Obras de S. Freud: Compendio del psicoanálisis – 1938 [1940] (Segunda parte)

Segunda parte. Aplicaciones prácticas

Capítulo VI. La técnica psicoanalítica

El sueño, es, por consiguiente, una psicosis, con todas las absurdidades, las formaciones delirantes y las ilusiones de una psicosis. Pero es una psicosis de breve duración, inofensiva, que aún cumple una función útil, que es iniciada con el consentimiento de su portador y concluida por un acto voluntario de éste. Sin embargo, no deja de ser una psicosis, y nos demuestra cómo hasta una alteración de la vida psíquica tan profunda como ésta puede anularse y ceder la plaza a la función normal. En vista de ello, ¿acaso es demasiada osadía esperar que también sería posible someter a nuestro influjo y llevar a la curación las temibles enfermedades espontáneas de la vida psíquica? Poseemos ya algunos conocimientos necesarios para emprender esta tarea. Según dimos por establecido, el yo tiene la función de enfrentar sus tres relaciones de dependencia: de la realidad, del ello y del Super-yo, sin afectar su organización ni menoscabar su autonomía. La condición básica de los estados patológicos que estamos considerando debe consistir, pues, en un debilitamiento relativo o absoluto del yo que le impida cumplir sus funciones. La exigencia más difícil que se le plantea al yo probablemente sea la dominación de las exigencias instintivos del ello, tarea para la cual debe mantener activas grandes magnitudes de anticatexias. Pero también las exigencias del superyó pueden tornarse tan fuertes e inexorables que el yo se encuentre como paralizado en sus restantes funciones. Sospechamos que en los conflictos económicos así originados el ello y el superyó suelen hacer causa común contra el hostigado yo, que trata de aferrarse a la realidad para mantener su estado normal. Si los dos primeros, empero, se tornan demasiado fuertes, pueden llegar a quebrantar y modificar la organización del yo, de modo que su relación adecuada con la realidad quede perturbada o aun abolida. Ya lo hemos visto en el sueño: si el yo se desprende de la realidad del mundo exterior, cae, por influjo del mundo interior, en la psicosis.

Sobre estas mismas nociones se funda nuestro plan terapéutico. El yo ha sido debilitado por el conflicto interno; debemos acudir en su ayuda. Sucede como en una guerra civil que sólo puede ser decidida mediante el socorro de un aliado extranjero. El médico analista y el yo debilitado del paciente, apoyados en el mundo real exterior, deben tomar partido contra los enemigos, es decir, contra las exigencias instintuales del ello y las demandas morales del superyó. Concertamos un pacto con nuestro aliado. El yo enfermo nos promete la más completa sinceridad, es decir, promete poner a nuestra disposición todo el material que le suministra su autopercepción; por nuestra parte, le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio nuestra experiencia en la interpretación del material influido por el inconsciente. Nuestro saber ha de compensar su ignorancia, ha de restituir a su yo la hegemonía sobre las provincias perdidas de la vida psíquica. En este pacto consiste la situación analítica. Mas apenas hemos dado este paso, ya nos espera la primera defraudación, la primera llamada a la cautela. Para que el yo del enfermo sea un aliado útil en nuestra labor común será preciso que, a pesar de todo el hostigamiento por las potencias enemigas, haya conservado cierta medida de coherencia, cierto resto de reconocimiento de las exigencias que le plantea la realidad. Pero no esperemos tal cosa en el yo del psicótico, que nunca podrá cumplir semejante pacto y apenas si podrá concertarlo. Al poco tiempo habrá arrojado nuestra persona, junto con la ayuda que le ofrecemos, al montón de los elementos del mundo exterior que ya nada le importan. Con ello reconocemos la necesidad de renunciar a la aplicación de nuestro plan terapéutico en el psicótico, renuncia que quizá sea definitiva, o quizá sólo transitoria, hasta que hayamos encontrado otro plan más apropiado para ese propósito.

Pero aún existe otra clase de enfermos psíquicos, sin duda muy emparentados con los psicóticos: la inmensa masa de los neuróticos graves. Tanto las causas de su enfermedad como los mecanismos patogénicos de la misma tienen que ser idénticos, o por lo menos muy análogos; pero, en cambio, su yo ha demostrado ser más resistente, no ha llegado a desorganizarse tanto. Pese a todos sus trastornos y a la consiguiente inadecuación, muchos de ellos aún consiguen imponerse en la vida real. Quizá estos neuróticos se muestren dispuestos a aceptar nuestra ayuda, de modo que limitaremos a ellos nuestro interés y trataremos de ver cómo y hasta qué punto podemos «curarlos». Nuestro pacto lo concertamos, pues, con los neuróticos: plena sinceridad contra estricta discreción. Este trato impresiona como si sólo quisiéramos oficiar de confesores laicos; pero la diferencia es muy grande, pues no deseamos averiguar solamente lo que el enfermo sabe y oculta ante los demás, sino que también ha de contarnos lo que él mismo no sabe. Con tal objeto le impartimos una definición más precisa de lo que comprendemos por sinceridad. Lo comprometemos a ajustarse a la regla fundamental del análisis, que en el futuro habrá de regir su conducta para con nosotros.

No sólo deberá comunicarnos lo que sea capaz de decir intencionalmente y de buen grado, lo que le ofrece el mismo alivio que cualquier confesión, sino también todo lo demás que le sea presentado por su autoobservación, cuanto le venga a la mente, por más que le sea desagradable decirlo y aunque le parezca carente de importancia o aun insensato y absurdo. Si después de esta indicación consigue abolir su autocrítica, nos suministrará una cantidad de material: ideas, ocurrencias, recuerdos, que ya se encuentran bajo el influjo del inconsciente, que a menudo son derivados directos de éste y que nos colocan en situación de conjeturar sus contenidos inconscientes reprimidos, cuya comunicación al paciente ampliará el conocimiento que su propio yo tiene de su inconsciente. Pero la intervención de su yo está lejos de limitarse a suministrarnos, en pasiva obediencia, el material solicitado y a aceptar crédulamente nuestra traducción del mismo. Lo que sucede en realidad es algo muy distinto: algo que en parte podríamos prever y que en parte ha de sorprendernos. Lo más extraño es que el paciente no se conforma con ver en el analista, a la luz de la realidad, un auxiliador y consejero, al que además remunera sus esfuerzos y que, a su vez, estaría muy dispuesto a conformarse con una función parecida a la del guía en una ardua excursión alpina; por el contrario, el enfermo ve en aquél una copia -una reencarnación- de alguna persona importante de su infancia, de su pasado, transfiriéndole, pues, los sentimientos y las reacciones que seguramente correspendieron a ese modelo pretérito. Este fenómeno de la transferencía no tarda en revelarse como un factor de insospechada importancia; por un lado, un instrumento de valor sin igual; por el otro, una fuente de graves peligros. Esta transferencia es ambivalente; comprende actitudes positivas (afectuosas), tanto como negativas (hostiles) frente al analista, que por lo general es colocado en lugar de un personaje parental, del padre o de la madre.

