K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: Otras características de la necesidad neurótica de afecto

OTRAS CARACTERÍSTICAS DE LA NECESIDAD NEURÓTICA DE AFECTO
La mayoría de nosotros deseamos ser queridos, gozamos con gratitud el
sentimiento de serlo y nos sentimos ofendidos si no lo somos. Según ya
hemos dicho, el sentimiento de ser amado por los padres tiene para el
niño fundamental importancia en relación con su desarrollo armónico.
¿Pero cuáles son las características peculiares que permiten considerar
neurótica la necesidad de afecto?
A nuestro juicio, al calificar arbitrariamente de infantil esta necesidad, no
sólo se comete una injusticia con el niño; también se olvida que los
factores esenciales de la necesidad neurótica de afecto nada tienen que
ver con el infantilismo. La necesidad infantil y la neurótica únicamente
presentan un elemento común -la indefensión-, aunque en ambos casos
éste reconoce distinto fundamento. Por otra parte, la necesidad neurótica
surge bajo precondiciones muy diferentes que, para repetirlas, son:
angustia, sentimiento de ser indigno del amor, incapacidad de confiar en
afecto alguno y hostilidad contra todo el mundo.
Así, la primera característica que nos llama la atención en la necesidad
neurótica de afecto, es su compulsividad. Cada vez que alguien es
impulsado por intensa angustia, el resultado ineludible es su carencia de
espontaneidad y de flexibilidad. Reducido a sus términos más simples,
ello comporta que la obtención del cariño no es, para el neurótico, un
mero lujo, ni fundamentalmente un motivo de mayor energía o placer,
sino una genuina urgencia vital. La diferencia podría expresarse con dos
fórmulas: por un lado, deseo ser amado y me agrada serlo; por otro,
necesito ser amado a toda costa.
Asimismo, equivaldría a lo que distingue a una persona que come por
buen apetito, pudiendo disfrutar de los manjares y escoger los preferidos,
de la que está próxima a morir de hambre, debiendo aceptar cualquier
alimento sin selección y sin parar mientes en el precio.
Esta actitud conduce por fuerza a una sobrevaloración de la trascendencia
real del hecho de ser querido. En verdad, no es tan terriblemente
importante agradar a todo el mundo, e inclusive puede serlo
más que gusten de nosotros sólo determinadas personas: las que a su
vez nos placen, aquellas con las que debemos compartir la vida o el
trabajo, o a las cuales nos conviene producir buena impresión. Fuera de
estos casos, es más o menos indiferente que agrademos o no (35). El
neurótico, en cambio, siente y se conduce como si toda su existencia, su
felicidad y su seguridad dependiesen de que se le aprecie y quiera.
Sus deseos pueden fijarse en cualquiera, sin discriminación, desde el
peluquero o el desconocido que se encuentra en una fiesta, hasta los
colegas y amigos, o bien a toda mujer y a todo hombre. Por consiguiente,
un saludo, un llamado telefónico o una invitación, expresados
con mayor o menor amabilidad son susceptibles de trastornar su ánimo y
toda su manera de contemplar la vida. Únicamente señalaremos aquí
uno de los problemas inherentes: la incapacidad de quedarse solo, que
varía desde la ligera inquietud e incomodidad hasta un cabal terror a la
soledad. No aludimos a las personas de escasas dotes que fácilmente se
aburren de sí mismas, sino a las inteligentes e ingeniosas que, aun
solas, podrían gozar sinnúmero de placeres. Por ejemplo, existen
personas que exclusivamente pueden trabajar si alguien las rodea,
sintiéndose intranquilas y desgraciadas cuando se ven obligadas a
hacerlo sin compañía. En tal exigencia de estar acompañados pueden
intervenir otros factores, pero el aspecto general es de vaga angustia, de
una necesidad de afecto o, con mayor exactitud, de tener algún contacto
humano. Estas personas tienen la sensación de hallarse perdidas en el
universo, y todo vínculo humano representa un alivio para ellas. A veces
es posible observar, casi experimentalmente, cómo la incapacidad de
quedarse solo corre pareja con el aumento de angustia. Algunos
pacientes únicamente toleran la soledad en tanto se sientan amparados
por los muros de protección con que se han rodeado; aunque ni bien el
análisis se los derriba, despertando con ello cierta angustia, les resulta
insufrible soportarla. He aquí uno de los empeoramientos del estado del
paciente inevitables en el proceso analítico.
