Obras de S. Freud: Compendio del psicoanálisis – 1938 [1940] (Primera parte)

Compendio del psicoanálisis – 1938 [1940]

Prefacio

El propósito de este trabajo es reunir los principios del psicoanálisis y confirmarlos, como si de dogmas se tratara, en una forma la más concisa posible y expuestos en los términos más inequívocos. La intención no es, por supuesto, promover credulidad o despertar convicción. Las enseñanzas del psicoanálisis están basadas en un número incalculable de observaciones y experiencia y sólo aquél que ha repetido estas observaciones en sí mismo y en los demás está en una posición de alcanzar un juicio personal sobre ellas.

Primera parte. La naturaleza de lo psíquico

Capítulo I. El aparato psíquico

El psicoanálisis parte de un supuesto básico cuya discusión concierne al pensamiento filosófico, pero cuya justificación radica en sus propios resultados. De lo que hemos dado en llamar nuestro psiquismo (o vida mental) son dos las cosas que conocemos: por un lado, su órgano somático y teatro de acción, el encéfalo (o sistema nervioso); por el otro, nuestros actos de consciencia, que se nos dan en forma inmediata y cuya intuición no podría tornarse más directa mediante ninguna descripción. Ignoramos cuanto existe entre estos dos términos finales de nuestro conocimiento; no se da entre ellos ninguna relación directa. Si la hubiera, nos proporcionaría a lo sumo una localización exacta de los procesos de consciencia, sin contribuir en lo mínimo a su mejor comprensión. Nuestras dos hipótesis arrancan de estos términos o principios de nuestro conocimiento. La primera de ellas concierne a la localización: presumimos que la vida psíquica es la función de un aparato al cual suponemos especialmente extenso y compuesto de varias partes, o sea, que lo imaginamos a semejanza de un telescopio, de un microscopio o algo parecido. La consecuente elaboración de semejante concepción representa una novedad científica, aunque ya se hayan efectuado determinados intentos en este sentido.

Las nociones que tenemos de este aparato psíquico las hemos adquirido estudiando el desarrollo individual del ser humano. A la más antigua de esas provincias o instancias psíquicas la llamamos ello; tiene por contenido todo lo heredado, lo innato, lo constitucionalmente establecido, es decir, sobre todo, los instintos originados en la organización somática, que alcanzan [en el ello] una primera expresión psíquica, cuyas formas aún desconocemos. Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del ello ha experimentado una transformación particular. De lo que era originalmente una capa cortical dotada de órganos receptores de estímulos y de dispositivos para la protección contra las estimulaciones excesivas, desarrollase paulatinamente una organización especial que desde entonces oficia de mediadora entre el ello y el mundo exterior. A este sector de nuestra vida psíquica le damos el nombre de yo.

Características principales del «yo»

En virtud de la relación preestablecida entre la percepción sensorial y la actividad muscular, el yo gobierna la motilidad voluntaria. Su tarea consiste en la autoconservación, y la realiza en doble sentido. Frente al mundo exterior se percata de los estímulos, acumula (en la memoria) experiencias sobre los mismos elude (por la fuga) los que son demasiado intensos, enfrenta (por adaptación) los estímulos moderados y, por fin, aprende a modificar el mundo exterior, adecuándolo a su propia conveniencia (a través de la actividad). Hacia el interior, frente al ello, conquista el dominio sobre las exigencias de los instintos, decide si han de tener acceso a la satisfacción, aplazándola hasta las oportunidades y circunstancias más favorables del mundo exterior, o bien suprimiendo totalmente las excitaciones instintivas. En esta actividad el yo es gobernado por la consideración de las tensiones excitativas que ya se encuentran en él o que va recibiendo. Su aumento se hace sentir por lo general como displacer, y su disminución como placer. Es probable, sin embargo, que lo sentido como placer y como displacer no sean las magnitudes absolutas de esas tensiones excitativas, sino alguna particularidad en el ritmo de sus modificaciones. El yo persigue el placer y trata de evitar el displacer. Responde con una señal de angustia a todo aumento esperado y previsto del displacer, calificándose de peligro el motivo de dicho aumento, ya amenace desde el exterior o desde el interior.

Periódicamente el yo abandona su conexión con el mundo exterior y se retrae al estado del dormir, modificando profundamente su organización. De este estado de reposo se desprende que dicha organización consiste en una distribución particular de la energía psíquica. Como sedimento del largo período infantil durante el cual el ser humano en formación vive en dependencia de sus padres, fórmase en el yo una instancia especial que perpetúa esa influencia parental y a la que se ha dado el nombre de superyó. En la medida en que se diferencia el yo o se le opone, este superyó constituye una tercera potencia que el yo ha de tomar en cuenta. Una acción del yo es correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias del yo, del superyó y de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente sus demandas respectivas. Los detalles de la relación entre el yo y el superyó se tornan perfectamente inteligibles, reduciéndolos a la actitud del niño frente a sus padres. Naturalmente, en la influencia parental no sólo actúa la índole personal de aquéllos, sino también el efecto de las tradiciones familiares, raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del respectivo medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de la evolución individual el superyó incorpora aportes de sustitutos y sucesores ulteriores de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados en la sociedad. Se advierte que, a pesar de todas sus diferencias fundamentales, el ello y el superyó tienen una cosa en común: ambos representan las influencias del pasado: el ello, las heredadas; el superyó, esencialmente las recibidas de los demás, mientras que el yo es determinado principalmente por las vivencias propias del individuo; es decir, por lo actual y accidental. Este esquema general de un aparato psíquico puede asimismo admitirse como válido para los animales superiores, psíquicamente similares al hombre. Debemos suponer que existe un superyó en todo ser que, como el hombre, haya tenido un período más bien prolongado de dependencia infantil. Cabe también aceptar inevitablemente la distinción entre un yo y un ello. La psicología animal no ha abordado todavía el interesante problema que aquí se plantea.