Mientras la transferencia sea positiva, nos sirve admirablemente: altera toda la situación analítica, deja a un lado el propósito racional de llegar a curar y de librarse del sufrimiento. En su lugar aparece el propósito de agradar al analista, de conquistar su aplauso y su amor, que se convierte en el verdadero motor de la colaboración del paciente; el débil yo se fortalece, y bajo el influjo de dicho propósito el paciente logra lo que de otro modo le sería imposible: abandona sus síntomas y se cura aparentemente; todo esto, simplemente por amor al analista. Este deberá confesarse, avergonzado, que emprendió una difícil tarea sin sospechar siquiera cuán extraordinarios poderes le vendrían a las manos. La relación de transferencia entraña además otras dos ventajas. El paciente, colocando al analista en lugar de su padre (o de su madre), también le confiere el poderío que su superyó ejerce sobre el yo, pues estos padres fueron, como sabemos, el origen del superyó. El nuevo superyó tiene ahora la ocasión de llevar a cabo una especie de reeducación del neurótico y puede corregir los errores cometidos por los padres en su educación. Aquí debemos advertir, empero contra el abuso de este nuevo influjo. Por más que al analista le tiente convertirse en maestro, modelo e ideal de otros; por más que le seduzca crear seres a su imagen y semejanza, deberá recordar que no es ésta su misión en el vínculo analítico y que traiciona su deber si se deja llevar por tal inclinación.

Con ello no hará sino repetir un error de los padres, que aplastaron con su influjo la independencia del niño, y sólo sustituirá la antigua dependencia por una nueva. Muy al contrario, en todos sus esfuerzos por mejorar y educar al paciente, el analista siempre deberá respetar su individualidad. La medida del flujo que se permitirá legítimamente deberá ajustarse al grado de inhibición evolutiva que halle en su paciente. Algunos neuróticos han quedado tan infantiles, que aun en el análisis sólo es posible tratarlos como a niños. La transferencia tiene también otra ventaja: el paciente nos representa en ella, con plástica nitidez, un trozo importante de su vida que de otro modo quizá sólo hubiese descrito insuficientemente. En cierto modo actúa ante nosotros, en lugar de contarlo. Veamos ahora el reverso de esta relación. La transferencia, al reproducir los vínculos con los padres, también asume su ambivalencia. No se podrá evitar que la actitud positiva frente al analista se convierta algún día en negativa, hostil. Tampoco ésta suele ser más que una repetición del pasado. La docilidad frente al padre (si de éste se trata), la conquista de su favor, surgieron de un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esta pretensión también surgirá en la transferencia, exigiendo satisfacción. Pero en la situación analítica no puede menos que tropezar con una frustración, pues las relaciones sexuales reales entre paciente y analista están excluidas, y tampoco las formas más sutiles de satisfacción, como la preferencia, la intimidad, etc., no serán concedidas por el analista sino en exigua medida. Semejante rechazo sirve de pretexto para el cambio de actitud, como probablemente ocurrió también en la primera infancia del paciente.

Los éxitos terapéuticos alcanzados bajo el dominio de la transferencia positiva justifican la sospecha de su índole sugestiva. Una vez que la transferencia negativa adquiere supremacía, son barridos como el polvo por el viento. Advertimos con horror que todos los esfuerzos realizados han sido vanos. Hasta lo que podíamos considerar como un progreso intelectual definitivo del paciente -su comprensión del psicoanálisis, su confianza en la eficacia de éste- ha desaparecido en un instante. Se conduce como un niño sin juicio propio, que cree ciegamente en quien haya conquistado su amor, pero en nadie más. A todas luces, el peligro de estos estados transferenciales reside en que el paciente confunda su índole, tomando por vivencias reales y actuales lo que no es sino un reflejo del pasado. Si él (o ella) llega a sentir la fuerte pulsión erótica que se esconde tras la transferencia positiva, cree haberse enamorado apasionadamente; al virar la transferencia, se considera ofendido y despreciado, odia al analista como a un enemigo y está dispuesto a abandonar el análisis. En ambos casos extremos habrá echado al olvido el pacto aceptado al iniciar el tratamiento; en ambos casos se habrá tornado inepto para la prosecución de la labor en común. En cada una de estas situaciones el analista tiene el deber de arrancar al paciente de tal ilusión peligrosa, mostrándole sin cesar que lo que toma por una nueva vivencia real es sólo un espejismo del pasado. Y para evitar que caiga en un estado inaccesible a toda prueba, el analista procurara evitar que tanto el enamoramiento como la hostilidad alcancen grados extremos. Se consigue tal cosa advirtiendo precozmente al paciente contra esa eventualidad y no dejando pasar inadvertidos los primeros indicios de la misma. Esta prudencia en el manejo de la transferencia suele rendir copiosos frutos. Si, como sucede generalmente, se logra aclarar al paciente la verdadera naturaleza de los fenómenos transferenciales, se habrá restado un arma poderosa a la resistencia, cuyos peligros se convertirán ahora en beneficios, pues el paciente nunca olvidará lo que haya vivenciado en las formas de la transferencia; tendrá para él mayor fuerza de convicción que cuanto haya adquirido de cualquier otra manera.