La necesidad neurótica de afecto puede concentrarse sobre determinada
persona, ya sea el marido, la esposa, el médico o un amigo. En tal caso,
la devoción, la simpatía, la amistad y la presencia misma de esa persona
cobrarán desmesurada importancia. Sin embargo, tiene ésta carácter
paradójico, pues, de un lado, el neurótico anhela su simpatía y su
presencia, sintiéndose despreciado y.reehazado cuando no está con ella;
mas, del otro, no se halla nada feliz cuando se encuentra junto a su
ídolo. Si tal contradicción llega a su conciencia, suele dejarle perplejo;
empero, fundándonos en lo ya dicho, es evidente que el anhelo de la
presencia de otro no es expresión de genuino apegó, sino únicamente de
la urgencia de confortarse y asegurarse con la noción de que la otra
persona está a disposición de uno. (Desde luego, un cariño auténtico
puede combinarse con la necesidad de obtener afecto tranquilizador,
pero ambas tendencias no siempre necesariamente coinciden.)
El afán de recibir afecto también puede manifestarse sólo en relación con
cierto grupo de personas, por ejemplo, con las que tenemos intereses en
común, sean políticos o religiosos, o bien hallarse restringido a uno de
los sexos. Cuando la necesidad de ser reconfortado se limita al sexo
opuesto, el sujeto superficialmente puede parecer «normal», y de
ordinario la persona frente a la cual despliega tal actitud lo considerará
de esta manera. Hay inclusive mujeres que se sienten desgraciadas y
angustiadas si no tienen hombres junto a ellas; suelen entablar amoríos,
para interrumpirlos al poco tiempo, sintiéndose de nuevo infelices y
angustiadas e iniciando otro enredo, y así sucesivamente. Los conflictos
que estas relaciones acarrean y su carácter poco satisfactorio
demuestran que no se trata de un genuino anhelo de lazos amorosos.
Antes bien, tales mujeres recurren indistintamente a cualquier hombre,
movidas por el solo deseo de tenerlo próximo, sin encariñarse con
ninguno. De ordinario, ni siquiera logran satisfacción física. Por cierto,
todo ello resulta, claro está, más complicado de lo que aquí parece, pues
sólo hemos destacado la parte que corresponde a la angustia y la
necesidad de cariño (36).
Asimismo, el hombre puede presentar una estructura semejante; trátase
de seres dominados por la compulsión de agradar a todas las mujeres y
que se sienten incómodos en compañía de otros hombres.
Si la necesidad de cariño se enfoca sobre el mismo sexo, ella puede
llegar a constituir uno de los factores de la homosexualidad latente o
manifiesta, como ocurre cuando el acercamiento al sexo opuesto está
vedado por una angustia excesiva. Huelga decir que esta angustia no
tiene por qué ser manifiesta, pues le es dable ocultarse tras el desprecio
o la indiferencia para con el sexo contrario.
Dado que la obtención del cariño posee para él vital importancia, el
neurótico abonará cualquier precio a fin de alcanzarlo, sin notar casi
nunca que lo está pagando. Las formas más comunes que este tributo
adopta consisten en una actitud de sumisión o de dependencia
emocional. A su vez, la sumisión suele presentar la forma de no atreverse
a disentir del prójimo o a no criticarle en nada, mostrando el sujeto
únicamente devoción, admiración y docilidad.
