros, hay que mostrar. El loco muestra la relación del hombre con la animalidad, con la negatividad de la animalidad. Toda la segunda parte de esta obra está consagrada al saber sobre el loco y la locura. El capítulo I (“El loco en el jardín de las especies”) se ocupa de la percepción filosófica y médica de la locura. Si bien la época clásica puede distinguir al loco, no puede decir qué es la locura sino negativamente. La filosofía define la locura a partir de la razón, como ausencia, como sinrazón: una razón que no es como la de los otros, una razón no-razonable. La medicina, por su parte, la aborda a partir de una nosología abstracta. A partir de ésta se definen las figuras concretas de la sinrazón. Pero estas figuras no son sólo el producto del trabajo de las clasificaciones, sino de la persistencia de ciertos temas (el delirio) y obstáculos (percepción ética, la práctica terapéutica). El capítulo II (“La trascendencia del delirio”) se ocupa de lo que se puede considerar como la esencia de la locura clásica, de la sinrazón, del delirio: el lenguaje entrelazado con una imaginación perturbada. Se muestra aquí la importancia que ha tenido la noción de pasión. El capítulo III (“Figuras de la locura”) aborda las formas concretas de la sinrazón: la demencia, la manía y la melancolía, la histeria y la hipocondría. El capítulo IV (“Médicos y enfermos”) se ocupa, finalmente, de las formas terapéuticas de la época clásica: consolidación, purificación, inmersión, regulación de los movimientos, exhortaciones, el “despertar”, el retorno a lo inmediato, la actuación, etc. En esta segunda parte Foucault muestra, además, las modificaciones que ha sufrido cada uno de estos temas en el siglo XVIII, preparando así la experiencia moderna de la locura. 3) La modernidad, la locura como enfermedad mental. La tercera parte de la obra se ocupa de la formación de la experiencia moderna. Nos deja en los umbrales de la psiquiatría, de la psicología y del psicoanálisis. La tesis general de Foucault es que estos dominios de saber no han sido un producto de la humanización del mundo de la internación ni del desarrollo de la racionalidad y de la objetividad de la ciencia, sino de la reestructuración de la experiencia clásica de la locura. La locura adquirirá de este modo su forma positiva de enfermedad mental. El capítulo I (“El gran miedo”) analiza el primer movimiento de reorganización del mundo de la internación a partir del miedo causado por una fiebre de los asilos que amenazaba con contagiar las ciudades. En esta reorganización la locura se distinguirá de la sinrazón, del “libertinaje”. El capítulo II (“La nueva separación”) trata la aparición de lugares de internación sólo para los locos y las reformas que se originan dentro del espacio mismo de la internación debido a las protestas de quienes no quieren ser confundidos con los locos. Paralelamente, se muestra lo que se puede denominar la inutilidad de la internación clásica: ya no sirve ni para controlar el desempleo ni para manejar políticamente la pobreza. En el movimiento de todas estas reformas, la locura se separa de la pobreza y se deshace, de esta forma, otro de los nexos constitutivos de la experiencia clásica. La miseria pertenece ahora al campo de la economía, no al de la internación. Pero si ese nexo se debilita y tiende a desaparecer, la relación entre la locura y la internación es cada vez más fuerte. El capítulo III (“Del buen uso de la
libertad”) analiza el nuevo espacio social de la locura. Se trata de un espacio contradictorio, de “liberación” y “sujeción”, en el que se va dibujando, a partir del concepto burgués de libertad, la objetivación moderna de la locura. El capítulo IV (“El nacimiento del asilo”) aborda el gesto “liberador” de Tuke y de Pinel o, mejor, la ambigüedad de este gesto. En el nuevo espacio social de la locura se ha construido la locura como objeto del saber y el personaje del médico como sujeto de ese saber. No es su saber, sin embargo, el que lo define, sino la moral que representa. A partir de la alienación del loco en la persona del médico, se ha construido la objetivación científica de la locura como enfermedad mental. El resultado histórico del gesto “liberador” de Pinel y de Tuke ha sido, en todo caso, la interiorización (moralización) de la separación razón/locura. El último capítulo, el quinto de la tercera parte (“El círculo antropológico”), sigue dos líneas de argumentación. Por un lado, la locura ya no pone de manifiesto el mundo trágico del Renacimiento, ni las formas de la sinrazón, sino la verdad del hombre, su “naturaleza”. La locura habla ahora un lenguaje antropológico. Por otro lado, la locura reaparece en la literatura en personajes como Sade, Hölderlin, Nietzsche o Artaud. • No sin idas y vueltas, el movimiento general de Histoire de la folie va: 1) Desde el punto de vista del registro de las prácticas de exclusión que establecen el espacio de la locura: de la nave (circulación) a la internación (encierro) y al asilo (cura). 2) Desde el punto de vista del registro del lenguaje sobre la locura: de lo sagrado a la ética, a las “ciencias del hombre” y al lenguaje de lo normal y lo patológico (psiquiatría, psicología). 3) Desde el punto de vista del registro del lenguaje de la locura: de las expresiones trágicas y críticas (la pintura y la literatura del Renacimiento), al silencio de la época clásica y, finalmente, al discurso del “enfermo mental” y a la reaparición de lo trágico en la literatura moderna. Stultifera navis. Histoire de la folie comienza con un hecho: la desaparición de la lepra en Europa a fines de la Edad Media. Según los datos de la época, el número de leprosarios había alcanzado la cifra de 19.000. Por cierto tiempo, las enfermedades venéreas ocuparon estos lugares. Pero, a diferencia de la lepra, éstas se convirtieron rápidamente en una cuestión médica. En todo caso, no desempeñaron el rol de exclusión y, a la vez, de integración que tuvo la lepra. Los leprosos eran el mal que se excluía y, al mismo tiempo, un testimonio sagrado; su exclusión era un nuevo calvario que les proporcionaría la salvación. Por ello los leprosarios fueron a la vez lugares de exclusión y de reintegración espiritual (HF, 19). Durante casi dos siglos esos lugares de exclusión quedaron vacíos, esperando una nueva “encarnación del mal” (HF, 15). En efecto, en el Renacimiento la experiencia de la locura no fue como la experiencia medieval de la lepra; habrá que esperar a la época clásica para que esos lugares de exclusión-integración estén de nuevo habitados. • En el Renacimiento la locura circula, navega. Nos encontramos así con ese gran tema que encontró múltiples formas expresivas en la pintura y en la literatura: stultifera navis, la nave de los locos. Estas formas expresivas elaboran el sentido de una práctica social. Los locos eran embarcados y navegaban sin rumbo por los ríos de Europa. Se trata de un gesto cargado de símbolos: embarcarse, partir, peregrinar a la deriva en búsqueda de la razón perdida. Foucault insiste especialmente en el nexo simbólico entre la locura y el agua. El agua transporta y purifica. Cada vez que uno se embarca puede ser la última. La navegación es al mismo tiempo separación y pasaje a lo absoluto. “Él [el loco] es puesto en el interior del exterior, e inversamente. Postura altamente simbólica que permanecerá, sin duda, suya hasta nuestros días, si se admite que lo que fue en otro tiempo fortaleza visible del orden se convirtió ahora en el castillo de nuestra conciencia” (HF, 26). Pero, sobre el fondo simbólico de tantos temas inmemoriales, hacia fines de Edad Media, brevemente, en la cultura del Renacimiento, la locura ocupará un lugar central en la literatura y en la pintura. Será el relevo de la muerte. Pero, “La sustitución del tema de la muerte por el tema de la locura no marca una ruptura, sino, más bien, una torsión dentro de la misma inquietud. Se trata siempre de la nada de la existencia, pero esta nada no es más reconocida como un término exterior y final, a la vez amenaza y conclusión. Es sentida desde adentro, como forma continua y constante de la existencia” (HF, 31-32). La locura es la presencia de la muerte en este mundo. En este sentido, la experiencia de la locura encuentra, en el tema plástico y lingüístico y en su práctica, una continuidad rigurosa con la experiencia de la lepra. La locura es, como la lepra, la exclusión de aquéllos que en vida testimonian la presencia de la muerte. (HF, 31). Ahora bien, a pesar de esta aparente extrema coherencia de la experiencia renacentista de la locura, las imágenes y las palabras no tienen el mismo sentido. En sus formas plásticas, la locura está ligada al mundo y a sus formas subterráneas, a la animalidad (los animales imposibles, que surgen de la imaginación enloquecida, expresan la naturaleza secreta del hombre); en la literatura, la locura está ligada al hombre, a sus debilidades, a sus sueños, a sus ilusiones (en sus expresiones literarias y filosóficas, la locura adquiere la forma de la sátira) (HF, 41). Foucault distingue así una experiencia cósmico-trágica (plástica) y una experiencia crítica (literaria) de la locura. En la primera, la locura es la expresión del límite de la existencia; en la segunda, es la expresión de los límites de la razón. Esta oposición que está presente a comienzos del Renacimiento, si bien no desaparecerá, será desplazada por los privilegios acordados a la experiencia crítica de la locura. La experiencia trágica de la locura permanecerá como oculta y adormecida. Más tarde se la percibirá en Goya y en algunas páginas de Sade; pero habrá que esperar a Nietzsche y Van Gogh para que la experiencia trágica de la locura reaparezca plenamente. Freud la presintió para simbolizarla en la lucha mitológica de la libido y del instinto de muerte. Finalmente se expresará en las obras de Artaud y Roussel (HF, 47-48). ¿Pero cómo se formó el privilegio de la reflexión crítica? Foucault señala, en esta evolución, los elementos que permitirán comprender la experiencia clásica de la locura. Por un lado, la locura y la razón entran en una relación perpetuamente reversible (HF, 48). Respecto de la Sabiduría, la sabiduría divina, la razón del hombre es sólo locura; en relación con la sabiduría de los hombres, la Razón de Dios es locura. La locura no expresa la violencia de la animalidad, de la naturaleza; existe en relación con la razón. En segundo lugar, la locura es una de las formas mismas de la razón (HF, 53). La verdadera razón deberá seguir los caminos que le traza la locura; deberá reconocer las debilidades que le impiden acceder a la verdad y al bien (los temas escépticos de Montaigne). Habrá que distinguir, entonces, una “locura loca”, que rechaza la locura de la razón, y una “locura sabia” que acoge la locura de la razón (Erasmo). Por aquí nos encaminamos hacia la experiencia clásica. “La locura ha cesado de ser, en los confines del mundo, del hombre y de la muerte, una figura escatológica; esta noche, en la que se fijaban los ojos y de donde nacían las formas de lo imposible, se ha disipado. Cae el olvido sobre el mundo que la libre esclavitud de su Nave surcaba. Ella ya no irá de un más acá del mundo a un más allá, en su extraño paso; ella no será jamás este límite fugitivo y absoluto. Ahí está amarrada, sólidamente, en medio de las cosas y de la gente. Retenida y mantenida. Ya no más barca, sino hospital” (HF, 63). El gran encierro. “El clasicismo inventó la internación, un poco como la Edad Media [inventó] la segregación de los leprosos; el espacio que éstos dejaron vacío ha sido ocupado por personajes nuevos en el mundo europeo: son los ‘internos’” (HF, 77). Foucault comienza el análisis de la experiencia clásica de la locura con algunas páginas dedicadas a Descartes que fueron objeto de polémica con J. Derrida (véase: Cogito) (HF, 67-70). “En la economía de la duda, hay un desequilibrio fundamental entre la locura, por un lado, y el sueño y el error, por otro” (HF, 68). El sujeto que piensa puede soñar y equivocarse; de todos modos, permanece en el soñar y el equivocarse una verdad que el pensamiento garantiza. Pero el sujeto que piensa no puede estar loco. Se establece una línea de separación entre razón y locura que vuelve imposible la experiencia renacentista de una “locura razonable”. La locura desaparece del dominio de la razón para hundirse y echar raíces en una nueva experiencia. Esta nueva experiencia no surge de la reflexión filosófica ni a causa del desarrollo del saber; se forma a través de una práctica cuya estructura más visible es el encierro. Foucault toma como símbolo la fecha del edicto de creación del Hospital general de París: 27 de abril de 1656. (También tomará en consideración la creación de las Workhouses, en Inglaterra, y de los Zuchthäusern, en Alemania). No se trata de un establecimiento médico, sino de una estructura semi-jurídica, una entidad administrativa que, junto a los poderes ya constituidos y fuera de los tribunales, decide, juzga y ejecuta; una instancia del orden monárquico y burgués (HF, 72-73). “[El encierro] organiza, en una unidad compleja, una nueva sensibilidad respecto de la miseria y de los deberes de asistencia, nuevas formas de reacción frente a los problemas económicos del