Nos resulta muy inconveniente que el paciente actúe fuera de la transferencia, en lugar de limitarse a recordar; lo ideal para nuestros fines sería que fuera del tratamiento se condujera de la manera más normal posible, expresando sólo en la transferencia sus reacciones anormales. Nuestros esfuerzos para fortalecer el yo debilitado parten de la ampliación de su autoconocimiento. Sabemos que esto no es todo; pero es el primer paso. La pérdida de tal conocimiento de sí mismo implica para el yo un déficit de poderío e influencia, es el primer indicio tangible de que se encuentra cohibido y coartado por las demandas del ello y del superyó. Así, la primera parte del socorro que pretendemos prestarle es una labor intelectual de parte nuestra y una invitación a colaborar en ella para el paciente. Sabemos que esta primera actividad ha de allanarnos el camino hacia otra tarea más dificultosa, cuya parte dinámica no habremos perdido de vista durante aquella introducción. El material para nuestro trabajo lo tomamos de distintas fuentes: de lo que nos informa con sus comunicaciones y asociaciones libres, de lo que nos revela en sus transferencias, de lo que recogemos en la interpretación de sus sueños, de lo que traducen sus actos fallidos. Todo este material nos permite reconstruir tanto lo que le sucedió alguna vez, siendo luego olvidado, como lo que ahora sucede en él, sin que lo comprenda. Mas en todo esto nunca dejaremos de discernir estrictamente nuestro saber del suyo.

Evitaremos comunicarle al punto cosas que a menudo adivinamos inmediatamente, y tampoco le diremos todo lo que creamos haber descubierto. Reflexionaremos detenidamente sobre la oportunidad en que convenga hacerle partícipe de alguna de nuestras inferencias; aguardaremos el momento que nos parezca más oportuno, decisión que no siempre resulta fácil. Por regla general, diferimos la comunicación de una inferencia, su explicación, hasta que el propio paciente se le haya aproximado tanto que sólo le quede por dar un paso, aunque éste sea precisamente el de la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo abrumáramos con nuestras interpretaciones antes de estar preparado para ellas, nuestras explicaciones no tendrían resultado alguno, o bien provocarían una violenta erupción de la resistencia, que podría dificultar o aun tornar problemática la prosecución de nuestra labor común. Pero si lo hemos preparado suficientemente, a menudo logramos que el paciente confirme al punto nuestra construcción y recuerde, a su vez, el suceso interior o exterior que había sido olvidado. Cuanto más fielmente coincida la construcción con los detalles de lo olvidado tanto más fácil será lograr su asentimiento. Nuestro saber de este asunto se habrá convertido entonces también en su saber.

Al mencionar la resistencia hemos abordado la segunda parte, la más importante de nuestra tarea. Ya sabemos que el yo se protege contra la irrupción de elementos indeseables del ello inconsciente y reprimido mediante anticatexias cuya integridad es una condición ineludible de su funcionamiento normal. Ahora bien: cuanto más acosado se sienta el yo, tanto más tenazmente se aferrará, casi aterrorizado, a esas anticatexias con el fin de proteger su precaria existencia contra nuevas irrupciones. Pero esta tendencia defensiva no armoniza con los propósitos de nuestro tratamiento. Por el contrario, queremos que el yo, envalentonado por la seguridad que le promete nuestro apoyo, ose emprender la ofensiva para reconquistar lo perdido. En este trance la fuerza de las anticatexias se nos hace sentir como resistencias contra nuestra labor. El yo retrocede, asustado, ante empresas que le parecen peligrosas y que amenazan provocarle displacer; para que no se nos resista es preciso que lo animemos y aplaquemos sin cesar. A esta resistencia, que perdura durante todo el tratamiento, renovándose con cada nuevo avance del análisis, la llamamos, un tanto incorrectamente, resistencia de la represión. Ya veremos que no es la única clase de resistencia cuya aparición debemos esperar. Es interesante advertir que en esta situación se invierten, en cierta manera, los secuaces de cada bando, pues el yo se resiste a nuestra llamada, mientras que el inconsciente, por lo general enemigo nuestro, acude en nuestra ayuda, animado por su «empuje de afloramiento» natural, ya que ninguna tendencia suya es tan poderosa como la de irrumpir al yo y ascender a la consciencia a través de las barreras que se le ha impuesto.

La lucha desencadenada cuando alcanzamos nuestro propósito y logramos inducir al yo a que supere sus resistencias se lleva a cabo bajo nuestra conducción y con nuestro auxilio. Es indiferente qué desenlace tenga: si llevará a que el yo acepte, previo nuevo examen, una exigencia instintiva que hasta el momento había repudiado, o a que vuelva a rechazarla, esta vez definitivamente. En ambos casos se habrá eliminado un peligro permanente, se habrán ampliado los límites del yo y se habrá tornado superfluo un costoso despliegue de energía. La superación de las resistencias es aquella parte de nuestra labor que demanda mayor tiempo y máximo esfuerzo. Pero también rinde sus frutos, pues significa una modificación favorable del yo, que subsistirá y se impondrá durante la vida del paciente, cualquiera que sea el destino de la transferencia. Al mismo tiempo eliminamos paulatinamente aquella modificación del yo establecida bajo el influjo del inconsciente, pues cada vez que hallamos derivados del mismo en el yo nos apresuramos a señalar su origen ilegítimo e incitamos al yo a rechazarlos. Recordemos que una de las condiciones básicas de nuestro pactado auxilio consistía en que dicha modificación del yo por irrupción de elementos inconscientes no hubiese sobrepasado determinada medida.