Si las personas de este tipo se permiten hacer observaciones críticas o
despectivas, de inmediato sienten angustia, aunque sus palabras hayan
sido inofensivas. La actitud de complacencia y sumisión puede llegar a
tales extemos que el neurótico no sólo ahogue en sí todo impulso
agresivo, sino también sus tendencias de autoafirmación, dejando que
abusen de él y haciendo todos los sacrificios imaginables, por más
perjuicios que le acarreen. Esta abnegación de sí mismo puede
manifestarse, por ejemplo, como un deseo de padecer diabetes por la
mera razón de que la persona cuyo amor se persigue está dedicada a
investigar tal enfermedad, implicando así que mediante ella quizá se
conquistaría su simpatía.
La dependencia emocional que surge de la necesidad neurótica de
asirse a alguien que ofrezca perspectivas de protección es muy afín con
la actitud de sometimiento y se vincula íntimamente a ella. Esa
dependencia no sólo produce un sufrir incesante, sino que hasta puede
resultar en verdad destructiva. Así, por ejemplo, existen relaciones en las
que una persona queda en estado de inerme sujeción frente a otra,
aunque advierta plenamente que tal relación es insostenible. Está
convencida de que el mundo se derrumbará si no obtiene de ella una
palabra gentil o una sonrisa, e inclusive puede atacarla un auténtico
acceso de angustia cuando se aproxima el momento en que aguarda su
llamada telefónica, sintiéndose perdidamente desconsolada si aquélla se
ve imposibilitada de verla. No obstante, es incapaz de apartarse de la
persona adorada.
Por lo común la estructura de las dependencias afectivas es algo más
complejo, pues en toda relación que involucre sujeción de una persona
respecto de otra interviene siempre una buena dosis de resentimiento. A
la persona dependiente le ofende su misma esclavitud, por tener que
someterse, mas sigue haciéndolo ante el temor de perder al otro.
Ignorando que es su propia angustia la que crea ese estado, fácilmente
llega a suponer que tal sumisión le ha sido impuesta. El resentimiento así
suscitado forzosamente debe reprimirse, pues el sujeto experimenta la
insuperable necesidad de obtener el afecto ajeno, mientras que esta
represión engendra a su turno nueva angustia, con la consiguiente
apetencia de nuevo reconfortamiento; de ahí el impulso redoblado de
aferrarse al objeto. De este modo, la dependencia emocional produce en
ciertos neuróticos el muy real y hasta justificado temor de que alguien
está arruinando sú’yida; si este temor alcanza ingente magnitud, pueden
tratar de escudarse dé esa dependencia no estableciendo lazos afectivos
con nadie.
En ocasiones es posible que se modifique la actitud de una persona
frente a la dependencia. Luego de haber soportado una o varias
experiencias dolorosas de esta especie, puede luchar ciegamente contra
todo lo que exhiba hasta la más ligera semejanza con-la dependencia.
Así, una joven que había pasado por varios enredos amorosos que
terminaron, todos, con su angustiosa sujeción al hombre amado,
desarrolló poco a poco una actitud de desapego frente a todos los
hombres, buscando únicamente tenerlos en su poder sin comprometer
para nada sus sentimientos.
Estos procesos también se manifiestan en la actitud del paciente durante
el análisis. Su interés personal le obliga a aprovechar la sesión analítica
con miras de profundizar la comprensión de sí mismo, pero en muchas
oportunidades dejará de lado esa conveniencia para empeñarse en
agradar al analista y atraerse su favor. Aunque tiene poderosas razones
para hacer lo posible a fin de acelerar el progreso -sea porque sufre o se
sacrifica en aras del análisis, o porque dispone de escaso tiempo-, a
veces estos factores suelen perder toda significación en él, dedicándose
entonces, horas enteras, a narraciones interminables con el único objeto
de recibir una respuesta favorable del analista, o tratando de que a éste
la sesión le resulte atractiva, procurando entretenerlo y demostrándole su
admiración. Esto puede llegar al punto de que inclusive sus asociaciones
y sueños sean determinados por el afán de interesar al analista; en otros
casos, llega a sentir viva inclinación por él, convenciéndose a sí mismo
de que nada le importa salvo el amor del analista, y tratando de persuadirle
de la sinceridad de sus sentimientos. También aquí se traduce el
factor indiscriminación, a menos que se quiera aceptar que todo analista
es un dechado de valores humanos o que se halla perfectamente dotado
para satisfacer las personales preferencias de todos sus enfermos.