desempleo y de la ociosidad, una nueva ética del trabajo y el sueño de una ciudad en la que la obligación moral se reúne con la ley civil bajo las formas autoritarias de la coerción” (HF, 80). 1) Una nueva sensibilidad respecto de la pobreza y de los deberes de asistencia. Las casas de internación se ubican al término de un proceso de laicización de la caridad y de condena moral de la miseria. La miseria perdió su sentido místico; el pobre ha dejado de ser el representante de Dios. Este proceso comenzó con la Reforma protestante y, no sin vencer resistencias, alcanzó al mundo católico. A diferencia del Medioevo, que había santificado la miseria en su totalidad, ahora habrá que distinguir entre una pobreza sometida y conforme al orden y otra que se opone a él. La primera acepta la internación; la segunda la rechaza y por ello la merece. Paralelamente habrá que distinguir, en el dominio de la internación, la beneficencia y la represión (HF, 87). Según Foucault, si el loco fue considerado como un personaje sagrado durante la Edad Media, no lo fue porque era un poseído, sino porque participaba de los poderes oscuros de la miseria. “Si la locura es desacralizada en el siglo XVIII, es, ante todo, porque la miseria ha sufrido esta suerte de caída que hace que ahora sea percibida en el horizonte de la moral” (HF, 89). 2) Nuevas formas de reacción frente a los problemas económicos del desempleo y de la ociosidad. En su origen, la internación ha sido una de las respuestas dadas a las crisis económicas que afectaron a Europa en el siglo XVII: baja de los salarios, desempleo, escasez monetaria. Más allá de los períodos de crisis, la internación tiene como función dar trabajo a quienes están internados. De esta forma, la internación proporciona mano de obra barata en épocas de pleno empleo, reabsorción del desempleo y prevención de los desórdenes públicos en épocas de crisis económica. 3) Una nueva ética del trabajo. Pero la función económica de la internación durante la época clásica sólo resulta comprensible, finalmente, a partir de una nueva moral del trabajo, a partir de su trascendencia ética. La ley del trabajo no está inscripta en las leyes de la naturaleza; se trata, más bien, de una consecuencia de la caída, del pecado original. Ahora bien, es Dios, no el esfuerzo del hombre, por grande que fuere, el que garantiza que el trabajo dé sus frutos (tema común a protestantes y católicos). No querer trabajar es obligar a Dios a realizar milagros y, por otro lado, rechazar el milagro cotidiano que Dios ofrece al hombre como recompensa de su trabajo. La ociosidad es, en este sentido, la peor revuelta del hombre contra Dios. A partir de esta exigencia económica y moral se formó la experiencia del trabajo en el espacio de la internación. 4) El sueño de una ciudad en la que la obligación moral se reúne con la ley civil. En la internación se encierra en las ciudades de la moralidad pura, donde la ley debe reinar rigurosamente y por coerción. La virtud se convierte en una cuestión de Estado y la “policía” de la internación debe satisfacer las exigencias de la religión. “Pero en la historia de la sinrazón, ella [la internación] designa un acontecimiento decisivo: el momento en el que la locura es percibida en el horizonte social de la pobreza, de la incapacidad para el trabajo, de la imposibilidad de integrarse al grupo; el momento en el que comienza a conjugarse con los problemas de la ciudad” (HF, 108-109). La alienación es, en definitiva, el producto de la exclusión. No se excluye al alienado, sino que ocurre lo contrario; se encierra al que, a partir de una determinada percepción, de una determinada conciencia, se percibe como otro. El mundo correccional. En el espacio de la internación no se encuentran sólo los pobres y los locos, sino una multitud variada, a veces difícil de discriminar. La internación, de hecho, no ha desempeñado sólo una función negativa de segregación, sino un rol positivo de organización. La práctica de la internación ha constituido un dominio de experiencia que tiene su unidad, su coherencia y su función (HF, 115). En esta experiencia, se entrelazan el dominio de la sexualidad en sus relaciones con la organización de la familia burguesa, el dominio de la profanación en sus relaciones con la nueva concepción de lo sagrado, el dominio del libertinaje en relación con las formas del pensamiento. Junto con la locura, estos tres dominios forman el mundo homogéneo de lo correccional (HF, 115-116). 1) Enfermos venéreos, sodomitas, prostitutas. El flagelo de las enfermedades venéreas perdió su carácter apolítico, y ahora designa una culpa. Quienes las han contraído a causa del desorden y el desenfreno de sus conductas son internados. No lo son, en cambio, quienes las hayan contraído dentro del matrimonio o la familia. La práctica de la internación para los casos de sodomía es una cierta atenuación del antiguo castigo de la hoguera. En realidad, más precisamente, ahora la sodomía no es condenada como lo son la herejía y la profanación religiosa, es decir, desde una perspectiva sagrada, sino a partir de la razón. En este nuevo espacio de percepción, la sodomía y la homosexualidad son las formas de amor de la sinrazón. “A la luz de su ingenuidad, el psicoanálisis ha visto correctamente que toda locura se enraíza en alguna sexualidad perturbada. Pero ello sólo tiene sentido en la medida en que nuestra cultura, debido a la opción que caracteriza a su clasicismo, ha situado a la sexualidad en la línea de separación de la sinrazón. Siempre y probablemente en todas las culturas, la sexualidad ha sido integrada a un sistema de exigencias; pero es solamente en la nuestra, y en una fecha relativamente reciente, que ha sido dividida de manera tan rigurosa entre la Razón y la Sinrazón, y pronto, por vía de consecuencia y de degradación, entre la salud y la enfermedad, lo normal y lo anormal” (HF, 123). A los enfermos venéreos y a los sodomitas hay que agregar las prostitutas. En todos estos casos, la familia se ha convertido en uno de los criterios esenciales de la razón, y el amor ha sido desacralizado por medio del contrato: no se ha de hacer el amor sin celebrar antes el contrato matrimonial. 2) Profanadores. En los registros de internados encontramos también a blasfemadores, a quienes han intentado el suicidio, a quienes practican la magia y la brujería. También ellos han sido despojados de su dimensión sagrada; ahora son percibidos desde el punto de vista del desorden, de la sinrazón. 3) Libertinos. La internación debe conducir a los libertinos hacia la moralidad por la vía de las exigencias morales. El libertinaje ya no es un crimen sino una falta. El libertinaje no expresa la libertad del pensamiento ni la libertad de las costumbres, sino un estado en el que la razón se vuelve esclava de los deseos. • De este modo, con la práctica de la internación se dibuja un espacio social que no coincide ni con la miseria ni con la pobreza, ni tampoco con el espacio de la enfermedad. Fuera de su función de “policía”, de control, este espacio no tiene ninguna unidad institucional. Tampoco tiene una coherencia médica, psicológica o psiquiátrica. La coherencia de la internación clásica es una coherencia del orden de la percepción de la sinrazón medida en relación a la norma social. “Los hombres de la sinrazón son tipos que la sociedad reconoce y aísla: está el desenfrenado, el dispendioso, el homosexual, el mago, el suicida, el libertino” (HF, 140-141). “Se puede decir, de manera aproximada, que, hasta el Renacimiento, el mundo ético, más allá de la separación entre el Bien y el Mal, aseguraba su equilibrio en una unidad trágica, que era aquélla del destino o de la providencia y de la predilección divina. Esta unidad ahora va a desaparecer, disociada por la separación decisiva de la razón y la sinrazón. Comienza una crisis del mundo ético que duplica la gran lucha del Bien y del Mal con el conflicto irreconciliable de la razón y la sinrazón, multiplicando así las figuras de la disociación. Sade y Nietzsche, al menos, son el testimonio de ello. Toda una mitad del mundo ético ingresa así en el dominio de la sinrazón, y le aporta un inmenso contenido de erotismo, de profanación, de ritos y de magias, de saberes iluminados secretamente investidos por las leyes del corazón” (HF, 143-144). Experiencias de la locura. Sin embargo, sería parcial sostener que la época clásica haya tratado a los locos, a los “furiosos”, como se decía, simplemente como prisioneros. Algunos de ellos tenían un estatuto especial; a algunos de ellos se les otorgaba tratamientos médicos, por rudimentarios que fuesen. Aunque restringida, no se puede negar la experiencia de la locura como enfermedad. Pero ello no quiere decir que la internación sea el primer paso en el camino de la hospitalización. En cierto sentido, se podría hablar incluso de una “involución”. En efecto, el derecho canónico hacía depender la declaración de demencia de una decisión médica. La obra de Zacchias (Quæstiones medico-legales, 1660-1661) conlleva el testimonio de toda esta jurisprudencia. Sin embargo, la práctica de la internación no está ordenada según criterios y decisiones médicas. En la experiencia clásica, la locura es cuestión de sensibilidad social. La experiencia jurídica (del derecho canónico y del derecho romano), que data del Medioevo, es una experiencia de la persona como sujeto de derecho. Se trata de una experiencia jurídica cualitativa, finamente detallista, sensible a los límites y a los grados. La experiencia clásica de la locura, en cambio, es una experiencia de la persona como sujeto social, una experiencia normativa, dicotómica (bueno o malo para internar). El siglo XVII se esforzó por ajustar la vieja noción de sujeto de derecho a la nueva noción de sujeto social. “La psicopatología del siglo XIX (y aún la nuestra) cree situarse y encontrar sus condiciones respecto de un homo natura o de un hombre normal dado anteriormente a toda experiencia de la enfermedad. De hecho, este hombre normal es una creación, y, si es necesario situarlo, no es en un espacio natural, sino en un sistema que identifica el socius con el sujeto de derecho. Y, por vía de consecuencia, el loco no es reconocido como tal porque una enfermedad lo ha desplazado hacia los márgenes de lo normal, sino porque nuestra cultura