Capítulo II. Teoría de los instintos

El poderío del ello expresa el verdadero propósito vital del organismo individual: satisfacer sus necesidades innatas. No es posible atribuir al ello un propósito como el de mantenerse vivo y de protegerse contra los peligros por medio de la angustia: tal es la misión del yo, que además está encargado de buscar la forma de satisfacción que sea más favorable y menos peligrosa en lo referente al mundo exterior. El superyó puede plantear, a su vez, nuevas necesidades, pero su función principal sigue siendo la restricción de las satisfacciones. Denominamos instintos a las fuerzas que suponemos tras las tensiones causadas por las necesidades del ello. Representan las exigencias somáticas planteadas a la vida psíquica, y aunque son la causa última de toda actividad, su índole es esencialmente conservadora: de todo estado que un vivo alcanza surge la tendencia a restablecerlo en cuanto haya sido abandonado. Por tanto, es posible distinguir un número indeterminado de instintos, lo que efectivamente suele hacerse en la práctica común. Para nosotros, empero, tiene particular importancia la posibilidad de derivar todos esos múltiples instintos de unos pocos fundamentales. Hemos comprobado que los instintos pueden trocar su fin (por desplazamiento) y que también pueden sustituirse mutuamente, pasando la energía de uno al otro, proceso éste que aún no se ha llegado a comprender suficientemente.

Tras largas dudas y vacilaciones nos hemos decidido a aceptar sólo dos instintos básicos: el Eros y el instinto de destrucción. (La antítesis entre los instintos de autoconservación y de conservación de la especie, así como aquella otra entre el amor yoico y el amor objetal, caen todavía dentro de los límites del Eros.) El primero de dichos instintos básicos persigue el fin de establecer y conservar unidades cada vez mayores, es decir, a la unión; el instinto de destrucción, por el contrario, busca la disolución de las conexiones, destruyendo así las cosas. En lo que a éste se refiere, podemos aceptar que su fin último es el de reducir lo viviente al estado inorgánico, de modo que también lo denominamos instinto de muerte. Si admitimos que la sustancia viva apareció después que la inanimada, originándose de ésta, el instinto de muerte se ajusta a la fórmula mencionada, según la cual todo instinto perseguiría el retorno a un estado anterior. No podemos, en cambio, aplicarla al Eros (o instinto de amor), pues ello significaría presuponer que la sustancia viva fue alguna vez una unidad, destruida más tarde, que tendería ahora a su nueva unión.

En las funciones biológicas ambos instintos básicos se antagonizan o combinan entre sí. Así, el acto de comer equivale a la destrucción del objeto, con el objetivo final de su incorporación; el acto sexual, a una agresión con el propósito de la más íntima unión. Esta interacción sinérgica y antagónica de ambos instintos básicos da lugar a toda abigarrada variedad de los fenómenos vitales. Trascendiendo los límites de lo viviente, las analogías con nuestros dos instintos básicos se extienden hasta la polaridad antinómica de atracción y repulsión que rige en el mundo inorgánico. Las modificaciones de la proporción en que se fusionan los instintos tienen las más decisivas consecuencias. Un exceso de agresividad sexual basta para convertir al amante en un asesino perverso, mientras que una profunda atenuación del factor agresivo lo convierte en tímido o impotente. De ningún modo podríase confinar uno y otro de los instintos básicos a determinada región de la mente; por el contrario, han de encontrarse necesariamente en todas partes. Imaginamos el estado inicial de los mismos suponiendo que toda la energía disponible del Eros -que en adelante llamaremos libido se encuentra en el yo-ello aún indiferenciado y sirve allí para neutralizar las tendencias agresivas que coexisten con aquélla.

(Carecemos de un término análogo a libido para designar la energía del instinto de destrucción.) Podemos seguir con relativa facilidad las vicisitudes de la libido, pero nos resulta más difícil hacerlo con las del instinto de destrucción. Mientras este instinto actúa internamente, como instinto de muerte, permanece mudo; sólo se nos manifiesta una vez dirigido hacia afuera, como instinto de destrucción. Tal derivación hacia el exterior parece ser esencial para la conservación del individuo y se lleva a cabo por medio del sistema muscular. Al establecerse el superyó, considerables proporciones del instinto de agresión son fijadas en el interior del yo y actúan allí en forma autodestructiva, siendo éste uno de los peligros para la salud a que el hombre se halla expuesto en su camino hacia el desarrollo cultural. En general, contener la agresión es malsano y conduce a la enfermedad (a la mortificación). Una persona presa de un acceso de ira suele demostrar cómo se lleva a cabo la transición de la agresividad contenida a la autodestrucción, al orientarse aquélla contra la propia persona: cuando se mesa los cabellos o se golpea la propia cara, siendo evidente que hubiera preferido aplicar a otro este tratamiento. Una parte de la autodestrucción subsiste permanentemente en el interior, hasta que concluye por matar al individuo, quizá sólo una vez que su libido se haya consumido o se haya fijado en alguna forma desventajosa. Así, en términos generales, cabe aceptar que el individuo muere por sus conflictos internos, mientras que la especie perece en su lucha estéril contra el mundo exterior, cuando éste se modifica de manera tal que ya no puede ser enfrentado con las adaptaciones adquiridas por la especie.

Sería difícil precisar las vicisitudes de la libido en el ello y en el superyó. Cuanto sabemos al respecto se refiere al yo, en el que está originalmente acumulada toda la reserva disponible de libido. A este estado lo denominamos narcisismo absoluto o primario; subsiste hasta que el yo comienza a catectizar las representaciones de los objetos con libido; es decir, a convertir libido narcisística en libido objetal. Durante toda la vida el yo sigue siendo el gran reservorio del cual emanan las catexias libidinales hacia los objetos y al que se retraen nuevamente, como una masa protoplástica maneja sus seudópodos. Sólo en el estado del pleno enamoramiento el contingente principal de la libido es transferido al objeto, asumiendo éste, en cierta manera, la plaza del yo. una característica de la libido, importante para la existencia, es su movilidad, es decir, la facilidad con que pasa de un objeto a otros. Contraria a aquélla es la fijación de la libido a determinados objetos, que frecuentemente puede persistir durante la vida entera. Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, que fluye hacia el yo desde distintos órganos y partes del cuerpo, como lo observamos con mayor claridad en aquella parte de la libido que, de acuerdo con su fin instintual, denominamos «excitación sexual». Las más destacadas de las regiones somáticas que dan origen a la libido se distinguen con el nombre de zonas erógenas, aunque en realidad el cuerpo entero es una zona erógena semejante. La mayor parte de nuestros conocimientos respecto del Eros -es decir, de su exponente, la libido- los hemos adquirido estudiando la función sexual, que en la acepción popular, aunque no en nuestra teoría, coincide con el Eros. Pudimos formarnos así una imagen de cómo el impulso sexual, destinado a ejercer tan decisiva influencia en nuestra vida, se desarrolla gradualmente a partir de los sucesivos aportes suministrados por una serie de instintos parciales que representan determinadas zonas erógenas.