Desde luego, el analista acaso sea una persona a quien el paciente
amaría, en cualquier circunstancia, pero esto no explica la magnitud
emocional que adquiere para el paciente.
Es éste el fenómeno al que la gente suele referirse cuando piensa en las
«transferencias», pero semejante uso del término no es del todo
correcto, pues la transferencia comprende la suma de las reacciones
irracionales del paciente frente al analista, y no solamente su
dependencia afectiva del mismo. El problema no radica en este caso en
los motivos por los cuales dicha dependencia aparece en el análisis –
pues toda persona necesitada de tal protección se asirá a cualquier
médico, asistente social, amigo o familiar-, si no en su particular energía
y en el hecho de presentarse tan a menudo. La respuesta es más bien
simple: analizar significa, entre otras cosas, destruir las defensas
levantadas contra la angustia y despertar así la ansiedad que acecha
tras estos muros protectores. Es, justamente, esta exaltación de la
angustia, la responsable de que el paciente deba aferrarse de cualquier
manera al analista.
Henos aquí, de nuevo, ante una diferencia respecto de la necesidad
infantil de amor: el niño necesita más amor o apoyo que el adulto a
causa de hallarse más desvalido, pero en su actitud no interviene factor
compulsivo alguno. Sólo un niño ya angustiado se pegará con ansiedad
a las faldas de su madre.
Una segunda característica de la necesidad neurótica de afecto, que
asimismo la distingue fundamentalmente de la necesidad infantil, es su
insaciabilidad. Cierto que también el niño puede ser enfadoso, exigiendo
desorbitada atención e incesantes pruebas de que le quieren, pero en tal
caso ya se trata, claro está, de un niño neurótico. El niño sano,
desarrollado en una atmósfera dé calor afectivo y de confianza, se siente
seguro de ser querido y no precisa constantes muestras de ello,
quedando satisfecho con recibir el auxilio que necesita en el momento.
La insaciabilidad del neurótico es susceptible de manifestarse, como
rasgo general del carácter, en la codicia (37), acusada a través de la
voracidad, o en las compras, en la impaciencia al recorrer escaparates.
La codicia puede estar reprimida durante la mayor parte del tiempo, e
irrumpir súbitamente, como, verbigracia, cuando una persona por lo
común modesta en su vestimenta, en medio de un estado de angustia
adquiere de pronto cuatro sobretodos nuevos. Puede asimismo
manifestarse en la forma más bien amistosa del préstamo habitual, o en
la más agresiva de conducirse como un verdadero pulpo.
La codicia, con todas sus variantes e inhibiciones consecutivas, se
denomina «actitud oral» (38), y bajo tal nombre ha sido perfectamente
descrita en la literatura psicoanalítica. Aunque los preconceptos teóricos
implícitos en esta terminología han sido muy útiles al permitir integrar en
síndromes bien definidos los rasgos hasta ahora aislados, es dudosa la
hipótesis de que todos ellos procedan de sensaciones y deseos orales.
Fúndase este aserto en la correcta observación de que la codicia
muchas veces se expresa a través de la gula y de la manera de comer,
así como en sueños que pueden expresar las mismas tendencias en
forma más primitiva; por ejemplo, los sueños cánibalistás. Pero estos
fenómenos no demuestran que nos encontremos aquí ante deseos
primaria y esencialmente orales. En consecuencia, tendría mayor licitud
admitir que por regla general la comida no es sino el recurso más fácil
para satisfacer el afán de codicia, cualquiera sea su fuente, tal como en
los sueños el comer es la expresión simbólica más concreta y primitiva
de los deseos insaciables.