A medida que progresa nuestra labor y que se ahondan nuestros conocimientos de la vida psíquica del neurótico, resaltan con creciente claridad dos nuevos factores que merecen la mayor consideración como fuentes de resistencias. Ambos son completamente ignorados por el enfermo y no pudieron ser tenidos en cuenta al concertar nuestro pacto; además, no se originan en el yo del paciente. Podemos englobarlos en el término común de «necesidad de estar enfermo» o «necesidad de sufrimiento»; pero responden a distintos orígenes, aunque por lo demás sean de índole similar. El primero de estos dos factores es el sentimiento de culpabilidad o la consciencia de culpabilidad, como también se lo llama, pasando por alto el hecho de que el enfermo no lo siente ni se percata de él. Trátase, evidentemente, de la contribución aportada a la resistencia por un superyó que se ha tornado particularmente severo y cruel. El individuo no ha de curar, sino que seguirá enfermo, pues no merece nada mejor. Esta resistencia no perturba en realidad nuestra labor intelectual, pero le resta eficacia, y aunque nos permite a menudo superar una forma de sufrimiento neurótico, se dispone inmediatamente a sustituirla por otra y, en último caso, por una enfermedad somática. Este sentimiento de culpabilidad explica también la ocasional curación o mejoría de graves neurosis bajo el influjo de desgracias reales; en efecto, se trata tan sólo de que uno esté sufriendo, no importa de qué manera. La tranquila resignación con que tales personas suelen soportar su pesado destino es muy notable, pero también reveladora. Al combatir esta resistencia hemos de limitarnos a hacerla consciente y a tratar de demoler paulatinamente el superyó hostil.

No es tan fácil revelar la existencia de otra resistencia, ante cuya eliminación nos encontramos particularmente inermes. Entre los neuróticos existen algunos en los cuales, a juzgar por todas sus reacciones, el instinto de autoconservación ha experimentado nada menos que una inversión diametral. Estas personas no parecen perseguir otra cosa sino dañarse a sí mismas y autodestruirse; quizá también pertenezcan a este grupo las que realmente concluyen por suicidarse. Suponemos que en ellas se han producido vastas tormentas de los instintos, que liberaron excesivas cantidades del instinto de destrucción dirigidos hacia dentro. Tales pacientes no pueden tolerar la posibilidad de ser curados por nuestro tratamiento y se le resisten con todos los medios a su alcance. Pero nos apresuramos a confesar que se trata de casos cuyo esclarecimiento aún no hemos logrado del todo. Contemplemos una vez más la situación en que nos hemos colocado con nuestra tentativa de auxiliar al yo neurótico. Este ya no puede cumplir la tarea que le impone el mundo exterior, inclusive la sociedad humana. No dispone de todas sus experiencias; se le ha sustraído gran parte de su caudal mnemónico. Su actividad está inhibida por estrictas prohibiciones del superyó; su energía se consume en inútiles tentativas de rechazar las exigencias del ello. Además, las incesantes irrupciones del ello han quebrantado su organización, lo han dividido, ya no le permiten establecer una síntesis ordenada y lo dejan a merced de tendencias opuestas entre sí, de conflictos no solucionados, de dudas no resueltas. En primer lugar, hacemos que este yo debilitado del paciente participe en la labor interpretativa puramente intelectual, que persigue el relleno provisorio de las lagunas de su patrimonio psíquico; dejamos que nos transfiera la autoridad de su superyó; lo hostigamos para que asuma la lucha por cada una de las exigencias del ello y para que venza las resistencias así despertadas. Simultáneamente restablecemos el orden en su yo, investigando los contenidos y los impulsos que han irrumpido del inconsciente y exponiéndolos a la crítica mediante la reducción a su verdadero origen.

Aunque servimos al paciente en distintas funciones -como autoridad, como sustitutos de los padres, como maestros y educadores-, nuestro mayor auxilio se lo rendimos cuando, en calidad de analistas, elevamos al nivel normal los procesos psíquicos de su yo, cuando tornamos preconsciente lo que llegó a convertirse en inconsciente y reprimido, volviendo a restituirlo así al dominio del yo. por parte del paciente contamos con la ayuda de algunos factores racionales, como la necesidad de curación motivada por su sufrimiento y el interés intelectual que en él podemos despertar por las teorías y revelaciones del psicoanálisis; pero la ayuda más poderosa es la transferencia positiva que el paciente nos ofrece. En cambio, tenemos por enemigos la transferencia negativa, la resistencia represiva del yo (es decir, el displacer que le inspira el pesado trabajo que se le encarga); además, el sentimiento de culpabilidad surgido de su relación con el superyó y la necesidad de estar enfermo motivada por las profundas transformaciones de su economía instintual. La parte que corresponda a estos dos últimos factores decidirá el carácter leve o grave de un caso. Independientemente de estos factores, pueden reconocerse aún otros de carácter favorable o desfavorable. Así, de ningún modo puede convenirnos cierta inercia psíquica, cierta viscosidad de la libido, reacia a abandonar sus fijaciones; por otra parte, desempeña un gran papel favorable la capacidad de la persona para sublimar sus instintos, así como su facultad para elevarse sobre la cruda vida instintiva y, por fin, el poder relativo de sus funciones intelectuales.

No puede defraudarnos, sino que consideraremos muy comprensible la conclusión de que el resultado final de la lucha emprendida depende de relaciones cuantitativas, del caudal de energía que podamos movilizar a nuestro favor en el paciente, comparado con la suma de las energías que desplieguen las instancias hostiles a nuestros esfuerzos. También aquí Dios está con los batallones más fuertes  : por cierto que no logramos vencer siempre, pero al menos podemos reconocer casi siempre por qué no hemos vencido. Quien haya seguido nuestra exposición animado tan sólo por un interés terapéutico quizá se aparte con desprecio después de esta concesión. Pero la terapia sólo nos concierne aquí en la medida en que opera con recursos psicológicos, y por el momento no disponemos de otros. El futuro podrá enseñarnos a influir directamente, mediante sustancias químicas particulares, sobre las cantidades de energía y sobre su distribución en el aparato psíquico. Quizá surjan aún otras posibilidades terapéuticas todavía insospechadas; por ahora no disponemos de nada mejor que la técnica psicoanalítica, y por eso no se la debería desdeñar, pese a todas sus limitaciones.