lo ha situado en el punto de encuentro entre el decreto social de la internación y el conocimiento jurídico que discierne la capacidad de los sujetos de derecho. La ciencia ‘positiva’ de las enfermedades mentales y sus sentimientos humanitarios, que han promovido al loco al rango de ser humano, no han sido posibles sino una vez que esta síntesis ha sido sólidamente establecida. Ella constituye, en cierta manera, el a priori concreto de nuestra psicopatología con pretensión científica” (HF, 176). Los insensatos. El mundo de la internación expresa una determinada sensibilidad moral. Aparentemente, se trata, como en el Renacimiento, del bien y del mal; pero, en realidad, se da de manera completamente diferente. En efecto, en el Renacimiento el Bien y el Mal eran concebidos sustancialmente, bajo las formas imaginarias y trascendentes de la providencia divina, de las fuerzas ocultas del cosmos, del destino, etc. En la época clásica, el bien y el mal se sitúan en el terreno de la ética, de las opciones de la voluntad. No se trata de una conciencia trágica, sino de una conciencia ética. Llevado al límite, se podría decir que ya no se trata del Bien y del Mal, sino sólo de lo bueno y lo malo de las opciones de la voluntad. “Es en la cualidad de la voluntad donde reside el secreto de la locura, y no en la integridad de la razón” (HF, 181). Por ello la época clásica ha sido indiferente a la distinción entre locura y falta. Aunque no se las confunde, existe entre ellas un parentesco originario; ambas son una desviación de la voluntad. En este sentido, la experiencia clásica se opone a la conciencia jurídica de la locura heredada del Medioevo. Y también por esta indiferencia a la distinción entre locura y falta la locura pertenece de lleno al mundo correccional. Esta conciencia ética, sin embargo, no es del orden de los valores o de las reglas morales, sino de la opción, más fundamental, que separa la razón de la sinrazón. Esta decisión fundamental aparece, desde el inicio, en el camino cartesiano de la duda. Decidirse a dudar es, en definitiva, decidirse a “estar despierto”, a “vigilar”, a evitar las quimeras; en otros términos, decidirse a “buscar la verdad”. En este sentido afirma Foucault que tanto la locura como la razón clásicas nacen en el espacio de una ética, de una decisión de la voluntad. • Pero los locos ocupan un lugar particular en el mundo de la internación. Su estatuto no se reduce simplemente al orden de lo correccional; ellos son “insensatos”. Por ello resulta necesario dibujar su figura a partir de esa opción ética de la cual surge la experiencia clásica de la locura. La forma general de la internación se justifica por la voluntad de evitar el escándalo. Los locos, sin embargo, constituyen una excepción: a ellos se los muestra. Foucault hace referencia a los tradicionales paseos por los lugares de internación, en los que la locura era convertida en espectáculo y los locos, literalmente, en monstruos (lo que se muestra). No existe, sin embargo, nada en común entre esta manifestación organizada de la locura y la libertad con la que los locos circulaban durante el Renacimiento. Su monstruosidad es de otro orden. Ahora se la muestra, pero del otro lado de los barrotes, a distancia, sin que la razón se sienta comprometida por su presencia. Lo que se muestra es esta animalidad, esta bestialidad que ha abolido al hombre. “La locura en sus formas últimas es, para el clasicismo, el hombre en relación inmediata con su animalidad, sin otra referencia y sin otro recurso” (HF, 198). A propósito de esta relación entre animalidad y locura, Foucault extrae una serie de conclusiones. 1) Ella prueba que el loco no es un enfermo. La animalidad protege al loco de todo lo que puede haber de frágil y precario en las enfermedades del hombre. 2) Por ello, la locura no pertenece al mundo de la medicina, sino al mundo correccional. 3) La animalidad sitúa a la locura en un espacio de imprevisible libertad que desencadena el furor y exige la violencia y la coerción. • Para la Edad Media, la animalidad vinculaba al hombre con las potencias subterráneas del mal. Nosotros hemos vinculado la animalidad y el mal a través del tema de la evolución. Pero la época clásica ha percibido la animalidad como una negatividad natural que suprime la naturaleza del hombre. “Respetar la locura no es descifrar en ella el accidente involuntario e inevitable de la enfermedad; es reconocer este límite inferior de la verdad humana, límite no accidental, sino esencial. Así como la muerte es el término de la vida humana del lado del tiempo, la locura es el término del lado de la animalidad; y así como la muerte ha sido santificada por la de Cristo, la locura, en lo que tiene de más bestial, también ha sido santificada. […] La locura es el punto más bajo de la humanidad al cual Dios ha consentido con su encarnación, queriendo mostrar de este modo que no hay nada inhumano en el hombre que no pueda ser rescatado y salvado; el punto último de la caída ha sido glorificado por la presencia divina. Y ésta es la lección que, para el siglo XVII, ofrece toda locura. Se comprende por qué el escándalo de la locura puede ser exaltado, mientras que aquél de las otras formas de sinrazón es ocultado con tanto cuidado” (HF, 206). • En una paradoja del clasicismo, la locura queda envuelta en una experiencia ética de la sinrazón que la confina a la internación, pero está ligada a una experiencia de la sinrazón animal que constituye el límite de lo humano y su monstruosidad. El loco es, de este modo, un condenado inocente; o, mejor aún, el loco es la presencia inocente de la raíz de toda falta, el testimonio extremo de la animalidad del hombre. El loco en el jardín de las especies. El encierro resume y manifiesta una de las dos mitades de la experiencia clásica de la locura (la conciencia crítica y la conciencia práctica). La segunda parte de Histoire de la folie se ocupa de la otra mitad: las conciencias enunciativa y analítica de
la locura. En esta segunda parte, además, Foucault muestra los cambios que se van produciendo con el paso del siglo XVII al siglo XVIII. • ¿Cómo reconocer al loco? ¿Cómo definir la locura? De la primera cuestión se han ocupado, generalmente, los filósofos y los sabios; de la segunda, especialmente los médicos. • Respecto de la primera cuestión –la conciencia enunciativa de la locura– Foucault comienza señalando la ironía del siglo XVIII: se puede distinguir al loco, no la locura en sí. Retomando un viejo tema del Renacimiento, la naturaleza de la locura es ser secretamente razón, una forma precipitada e involuntaria de la razón. La locura no es directamente perceptible; tampoco se la puede definir positivamente, sino sólo a partir de la razón. Pero, a primera vista y paradójicamente, esta no-determinación de la locura está acompañada por la evidencia inmediata del loco. En el siglo XVIII, a diferencia de lo que ocurre en Descartes, la alteridad del loco no es percibida a partir de la certeza de sí mismo. Se trata de una alteridad de otro orden. Foucault cita a Voltaire (HF, 236): el loco es el que necesariamente no piensa y obra como los otros. El loco es el Otro en relación a los otros. Ya no se trata, entonces, de una alteridad pensada dentro del ámbito de la interioridad de la razón, sino en el espacio de la exterioridad, del grupo. Esta nueva forma de conciencia de la locura (ya no dialéctica continua –la conciencia crítica del Renacimiento–, tampoco oposición simple y permanente –la conciencia práctica de la internación–) da lugar a una experiencia en la que los nexos entre la razón y la locura son más complejos y elaborados. Por un lado, la locura aparece en su relación con la razón, con los otros que son los representantes de la razón; por otro, ella se sitúa enfrente de la razón, existe para la razón que la percibe y la mira. Está del otro lado y bajo su mirada. “Del otro lado”, se la percibe a partir de lo razonable como ausencia total de razón, evidencia de un no-ser. “Bajo la mirada de la razón”, a partir de las estructuras de lo racional, se percibe que los comportamientos del loco, su lenguaje y sus gestos no son como los de los otros. Por un lado, la razón se define como sujeto de conocimiento; por otro, la razón se define como norma. Se trata de una aprehensión moral a partir de lo razonable y una aprehensión objetiva a partir de la racionalidad. “Ahora bien, lo que ocurrió en el siglo XVII es un desplazamiento de perspectivas, gracias al cual las estructuras de lo razonable y las de lo racional se han insertado unas en otras, para formar finalmente un tejido tan cerrado que ya no será posible distinguirlas durante mucho tiempo” (HF, 239). Ésta es la experiencia de la sinrazón: un contenido definido a partir de la racionalidad, pero que se manifiesta como lo no-razonable (una razón que no es como la de los otros). En definitiva, se trata de una racionalidad no-razonable. • Ahora bien, cuando la medicina se interroga acerca de la naturaleza de la locura (conciencia analítica), no lo hace a partir de la experiencia del loco, sino a partir de la enfermedad en general, a partir de una analítica de la enfermedad. Y, para la época, una enfermedad consiste en la enumeración de los síntomas que sirven para reconocer su género y su especie. Foucault enfoca ahora el análisis en los textos que clasifican las enfermedades (Plater, Praxeos Tractatus, 1609; Jonston, Idée universelle de la médecine, 1644; Boissier de Sauvages, Nosologie méthodique, 1763; Linneo, Genera morborum, 1763; Weickhard, Der philosophische Arzt, 1790). Se puede reconocer en el trabajo de todas estas clasificaciones tres obstáculos mayores. 1) La imposibilidad de que la locura por sí sola pueda dar cuenta de sus manifestaciones. A través de una analítica de la imaginación, aparece la experiencia moral de la locura, la experiencia de la sinrazón, del loco (inocente en su culpabilidad, pero condenado en su animalidad). Lo que se denomina delirio es la imaginación perturbada (a mitad de camino entre el error y la falta) y las perturbaciones del cuerpo. En este sentido se puede hablar de una trascendencia del delirio que dirige la experiencia clásica de la locura (HF, 257). 2) La persistencia de algunos temas mayores, anteriores a la época clasificadora. Aunque cambien los nombres, así como sus lugares y sus divisiones, tres nociones que no provienen del trabajo mismo de las clasificaciones delinean las figuras de la locura: la manía (un delirio sin fiebre), la melancolía (un delirio particular, sin fiebre ni furor) y la demencia (la abolición de la facultad de razonar, una parálisis del espíritu) (HF, 260-261). 