Es menester asimismo sustanciar la presunción de que los deseos y las
actitudes orales tangen carácter libidinal. Es indudable que una actitud
de codicia puede exteriorizarse a través de la esfera sexual, en una
verdadera insaciabilidad erótica, o en sueños que identifiquen el acto
sexual con los de engullir o morder. Pero también se revela, con no
menor claridad, en el afán de poseer dinero o vestidos, o en la
prosecución de las ambiciones y del prestigio. Lo único que cabe afirmar
en favor de la hipótesis libidinal, es que la apasionada intensidad de la
codicia es similar a la de los impulsos sexuales. Sin embargo, en tanto
no se acepte que todo impulso apasionado es de índole libidinal, será
preciso demostrar que la codicia, en sí misma, constituye un impulso
sexual y pregenital.
El problema de la codicia es complejo y aún no ha sido resuelto. Al igual
que la compulsividad, es evidentemente estimulada por la angustia,
hecho que puede ser bastante patente, por ejemplo, en la masturbación
desmedida o en la gula. Tal conexión puede igualmente acusarse en el
hecho de que la codicia se atenúa o desaparece en cuanto la persona
recobra de alguna manera su seguridad, sea porque se sienta amada,
haya logrado éxito o realice algún trabajo constructivo. El sentimiento de
ser amado, por ejemplo, puede aminorar repentinamente la energía de
un deseo compulsivo de comer. Una muchacha que solía aguardar cada
comida con notable voracidad, olvidó de pronto su hambre e inclusive las
horas de las comidas apenas comenzó a diseñar modelos, ocupación
que le producía el mayor goce. Por el contrario, la codicia puede
aparecer o reforzarse en cuanto se acrecienta la hostilidad o la angustia;
así, es factible que una persona se sienta compelida a salir de compras
antes de una temida actuación en público, o que se vea obligada a
comer glotonamente después de haberse sentido rechazada.
Sin embargo, hay muchas personas angustiadas que no se tornan
codiciosas, probando así que en la codicia aun deben intervenir otros
factores específicos. Lo único que con certeza cabe decir acerca de
éstos, es que las personas codiciosas desconfían de su capacidad de
crear algo por sí mismas, viéndose constreñidas entonces a recurrir al
mundo exterior para el cumplimiento de sus necesidades; pero también
creen que nadie está dispuesto a concederles nada. Los neuróticos
insaciables en su necesidad de afecto asimismo suelen manifestar
idéntica codicia en lo que atañe a cosas materiales, como sacrificios de
tiempo o dinero, consejos objetivos en situaciones concretas y auxilio
real en las dificultades, regalos, informaciones y satisfacciones sexuales.
En algunos casos estos deseos traducen claramente la urgencia de
obtener pruebas de afecto; en otros, empero, esta explicación no sería
conveniente, pues en ellos tenemos la impresión de que el neurótico sólo
desea conseguir algo, sea afecto u otra cosa, y que, de existir, su afán
de cariño únicamente representa un pretexto para explotar ciertos
favores o beneficios tangibles.
Estas observaciones plantean, pues, la cuestión de si acaso el afán de
cosas materiales en general no constituye el fenómeno básico, en tanto
la necesidad de afecto sólo sería una de las maneras de alcanzar ese
fin. Evidentemente, este problema no admite una misma respuesta en
todos los casos. Según veremos luego, el afán de posesión es una de
las defensas fundamentales contra la angustia; pero la experiencia
también demuestra que la necesidad de afecto, aunque represente el
principal mecanismo de defensa, en ciertos casos es susceptible de
hallarse tan profundamente reprimida que no aparezca en la superficie.
Entonces, el ansia de cosas materiales puede ocupar su lugar, transitoria o definitivamente.
Respecto de esta cuestión del papel que desempeña el cariño, cabe
discernir a primera vista tres tipos de neuróticos. Los casos del primer
grupo indudablemente anhelan cariño, en cualquier forma que se les
presente o por cualquier método que lo puedan conseguir.