Capítulo III. El desarrollo de la función sexual

De acuerdo con la concepción corriente, la vida sexual humana consiste esencialmente en el impulso de poner los órganos genitales propios en contacto con los de una persona del sexo opuesto. Es acompañado por el beso, la contemplación y la caricia manual de ese cuerpo ajeno, como manifestaciones accesorias y como actos preparatorios. Dicho impulso aparecería con la pubertad, es decir, en la edad de la maduración sexual, y serviría a la procreación; pero siempre se conocieron hechos que no caben en el estrecho marco de esta concepción: 1) es curioso que existan seres para los cuales sólo tienen atractivo las personas del propio sexo y sus órganos genitales; 2) no es menos extraño que existan personas cuyos deseos parecieran ser sexuales, pero que al mismo tiempo descartan completamente los órganos sexuales o su utilización normal: a tales seres se los llama «perversos», 3) por fin, es notable que ciertos niños (considerados por ello como degenerados) muy precozmente manifiestan interés por sus propios genitales y signos de excitación en los mismos, Es comprensible que el psicoanálisis despertara asombro y antagonismo cuando, fundándose parcialmente en esos tres hechos desatendidos, contradijo todas las concepciones populares sobre la sexualidad y arribó a las siguientes comprobaciones fundamentales:

a) La vida sexual no comienza sólo en la pubertad, sino que se inicia con evidentes manifestaciones poco después del nacimiento.

b) Es necesario establecer una neta distinción entre los conceptos de lo «sexual» y lo «genital». El primero es un concepto más amplio y comprende muchas actividades que no guardan relación alguna con los órganos genitales.

c) La vida sexual abarca la función de obtener placer en zonas del cuerpo, una función que ulteriormente es puesta al servicio de la procreación, pero a menudo las dos funciones no llegan a coincidir íntegramente.

Es natural que el interés se concentre en el primero de estos postulados, el más inesperado de todos. Pudo comprobarse, en efecto, que en la temprana infancia existen ciertos signos de actividad corporal a los que sólo un arraigado prejuicio pudo negar el calificativo de sexual y que aparecen vinculados con fenómenos psíquicos que más tarde volveremos a encontrar en la vida amorosa del adulto, como, por ejemplo, la fijación a determinados objetos, los celos, etc. Compruébase, además, que tales fenómenos, surgidos, en la primera infancia, forman parte de un proceso evolutivo perfectamente reglado, pues después de un incremento progresivo alcanzan su máximo hacia el final del quinto año, para caer luego en un intervalo de reposo. Mientras dura éste, el proceso se detiene, gran parte de lo aprendido se pierde y la actividad sufre una suerte de involución.

Finalizado este período, que se denomina «de latencia», la vida sexual continúa en la pubertad, cual si volviera a florecer. He aquí el hecho del arranque bifásico de la vida sexual, hecho desconocido fuera de la especie humana y seguramente fundamental para su antropomorfización. No carece de importancia el que los sucesos de este primer período de la sexualidad sean, salvo escasos restos, víctimas de la amnesia infantil. Nuestras concepciones sobre la etiología de la neurosis y nuestra técnica de tratamiento analítico derivan precisamente de estas concepciones, y la exploración de los procesos evolutivos que acaecen en dicha época precoz también ha evidenciado la certeza de otras postulaciones. La boca es, a partir del nacimiento, el primer órgano que aparece como zona erógena y que plantea al psiquismo exigencias libidinales. Primero, toda actividad psíquica está centrada en la satisfacción de las necesidades de esa zona. Naturalmente, la boca sirve en primer lugar a la autoconservación por medio de la nutrición, pero no se debe confundir la fisiología con la psicología. El chupeteo del niño, actividad en la que éste persiste con obstinación, es la manifestación más precoz de un impulso hacia la satisfacción que, si bien originado en la ingestión alimentaria y estimulado por ésta, tiende a alcanzar el placer independientemente de la nutrición, de modo que podemos y debemos considerarlo sexual.

Ya durante esa fase oral, con la aparición de los dientes, surgen esporádicamente impulsos sádicos que se generalizan mucho más en la segunda fase, denominada «sádico-anal» porque en ella la satisfacción se busca en las agresiones y en las funciones excretorias. Al incluir las tendencias agresivas en la libido nos fundamos en nuestro concepto de que el sadismo es una mezcla instintual de impulsos puramente libidinales y puramente destructivos, mezcla que desde entonces perdurará durante toda la vida  . La tercera fase, denominada «fálica», es como un prolegómeno de la conformación definitiva que adoptará la vida sexual, a la cual se asemeja sobremanera. Es notable que en ella no intervengan los genitales de ambos sexos, sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos permanecen ignorados durante mucho tiempo: el niño, en su intento de comprender los procesos sexuales, se adhiere a la venerable teoría cloacal, genéticamente bien justificada. Con la fase fálica y en el curso de ella, la sexualidad infantil precoz llega a su máximo y se aproxima a la declinación. En adelante, el varón y la mujer seguirán distintas evoluciones. Ambos han comenzado a poner su actividad intelectual al servicio de la investigación sexual; ambos se basan en la presunción de la existencia universal del pene; pero ahora han de separarse los destinos de los sexos. El varón ingresa en la fase edípica; comienza a manipular su pene con fantasías simultáneas que tienen por tema cualquier forma de actividad sexual del mismo con la madre, hasta que los efectos combinados de alguna amenaza de castración y del descubrimiento de la falta de pene en la mujer le hace experimentar el mayor trauma de su vida, que inaugura el período de latencia, con todas sus repercusiones. La niña, después de un fracasado intento de emular al varón, llega a reconocer su falta de pene, o más bien la inferioridad de su clítoris, sufriendo consecuencias definitivas para la evolución de su carácter; a causa de esta primera defraudación en la rivalidad, a menudo comienza por apartarse de la vida sexual en general.

Sería erróneo suponer que estas tres fases se suceden simplemente; por el contrario, la una se agrega a la otra, se superponen, coexisten. En las fases precoces cada uno de los instintos parciales persiguen su satisfacción en completa independencia de los demás; pero en la fase fálica aparecen los primeros indicios de una organización destinada a subordinar las restantes tendencias bajo la primacía de los genitales, representando un comienzo de coordinación de la tendencia hedonística general con la función sexual. La organización completa sólo se alcanzará a través de la pubertad, en una cuarta fase, en la fase genital. Se establece así una situación en la cual: 1) se conservan muchas catexias libidinales anteriores; 2) otras se incorporan a la función sexual como actos preparatorios y coadyuvantes, cuya satisfacción suministra el denominado placer preliminar 3) otras tendencias son excluidas de la organización, ya sea coartándolas totalmente (represión) o empleándolas de una manera distinta en el yo, formando rasgos del carácter o experimentando sublimaciones con desplazamiento de sus fines.