Capítulo VII. Un ejemplo de la labor psicoanalítica

Hemos logrado una noción general del aparato psíquico, de las partes, órganos e instancias que lo componen, de las fuerzas que en él actúan, de las funciones que desempeñan sus distintas partes. Las neurosis y las psicosis son los estados en los cuales se manifiestan los trastornos funcionales del aparato. Hemos elegido las neurosis como objeto de nuestro estudio porque sólo ellas parecen accesibles a los métodos de que disponemos. Mientras nos esforzamos por influirlas, recogemos observaciones que nos ofrecen una noción de su origen y de su modo de formación. Anticiparemos uno de nuestros resultados principales a la descripción que nos disponemos a emprender. Las neurosis no tienen causas específicas (como, por ejemplo, las enfermedades infecciosas). Sería vana tarea tratar de buscar en ellas un factor patógeno. Transiciones graduales llevan de ellas a la así llamada normalidad, y, por otra parte, quizá no exista ningún estado reconocidamente normal en el que no se pudieran comprobar asomos de rasgos neuróticos. Los neuróticos traen consigo disposiciones innatas más o menos idénticas a las de otros seres; sus vivencias son las mismas y tienen los mismos problemas que resolver.

¿Por qué entonces su vida es tanto peor y tan difícil? ¿Por qué sufren en ella mayor displacer, angustia y dolor? La respuesta a esta cuestión no puede ser difícil. Son disarmonías cuantitativas las responsables de las inadecuaciones y los sufrimientos de los neuróticos. Como sabemos, las causas determinantes de todas las configuraciones que puede adoptar la vida psíquica humana deben buscarse en el interjuego de las disposiciones congénitas y las experiencias accidentales. Ahora bien: determinado instinto puede estar dotado de una disposición innata demasiado fuerte o demasiado débil; cierta capacidad puede quedar rudimentaria o no desarrollarse suficientemente en la vida; por otra parte, las impresiones y las vivencias exteriores pueden plantear demandas dispares en los distintos individuos, y las que aún son accesibles a la continuación de uno ya podrán representar una empresa insuperable para la de otro. Estas diferencias cuantitativas decidirán la diversidad de los desenlaces.

No tardaremos en advertir, empero, la insuficiencia de esta explicación, que es demasiado general, que explica demasiado. La etiología planteada rige para todos los casos de sufrimiento, miseria e incapacidad psíquica; pero no se puede llamar neuróticos a todos los estados así causados. Las neurosis tiene características específicas, son padecimientos de especie peculiar. Por consiguiente, a pesar de todo, tendremos que hallar causas específicas para ellas, o bien imaginarnos que entre las tareas impuestas a la vida psíquica hay algunas en las que fracasa con particular facilidad, de modo que la peculiaridad de los fenómenos neuróticos, tan notables a menudo, sería reducible a esa circunstancia, sin que necesitemos contradecir nuestras anteriores afirmaciones. De ser cierto que las neurosis no discrepan esencialmente de lo normal, su estudio promete suministrarnos preciosas contribuciones al conocimiento de esa normalidad. Al emprenderlo, quizá descubriremos los «puntos débiles» de toda organización normal. Esta presunción nuestra se confirma, pues la experiencia analítica enseña que existe, en efecto, una demanda instintual cuya superación es particularmente propensa a fracasar o a resultar sólo parcialmente; además, que hay una época de la vida a la cual cabe referir exclusiva o predominantemente la formación de la neurosis. Ambos factores -naturaleza del instinto y período de la vida- exigen consideración separada, por más que tengan bastantes vínculos entre sí.

Podemos pronunciarnos con cierta seguridad sobre el papel que desempeña el período de la vida. Parece que las neurosis sólo pueden originarse en la primera infancia (hasta los seis años), aunque sus síntomas no lleguen a manifestarse sino mucho más tarde. La neurosis infantil puede exteriorizarse durante breve tiempo o aun pasar completamente inadvertida. En todos los casos, la neurosis ulterior arranca de ese prólogo infantil. Quizá sea una excepción la denominada neurosis traumática (motivada por un susto desmesurado, por profundas conmociones somáticas, como choques de ferrocarril, sepultamientos por derrumbamientos, etc.), por lo menos, hasta ahora no conocemos sus vinculaciones con la condición infantil. Es fácil explicar la predilección etiológica por el primer período de la infancia. Como sabemos, las neurosis son afecciones del yo, y no es de extrañar que éste, mientras es débil, inmaduro e incapaz de resistencia, fracase ante tareas que más tarde podría resolver con la mayor facilidad. En tal caso, tanto las demandas instintuales interiores como las excitaciones del mundo exterior actúan en calidad de «traumas», particularmente si son favorecidas por ciertas disposiciones. El inerme yo se defiende contra ellas mediante tentativas de fuga (represiones), que más tarde demostrarán ser ineficaces e implicarán restricciones definitivas del desarrollo ulterior. El daño que sufre el yo bajo el efecto de sus primeras vivencias puede parecernos desmesurado; pero bastará recordar, como analogía, los distintos efectos que se obtienen en las experiencias de Roux al pinchar con la aguja una masa de células germinativas en plena división y al dirigir el pinchazo contra el animal adulto, desarrollado de aquel germen. Ningún ser humano queda a salvo de tales vivencias traumáticas; el orgullo se verá libre de las represiones que ellas suscitan, y quizá semejantes reacciones azarosas del yo hasta sean imprescindibles para alcanzar otro objetivo puesto a ese período de la vida. En efecto, el pequeño ser primitivo ha de convertirse, al cabo de unos pocos años, en un ser humano civilizado; deberá cubrir, en abreviación casi inaudita, un trecho inmenso de la evolución cultural humana. La posibilidad de hacerlo está dada en sus disposiciones hereditarias; pero casi siempre será imprescindible la ayuda de la educación y del influjo parental que, como predecesores del superyó, restringen la actividad del yo con prohibiciones y castigos, estimulando o imponiendo las represiones. Por tanto, no olvidemos incluir también la influencia cultural entre las condiciones determinantes de la neurosis.