Los del segundo grupo también persiguen el cariño ajeno, pero si no lo
logran mediante una relación humana (y por lo común están condenados
al fracaso), no recurren inmediatamente a otra persona, se apartan dé
toda la gente. En vez de intentar asirse a alguien, se aferran
compulsivamente a las cosas, viéndose obligados a comer, comprar, leer
o, en términos generales, a obtener algo. Semejante cambio suele
adoptar formas grotescas, como en las personas que tras de haber
fallado en alguna conexión amorosa, empiezan a comer tan
premiosamente que aumentan diez o quince kilogramos en breve lapso,
volviendo a perderlos en cuanto entablan un nuevo amorío y
recuperándolos al poco tiempo, si éste acaba en otro fiasco. En ocasiones
es dable notar idéntica conducta en los pacientes analíticos:
después de una aguda decepción con el analista, se dedican a comer
compulsivamente y elevan su peso en tal grado que se torna difícil
reconocerlos, mas lo pierden al punto en cuanto las relaciones se allanan
otra vez. Tal codicia en la comida también puede estar reprimida, siendo
entonces posible que llegue a manifestarse en pér= dida del apetito o en
trastornos gástricos funcionales de cualquier especie. En los casos de
este grupo las relaciones personales muestran una perturbación de
mayor profundidad que en los del primero, pues si bien anhelan
igualmente cariño y se atreven a perseguirlo, la menor defraudación
podrá destruir el lazo que los une con los demás.
Las personas del tercer grupo han sido heridas tan grave y precozmente;
que en su actitud consciente ha llegado a dominar la más honda
desconfianza hacia toda muestra de afecto. Su angustia es tan intensa
que se satisfacen con que no se les haga sufrir algún daño. Pueden
asumir una postura de cinismo y escarnio ante el amor en general,
prefiriendo ver cumplidos sus deseos concretos de ayuda material, de
consejos y de satisfacción sexual. Sólo una vez liberada gran parte de su
angustia retornan a ser capaces de desear el cariño y de apreciarlo.
Las distintas actitudes de estos tres grupos pueden reducirse a las
fórmulas siguientes: en el primero, insaciabilidad en lo tocante al afecto;
en el segundo, necesidad de afecto, alternando con una actitud general
de codicia; en el último, falta de toda necesidad manifiesta de afecto,
pero evidente actitud general de codicia. En los tres grupos hay
acrecentamiento de la ansiedad tanto como de la hostilidad.
Volviendo al tema capital de nuestra discusión, hemos de considerar
ahora el problema de las formas especiales bajo las que puede
manifestarse la insaciabilidad de amor. Sus principales expresiones son
los celos y la demanda de amor incondicional.
A diferencia de los celos del sujeto normal, que pueden constituir una
reacción adecuada ante la amenaza de perder el amor de alguien, los
del neurótico son completamente desproporcionados al peligro. Están
dictados por el incesante temor de perder a la persona amada o su amor,
y, por consiguiente, todo interés que ésta puede dedicar a otras cosas
encierra un peligro potencial. Los celos de este tipo podrán llegar a
acusarse en todas las relaciones humanas: en la actitud de los padres
respecto de los hijos que desean entablar amistades o casarse; en los
hijos hacia los padres; entre cónyuges; en cualquier vinculo amoroso.
Tampoco la relación con el analista representa una excepción, pues en
ella surgen en forma de aguda sensibilidad ante la idea de que el
analista pudiese ver a otro enfermo, o aun a la simple mención de éste.
El lema de tal actitud es: Sólo debes amarme a mí. El paciente puede
decir: Reconozco que usted me trata con amabilidad, pero como muy
probablemente también trata así a los otros, sus deferencias para
conmigo no valen nada. Todo cariño que deba compartirse con otras
personas o con otros intereses queda inmediata y totalmente
desvalorizado.