Este proceso no siempre transcurre llanamente. Las inhibiciones de su desarrollo se manifiestan en forma de los múltiples trastornos que puede sufrir la vida sexual. Prodúcense entonces fijaciones de la libido a las condiciones de fases anteriores, cuya tendencia, independiente del fin sexual normal, se califica de perversión. Semejante inhibición del desarrollo es, por ejemplo, la homosexualidad, siempre que llegue a ser manifiesta. El análisis demuestra que en todos los casos ha existido un vínculo objetal de carácter homosexual, que casi siempre subsiste, aun latentemente. La situación se complica porque, en general, no se trata de que los procesos necesarios para llegar a la solución normal se realicen plenamente o falten por completo, sino que también pueden realizarse parcialmente, de modo que el resultado final dependerá de estas relaciones cuantitativas. Así, aunque se haya alcanzado la organización genital, ésta se encontrará debilitada por las porciones de libido que no hayan seguido su desarrollo, quedando fijadas a objetos y fines pregenitales. Este debilitamiento se manifiesta en la tendencia de la libido a retornar a sus anteriores catexias pregenitales en casos de insatisfacción genital o de dificultades en el mundo real (regresión). Estudiando las funciones sexuales hemos adquirido una primera convicción provisional, o más bien una presunción, de dos nociones que demostrarán ser importantes en todo el sector de nuestra ciencia. Ante todo, la de que las manifestaciones normales y anormales que observamos, es decir, la fenomenología, debe ser descrita desde el punto de vista de la dinámica y de la economía (en este caso, desde el punto de vista de la distribución cuantitativa de la libido), luego, que la etiología de los trastornos estudiados por nosotros se encuentra en la historia evolutiva, es decir, en las épocas más precoces del individuo.

Capítulo IV. Las cualidades psíquicas

Hemos descrito la estructura del aparato psíquico y las energías o fuerzas que en él actúan; hemos observado asimismo en un ejemplo ilustrativo cómo esas energías (especialmente la libido) se organizan integrando una función fisiológica que sirve a la conservación de la especie. Nada había en todo ello que expresase el particularísimo carácter de lo psíquico, salvo, naturalmente, el hecho empírico de que aquel aparato y aquellas energías constituyen el fundamento de las funciones que denominamos nuestra vida anímica. Nos ocuparemos ahora de cuanto es únicamente característico de ese psiquismo, de lo que, según opinión muy generalizada, hasta coincide realmente con lo psíquico, a exclusión de todo lo demás. El punto de partida de dicho estudio está dado por el singular fenómeno de la consciencia, un hecho refractario a toda explicación y descripción. No obstante, cuando alguien se refiere a la consciencia, sabemos al punto por propia experiencia lo que con ello se quiere significar. Muchas personas, psicólogas o no, se conforman con aceptar que la consciencia sería lo único psíquico, y en tal caso la psicología no tendría más objeto que discernir, en la fenomenología psíquica, percepciones, sentimientos, procesos cogitativos y actos volitivos. Se acepta generalmente, empero, que estos procesos conscientes no forman series cerradas y completas en sí mismas, de modo que sólo cabe la alternativa de admitir que existen procesos físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, siendo evidente que forman series más completas que las psíquicas, pues sólo algunas, pero no todas, tienen procesos paralelos conscientes. Nada más natural, pues, que poner el acento, en psicología, sobre esos procesos somáticos, reconocerlos como lo esencialmente psíquico, tratar de establecer otra categoría para los procesos conscientes. Mas a esto se resisten la mayoría de los filósofos y muchos que no lo son, declarando que la noción de algo psíquico que fuese inconsciente sería contradictoria en sí misma.

He aquí precisamente lo que el psicoanálisis se ve obligado a establecer y lo que constituye su segunda hipótesis fundamental. Postula que lo esencialmente psíquico son esos supuestos procesos concomitantes somáticos, y al hacerlo, comienza por hacer abstracción de la cualidad de consciencia. Con todo, no se encuentra solo en esta posición, pues muchos pensadores, como, por ejemplo, Theodor Lipps, han afirmado lo mismo con idénticas palabras. Por lo demás, la general insuficiencia de la concepción corriente de lo psíquico ha dado lugar a que hicieran cada vez más perentoria la incorporación de algún concepto de lo inconsciente en el pensamiento psicológico, aunque fue planteado en forma tan vaga e imprecisa que no pudo ejercer influencia alguna sobre la ciencia. Ahora bien: parecería que esta disputa entre el psicoanálisis y la filosofía sólo se refiere a una insignificante cuestión de definiciones; es decir, a si el calificativo de «psíquico» habría de ser aplicado a una u otra serie.

En realidad, sin embargo, esta decisión es fundamental, pues mientras la psicología de la consciencia jamás logró trascender esas series fenoménicas incompletas, evidentemente subordinadas a otros sectores, la nueva concepción de que lo psíquico sería en sí inconsciente permitió convertir la psicología en una ciencia natural como cualquier otra. Los procesos de que se ocupa son en sí tan incognoscibles como los de otras ciencias, como los de la química o la física; pero es posible establecer las leyes a las cuales obedecen, es posible seguir en tramos largos y continuados sus interrelaciones e interdependencias, es decir, es posible alcanzar lo que se considera una «comprensión» del respectivo sector de los fenómenos naturales. Al hacerlo, no se puede menos que establecer nuevas hipótesis y crear nuevos conceptos, pero éstos no deben ser menospreciados como testimonio de nuestra ignorancia, sino valorados como conquistas de la ciencia dotadas del mismo valor aproximativo que las análogas construcciones intelectuales auxiliares de otras ciencias naturales, quedando librado a la experiencia renovada y decantada el modificarlas, corregirlas y precisarlas. Así, no ha de extrañarnos el que los conceptos básicos de la nueva ciencia, sus principios (instinto, energía nerviosa, etc.) permanezcan durante cierto tiempo tan indeterminados como los de las ciencias más antiguas (fuerza, masa, gravitación).