Nos damos cuenta de que al bárbaro le resulta fácil ser sano; para el hombre civilizado es una pesada tarea. Comprenderemos el anhelo de tener un yo fuerte y libre de trabas; pero, como lo muestra la época actual, esa aspiración es profundamente adversa a la cultura. Así, pues, ya que las demandas culturales son representadas por la educación en el seno de la familia, también deberemos considerar en la etiología de las neurosis ese carácter biológico de la especie humana que es su prolongado período de dependencia infantil. En cuanto al otro elemento, el factor instintual específico, descubrimos aquí una interesante disonancia entre la teoría y la experiencia. Teóricamente no hay objeción alguna contra la suposición de que cualquier demanda instintual podría dar lugar a esas mismas represiones, con todas sus consecuencias; pero nuestra observación nos demuestra invariablemente, en la medida en que podemos apreciarlo, que las excitaciones patogénicas proceden de los instintos parciales de la vida sexual. Podría decirse que los síntomas de las neurosis siempre son, o bien satisfacciones sustitutivas de algún impulso sexual, o medidas dirigidas a impedir su satisfacción, aunque por lo general representan transacciones entre ambas tendencias, tal como de acuerdo con las leyes que rigen al inconsciente pueden llegar a ser concertadas entre pares antagónicos. Por ahora no podemos colmar esta laguna de nuestra teoría; toda decisión al respecto es dificultada aún más por la circunstancia de que la mayoría de los impulsos de la vida sexual no son de naturaleza puramente erótica, sino productos de fusiones de elementos eróticos con componentes del instinto de destrucción. Mas no puede caber la menor duda de que aquellos instintos que se manifiestan fisiológicamente como sexualidad desempeñan un papel predominante y de insospechada magnitud en la causación de las neurosis -y aún queda por establecer si su intervención no es quizá exclusiva-.

Además, debe tenerse en cuenta que ninguna otra función ha sido repudiada tan enérgica y consecuentemente como la sexual en el curso de la evolución recogida por la cultura. Nuestra teoría deberá conformarse con las siguientes alusiones, que revelan un nexo más profundo: que el primer período de la infancia, durante el cual comienza a diferenciarse el yo del ello, es también la época del primer florecimiento de la sexualidad, que finaliza con el período de latencia; que no puede considerarse casual el hecho de que esta importante época previa sea objeto, más tarde, de la amnesia infantil; por fin, que en la evolución del animal hacia el hombre deben haber tenido suma importancia ciertas modificaciones biológicas de la vida sexual (como precisamente aquel arranque bifásico de la función, la pérdida del carácter periódico de la excitabililidad sexual y el cambio en la relación entre la menstruación femenina y la excitación masculina). La ciencia futura tendrá la misión de integrar en conceptos nuevos estas nociones todavía inconexas. No es la psicología, sino la biología, la que al respecto presenta una laguna. Quizá no estemos errados al decir que el punto débil de la organización del yo reside en su actitud frente a la función sexual, como si la antinomia biológica entre la conservación de sí mismo y la conservación de la especie hubiese hallado aquí expresión psicológica.

Dado que la experiencia analítica nos ha convencido de la plena veracidad que reviste la tan común afirmación de que el niño sería psicológicamente el padre del adulto y de que las vivencias de sus años primeros tendrían inigualada importancia para toda su vida futura, será particularmente interesante para nosotros comprobar si existe algo así como una experiencia central de ese período infantil. Ante todo, nos llaman la atención las consecuencias de ciertos influjos que no afectan a todos los niños, por más que ocurran con no poca frecuencia, como, por ejemplo, los abusos sexuales cometidos por adultos en niños, la seducción de éstos por otros niños algo mayores (hermanos y hermanas) y cosa ésta que nos resulta inesperada-la conmoción que las relaciones sexuales entre adultos (padres) producen en los niños cuando llegan a presenciarlas como testigos auditivos o visuales, por lo general en una época en que no se les atribuiría interés ni comprensión por tales vivencias, ni tampoco la capacidad de recordarlas ulteriormente. Es fácil comprobar la medida en que la susceptibilidad sexual del niño es despertada por semejantes vivencias y cómo sus propias tendencias sexuales son dirigidas por aquellas hacia determinadas vías que ya no lograrán abandonar más. Dado que dichas impresiones sufren la represión, ya sea inmediatamente o en cuanto traten de retornar como recuerdos, constituyen la condición básica para la compulsión neurótica que más tarde impedirá al yo dominar su función sexual y que, probablemente, lo inducirá a apartarse de ésta en forma definitiva. Esta última reacción tendrá por consecuencia una neurosis, pero en caso de que no se produzca, aparecerán múltiples perversiones o una insubordinación completa de esa función, tan importante no sólo para la procreación sino también para toda la conformación de la existencia.

Por instructivos que sean tales casos, nuestro interés es atraído aún más por la influencia de una situación que todos los niños están condenados a experimentar y que resulta irremediablemente de la prolongada dependencia infantil y de la vida en común con los padres. Me refiero al complejo de Edipo, así denominado porque su tema esencial se encuentra también en la leyenda griega del rey Edipo, cuya representación por un gran dramaturgo ha llegado felizmente a nuestros días. El héroe griego mata a su padre y toma por mujer a su madre. La circunstancia de que lo haga sin saberlo, al no reconocer como padres suyos a ambos personajes, constituye una discrepancia frente a la situación analítica, que comprendemos con facilidad y que aún consideramos irremediable. Tendremos que describir aquí, por separado, el desarrollo del varón y de la niña (del hombre y de la mujer), pues la diferencia sexual adquiere ahora su primera expresión psicológica. El hecho biológico de la dualidad de los sexos se alza ante nosotros cual un profundo enigma, como un término final de nuestros conocimientos, resistiendo toda reducción a nociones más fundamentales. El psicoanálisis no contribuyó con nada a la aclaración de este problema, que evidentemente es pleno patrimonio de la biología. En la vida psíquica sólo hallamos reflejos de esa gran polaridad, cuya interpretación es dificultada por el hecho, hace mucho tiempo sospechado, de que ningún individuo se limita a las modalidades reactivas de un solo sexo, sino que siempre concede cierto margen a las del sexo opuesto, igual que su cuerpo lleva, junto a los órganos desarrollados de un sexo, también los rudimentos atrofiados y a menudo inútiles del otro. Para diferenciar en la vida psíquica lo masculino de lo femenino recurrimos a una equivalencia empírica y convencional, precaria a todas luces. Llamamos masculino a todo lo fuerte y activo; femenino, a cuanto es débil y pasivo. Este hecho de que la bisexualidad sea también psicológica pesa sobre todas nuestras indagaciones y dificulta su descripción.