Suele aceptarse que los celos desmesurados son consecuencia de los
que se han experimentado en la infancia frente a los hermanos o uno de
los padres. La rivalidad fraterna, conforme ocurre entre niños saños (los
celos hacia el hermano recién nacido, por ejemplo), desaparecen sin
dejar rastros en cuanto el niño se siente seguro de que no perderá nada
del amor y de los cuidados que hasta entonces había gozado. Según
nuestra experiencia, los celos excesivos provocados en la infancia y
jamás superados obedecen a rasgos neuróticos del niño, similares a los
ya descritos en el adulto. Estos niños ya tienen una insaciable necesidad
de afecto, producto de su angustia básica. En la bibliografía
psicoanalítica se suele expresar ambiguamente la relación entre los
celos infantiles y los del adulto, calificando a éstos de «repetición» de los
primeros. Si con ese término se quisiera significar que una mujer adulta
está celosa del marido porque igualmente lo ha estado de su madre, ello
no podría afirmarse. Los celos violentos que encontramos en la relación
de un niño con sus padres o hermanos no son la causa última de los
ulteriores, sino que ambos emanan de idénticas fuentes.
Mejor que en los celos, la insaciable necesidad de afecto acaso se
exprese aún más poderosamente en la demanda de amor incondicional.
La forma que con mayor frecuencia adopta la misma en la conciencia, es
ésta: Quiero ser amado por lo que soy, y no por lo que hago. Hasta aquí
no tendríamos por qué juzgar este deseo como algo fuera de lo común,
pues, evidentemente, todos anhelamos que se nos ame por lo que
somos. Pero el requerimiento neurótico de amor incondicional es mucho
más amplio que el deseo normal, y, en su forma extrema, es imposible
satisfacerlo. Trátase de una exigencia de amor literalmente exenta de
todo límite o reserva.
Esta demanda incluye, en primer lugar, el afán de ser amado pese a
cualquier conducta ofensiva. El neurótico necesita este deseo como
recurso de protección, pues siente en secreto que se halla pleno de
hostilidad y de exigencias desmedidas, y, por consiguiente, tiene el
comprensible y justificado temor de que el objeto pueda retirarse,
enfurecerse o vengarse, si esa hostilidad llegase a salir a luz. Un paciente
de este tipo opinaría, por ejemplo, que es muy fácil y nada cuesta
amar a una persona amable, y que el amor debería demostrar su
consistencia soportando toda clase de actitudes ofensivas. La menor
crítica se interpreta a título de pérdida de amor, y en el curso del análisis
puede suscitarse su resentimiento intimándole a modificar algún rasgo
de su personalidad, aunque ésta sea la finalidad del análisis, pues el
sujeto percibe toda intimación de esta especie como si se frustrasen sus anhelos de afecto.
En segundo término, dicha exigencia neurótica de amor incondicional
entraña el deseo de ser amado sin reciprocidad alguna: Este deseo es
asimismo inevitable, dado que el neurótico se siente incapaz dé ofrecer
cariño o amor, y hasta se resiste contra ello.
En tercer lugar, tal requerimiento incluye el deseo de ser amado sin la
menor ventaja para el prójimo. También este deseo es necesario, puesto
que cualquier ventaja o satisfacción que el otro pudiese recibir con el
amor, inmediatamente despierta en el neurótico la sospecha de que
aquél únicamente le quiere por tal beneficio o satisfacción. En las
relaciones sexuales, las personas de este tipo envidian a la pareja la
satisfacción que obtiene, pues creen que sólo son amadas por el placer
que brindan. En el análisis, de igual modo envidian la complacencia que
el analista siente al ayudarles y menosprecian su auxilio o, aunque lo
reconozcan intelectualmente, no están en condiciones de experimentar
la menor gratitud. También pueden tender a atribuir toda mejoría a algún
otro motivo, a un medicamento o a los consejos de un amigo. Desde
luego, también suelen regatear los honorarios, y aunque intelectualmente
reconocen que éstos sólo retribuyen el tiempo, la energía y los
conocimientos que se les dedica, de hecho conceptúan el pago que se
efectúa al analista como prueba de que éste no se interesa por ellos. Las
personas de semejante tipo se muestran asimismo propensas a
cohibirse al hacer regalos, pues ello les hace dudar de que alguien los
ame.