Toda ciencia reposa en observaciones y experiencias alcanzadas por medio de nuestro aparato psíquico; pero como nuestra ciencia tiene por objeto precisamente a ese aparato, dicha analogía toca aquí a su fin. En efecto, realizamos nuestras observaciones por medio del mismo aparato perceptivo, y precisamente con ayuda de las lagunas en lo psíquico, completando las omisiones con inferencias plausibles y traduciéndolas al material consciente. Así, establecemos en cierto modo, una serie complementaria consciente para lo psíquico inconsciente. La relativa certeza de nuestra ciencia psicológica reposa sobre la solidez de esas deducciones, pero quien profundice esta labor comprobará que nuestra técnica resiste a toda crítica. En el curso de esta labor se nos imponen las diferenciaciones que calificamos como cualidades psíquicas. No es necesario caracterizar lo que denominamos consciente, pues coincide con la consciencia de los filósofos y del habla cotidiana. Para nosotros todo lo psíquico restante constituye lo inconsciente. Pero al punto nos vemos obligados a establecer en este inconsciente una importante división. Algunos procesos fácilmente se tornan conscientes, y, aunque dejen de serlo pueden volver a la consciencia sin dificultad: como suele decirse, pueden ser reproducidos o recordados. Esto nos advierte que la consciencia misma no es sino un estado muy fugaz. Cuanto es consciente, únicamente lo es por un instante, y el que nuestras percepciones no parezcan confirmarlo es sólo una contradicción aparente, debida a que los estímulos de la percepción pueden subsistir durante cierto tiempo, de modo que aquélla bien puede repetirse.

Todo esto se advierte claramente en la percepción consciente de nuestros procesos intelectivos, que si bien pueden persistir, también pueden extinguirse en un instante. Todo lo inconsciente que se conduce de esta manera, que puede trocar tan fácilmente su estado inconsciente por el consciente, convendrá calificarlo, pues como «susceptible de consciencia» o preconsciente. La experiencia nos ha demostrado que difícilmente existan procesos psíquicos, por más complicados que sean, que no puedan en ocasiones permanecer preconscientes, aunque por lo regular irrumpen a la consciencia, como lo expresamos analíticamente. Otros procesos y contenidos psíquicos no tienen acceso tan fácil a la conscienciación, sino que es preciso inferirlos, adivinarlos y traducirlos a la expresión consciente, en la manera ya descrita. Para estos procesos reservamos, en puridad, el calificativo de inconscientes. Por tanto, hemos atribuido tres cualidades a los procesos psíquicos: éstos pueden ser conscientes, preconscientes o inconscientes. La división entre las tres clases de contenidos que llevan estas cualidades no es absoluta ni permanente.

Como vemos, lo preconsciente se torna consciente sin nuestra intervención, y lo inconsciente puede volverse consciente mediante nuestros esfuerzos, que a menudo nos permiten advertir la oposición de fuertes resistencias. Al realizar esta tentativa en el prójimo, no olvidemos que el relleno consciente de sus lagunas perceptivas, es decir, la construcción que le ofrecemos, aún no significa que hayamos tornado conscientes en él los respectivos contenidos inconscientes. Hasta este momento, el material se encontrará en su mente en dos versiones: una, en la reconstrucción consciente que acaba de recibir; otra, en su estado inconsciente original. Nuestros tenaces esfuerzos suelen lograr entonces que ese inconsciente se le torne consciente al propio sujeto, coincidiendo así ambas versiones en una sola. En los distintos casos varía la magnitud del esfuerzo necesario, el cual nos permite apreciar el grado de la resistencia contra la conscienciación. Lo que en el tratamiento analítico, por ejemplo, es resultado de nuestro esfuerzo, también puede ocurrir espontáneamente: un contenido generalmente inconsciente se transforma en preconsciente y llega luego a la consciencia, como ocurre profusamente en los estados psicóticos. Deducimos de ello que el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una condición ineludible de la normalidad. En el estado del dormir prodúcese regularmente tal disminución de las resistencias, con la consiguiente irrupción de contenidos inconscientes, quedando establecidas así las condiciones para la formación de los sueños.

Inversamente, contenidos preconscientes pueden sustraerse por un tiempo a nuestro alcance, quedando bloqueados por resistencias, como es el caso en los olvidos fugaces, o bien un pensamiento preconsciente puede volver transitoriamente al estado inconsciente, fenómeno que parece constituir la condición básica del chiste. Veremos que una reversión similar de contenidos o procesos preconscientes al estado inconsciente desempeña un importante papel en la causación de los trastornos neuróticos. Presentada con este carácter general y simplificado, la doctrina de las tres cualidades de lo psíquico parece ser más bien una fuente de insuperable confusión que un aporte al esclarecimiento. Mas no olvidemos que no constituye una teoría propiamente dicha, sino un primer inventario de los hechos de nuestra observación, ajustado en lo posible a esos hechos, sin tratar de explicarlos. Las complicaciones que revela demuestran a las claras las dificultades especiales que debe superar nuestra investigación. Es de presumir, sin embargo, que aún podremos profundizar esta doctrina si perseguimos las relaciones entre las cualidades psíquicas y las provincias o instancias del aparato psíquico que hemos postulado; pero también estas relaciones están lejos de ser simples.

El proceso de que algo se haga consciente se halla vinculado, ante todo, a las percepciones que nuestros órganos sensoriales reciben del mundo exterior. Por consiguiente, para la consideración topográfica es un fenómeno que ocurre en la capa cortical más periférica del yo. sin embargo, también tenemos informaciones conscientes del interior de nuestro cuerpo, sensaciones que ejercen sobre nuestra vida psíquica una influencia aún más perentoria que las percepciones exteriores, y en determinadas circunstancias los propios órganos sensoriales también transmiten sensaciones, por ejemplo, dolorosas, además de sus percepciones específicas. Pero ya que estas sensaciones (como se las llama para diferenciarlas de las percepciones conscientes) también emanan de los órganos terminales y ya que concebimos a todos éstos como prolongaciones y apéndices de la capa cortical, bien podemos mantener la mencionada afirmación. La única diferencia residiría en que el propio cuerpo reemplaza al mundo exterior para los órganos terminales de las sensaciones e impresiones internas. Procesos conscientes en la periferia del yo; todos los demás, en el yo, inconscientes: he aquí la situación más simple que podríamos concebir.