3) La práctica médica. A partir de ella se impondrá el concepto de “vapores”, que no proviene de la nosografía, sino de las terapias. • En los siguientes capítulos de la segunda parte de Histoire de la folie, Foucault abordará cada uno de estos tres obstáculos que definen, para la época clásica, la experiencia de la locura como sinrazón. La trascendencia del delirio. Hablar de locura en los siglos XVII y XVIII no es hablar de enfermedades del espíritu, sino de una realidad en la que el cuerpo y el alma están juntos. Es necesario seguir esta pertenencia recíproca del alma y del cuerpo a través del problema de la causalidad y del tema de las pasiones para comprender la esencia del delirio clásico. • En el orden de las causas, nos encontramos ante todo con la distinción entre causas lejanas y causas inmediatas. La causa próxima de la locura será una alteración visible del órgano más cercano al alma, es decir, del sistema nervioso, y en particular del cerebro. Entre el cuerpo y el alma se establece, entonces, una causalidad lineal. La lista de las causas lejanas es variada y numerosa: la herencia, la ebriedad, el exceso de estudio, las enfermedades venéreas, el amor, los celos, etc. Pero entre las causas lejanas más variadas y la locura se sitúa una determinada sensibilidad del cuerpo y, por otro lado, el medio al que se es sensible. “El sistema de las causas ha sufrido, entonces, una doble evolución en el curso del siglo XVIII. Las causas próximas no cesan de aproximarse, instituyendo entre el alma y el cuerpo una relación lineal que cancelará el antiguo ciclo de transposición de las cualidades. Al mismo tiempo, las causas lejanas no cesan, al menos en apariencia, de extenderse, de multiplicarse y de dispersarse, pero, de hecho, debajo de esta ampliación se delinea una nueva unidad, una nueva forma de nexo entre el cuerpo y el mundo exterior. En el curso del mismo período, el cuerpo se convertía, a la vez, en un conjunto de localizaciones diferentes para los sistemas de causalidad lineal y en la unidad secreta de una sensibilidad que atrae hacia sí las influencias más diversas, las más lejanas, las más heterogéneas del mundo exterior. Y la experiencia médica de la locura se desdobla según esta nueva separación: fenómeno del alma provocado por un accidente o una perturbación del cuerpo; fenómeno del ser humano, todo entero (alma y cuerpo ligados en una misma sensibilidad), determinado por una variación de las influencias que el medio ejerce sobre él. Daño local del cerebro y perturbación general de la sensibilidad. Se puede y se debe buscar la causa de la locura en la anatomía del cerebro y, al mismo tiempo, en la humedad del aire, o el retorno de las estaciones o las exaltaciones de las lecturas novelescas. La precisión de la causa próxima no contradice la generalidad difusa de la causa lejana. Ellas no son, una y otra, sino los términos extremos de un único y mismo movimiento: la pasión” (HF, 288). En efecto, la pasión desempeña un papel fundamental; es la causa más constante, más obstinada y más meritoria de la locura. Es la superficie de contacto entre el alma y el cuerpo, y por ello se convierte en la condición de posibilidad de la locura. A través de la pasión, la locura ingresa en el alma y se fragmenta la unidad de ésta con el cuerpo. Se genera de este modo ese movimiento de lo irracional del que surgen las quimeras, los fantasmas y el error. El espacio de la locura está delimitado por una determinada relación entre los fantasmas y el error, entre las imágenes y el lenguaje. Un hombre no está loco porque se imagina que es de vidrio (puede tener esta imagen simplemente porque sueña). Pero si a partir de esta imagen concluye que es frágil, que puede romperse, que no se lo puede tocar o que debe permanecer inmóvil, entonces sí está loco, aunque estas conclusiones sean lógicas y racionales. En este lenguaje de la razón envuelto en los prestigios de la imagen encontramos la estructura interna del delirio. “La definición más simple y más general que se puede dar de la locura clásica es que es delirio” (HF, 303). Ahora bien, ¿en qué consiste el delirio de este lenguaje que, en sus formas, no deja de ser racional? La época clásica ha respondido indirectamente a esta cuestión a partir de la comparación entre locura y sueño, y entre locura y error. Por un lado, el delirio es el sueño de las personas despiertas; por otro, el delirio aparece cuando se oscurece la relación del hombre con la verdad. En la época clásica, el nombre más próximo a la esencia de la locura es ceguera: la noche de un casi-sueño que rodea las imágenes de la locura, creencias mal fundadas, juicios que se equivocan… Al reunir la visión y la ceguera, la imagen y el juicio, el fantasma y el lenguaje, el sueño y la vigilia, el día y la noche, en el fondo la locura no es nada, porque une de ellos sólo lo que tienen de negativo. Pero la paradoja de esta nada consiste en que se manifiesta, estalla en signos, en palabras, en gestos. “Porque la locura, si no es nada, sólo puede manifestarse saliendo de sí misma y tomando la apariencia del orden de la razón; convirtiéndose en lo contrario de sí misma. Así se aclaran las paradojas de la experiencia clásica: la locura está siempre ausente, en un perpetuo retiro en el que es inaccesible, sin fenómeno ni positividad; y, sin embargo, está presente y perfectamente visible bajo las formas singulares del hombre loco. Cuando se la examina, ella, que es desorden insensato, no revela sino especies ordenadas, mecanismos rigurosos entre el alma y el cuerpo, lenguaje articulado según una lógica visible. En lo que la locura puede decir de sí misma, ella que es sólo negación de la razón, no hay sino razón” (HF, 310). Figuras de la locura. En este capítulo Foucault muestra cómo la negatividad (la locura no es nada, sólo sinrazón) y la positividad (las múltiples manifestaciones de la sinrazón) de la locura se manifiestan en cada una de sus figuras. 1) El grupo de la demencia. La demencia es la enfermedad del espíritu más cercana a la esencia misma de la locura. Es el efecto universal de toda alteración posible del dominio de lo “nervioso”. De un lado, una acumulación eventual de causas de las más diversas naturalezas (sin niveles ni orden); del otro, una serie de efectos que tienen en común el manifestar la ausencia o el funcionamiento defectuoso de la razón (imposibilidad de acceder a la realidad de las cosas o a la verdad de las ideas). La demencia es la forma empírica de la negatividad de la locura (ausencia de razón) (HF, 326). El dominio de la demencia, esta forma general e indiferenciada de locura, se encuentra limitado por dos grupos de nociones. En primer lugar, el frenesí (frenesia). A diferencia de este último, la demencia es una enfermedad apirética. En segundo lugar, encontramos un grupo de nociones que están emparentadas con la demencia: estupidez, imbecilidad, idiotez. En un primer momento se consideró que la estupidez consistía en una alteración de las facultades de la sensibilidad. El estúpido es insensible a la luz y al ruido, por ejemplo. El demente, en cambio, es simplemente indiferente; la demencia afecta la facultad de juzgar. Hacia fines del siglo XVIII la diferencia entre la estupidez y la demencia pasa, para Pinel, por la oposición entre la inmovilidad y el movimiento. En el idiota hay una parálisis, una somnolencia. En el demente, las facultades del espíritu están en movimiento, pero funcionan en el vacío (HF, 332). 2) Manía y melancolía. La melancolía es un delirio parcial pero duradero, sin fiebre, durante el cual el enfermo está ocupado en un único pensamiento; un delirio coloreado de tristeza y angustia. Durante el siglo XVIII, el concepto de melancolía ha sido objeto de un intenso debate, especialmente a propósito de su causa. Foucault resume en cuatro puntos los resultados de este debate. a) La causalidad de las sustancias es reemplazada por la causalidad de las cualidades que se transmiten del cuerpo al alma. b) Hay además una dinámica de las fuerzas que entran en juego. Así, el frío y la sequedad pueden entrar en conflicto con el temperamento, y entonces los signos de la melancolía serán más violentos. c) A veces el conflicto aparece dentro de la misma cualidad. Una cualidad puede convertirse en su contrario. El enfriamiento del cuerpo puede originarse en el calor inmoderado del alma. d) Las cualidades pueden ser modificadas por los accidentes, las circunstancias y las condiciones de vida (HF, 335-336). “El tema del delirio parcial desaparece cada vez más como síntoma mayor de los melancólicos en provecho de datos cualitativos como la tristeza, la amargura, el gusto por la soledad, la inmovilidad” (HF, 340). • Mientras el espíritu de los melancólicos está ocupado por un único objeto, en los maníacos, en cambio, hay un flujo perpetuo de pensamientos impetuosos. Por ello la manía deforma las nociones y los conceptos. Sus causas, sin embargo, son del orden de los espíritus animales, como en los melancólicos. En el siglo XVIII, la mecánica y metafísica de los espíritus animales que circulan por los canales nerviosos es reemplazada por la tensión a la que están sometidos los nervios. Los maníacos, además de estar afectados por un delirio universal que deforma las ideas, están también en continua agitación. Foucault observa cómo “lo esencial es que el trabajo [en estas descripciones] no va de la observación a la construcción de imágenes explicativas. Todo lo contrario, las imágenes han asegurado el rol inicial de síntesis; su fuerza organizativa ha hecho posible una estructura de percepción en la que, finalmente, los síntomas podrán tener su valor significativo y organizarse como la presencia visible de la verdad” (HF, 351). 3) Histeria e hipocondría. Es posible observar dos líneas de evolución de estas nociones: el acercamiento entre ambas y la formación de un concepto común –”enfermedad de los nervios”–, y su integración, junto con la manía y la melancolía, en el dominio de las enfermedades del espíritu. Ahora bien, a diferencia de la manía y de la melancolía, los fenómenos de la histeria y de la hipocondría no se ubican en el registro de las cualidades. Se sitúan en el cuerpo, con sus valores orgánicos y morales. En el siglo XVIII, el tema de los trastornos corporales que se transmiten a todo el cuerpo por intermedio del cerebro será sustituido por una moral de la sensibilidad (HF, 362). En la histeria, los espíritus animales se adueñan de todos los espacios disponibles del cuerpo, desplazándose sin seguir el orden de la naturaleza. Lo que distingue a la histeria femenina de la histeria masculina o la histeria de la hipocondría es la solidez del cuerpo, que en el primer caso es menos sólido y, por ello, menos resistente al movimiento de los espíritus animales. La resistencia del cuerpo, por otro lado, se encuentra en relación con la fuerza del espíritu, del alma, que impone el orden a los pensamientos y los deseos. No se trata, por ello, de una percepción neutra, sino ética, del cuerpo (HF, 366). Ahora bien, esta penetración desordenada de los espíritus animales en el espacio del cuerpo ha sido posible, por un lado, por el carácter continuo del cuerpo, y por otro, por la simpatía entre todas sus partes. Las enfermedades de los nervios son esencialmente perturbaciones de la simpatía; suponen un estado de alerta general del sistema nervioso que hace que cada órgano pueda entrar en simpatía con cualquier otro” (HF, 369). • El concepto de irritabilidad aportará un elemento decisivo a la noción de enfermedad nerviosa. Ésta se caracterizará por ser un estado de irritación generalizada. En este estado, en el que no se distingue entre sensibilidad y