Por fin, la exigencia del amor incondicional implica el deseo de ser
amado con sacrificios. Solamente si el prójimo renuncia a todo por el
neurótico éste es capaz de sentirse seguro de que se le ama. Tales
sacrificios pueden concernir al dinero o al tiempo, pero también a las
convicciones y a la integridad personal. Así, esta demanda incluye la
esperanza de que el otro comparta su suerte, inclusive hasta extremos
desastrosos. Hay ciertas madres que, un tanto ingenuamente, se
consideran con derecho a esperar devoción ciega y toda suerte de
sacrificios por parte de sus hijos, «porque los han dado a luz con gran
dolor». Otras reprimen sus deseos de amor incondicional, al punto que
sólo pueden ofrecer a sus hijos notable ayuda y apoyo positivo; pero no
obtienen la menor satisfacción de las relaciones con los hijos, porque,
como en los ejemplos mencionados, creen que ellos sólo las aman por lo
que reciben y de este modo secretamente les envidian, a pesar de
cuanto les dan.
El requerimiento de amor incondicional, con todo lo que entraña de
inescrupulosa y despiadada desconsideración por el prójimo, revela, más
claramente que toda otra cosa, la hostilidad oculta en las exigencias
neuróticas de afecto.
En contraste con el tipo normal del vampiro, que puede abrigar la
consciente determinación de explotar a los demás hasta lo último, el
neurótico no suele tener la menor conciencia de cuán exigente es.
Necesita ignorar sus demandas por poderosos motivos tácticos, pues a
nadie le sería posible declarar francamente: Quiero que te sacrifiques por
mí sin recibir la menor compensación. Por eso se ve forzado a basar sus
pedidos en alguna razón justificable, como la de hallarse enfermo y
precisar, por consiguiente, todos los sacrificios posibles. Otra sólida
razón para no reconocer sus demandas es la de que le resulta difícil
abandonarlas una vez establecidas, y comprender su carácter irracional
constituiría el primer paso hacia su abandono. Además de los
fundamentos ya señalados, ellas están arraigadas en la profunda
convicción neurótica de que no le será posible vivir por sus propios
medios, de que cuanto necesita debe serle dado sin vacilar, de que toda
la responsabilidad de su vida incumbe a los demás, y no a sí mismo. Por
lo tanto, el abandono de sus exigencias de amor incondicional
presupondría un cambio de su entera actitud frente a la vida.
Todas las características de la necesidad neurótica de afecto tienen en
común el hecho de que las propias tendencias conflictuales del neurótico
le cierran la vía hacia el cariño que necesita. ¿Cuáles son, entonces, sus
reacciones ante el cumplimiento parcial de sus demandas o frente a su total repudio?

Notas:
35- Estas palabras podrían levantar protestas en Estados Unidos, donde interviene, como
factor cultural, el hecho de haberse convertido la popularidad en un objetivo de la
competición social, adquiriendo así un alcance que no posee en otros países.
36- Karen Horney, The Over-valuation of Love. A Study of a Common Present Day Feminine
Type (La sobrevaloración del amor. Estudio de un tipo de mujer frecuente en nuestros
días), en «Psychoanalytic Quarterly», vol. 3, 1934, páginas 605-638.
37- El término se emplea aquí no en la acepción corriente de apetito desordenado de
riquezas, sino en la más bien académica de afán vehemente y compulsivo de cosas
buenas, corpóreas o anímicas. [T.]
38- Karl Abraham, Breve estudio del desarrollo de la libido, «Revista de Psicoanálisis»,
Buenos Aires, 1944, vol. ll, págs. 274-349.

Volover al índice principal de ¨Obras de Karen Horney: La personalidad neurótica de nuestro tiempo (1937)¨