Bien puede ser valedera en los animales, pero en el hombre se agrega una complicación por la cual también los procesos internos del yo pueden adquirir la cualidad de consciencia. Esta complicación es obra de la función del lenguaje, que conecta sólidamente los contenidos yoicos con restos mnemónicos de percepciones visuales y, particularmente, acústicas. Merced a este proceso, la periferia perceptiva de la capa cortical también puede ser estimulada, y en medida mucho mayor, desde el interior: procesos internos, como los ideativos y las secuencias de representaciones, pueden tornarse conscientes, siendo necesario un mecanismo particular que discierna ambas posibilidades: he aquí la denominada prueba de realidad. Con ello ha caducado la ecuación «percepción = realidad (mundo exterior)», llamándose alucinaciones los errores que ahora pueden producirse fácilmente y que ocurren con regularidad en el sueño. El interior del yo, que comprende ante todo los procesos cogitativos o intelectivos, tiene la cualidad de preconsciente. Esta es característica y privativa del yo, mas no sería correcto aceptar que la conexión con los restos mnemónicos del lenguaje sea el requisito esencial del estado preconsciente, pues éste es independiente de aquél, aunque la condición del lenguaje permite suponer certeramente la índole preconsciente de un proceso. El estado preconsciente, caracterizado de una parte por su accesibilidad a la consciencia, y de otra por su vinculación con los restos verbales, es, sin embargo, algo particular, cuya índole no queda agotada por esas dos características. Prueba de ello es que grandes partes del yo -y, ante todo, del superyó, al que no se puede negar el carácter de preconsciente-, por lo general permanecen inconscientes en el sentido fenomenológico. Ignoramos por qué esto debe ser así. Más adelante trataremos de abordar el problema de la verdadera índole de lo preconsciente.

Lo inconsciente es la única cualidad dominante en el ello. El ello y lo inconsciente se hallan tan íntimamente ligados como el yo, y lo preconsciente, al punto que dicha relación es aún más exclusiva en aquel caso. Un repaso de la historia evolutiva del individuo y de su aparato psíquico nos permite comprobar una importante distinción en el ello. Originalmente, desde luego, todo era ello; el yo se desarrolló del ello por la incesante influencia del mundo exterior. Durante esta lenta evolución, ciertos contenidos del ello pasaron al estado preconsciente y se incorporaron así al yo; otros permanecieron intactos en el ello, formando su núcleo, difícilmente accesible. Mas durante este desarrollo el joven y débil yo volvió a desplazar al estado inconsciente ciertos contenidos ya incorporados abandonándolos, y se condujo de igual manera frente a muchas impresiones nuevas que podría haber incorporado, de modo que éstas, rechazadas, sólo pudieron dejar huellas en el ello. Teniendo en cuenta su origen, denominamos lo reprimido a esta parte del ello. Poco importa que no siempre podamos discernir claramente entre ambas categorías de contenidos éllicos, que corresponden aproximadamente a la división entre el acervo innato y lo adquirido durante el desarrollo del yo.

Si aceptamos la división topográfica del aparato psíquico en un yo y en un ello, con la que corre paralela la diferenciación de las cualidades preconscientes e inconscientes; si, por otra parte, sólo consideramos estas cualidades como signos de la diferencia, pero no como la misma esencia de éstas, ¿en qué reside entonces la verdadera índole del estado que se revela en el ello por la cualidad de lo inconsciente, y en el yo por la de lo preconsciente? ¿En qué consiste la diferencia entre ambos? Pues bien: nada sabemos de esto, y nuestros escasos conocimientos apenas se elevan lastimosamente sobre el tenebroso fondo formado por esta incertidumbre. Nos hemos aproximado aquí al verdadero y aún oculto enigma de lo psíquico. Siguiendo la costumbre impuesta por otras ciencias naturales, aceptamos que en la vida psíquica actúa una especie de energía, pero carecemos de todos los asideros necesarios para abordar su conocimiento mediante analogías con otras formas energéticas. Creemos reconocer que la energía nerviosa o psíquica existe en dos formas: una libremente móvil y otra más bien ligada; hablamos de catexias e hipercatexias de los contenidos, y aún nos atrevemos a suponer que una «hipercatexia» establece una especie de síntesis entre distintos procesos, síntesis en cuyo curso la energía libre se convierte en ligada. Más lejos no hemos podido llegar, pero nos atenemos a la noción de que también la diferencia entre el estado inconsciente y el preconsciente radica en semejantes condiciones dinámicas, noción que nos permitiría comprender que el uno pueda transformarse en el otro, ya sea espontáneamente o mediante nuestra intervención. Tras todas esas incertidumbres asoma, empero, un nuevo hecho cuyo descubrimiento debemos a la investigación psicoanalítica. Hemos aprendido que los procesos del inconsciente o del ello obedecen a leyes distintas de las que rigen los procesos en el yo preconsciente. En su conjunto, denominamos a estas leyes proceso primario, en contraste con el proceso secundario, que regula el suceder del preconsciente, del yo. Así, pues, el estudio de las cualidades psíquicas no ha resultado, a la postre, estéril.

Capítulo V. La interpretación de los sueños como modelo ilustrativo

Poco nos revelará la investigación de los estados normales y estables, en los cuales los límites del yo frente al ello, asegurados por resistencias (anticatexias), se han mantenido firmes; en los cuales el superyó no se diferencia del yo porque ambos trabajan en armonía. Sólo pueden sernos útiles los estados de conflicto y rebelión cuando el contenido del ello inconsciente tiene perspectivas de irrumpir al yo y a la consciencia, y cuando el yo, a su vez, vuelve a defenderse contra esa irrupción. Sólo en estas circunstancias podemos realizar observaciones que corroboren o rectifiquen lo que hemos dicho con respecto a ambos partícipes del mecanismo psíquico. Mas semejante estado es precisamente el reposo nocturno, el dormir, y por eso la actividad psíquica durante el dormir, actividad que vivenciamos como sueños, constituye nuestro más favorable objeto de estudio. Además, nos permite eludir la tan repetida objeción de que estructuraríamos la vida psíquica normal de acuerdo con comprobaciones patológicas, pues el sueño es un fenómeno habitual en la vida de todo ser normal, por más que sus características discrepen de las producciones que presenta nuestra vida de vigilia.

Como todo el mundo sabe, el sueño puede ser confuso, incomprensible y aun absurdo; sus contenidos pueden contradecir todas nuestras nociones de la realidad, y en él nos conducimos como dementes, al adjudicar, mientras soñamos, realidad objetiva a los contenidos del sueño. Nos abrimos camino a la comprensión («interpretación») del sueño aceptando que cuanto recordamos como tal, después de haber despertado, no es el verdadero proceso onírico, sino sólo una fachada tras la cual se oculta éste. He aquí la diferenciación que hacemos entre un contenido onírico manifiesto y las ideas latentes del sueño. Al proceso que convierte éstas en aquél lo llamamos elaboración onírica. El estudio de la elaboración onírica nos suministra un excelente ejemplo de cómo el material inconsciente del ello (tanto el originalmente inconsciente como el reprimido) se impone al yo, se torna preconsciente y, bajo el rechazo del yo, sufre aquellas transformaciones que conocemos como deformación onírica. No existe característica alguna del sueño que no pueda ser explicada de tal manera.