movimiento, la sensibilidad fácilmente alterable del enfermo termina por perturbar las sensaciones del alma. Aparece así la idea de una sensibilidad que no es sensación, que se opone a ésta. A partir de aquí cambiará la percepción ética de la histeria y la hipocondría. Antes, la alteración concernía a las partes bajas del cuerpo y exigía una ética del deseo; ahora, todo el cuerpo es irritable en su sensibilidad generalizada y, consiguientemente, toda la vida terminará siendo juzgada según este grado de irritación (abuso de las cosas no naturales, vida sedentaria de las ciudades, lectura de novelas, interés desmesurado por la ciencias, pasión demasiado viva por el sexo, etc.) (HF, 373). “Por la distinción capital entre sensibilidad y sensación, ellas [histeria e hipocondría] entran en este dominio de la sinrazón que, hemos visto, se caracteriza por el momento esencial del error y del sueño, es decir, de la ceguera” (HF, 373-374). • Foucault concluye este capítulo de Histoire de la folie con una observación fundamental. Si bien esta idea de una sensibilidad distinta de la sensación permite ubicar a la histeria y la hipocondría en el dominio de la sinrazón, introduce un elemento que no estaba en la experiencia clásica: un contenido de culpabilidad, de sanción moral, de justo castigo. La “ceguera”, esencia de la locura, aparece como el efecto psicológico de una falta moral. “Lo que era ceguera se convertirá en inconsciente, lo que era error se convertirá en falta; y todo lo que, en la locura, designaba la paradojal manifestación del no-ser se convertirá en el castigo natural de un mal moral” (HF, 374). Médicos y enfermos. Durante la época clásica, la teoría y la práctica médica no son dos instancias coherentes. Además, las prácticas terapéuticas han sido más estables que los conceptos y las clasificaciones. • Por un lado, permanece el mito de una panacea (el opium, por ejemplo), de un remedio único para todas las enfermedades, del que no se piensa ahora que pueda actuar directamente sobre la enfermedad, sino, más bien, que se inserta en las formas generales del funcionamiento del organismo. Las discusiones acerca de la eficacia del medicamento se centrarán, entonces, alrededor del tema de la naturaleza; un medicamento cura porque está próximo a la naturaleza, porque tiene una comunicación originaria con ella. En este sentido, el agua o el aire, como medicamentos, prolongan la idea de una panacea universal. Pero a la idea de un remedio universal se opone la eficacia particular de algunos medios terapéuticos. En el caso de la locura, éstos no provienen del ámbito vegetal, sino del mineral y del humano. Algunas piedras, como las esmeraldas, son consideradas particularmente eficaces; esto también ocurre con la orina y la sangre. Ésta última, caliente, es considerada un buen remedio para las convulsiones. En la utilización de la sangre y de otros elementos, como las serpientes, aparecen aquellos valores simbólicos que desde hace mucho tiempo les estaban asociados. “Esta fragmentación social que separa, en la medicina, teoría y práctica, es sobre todo sensible para la locura: por una parte, la internación hace que el alienado escape al tratamiento de los médicos; por otra parte, el loco en libertad es, más fácilmente que otro enfermo,
confiado a los cuidados de un empírico” (HF, 386). Y sin embargo, afirma Foucault, la época clásica dio plenitud de sentido a la idea de cura (HF, 387). Foucault enumera las ideas terapéuticas que han guiado la práctica de la cura en la época clásica: consolidación (dar vigor al cuerpo y al espíritu), purificación (la sustitución de la sangre, por ejemplo), inmersión (con todos los valores simbólicos del agua), regulación de los movimientos (marchas, paseos) (HF, 388-407). • Junto a estos remedios encontramos también la cura por las pasiones; por ejemplo, la utilización de la música para restablecer la armonía y el equilibrio de las pasiones. Pero, señala Foucault: “Entre una cura por las pasiones y una cura por las recetas de la farmacopea, no hay una diferencia de naturaleza, sino una diversidad en la manera de acceder a estos mecanismos que son comunes al cuerpo y al alma […] No es posible, entonces, con todo rigor, en la época clásica, utilizar como una distinción válida, o, al menos, cargada de significación, la diferencia, para nosotros inmediatamente descifrable, entre medicaciones físicas y medicaciones psicológicas o morales” (HF, 411). La importancia acordada a las exhortaciones, a la persuasión o al razonamiento no contradice lo anterior. Según Foucault, estas técnicas no son ni más ni menos psicológicas que las precedentes. Como se admitía en la época, la formulación de la verdad moral puede modificar directamente los procesos del cuerpo. La diferencia no pasa, entonces, por la oposición fisiología/psicología. Como las técnicas que hemos mencionado anteriormente, que tienden a modificar las cualidades comunes del alma y del cuerpo, estas técnicas abordan la locura esencialmente como pasión. Las enfrentan como delirio. “El ciclo estructural de la pasión y del delirio que constituye la experiencia clásica de la locura, reaparece aquí, en el mundo de las técnicas, pero bajo una forma sincopada” (HF, 414). Entre las técnicas que enfrentan la locura como delirio, encontramos: el despertar (estudiar matemática o química, por ejemplo), la realización teatral, el retorno a lo inmediato. El gran miedo. La tercera parte de Histoire de la folie abre con la obra de Diderot, Le Neveu de Rameaux. El sobrino de Rameaux es el último personaje en el que la locura y la sinrazón se unen. Esta última parte de la obra, dedicada a la formación de la experiencia moderna de la locura como enfermedad mental, describe, por un lado, la “liberación” de la locura (separada de la sinrazón, de la pobreza, de la criminalidad), y por otro, las nuevas formas de “sujeción” (el asilo, la psiquiatría, la psicología). En otros términos, Foucault muestra los movimientos históricos que llevaron a la medicalización del espacio de internación de la locura, al nacimiento de las ciencias de las enfermedades mentales. • A mediados del siglo XVIII, el espacio de la internación recuperará sus antiguos poderes imaginarios. Reaparece el miedo de la epidemia: una fiebre que partiría de los lugares de internación y alcanzaría a la ciudad, que se transmite a través del aire y se percibe por el olor. “La casa de internación no es más solamente el leprosario, a distancia de la ciudad; es la lepra misma frente a la ciudad”
(HF, 446). Los movimientos de reforma de la segunda mitad del siglo XVIII encuentran aquí un primer punto de origen: aislar mejor los lugares de internación, rodearlos de aire puro… (HF, 451). • El espacio clásico de la internación, sin embargo, no era sólo segregación y purificación, sino reserva de imágenes y fantasías; éstas reaparecerán con el miedo de una nueva epidemia. Pero ahora estas imágenes y fantasías “se han ubicado en el corazón, en el deseo, en la imaginación de los hombres; y, en lugar de manifestar a la mirada la abrupta presencia del insensato, dejan brotar la extraña contradicción de los apetitos humanos: la complicidad del deseo y el asesinato, de la crueldad y de la sed de sufrir, de la soberanía y de la esclavitud, del insulto y de la humillación […] El sadismo no es el nombre finalmente dado a una práctica tan vieja como el Éros; es un hecho cultural masivo que apareció precisamente a fines del siglo XVIII y que constituye una de las grandes conversiones de la imaginación occidental: la sinrazón convertida en delirio del corazón, locura del deseo, diálogo insensato del amor y de la muerte en la presunción sin límites del apetito. La aparición del sadismo se sitúa en el momento en el que la sinrazón, encerrada por más de un siglo y reducida al silencio, reaparece, ya no como una figura del mundo, ya no como imagen, sino como discurso del deseo” (HF, 453). Contemporáneamente al miedo de las epidemias, otro miedo inquieta en la segunda mitad del siglo XVIII: el aumento de las “enfermedades de los nervios”. También reaparecerá, entonces, esta conciencia que había experimentado el Renacimiento: conciencia de la fragilidad de la razón amenazada por la locura. • A partir de aquí, se dan dos movimientos opuestos: la experiencia de la sinrazón se dirigirá hacia las raíces del tiempo, mientras que la conciencia de la locura estará cada vez más ligada al desarrollo de la naturaleza y de la historia (HF, 455). En este cambio aparecerá lo que posteriormente se denominará el “medio”, las “fuerzas penetrantes” de una sociedad que no maneja los deseos, de una religión que no regula ni el tiempo ni la imaginación, de una civilización que no limita las distancias entre el pensamiento y la sensibilidad (HF, 458). “La locura se convierte, entonces, en la otra cara del progreso; multiplicando las mediaciones, la civilización ofrece sin cesar al hombre nuevas oportunidades para alienarse” (HF, 469). La locura ya no será naturaleza, sino lo que se opone a ella: historia. La sinrazón, por su parte, permanecerá durante largo tiempo como una experiencia poética y filosófica (Sade, Hölderlin, Nerval, Nietzsche). “Y, sin embargo, esta relación [de la locura] con la historia será rápidamente olvidada. Freud, con esfuerzo y de una manera quizás no radical, será obligado a separarla del evolucionismo. Es que, en el curso del siglo XIX, ella basculará hacia una concepción a la vez social y moral por la cual se encontró enteramente traicionada. La locura no será más percibida como la contrapartida de la historia, sino como el revés de la sociedad” (HF, 473-474). La locura se convertirá en “degeneración”, el estigma de una clase que abandonó la ética burguesa. • El “gran miedo” condujo, por un lado, a la separación entre la sinrazón, que se presenta ahora con el rostro del libertinaje, y la locura, una enfermedad de la civilización. Pero, por otro lado, el “gran miedo” marca el ingreso del médico en el espacio de la internación, como custodio de la salud de los otros, de los que no están internados. “Es importante, decisivo quizás, para el lugar que debe ocupar la locura en la cultura moderna, que el homo medicus no haya sido convocado al mundo de la internación como árbitro, para realizar la separación entre lo que era crimen y lo que era locura, entre el mal y la enfermedad, sino, más bien, como guardián, para proteger a los otros del peligro confuso que transpiraba a través de los muros de la internación” (HF, 449). La nueva separación. Durante el siglo XVIII, la locura no sale de la internación, pero se desplaza dentro de ella. Se multiplican, en efecto, los lugares de internación destinados exclusivamente a los locos. Pero no se trata ni de reclamar un estatuto médico para ellos ni de mejorar los tratos de los que son objeto. Estas nuevas instituciones no se inscriben en el proceso de reformas que se inicia poco antes de la Revolución. Tampoco son sólo el efecto del nuevo miedo que inspira la locura. Simplemente, los locos comienzan a adquirir una nueva fisonomía. Y ésta se hará cada vez más definida a medida que la locura y la sinrazón se distancien. El rostro de la sinrazón será el de lo que se denomina indiferenciadamente “libertinaje”. Los rostros de la locura, en cambio, comienzan a diferenciarse; ya no serán escuetamente los que, en general, “no son como los otros”. • En un primer momento no será ni la razón ni la naturaleza, sino la muerte, la que dibuje los rostros de la locura. Dos tipos de personajes comienzan, entonces, a diferenciarse: los furiosos (los que son violentos con los otros y pueden provocarles la muerte) y los imbéciles (los que están pasivamente expuestos a la muerte) (HF, 488-489). Pero se trata sólo de una organización rudimentaria. La distinción entre “insensatos” y “alienados” será el criterio de la nueva separación. El alienado ha perdido completamente la verdad; en el insensato, en cambio, la locura afecta la percepción o el juicio acerca de la percepción; el insensato no es completamente extraño al mundo de la razón, sino sólo razón pervertida. A pesar de su imprecisión, en estas categorías comienza a escucharse un lenguaje de la locura. A partir de esta distinción, se organizará poco a poco la percepción asilar de la locura. Ésta no es, sin embargo, el producto de las clasificaciones en especies que eran características del saber médico de la época clásica, sino de la nueva presencia del médico en el espacio de la internación. • Pero este aislamiento progresivo de la locura en el espacio de la internación tampoco ha sido una consecuencia del pensamiento médico ni de los sentimientos humanitarios. Ha sido un fenómeno que nace en el espacio mismo de la internación. De hecho, han sido algunos “internos”, personas “razonables”, quienes han reclamado no ser confundidos con los locos (HF, 497-498). Con el desarrollo de las protestas contra esta confusión en el espacio de la exclusión, el poder mismo de internar llegará a ser concebido como una forma de locura (despotismo, bestialidad