El primer objeto erótico del niño es el pecho materno que lo nutre, el amor aparece en análisis con la satisfacción de las necesidades nutricias. Al principio, el pecho seguramente no es discernido del propio cuerpo, y cuando debe ser separado de éste, desplazado hacia «afuera» por sustraerse tan frecuentemente al anhelo del niño, se lleva consigo, en calidad de «objeto», una parte de la catexia libidinal originalmente narcisista. Este primer objeto se completa más tarde hasta formar la persona total de la madre, que no sólo alimenta, sino también cuida al niño y le despierta muchas otras sensaciones corporales, tanto placenteras como displacientes. En el curso de la puericultura la madre se convierte en primera seductora del niño. En estas dos relaciones arraiga la singular, incomparable y definitivamente establecida importancia de la madre como primero y más poderoso objeto sexual, como prototipo de todas las vinculaciones amorosas ulteriores, tanto en uno como en el otro sexo. Al respecto, las disposiciones filo-genéticas tienen tal supremacía sobre las vivencias accidentales del individuo que no importa en lo mínimo si el niño realmente succionó el pecho de la madre o si fue alimentado con biberón y no pudo gozar jamás el cariño del cuidado materno. En ambos casos su desarrollo sigue idéntico camino, y en el segundo, la añoranza ulterior quizá sea aún más poderosa. Por más tiempo que el niño haya sido alimentado por el pecho materno, el destete siempre dejará en él la convicción de que fue demasiado breve, demasiado escaso.

Esta introducción no es superflua, pues aguzará nuestra comprensión de la intensidad que alcanza el complejo de Edipo. El varón (de dos a tres años) que llega a la fase fálica de su evolución libidinal, que percibe sensaciones placenteras emanadas de su miembro viril y que aprende a procurárselas a su gusto mediante la estimulación manual, conviértese al punto en amante de la madre. Desea poseerla físicamente, de las maneras que le hayan permitido adivinar sus observaciones y sus presunciones acerca de la vida sexual; busca seducirla mostrándole su miembro viril, cuya posesión le produce gran orgullo; en una palabra, su masculinidad precozmente despierta lo induce a sustituir ante ella al padre, que ya fue antes su modelo envidiado o causa de la fuerza corporal que en él percibe y de la autoridad con que lo encuentra investido. Ahora el padre se convierte en un rival que se opone en su camino y a quien quisiera eliminar. Si durante la ausencia del padre pudo compartir el lecho de la madre, siendo desterrado de éste una vez retornado aquél, la impresionarán profundamente las vivencias de la satisfacción experimentada al desaparecer el padre y de la defraudación sufrida al regresar éste. He aquí el tema del complejo de Edipo, que la leyenda griega trasladó del mundo fantástico infantil a una pretendida realidad. En nuestras condiciones culturales, este complejo sufre invariablemente un terrorífico final.

La madre ha comprendido perfectamente que la excitación sexual del niño está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que no sería correcto dejarla en libertad. Cree actuar acertadamente al prohibirle la masturbación, pero esta prohibición tiene escaso efecto, y a lo sumo lleva a que se modifique la forma de la autosatisfacción. Por fin, la madre recurre al expediente violento, amenazándolo con quitarle esa cosa con la cual el niño la desafía. Generalmente delega en el padre la realización de la amenaza, para tornarla más terrible y digna de crédito: le contará todo al padre, y éste le cortará el miembro. Aunque parezca extraño, tal amenaza sólo surte su efecto siempre que antes y después de ella haya sido cumplida otra condición, pues, en sí misma, al niño le parece demasiado inconcebible que tal cosa pueda suceder. Pero si al proferirse dicha amenaza puede recordar el aspecto de un órgano genital femenino, o si poco después llega a ver tal órgano, al cual le falta, en efecto, esa parte apreciada por sobre todo lo demás, entonces toma en serio lo que le han dicho y, cayendo bajo la influencia del complejo de castración, sufre el trauma más poderoso de su joven existencia.

Las consecuencias de la amenaza de castración son múltiples e imprevisibles, interviniendo en todas las relaciones del niño con el padre y la madre y, más tarde, con el hombre y la mujer en general. La masculinidad del niño casi nunca soporta esa primera conmoción. A fin de salvar su miembro sexual, renuncia más o menos completamente a la posesión de la madre, y a menudo su vida sexual lleva para siempre la carga de aquella prohibición. Si en él existe un poderoso componente femenino -como lo expresamos en nuestra terminología-, éste adquirirá mayor fuerza al coartarse la masculinidad. El niño cae en una actitud pasiva frente al padre, en la misma actitud que atribuye a la madre. Las amenazas le habrán hecho abandonar la masturbación, pero no las fantasías acompañantes que, siendo ahora la única forma de satisfacción sexual que ha conservado, son producidas en grado mayor que antes; en esas fantasías seguirá identificándose con el padre, pero al mismo tiempo, y quizá predominantemente, también con la madre. Los derivados y los productos de transformación de tales fantasías masturbatorias precoces suelen integrar su yo ulterior y participar aun en la formación de su carácter.

Independientemente de esta estimulación de su feminidad, se acrecentará en grado sumo el temor y el odio al padre. La masculinidad del niño se retrotrae en cierta manera hacia una actitud de terquedad frente al padre, actitud que dominará compulsivamente su futura conducta en la sociedad humana. Como residuo de la fijación erótica a la madre, suele establecerse una excesiva dependencia de ella, que más tarde continuará con la sujeción a la mujer. Ya no se atreve a amar a la madre, pero no puede arriesgarse a dejar de ser amado por ella, pues en tal caso correría peligro de que ésta lo traicionara con el padre y lo expusiera a la castración. Estas vivencias, con todas sus condiciones previas y sus consecuencias de las que sólo hemos descrito algunas, sufren un represión muy enérgica, y de acuerdo con las leyes del ello inconsciente, todas las pulsiones afectivas y las reacciones mutuamente antagonistas que otrora fueron activadas se conservan en el inconsciente dispuestas a perturbar después de la pubertad la evolución ulterior del yo. Cuando el proceso somático de la maduración sexual reanime las antiguas fijaciones libidinales aparentemente superadas, la vida sexual quedará inhibida, careciendo de unidad y desintegrándose en impulsos mutuamente antagónicos.