Lo más conveniente será que comencemos señalando la existencia de dos clases de motivos para la formación onírica. O bien un impulso instintivo (un deseo inconsciente), por lo general reprimido, adquiere durante el reposo la fuerza necesaria para imponerse en el yo, o bien un deseo insatisfecho subsistente en la vida diurna, un tren de ideas preconsciente, con todos los impulsos conflictuales que le pertenecen, ha sido reforzado durante el reposo por un elemento inconsciente. Hay, pues, sueños que proceden del ello y sueños que proceden del yo. Para ambos rige el mismo mecanismo de formación onírica, y también la imprescindible precondición dinámica es una y la misma. El yo revela su origen relativamente tardío y derivado del ello, por el hecho de que transitoriamente deja en suspenso sus funciones y permite el retorno a un estado anterior. Como no podría ser correctamente de otro modo, lo realiza rompiendo sus relaciones con el mundo exterior y retirando sus catexias de los órganos sensoriales. Puede afirmarse justificadamente que con el nacimiento queda establecida una tendencia a retornar a la vida intrauterina que se ha abandonado es decir, un instinto de dormir. El dormir representa ese regreso al vientre materno. Dado que el yo despierto gobierna la motilidad, esta función es paralizada en el estado de reposo, tornándose con ello superfluas buena parte de las inhibiciones impuestas al ello inconsciente.

El retiro o la atenuación de estas «anticatexias» permite ahora al ello una libertad que ya no puede ser perjudicial. Las pruebas de la participación del ello inconsciente en la formación onírica son numerosos y convincentes: a) La memoria onírica tiene mucho más vasto alcance que la memoria vigil, el sueño trae recuerdos que el soñante ha olvidado y que le son inaccesibles durante la vigilia. b) El sueño recurre sin límite alguno a símbolos lingüísticos cuya significación generalmente ignora el soñante, pero cuyo sentido podemos establecer gracias a nuestra experiencia. Proceden probablemente de fases pretéritas de la evolución del lenguaje. c) Con gran frecuencia, la memoria onírica reproduce impresiones de la temprana infancia del soñante, impresiones de las que no sólo podemos afirmar con seguridad que han sido olvidadas, sino también que se tornaron inconscientes debido a la represión. Sobre esto se basa el empleo casi imprescindible del sueño para reconstruir la prehistoria del soñante, como intentamos hacerlo en el tratamiento analítico de las neurosis. d) Además, el sueño trae a colación contenidos que no pueden proceder ni de la vida adulta ni de la infancia olvidada del soñante. Nos vemos obligados a considerarla como una parte de la herencia arcaica que el niño trae consigo al mundo, antes de cualquier experiencia propia, como resultado de las experiencias de sus antepasados. Las analogías de este material filogenético las hallamos en las más viejas leyendas de la humanidad y en sus costumbres subsistentes. De este modo, el sueño se convierte en una fuente nada desdeñable de la prehistoria humana.

Pero lo que hace al sueño tan valioso para nuestros conocimientos es la circunstancia de que el material inconsciente, al irrumpir en el yo, trae consigo sus propias modalidades dinámicas. Queremos decir con ello que los pensamientos preconscientes mediante los cuales se expresa aquél son tratados en el curso de la elaboración onírica como si fueran partes inconscientes del ello; y en el segundo tipo citado de formación onírica, los pensamientos preconscientes que se han reforzado con los impulsos instintivos inconscientes son reducidos a su vez al estado inconsciente. Sólo mediante este camino nos enteramos de las leyes que rigen los mecanismos inconscientes y de sus diferencias frente a las reglas conocidas del pensamiento vigil. Así, la elaboración onírica es esencialmente un caso de elaboración inconsciente de procesos ideativos preconscientes. Para recurrir a un símil de la historia: los conquistadores foráneos no gobiernan el país conquistado de acuerdo con la ley que encuentran en éste, sino de acuerdo con la propia. Mas es innegable que el resultado de la elaboración onírica es una transacción, un compromiso entre dos partes. Puede reconocerse el influjo de la organización del yo, aún no del todo paralizada, en la deformación impuesta al material inconsciente y en las tentativas, harto precarias a menudo, de conferir al todo una forma que pueda ser aceptada por el yo (elaboración secundaria). En nuestro símil esto vendría a ser la expresión de la pertinaz resistencia que ofrecen los conquistados.

Las leyes de los procesos inconscientes que así se manifiestan son muy extrañas y bastan para explicar casi todo lo que en el sueño nos parece tan enigmático. Cabe mencionar entre ellas, ante todo, la notable tendencia a la condensación, una tendencia a formar nuevas unidades con elementos que en el pensamiento vigil seguramente habríamos mantenido separados. Por consiguiente, a menudo un único elemento del sueño manifiesto representa toda una serie de ideas oníricas latentes, como si fuese una alusión común a todas ellas, y, en general, la extensión del sueño manifiesto es extraordinariamente breve en comparación con el exuberante material del que ha surgido. Otra particularidad de la elaboración onírica, no del todo independiente de la anterior, es la facilidad del desplazamiento de las intensidades psíquicas (catexias) de un elemento al otro, sucediendo a menudo que un elemento accesorio de las ideas oníricas aparezca en el sueño manifiesto como el más claro y, por consiguiente, el más importante; recíprocamente, elementos esenciales de las ideas oníricas son sólo representados en el sueño manifiesto por insignificantes alusiones. Además, a la elaboración onírica suelen bastarle concordancias harto inaparentes para sustituir un elemento por otro en todas las operaciones subsiguientes. Es fácil imaginar en qué medida estos mecanismos de la condensación y del desplazamiento pueden dificultar la interpretación del sueño y la revelación de las relaciones entre el sueño manifiesto y las ideas oníricas latentes. Al comprobar estas dos tendencias a la condensación y al desplazamiento, nuestra teoría llega a la conclusión de que en el ello inconsciente la energía se encuentra en estado de libre movilidad, y que al ello le importa, más que cualquier otra cosa, la posibilidad de descargar sus magnitudes de excitación; nuestra teoría aplica ambas propiedades para caracterizar el proceso primario que anteriormente hemos atribuido al ello.