triunfante). Una vez retirada esta población de internos que protestan contra la confusión, sólo permanecerán internados aquéllos que, por derecho, pertenecen a este espacio de exclusión: los locos. En pocas palabras, el nexo entre la locura y la internación se vuelve más sólido. • Durante el siglo XVIII la internación padece otra crisis, que ahora proviene del exterior (HF, 502). Por un lado, se recurrirá a la población de los internados para hacer frente a las necesidades demográficas y económicas de la colonización (ya no se trata de una regulación del mercado local de mano de obra). Por otro lado, con la reforma de las tierras, el fenómeno del desempleo se instala en las zonas rurales donde, precisamente, no hay casas de internación. En pocas palabras, la estructura de la internación es cada vez más ineficaz: no resuelve el problema del desempleo ni logra bajar los precios con mano de obra barata. • Esto llevará a una reformulación de las políticas de asistencia y de represión del desempleo. La miseria ya no aparece en una perspectiva moral; no es una simple consecuencia de la pereza. La indigencia se convierte en una cuestión económica, una realidad económica que no es meramente contingente ni resulta posible de eliminar por completo. En cierto sentido, se convierte en un elemento indispensable del Estado. Los pobres, debido a que trabajan y consumen poco, son la condición de la riqueza del Estado y de las clases privilegiadas. En esta perspectiva, encerrar a la población indigente es encerrar la riqueza. Se comenzará a distinguir, entonces, entre el pobre válido, que puede trabajar, y el pobre enfermo. La asistencia para los primeros consistirá en la libertad: bajos salarios, ausencia de restricciones y de protección del empleo, supresión de todos los límites a la posibilidad de trabajar. Por otro lado, para los enfermos que no pueden trabajar, “economistas y liberales consideran, más bien, que un deber social es un deber del hombre en sociedad, no de la sociedad misma. Para fijar las formas de la asistencia que son posibles, es necesario definir, entonces, en el hombre social, cuáles son la naturaleza y los límites de los sentimientos de piedad, de compasión, de solidaridad que pueden unir al hombre con sus semejantes. La teoría de la asistencia debe reposar en este análisis semi-psicológico, semi-moral; y no en una definición de las obligaciones contractuales del grupo. Así entendida, la asistencia no es una estructura del Estado, sino un nexo personal que va del hombre al hombre” (HF, 518). El enfermo concierne, ahora, no a la sociedad, sino al grupo, a su familia. • En síntesis: un doble movimiento –por un lado, a partir de la internación misma; por otro, a partir de la reflexión económica– hace que el entrelazamiento, característico de la época clásica, entre la locura, la sinrazón y la miseria comience a desatarse. La miseria ingresa en la inmanencia de la economía; la sinrazón, en las figuras profundas de la imaginación que se expresan en el libertinaje. La locura reaparecerá, ahora, internada, pero enfrentada a una nueva concepción de la asistencia. El loco ya no es el pobre que puede trabajar ni tampoco el enfermo que puede confiarse a la asistencia del grupo próximo o de la familia. Será necesario redefinir, entonces, el espacio social de la locura. Del buen uso de la libertad. Las medidas tomadas ente 1780 y 1793 decretan el fin de la internación en su forma clásica y dejan a la locura “libre”, sin punto fijo de inserción en el espacio social. • A diferencia de la época clásica, con la reforma social de la internación, a fines del siglo XVIII, el problema de la locura ya no será abordado desde el punto de vista de la razón y del orden, sino del derecho del individuo libre. Cuando las facultades racionales están perturbadas, la sociedad tiene el derecho de limitar la libertad de los individuos. Según Foucault, desde estas premisas se prepara una definición de la locura a partir de sus relaciones con la libertad. “Entonces, la internación del loco no debe ser sino la sanción jurídica de un estado de hecho, la traducción en términos jurídicos de una abolición de la libertad ya adquirida en el nivel psicológico. […] La desaparición de la libertad, que era una consecuencia, se vuelve fundamento secreto, esencia de la locura” (HF, 547-548). Por ello, no hay verdad psicológica que no sea, al mismo tiempo, alienación para el hombre; la manera en la que se aliena al loco se convierte, entonces, en la naturaleza de la alienación. “Si esta nueva conciencia parece que restituye a la locura su libertad y una verdad positiva, no es sólo por la desaparición de las antiguas coerciones, sino gracias al equilibrio de dos series de procesos positivos: unos son de actualización, de desprendimiento, y, si se quiere, de liberación; otros construyen rápidamente nuevas estructuras de protección, que permiten a la razón desprenderse y garantizarse en el momento mismo en el que ella descubre la locura en su inmediata proximidad. Estos dos conjuntos no se oponen, hacen incluso más que completarse. Son una única y misma cosa: la unidad coherente de un gesto por el cual la locura se ofrece al conocimiento en una estructura que es, desde el inicio, alienante” (HF, 571). • Dos tipos de disposiciones harán frente a la locura “dejada libre”: medidas a largo plazo –creación de establecimientos reservados a los insensatos– y medidas inmediatas para dominar la violencia de la locura. Foucault resume las reformas de este período en un cuadro en el que enfrenta, una a una, las “formas de liberación” de la locura y las “estructuras de protección”: 1) Se suprime la internación que confundía la locura con todas las otras formas de la sinrazón; pero se designa para la locura una internación que no es tierra de exclusión, sino el lugar donde puede encontrar su verdad. En estos nuevos espacios, la “libertad” tiene un doble valor. Por un lado, con su trabajo los internos contribuyen económicamente a los gastos de la administración y, al mismo tiempo, a través de él pueden alcanzar la libertad. Se premia a quienes más producen y, luego de varios premios acumulados, se obtiene la libertad. Pero, por otro lado, si el interno perturba el orden de la institución con sus costumbres y comportamientos, entonces pierde los premios al trabajo, las etapas que llevan su libertad. Ésta es, por ello, tanto una mercancía como un valor moral. En estos nuevos espacios se conjugan el control moral y el beneficio económico. La locura encuentra su verdad burguesa; se la mide en relación con el trabajo y la moralidad. 2) Se constituye un asilo que sólo persigue finalidades médicas; pero se produce la captación de la locura en un espacio infranqueable. Se trata de la primera etapa hacia la “alienación mental” en el sentido moderno de la expresión. Pero este espacio en el que la locura se enfrenta con la conciencia médica es también el espacio que debe proteger a la sociedad de los peligros de la locura, un espacio con límites fijos: un espacio de protección contra la enfermedad y, al mismo tiempo, de protección contra el loco. 3) La locura adquiere el derecho de expresarse; pero se elabora en torno a ella y por encima de ella un sujeto, una mirada que la convierte en objeto. El problema de la locura ya no es considerado desde el punto de vista de la razón y del orden, sino desde el punto de vista del derecho del individuo libre. El nuevo espacio de la internación es la sanción jurídica de una situación de hecho: la traducción en términos jurídicos de la abolición psicológica de la libertad en el individuo loco. En el encierro clásico, la locura ofrecía el espectáculo de su animalidad; ahora se la observa como un objeto, se convierte en un objeto de conocimiento. 4) La locura se introduce en el sujeto psicológico como verdad cotidiana de la pasión, de la violencia y del crimen; pero la locura se inserta en un mundo no-coherente de valores y en el juego de la mala conciencia. La instancia que opera la separación entre la razón y la locura lo hace a través de una forma judicial (tribunales de familia, tribunales superiores) que asimila las reglas de la moral burguesa (reglas de la vida, de la economía, de la moral de la familia) a las normas de la salud, de la razón y de la libertad. La psicología del crimen no nace de una humanización de la justicia, sino de estas exigencias suplementarias de la moral burguesa, de la estatización de las costumbres, del refinamiento de las formas de indignación. 5) La locura, en su rol de verdad psicológica, se reconoce como determinismo irresponsable; pero las formas de la locura se separan según las exigencias dicotómicas de un juicio moral. El reconocimiento de la locura, aun durante un proceso judicial, no forma parte del juicio; se superpone a él. La psicología debe situarse dentro del campo de los valores reconocidos y exigidos (HF, 571-572). “Este doble movimiento de liberación y avasallamiento constituye las bases secretas sobre las cuales reposa la experiencia moderna de la locura. Creemos fácilmente que la objetividad que nosotros reconocemos en las formas de la enfermedad mental se ofrece libremente a nuestro saber como verdad finalmente liberada. De hecho, aquella objetividad no se da sino a aquél que precisamente está protegido de la locura. El conocimiento de la locura supone en quien lo posee cierta manera de desprenderse de ella, de estar anticipadamente libre de sus peligros y de sus prestigios, un cierto modo de no estar loco. Y el advenimiento histórico del positivismo psiquiátrico no está ligado a la promoción del conocimiento sino de una manera secundaria; originariamente, es la fijación de un modo particular de estar afuera de la locura: una determinada conciencia de no-locura que se convierte,
para el sujeto del saber, en situación concreta, base sólida a partir de la cual es posible conocer la locura” (HF, 572). En todo caso, el estatuto de objeto le será acordado al individuo que judicial y moralmente se reconoce como alienado. La mitología positivista ha interpretado este proceso diciendo que se encierra al que está alienado; pero la historia nos muestra que el encierro ha construido la figura del alienado y, sobre esta base, la locura ha sido objetivada como enfermedad mental. La locura se convierte, así, en la primera forma de objetivación del hombre. El nacimiento del asilo. Los episodios de Tuke y de Pinel constituyen una especie de mito fundador para la historia de la psiquiatría moderna; su significado ha sido visto como la liberación de los locos. Una imagen resume los episodios y su significado: los locos son desencadenados y se mezclan con los otros internos. “Resulta imposible saber con precisión qué quería hacer Pinel cuando decidió la liberación de los alienados. Poco importa; lo esencial está justamente en esta ambigüedad que marcará enseguida su obra y el sentido que ella tendrá en el mundo moderno: constitución de un dominio en el que la locura debe aparecer en una verdad pura, a la vez objetiva e inocente, pero constitución de este dominio de manera ideal, siempre indefinidamente reculado; cada una de las figuras de la locura se mezcla con la no-locura en una proximidad indiscernible. Lo que la locura gana en precisión en su perfil científico, lo pierde en vigor en la percepción concreta. El asilo, donde ella debe alcanzar su verdad, no permite distinguirla de lo que no es su verdad. Cuanto más objetiva, menos cierta es. El gesto que la libera para verificarla es, al mismo tiempo, la operación que la disemina y la oculta en todas las formas concretas de la razón” (HF, 586). • De acuerdo con las ideas del siglo XVIII, la locura no es una enfermedad de la naturaleza, sino de la sociedad; el producto de una vida que se aleja de la naturaleza. En la locura la naturaleza está olvidada. A partir de aquí, según Foucault, comienza a dibujarse un mito que será la forma organizativa de la psiquiatría del siglo XIX. Se trata del mito de las tres naturalezas: la Naturaleza-Verdad, la Naturaleza-Razón y la Naturaleza-Salud. “En este juego se desarrolla el movimiento de la alienación y de la curación. Si la Naturaleza-Salud puede ser abolida, la Naturaleza-Razón nunca puede ser ocultada, pero la Naturaleza como Verdad del mundo permanece indefinidamente adecuada a ella misma. Y a partir de ella, se podrá despertar y restaurar la Naturaleza-Razón, cuyo ejercicio, cuando coincide con la verdad, permite la restauración de la Naturaleza-Salud” (HF, 588). • El Retiro de Tuke (esta casa de campaña para los alienados, una comunidad fraternal de enfermos y vigilantes, bajo la autoridad de un administrador) representa, a la vez, el ideal de un contrato y una familia, del interés y el afecto. Allí, a partir de una “familia natural”, que no aliena, el enfermo reestablecerá su relación con la naturaleza y con la sociedad. • En las crónicas de la liberación de los locos nos encontramos con relatos como el de Couthon, el de un capitán inglés, el del soldado Chevingé. Todos estos relatos muestran el sentido que se atribuyó a la liberación de Pinel en la hagiografía psiquiátrica. Caen las cadenas y con ellas la animalidad no ya de la locura, sino de la domesticación. Caen las cadenas y los locos se encuentran libres. Caen las cadenas e inmediatamente reaparece la humanidad de los locos, pero bajo la forma de un determinado tipo social: un oficial, un soldado. La razón que surge restablecida no es del orden del conocimiento o de la dicha, sino la razón de ciertos valores sociales: el honor del capitán, el heroísmo del soldado, etc. “Couthon es el símbolo mismo de esta ‘mala libertad’ que desencadena en el pueblo las pasiones, y ha suscitado la tiranía de la Salud pública. Libertad en cuyo nombre se deja a los locos encadenados. Pinel es el símbolo de la ‘buena libertad’, la que libera a los hombres más insensatos y a los más violentos, doma sus pasiones y los introduce en el mundo calmo de las virtudes tradicionales” (HF, 596). Foucault resume de la siguiente manera el movimiento discursivo que se oculta en el mito de Pinel y Tuke: “1° En la relación inhumana y animal que imponía la internación clásica, la locura no enunciaba su verdad moral. 2° Esta verdad, desde el momento en que se la deja libre de aparecer, revela ser una relación humana en toda su idealidad virtuosa: heroísmo, fidelidad, sacrificio, etc. 3° Entonces, la locura es vicio, violencia, maldad, como lo prueba demasiado bien la rabia de los revolucionarios. 4° La liberación en la internación, en la medida en que ella es reedificación de una sociedad sobre el tema de la conformidad a los tipos, no puede dejar de curar” (HF, 596-597). • Pero, más allá de los temas míticos que la psiquiatría del siglo XIX ha heredado del gesto liberador de Pinel y de Tuke, una serie de operaciones han organizado silenciosamente el mundo asilar, los métodos terapéuticos y la experiencia concreta de la locura. Tuke ha sustituido el terror a la locura por la angustia de la responsabilidad (el trabajo posee una fuerza de coerción superior a todas las coerciones físicas: regularidad de las horas, exigencias de atención, obligación de un resultado). En su casa de Retiro, la mirada de los otros, la necesidad de estima, es más eficaz que el trabajo. “Se ve que, en el Retiro, la supresión parcial de las coerciones físicas formaba parte de un conjunto cuyo elemento esencial era la constitución de un ‘self-restraint’ en el que la libertad del enfermo, comprometida con el trabajo y bajo la mirada de los otros, está sin cesar amenazada por el reconocimiento de la culpabilidad” (HF, 604-605). En este espacio surgirá esa figura que en el asilo del siglo XIX reemplazará a la represión clásica: la autoridad. La vigilancia se unirá, entonces, al juicio. Como contrapartida, la locura será una forma de minoridad. • El asilo de Pinel no es, como el de Tuke, una segregación religiosa, sino una segregación que se ejerce en sentido inverso: en el asilo la religión se convierte en objeto de consideración médica. El asilo debe estar libre de religión. En realidad, se trata sólo de suprimir los contenidos imaginarios de la religión, no su moral. Los valores de la familia y del trabajo deben reinar en él. “El asilo, dominio religioso sin religión, dominio de la moral pura, de la uniformación ética” (HF, 612). Un lugar de moral pura y también de denuncia social. La moral burguesa del asilo adquiere el estatuto de una moral universal, no sólo para quienes habitan su espacio, sino para toda la sociedad. Pinel organiza este espacio de moral pura a través de tres medios principales: el silencio (“la ausencia de lenguaje, como estructura fundamental de la vida asilar, tiene como correlativo la manifestación de la confesión” [HF, 616]), el reconocimiento en el espejo (se muestra, por ejemplo, a un loco que se cree rey otro que también cree serlo; la vergüenza de ser idéntico a este otro tiene fuerza terapéutica), el juicio perpetuo (el loco es constantemente juzgado por la presencia exterior de la conciencia moral y científica; si es necesario, a este juicio seguirá el castigo). Para quienes resisten todos estos procedimientos, subsiste, en el asilo de Pinel, la práctica del encierro. “Al silencio, al reconocimiento en el espejo, a este juicio perpetuo, habría que agregar una cuarta estructura propia del mundo asilar, tal como se constituyó hacia fines del siglo XVIII: se trata de la apoteosis del personaje médico. De todas, ésta es sin duda la más importante, porque autorizará no sólo los nuevos contactos entre el médico y el enfermo, sino una nueva relación entre la alienación y el pensamiento médico, y dirigirá finalmente toda la experiencia moderna de la locura. Hasta ahora, sólo se encontraban en el asilo las estructuras mismas de la internación, pero desplazadas y deformadas. Con el nuevo estatuto del personaje médico, es abolido el sentido más profundo de la internación; la enfermedad mental, con las significaciones que ahora conocemos, se ha vuelto entonces posible” (HF, 623). Pero la presencia de este personaje en el asilo no es fundamentalmente de orden médico (sólo una parte de las tareas a realizar corresponde a este orden), sino como garantía jurídica y moral del buen funcionamiento de la institución: más que científico, sabio. “Se cree que Tuke y Pinel han abierto el asilo al conocimiento médico. Ellos no introdujeron una ciencia, sino un personaje, cuyos poderes sólo retoman, de este saber, su disfraz o, a lo sumo, su justificación. Estos poderes son, por naturaleza, de orden moral y social. Se enraízan en la minoridad del loco, en la alienación de su persona, no de su espíritu. Si el personaje médico puede cercar la locura, no es porque la conozca, sino porque la domina” (HF, 625-626). El médico ingresa al asilo, primariamente, como padre y juez. El propio Pinel reconoce que el médico cura en la medida en que pone en juego estas viejas figuras inmemoriales. De este modo, la estructura del asilo simboliza las grandes estructuras de la sociedad burguesa, sus valores: relación familia-hijo, relación falta-castigo. A medida que el saber psiquiátrico se encierra en las normas del positivismo, la práctica moral del médico quedará encubierta. Pero ello no significa que desaparecerá, sino todo lo contrario. “A medida que el positivismo se impone en la medicina y en la psiquiatría, singularmente, esta práctica se vuelve más oscura, el poder del psiquiatra, más milagroso, y la pareja médico-enfermo se hunde cada vez más en un mundo extraño. A los ojos del enfermo, el médico se convierte en taumaturgo. La autoridad que toma del
orden, de la moral, de la familia, ahora, parece que la retiene él mismo; porque es médico se le cree cargado de estos poderes, y mientras Pinel, con Tuke, subrayaba claramente que su acción moral no estaba ligada necesariamente a una competencia científica, se creerá, y el enfermo será el primero en hacerlo, que es en el esoterismo de su saber, en algún secreto, casi demoníaco, del conocimiento, que él ha encontrado el poder de desatar las alienaciones. Y, cada vez más, el enfermo aceptará este abandono a las manos de un médico, a la vez divino y satánico, en todo caso, fuera de los límites de lo humano. Cada vez más se alienará en él, aceptando en bloque y de antemano todos sus prestigios, sometiéndose de movida a una voluntad que experimenta como mágica, y a una ciencia que supone presciencia y adivinación, convirtiéndose así, a fin de cuentas, en el correlativo ideal y perfecto de estos poderes que proyecta sobre el médico, puro objeto sin otra resistencia que su inercia, completamente dispuesto a ser precisamente esta histérica en la cual Charcot exaltaba la maravillosa potencia del médico” (HF, 629). • En pocas palabras, el sentido que atribuye Foucault a la reorganización del espacio de la internación, al nacimiento del asilo, es la interiorización de la separación razón/sinrazón bajo la forma de la culpabilización y el control de la autoridad. “Ahora bien, a partir de este momento, la locura ha dejado de ser considerada como un fenómeno global que concierne, a la vez, a través de la imaginación y del delirio, al cuerpo y al alma. En el nuevo mundo asilar, en este mundo de la moral que castiga, la locura se ha convertido en un hecho que concierne esencialmente al alma humana, a su culpabilidad y a su libertad; se inscribe en la dimensión de la interioridad. Y, de este modo, por primera vez en el mundo occidental, la locura recibirá estatuto, estructura y significación psicológicos. Pero esta psicologización no es sino la consecuencia superficial de una operación más sorda, situada en un nivel más profundo. Una operación por la cual la locura se encuentra inserta en el sistema de los valores y de las represiones morales” (MMPS, 86-87). Ha nacido la enfermedad mental. • “Freud ha desplazado hacia el médico todas las estructuras que Pinel y Tuke habían acomodado en la internación. […] El médico, como figura alienante, sigue siendo la clave del psicoanálisis” (HF, 631). El círculo antropológico. Foucault señala una serie de contradicciones en el gesto de liberación de Pinel y Tuke: 1) se deja libre al loco, pero en un espacio más cerrado y más rígido (menos libre, en todo caso, que la internación clásica); 2) se libera a la locura de su parentesco con el crimen y el mal, pero para encerrarla en los mecanismos rigurosos de un determinismo (el instinto, el deseo); 3) se desatan las cadenas que impedían el ejercicio libre de la voluntad, pero se despoja al loco de esta voluntad, se la aliena en la voluntad del médico (HF, 636). No se trata, en definitiva, de un gesto de liberación, sino de una objetivación del concepto de libertad. Foucault señala tres consecuencias de todo esto. En primer lugar, de ahora en más, la cuestión de la locura ya no será la cuestión del delirio y del error, sino la cuestión de la libertad: “el deseo y el querer, el determinismo y la responsabilidad, lo automático y lo espontáneo”. En segundo lugar, esta “libertad liberada” se encontrará repartida entre “un determinismo que la niega enteramente y una culpabilidad que la exalta”. El pensamiento psiquiátrico del siglo XIX buscará definir el punto de inserción de la culpabilidad en el determinismo. En tercer lugar, la libertad que Pinel y Tuke impusieron al loco lo encierra en una verdad objetiva, que ya no es la verdad, sino su verdad. “La locura ya no hablará más del no-ser, sino del ser del hombre, en el contenido de lo que él es y en el olvido de su contenido. […] La locura tiene ahora un lenguaje antropológico […]” (HF, 636-637). • En el encierro clásico la locura estaba reducida al silencio; ahora ha reencontrado el lenguaje en el saber discursivo. Pero este lenguaje no es el retorno del viejo discurso del Renacimiento, el retorno del hombre devorado por la animalidad. Ahora la locura habla el lenguaje del hombre, de sus secretos, de sus profundidades; un lenguaje atravesado por una serie de antinomias que acompañarán la reflexión sobre la locura durante todo el siglo XIX. 1) El loco devela la verdad elemental del hombre: sus deseos primitivos, sus mecanismos más simples, las determinaciones de su cuerpo; se trata de una especie de “infancia cronológica y social, psicológica y orgánica del hombre”. Pero, al mismo tiempo, el loco “devela la verdad terminal del hombre: muestra hasta dónde han podido empujarlo las pasiones, la vida en sociedad, todo lo que lo aleja de la naturaleza primitiva que no conoce la locura”. 