El estudio de la elaboración onírica nos ha enseñado asimismo muchas otras peculiaridades, tan notables como importantes, de los procesos inconscientes, entre las que sólo unas pocas hemos de mencionar aquí. Las reglas decisivas de la lógica no rigen en el inconsciente, del que cabe afirmar que es el dominio de lo ilógico. Tendencias con fines opuestos subsisten simultánea y conjuntamente en el inconsciente, sin que surja la necesidad de conciliarlas; o bien ni siquiera se influyen mutuamente, o, si lo hacen, no llegan a una decisión, sino a una transacción que necesariamente debe ser absurda, pues comprende elementos mutuamente inconciliables. De acuerdo con ello, las contradicciones no son separadas, sino tratadas como si fueran idénticas, de modo que en el sueño manifiesto todo elemento puede representar también su contrario. Ciertos filólogos han reconocido que lo mismo ocurre en las lenguas más antiguas, y que las antonimias, como «fuerte-débil», «claro-oscuro», «alto-bajo», fueron expresadas primitivamente por una misma raíz, hasta que dos variaciones del mismo radical separaron ambas significaciones antagónicas. En una lengua tan evolucionada como el latín subsistirían aún restos de este doble sentido primitivo, como, por ejemplo, en las voces altas («alto» y «bajo») y sacer («sagrado» y «execrable»), entre otras.

Teniendo en cuenta la complicación y la multiplicidad de las relaciones entre el sueño manifiesto y el contenido latente que tras él se oculta, cabe preguntarse, desde luego, por qué camino se podría deducir el uno del otro, y si al hacerlo dependeremos tan sólo de una feliz adivinación, apoyada quizá por la traducción de los símbolos que aparecen en el sueño manifiesto. Podemos responder que en la gran mayoría de los casos el problema se resuelve satisfactoriamente, pero sólo con ayuda de las asociaciones que el propio soñante agrega a los elementos del contenido manifiesto. Cualquier otro procedimiento será arbitrario e inseguro. Las asociaciones del soñante, en cambio, traen a la luz los eslabones intermedios, que insertamos en la laguna entre el sueño manifiesto y su contenido latente, reconstruyendo con su ayuda a éste, es decir, «interpretamos» aquél. No debe extrañar que esta labor interpretativa, de sentido contrario a la elaboración onírica, no alcance en ocasiones plena seguridad. Aún queda por explicar la razón dinámica de que el yo durmiente emprenda el esfuerzo de la elaboración onírica. Afortunadamente, es fácil hallarla.

Todo sueño en formación exige al yo, con ayuda del inconsciente, la satisfacción de un instinto, si el sueño surge del ello; o la solución de un conflicto, la eliminación de una duda, la adopción de un propósito, si el sueño emana de un resto de la actividad preconsciente vigil. Pero el yo durmiente está embargado por el deseo de mantener el reposo, percibiendo esa exigencia como una molestia y tratando de eliminarla. Logra este fin mediante un acto de aparente concesión, ofreciendo a la exigencia una realización del deseo inofensiva en esas circunstancias, realización mediante la cual consigue eliminar la exigencia. La función primordial de la elaboración onírica es, precisamente, la sustitución de la exigencia por la realización del deseo. Quizá no sea superfluo ilustrar tal circunstancia mediante tres simples ejemplos: un sueño de hambre, uno de comodidad y otro animado por la necesidad sexual. Mientras duerme, se hace sentir en el soñante la necesidad de comida, de modo que sueña con un opíparo banquete y sigue durmiendo. Desde luego, tenía la alternativa de despertarse para comer o de seguir durmiendo; pero ha optado por lo último, satisfaciendo el hambre en el sueño, por lo menos momentáneamente, pues si su apetito continúa, seguramente acabará por despertarse. En cuanto al segundo caso: el soñante debe despertar para llegar a determinada hora al hospital; mas sigue durmiendo y sueña que ya se encuentra allí, aunque en calidad de enfermo que no necesita abandonar su lecho. Por fin, supongamos que de noche sienta ansias de gozar de un objeto sexual prohibido, como la mujer de un amigo; sueña entonces con el acto sexual, pero no con esa persona, sino con otra que lleva el mismo nombre, aunque le es indiferente; o bien sus objeciones se expresan haciendo que la amada quede anónima.

Desde luego, no todos los casos son tan simples; particularmente en los sueños que se originan en restos diurnos no solucionados y que en el estado de reposo han hallado sólo un reforzamiento inconsciente, a menudo no es fácil revelar el impulso motor inconsciente y demostrar su realización del deseo, pero cabe aceptar que existe en todos los casos. La regla de que el sueño es una realización de deseos, fácilmente despertará incredulidad si se recuerda cuántos sueños tiene un contenido directamente penoso, o aun provocan el despertar con angustia, sin mencionar siquiera los tan frecuentes sueños carentes de tonalidad afectiva determinada. El argumento del sueño de angustia, empero, no resiste al análisis, pues no debemos olvidar que el sueño siempre es el resultado de un conflicto, una especie de transacción conciliadora. Lo que para el ello inconsciente es una satisfacción, puede ser, por eso mismo, motivo de angustia para el yo. A medida que avanza la elaboración onírica, unas veces se impondrá más el inconsciente y otras se defenderá más enérgicamente el yo.

En la mayoría de los casos, los sueños de angustia son aquellos cuyo contenido ha sufrido la menor deformación. Si la exigencia del inconsciente se torna excesiva, de modo que el yo durmiente no sea capaz de rechazarla con los medios a su alcance, entonces abandona el deseo de dormir y retorna a la vida vigil. He aquí, pues, una definición que abarca todos los casos de la experiencia; el sueño es siempre una tentativa de eliminar la perturbación del reposo mediante la realización de un deseo, es decir, es el guardián del reposo. Esta tentativa puede tener éxito más o menos completo; pero también puede fracasar, y entonces el durmiente se despierta. al parecer por ese mismo sueño. También al bravo sereno que ha de amparar el reposo del villorrio, en ciertas circunstancias no le queda más remedio que alborotar y despertar a los vecinos durmientes. Para concluir estas consideraciones agregaremos unas palabras que justifiquen nuestra prolongada dedicación al problema de la interpretación onírica. Se ha demostrado que los mecanismos inconscientes revelados por el estudio de la elaboración onírica, que nos han servido para explicar la formación del sueño, nos facilitan también la comprensión de los curiosos síntomas que atraen nuestro interés hacia las neurosis y las psicosis. Semejante coincidencia nos permite abrigar grandes esperanzas.

Segunda parte. Aplicaciones prácticas

Tercera parte. Resultados teóricos