2) En la locura se muestra la irrupción de los determinismos del cuerpo, el triunfo de lo orgánico. Pero la locura se distingue de las enfermedades del cuerpo en tanto hace surgir “un mundo interior de malos instintos, perversidades, de sufrimientos y de violencias que estaba adormecido”. 3) “La inocencia del loco está garantizada por la intensidad y la fuerza de este contenido psicológico”; la locura de un acto se mide por el número de razones que lo han determinado (deseos, imágenes, etc.). Pero la verdad de la locura, en el hombre, es la verdad de lo que es sin razón. 4) En la locura, el hombre descubre su verdad; ésta es la posibilidad de su curación. Pero “la verdad humana que descubre la locura es la inmediata contradicción de lo que es la verdad moral y social del hombre” (HF, 641-643). • A partir de aquí, se puede comprender la importancia que ha tenido la parálisis general en la experiencia de la locura a comienzos del siglo XIX. “Ahora toda locura y el todo de la locura deberá tener su equivalente externo o, para decirlo mejor, la esencia misma de la locura será objetivar al hombre, empujarlo al exterior de sí mismo, desplegarlo finalmente a nivel de la pura y simple naturaleza, en el nivel de las cosas. Que la locura sea esto, que ella pueda ser toda objetividad sin relación a una actividad delirante central y oculta era tan opuesto al espíritu del siglo XVIII, que la existencia de las ‘locuras sin delirio’ o de las ‘locuras morales’ constituía como un escándalo conceptual” (HF, 646-647). La expresión “moral insanity” hace referencia a esta forma de locura que no se manifiesta en el nivel de la razón o del entendimiento, sino que se caracteriza por la violencia de los comportamientos, los gestos irresponsables, etc. La parálisis general y la moral insanity han tenido este valor ejemplar en la psiquiatría a lo largo de la primera mitad del siglo XIX: un elemento de interioridad en forma de exterioridad. “La locura es la forma la más pura, la forma principal y primera del movimiento por el cual la verdad del hombre pasa del lado del objeto y se vuelve accesible para una percepción científica. El hombre no se convierte en naturaleza por sí mismo, sino en la medida en que es capaz de locura. Ésta, como pasaje espontáneo a la objetividad, es un momento constitutivo en el volverse-objeto del hombre. […] La paradoja de la psicología ‘positiva’ del siglo XIX es el no haber sido posible sino a partir del momento de la negatividad: psicología de la personalidad a partir de un análisis del desdoblamiento; psicología de la memoria a partir de las amnesias, del lenguaje a partir de las afasias, de la inteligencia a partir de la debilidad mental. La verdad del hombre no se dice sino en el momento de su desaparición; no se manifiesta sino ya convertida en lo otro de sí misma” (HF, 648-649). Junto con las nociones de parálisis general y de locura moral (moral insanity), otra noción ha dominado el campo de la psicología del siglo XIX; se trata del concepto de monomanía: un individuo que se manifiesta como loco en un punto determinado, pero que aparece como razonable en todos los otros. Esta noción (un hombre que bruscamente se vuelve otro) ha desempeñado una función importante en los procesos judiciales contra los criminales. En la época clásica, lo otro que ponía de manifiesto la locura como sinrazón era el no-ser, el error; ahora, como lo muestra el análisis de las monomanías homicidas, la alteridad que pone de manifiesto la locura es la verdad misma del hombre, lo que el sujeto es realmente, originariamente (aquello en lo que puede alienarse, aunque más no sea momentáneamente). • En definitiva, el “homo psychologicus es un descendiente del homo mente captus” (HF, 654). La locura objetivada como enfermedad revela ahora la verdad del hombre. Literatura, “ausencia de obra”. Foucault concluye Histoire de la folie refiriéndose a Goya y a Sade, a Nietzsche y a Artaud: el otro lenguaje de la locura que, luego del silencio clásico, reaparece en la modernidad. Foucault concluye, en realidad, por donde había comenzado, por las experiencias trágicas de la locura, más allá de las promesas de la dialéctica (HF, 660). En la experiencia clásica, la obra y la locura estaban profundamente ligadas y se limitaban mutuamente. La locura de Taso, la melancolía de Swift, el delirio de Rousseau: ¿obra o locura?, ¿inspiración o fantasma? En Nietzsche, Van Gogh o Artaud la relación entre locura y obra es diferente; no hay comunicación de lenguaje. “Por ello, importa poco saber cuándo se insinuó en el orgullo de Nietzsche, en la humildad de Van Gogh la voz primera de la locura. No hay locura sino como instante último de la obra; aquélla empuja a ésta indefinidamente a sus confines: allí donde hay obra, no hay locura” (HF, 663). Existe para Foucault un nexo de pertenencia entre la locura y la literatura, en el sentido moderno del término. Este nexo hace posible la manifestación de la locura, y en esta manifestación se anuncia la separación entre la locura y la enfermedad mental: “[…] la enfermedad mental y la locura, dos configuraciones diferentes, que se reunieron y confundieron a partir del siglo XVII, y que se separan ahora bajo nuestros ojos o, más bien, en nuestro lenguaje” (DE1, 415). En ninguna cultura, sostiene Foucault, está todo permitido; se establecen límites, separaciones, prohibiciones. Algunos de ellos conciernen al lenguaje. En este sentido, Foucault distingue cuatro formas de prohibiciones respecto del lenguaje: 1) faltas de la lengua (que afectan el código lingüístico); 2) expresiones que no quebrantan el código, pero que no pueden circular: las palabras blasfemas (religiosas, sexuales, mágicas); 3) enunciados autorizados por el código y que pueden circular, pero cuyo significado es intolerable; 4) “someter una palabra, aparentemente conforme al código reconocido, a otro código cuya clave está dada en esta palabra misma, de modo que ella está desdoblada dentro de sí. Dice lo que dice, pero agrega un plus mudo que enuncia silenciosamente lo que ella dice y el código según el cual lo dice. No se trata de un lenguaje cifrado, sino de un lenguaje estructuralmente esotérico” (DE1, 416). La locura se ha desplazado a lo largo de esta escala de prohibiciones de lenguaje. Con la literatura moderna, la locura “[…] ha dejado de ser, entonces, falta de lenguaje, blasfemia proferida o significación intolerable (y, en este sentido, el psicoanálisis es el gran levantamiento de las prohibiciones definidas por Freud mismo); ella ha aparecido como una palabra que se enrolla sobre sí misma, diciendo, por debajo de lo que dice, otra cosa, de la que ella es, al mismo tiempo, el único código posible. Lenguaje esotérico, si se quiere, puesto que mantiene su lengua dentro de una palabra que no dice otra cosa, finalmente, que esta implicación” (DE1, 417). Hacia fines del siglo XIX, la literatura se ha convertido en una palabra que inscribe en ella misma su propio principio de desciframiento, el poder de modificar los valores y las modificaciones de la lengua a la que pertenece. Por ello locura y literatura se pertenecen. El lenguaje de la locura (el delirio) y de la literatura no consiste en poner en juego la astucia de una significación oculta, sino en suspender el sentido para que en ese espacio de suspensión, espacio vacío, por medio del juego de los desdoblamientos pueda alojarse un sentido, otro (segundo) sentido, y así hasta el infinito. Se trata de una matriz que, estrictamente, no dice nada (DE1, 418). Por ello la locura y la literatura son ausencia de obra. Pero esta ausencia de obra es aquello que hace posible la obra. Véase: Literatura.
Folie [3770]: AN, 29-30, 33, 50, 94, 100-101, 103, 109-114, 117, 120-126, 128-129, 131-132, 136-140, 145-148, 151-153, 208-209, 212, 225, 245, 259-261, 270, 273-274, 280, 282, 286, 291-292, 298, 301-303. AS, 25-26, 45-46, 55-57, 64-65, 86, 91, 205, 233, 241. DE1, 88, 92, 159-160, 162-169, 187-188, 190-192, 194-195, 198, 201-203,
218, 228, 266-272, 279, 283, 295, 338-339, 394-396, 399-400, 409, 412-420, 422, 437, 443, 498, 499-500, 511, 522, 555, 571, 574, 579, 590, 598, 600, 602-605, 624, 631-632, 635, 649, 656, 663, 680, 696, 708, 710-712, 720, 754, 756, 763-764, 766, 771, 777-778, 786, 790, 842, 843. DE2, 19, 104-110, 112-116, 118-119, 122, 128, 130-134, 157-159, 163, 172, 174, 206-208, 210, 213-214, 216, 218-219, 239, 245-248, 250-256, 258, 260-267, 281-296, 298, 301, 305, 318, 409-410, 418, 433, 473, 479, 489, 507, 521-525, 594, 640, 660, 665-666, 669, 673-674, 677-679, 682, 684-686, 689, 706, 708, 715, 720, 741, 746, 750, 759, 773-774, 780, 784, 790-792, 800, 803-805, 807, 815, 820, 824. DE3, 62, 74-78, 88-91, 118, 122, 140-141, 144, 146, 148, 181-183, 228-230, 233, 235, 237, 239, 257, 265, 272-274, 299, 308, 312, 315-316, 331-333, 343, 346, 349-350, 357, 368-369, 372-373, 377, 379-380, 390, 393, 399-400, 402-403, 409, 414, 445-451, 453-456, 458, 465-466, 472, 475, 477-482, 488-494, 498-500, 542-543, 551, 572, 574-575, 583, 598, 602-603, 615, 620, 630, 631, 633, 658, 662, 669, 677, 713, 762, 803, 805, 808. DE4, 21, 26-27, 30, 40-42, 44-46, 55-61, 66-68, 70, 76, 80-85, 87, 91, 123, 135-136, 147-148, 168-169, 214, 224-225, 280, 352, 393, 436, 443, 451, 456, 458, 460, 462, 545, 575, 577, 581, 583, 593-594, 596, 601-602, 608, 612, 618, 633-634, 649, 656-657, 665, 669-670, 673, 697, 701, 718, 724, 726, 730-731, 748-749, 779, 785, 814. HF, 21, 25-37, 39-65, 67-71, 80, 87-89, 101-102, 108-116, 119-120, 123, 126-128, 136, 138-139, 141-150, 152, 154, 156-159, 163-166, 168-172, 174, 176-190, 193-212, 215-241, 244-248, 252-261, 264-275, 278-282, 284-289, 291-298, 300-311, 313-321, 323-324, 327, 331-332, 337, 343, 346, 351, 353, 362, 373-374, 379-382, 384-386, 388, 391-394, 396-397, 401-402, 405, 407-416, 421-428, 432-436, 438, 440-443, 449, 453-460, 462-463, 465-469, 471-475, 477, 480, 482, 484-490, 492-495, 497-499, 501-502, 523, 525-528, 531-535, 538-539, 541-555, 557, 560, 562-564, 566-576, 579, 584-588, 590-594, 596-608, 610, 612, 614, 616-619, 622-624, 626-628, 630-663, 673, 676, 681, 684-685, 688. HS, 24, 26, 220, 257, 449. HS1, 54, 56, 206. HS2, 18, 54, 104, 117, 136, 259. HS3, 72, 136. IDS, 28-29, 229-230, 235. MC, 15, 63, 188, 223, 334, 387, 395. MMPE, 5, 7, 23, 30, 34, 56, 68, 76-79, 86, 88, 111. MMPS, 5, 7, 17, 23, 30, 34, 56, 68, 71, 76-83, 85-95, 97, 100, 102-105. NC, 10, 193. OD, 12-13, 21-22, 63. PP, 3, 8-10, 14-15, 19-21, 23, 27, 29, 32, 34, 37-39, 41-43, 61, 97, 99-102, 104-105, 109, 117-122, 129-135, 137, 139-141, 143-145, 147, 152-153, 155-157, 160-162, 164-175, 182, 184-185, 188-193, 200-204, 209, 212-213, 219-225, 230, 233-234, 239, 247-253, 256, 258-260, 263-265, 267-269, 271-285, 289-295, 297, 308-309, 312, 319, 324, 328-329, 334-335. RR, 196-198, 205, 207. SP, 24-26, 50, 103, 195, 258, 272, 292, 307.

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