Evidentemente, el impacto de la amenaza de castración sobre la vida sexual germinante del niño no siempre tiene estas temibles consecuencias. Una vez más, la medida en que se produzca o se evite el daño dependerá de las relaciones cuantitativas. Todo ese suceso, que podemos considerar como la experiencia central de los años infantiles, como máximo problema de la temprana existencia y como fuente más poderosa de ulteriores inadecuaciones, es olvidado tan completamente que su reconstrucción en la labor analítica tropieza con la más decidida incredulidad por parte del adulto. Más aún, el rechazo de esos hechos llega a tal extremo que se pretende condenar al silencio toda mención del espinoso tema y que, con curiosa ceguera intelectual, se pasan por alto las expresiones más claras del mismo. Así, por ejemplo, pudo oírse la objeción de que la leyenda del rey Edipo nada tendría que ver, en el fondo, con esta construcción del análisis, pues se trataría de un caso totalmente distinto, ya que Edipo no sabía que era a su padre a quien había matado ni su madre con quien se había casado. Al decir tal cosa se olvida que semejante deformación es imprescindible para dar expresión poética al tema y que no introduce en éste nada extraño, sino que sólo aprovecha hábilmente los elementos que el asunto contiene. La ignorancia de Edipo es una representación cabal del carácter inconsciente que la experiencia entera adquiere en el adulto, y la inexorabilidad del oráculo que absuelve o que debería absolver al héroe representa el reconocimiento de la inexorabilidad del destino que ha condenado a todos los hijos a sufrir el complejo de Edipo. En cierta ocasión, un psicoanalista señaló la facilidad con que el enigma de otro héroe literario, del moroso Hamlet de Shakespeare, puede resolverse reduciéndolo al complejo de Edipo, ya que el príncipe sucumbe ante la tentativa de castigar en otra persona algo que coincide con la sustancia de sus propios deseos edípicos. La incomprensión general del mundo literario, empero, mostró entonces cuán grande es la disposición de la mayoría de los hombres a aferrarse a sus represiones infantiles.

No obstante, más de un siglo antes de surgir el psicoanálisis, el filósofo francés Diderot confirmó la importancia del complejo de Edipo al expresar en los siguientes términos la diferencia entre prehistoria y cultura: Si le petit sauvage était abandonné à lui-même, qu’il conservâ toute son imbécillité, et qu’il réunî au peu de raison de l’enfant au berceau la violence des passions de l’homme de trente ans, il tordrait le cou à son père et coucherait avec sa mère. Me atrevo a declarar que si el psicoanálisis no tuviese otro mérito que la revelación del complejo de Edipo reprimido, esto sólo bastaría para hacerlo acreedor a contarse entre las conquistas más valiosas de la Humanidad. En la niña pequeña los efectos del complejo de castración son más uniformes, pero no menos decisivos. Naturalmente, la niña no tiene motivo para temer que perderá el pene, pero debe reaccionar frente al hecho de que no lo tiene. Desde el principio envidia al varón por el órgano que posee, y podemos afirmar que toda su evolución se desarrolla bajo el signo de la envidia fálica. Comienza por hacer infructuosas tentativas de imitar al varón y más tarde trata de compensar su defecto con esfuerzos de mayor éxito, que por fin pueden conducirla a la actitud femenina normal. Si en la fase fálica trata de procurarse placer como el varón, mediante la estimulación manual de los genitales, no logra a menudo una satisfacción suficiente y extiende su juicio de inferioridad de su pene rudimentario a toda su persona. Por lo común, abandona pronto la masturbación porque no quiere que ésta le recuerde la superioridad del hermano o del compañero de juegos, y se aparta de toda forma de sexualidad.

Si la niña persiste en su primer deseo de convertirse en un varón, terminará en caso extremo como homosexual manifiesta, y en todo caso expresará en su conducta ulterior rasgos claramente masculinos, eligiendo una profesión varonil o algo por el estilo. El otro camino lleva al abandono de la madre amada, a quien la hija, bajo el influjo de la envidia fálica, no puede perdonar el que la haya traído al mundo tan insuficientemente dotada. En medio de este resentimiento abandona a la madre y la sustituye, en calidad de objeto amoroso, por otra persona: por el padre. Cuando se ha perdido un objeto amoroso. la reacción más obvia consiste en identificarse con él, como si se quisiera recuperarlo desde dentro por medio de la identificación. La niña pequeña aprovecha este mecanismo y la vinculación con la madre cede la plaza a la identificación con la madre. La hijita se coloca en lugar de la madre, como por otra parte siempre lo hizo en sus juegos; quiere suplantarla ante el padre, y odia ahora a la madre que antes amara, aprovechando una doble motivación: la odia tanto por celos como por el rencor que le guarda debido a su falta de pene. Al principio, su nueva relación con el padre puede tener por contenido el deseo de disponer de su pene, pero pronto culmina en el otro deseo de que el padre le regale un hijo. De tal manera, el deseo del hijo ocupa el lugar del deseo fálico, o al menos se desdobla de éste.

Es interesante que la relación entre los complejos de Edipo y de castración se presente en la mujer de manera tan distinta y aun antagónica a la que adopta en el hombre. Como sabemos, en éste la amenaza de castración pone fin al complejo de Edipo; en la mujer nos enteramos de que, por el contrario, el efecto de la falta de pene la impulsa hacia su complejo de Edipo. La mujer no sufre gran perjuicio si permanece en su actitud edípica femenina (para la cual se ha propuesto el nombre de «complejo de Electra»). En tal caso elegirá a su marido de acuerdo con las características paternas y estará dispuesta a reconocer su autoridad. Su anhelo de poseer un pene, anhelo en realidad inextinguible, puede llegar a satisfacerse si logra completar el amor al órgano convirtiéndolo en amor al portador del mismo, tal como lo hizo antes, al progresar del pecho materno a la persona de la madre. Si preguntamos a un analista cuáles son, en su experiencia, las estructuras psíquicas de sus pacientes más inaccesibles a su influjo, veremos que en la mujer es la envidia fálica y en el hombre la actitud femenina frente al propio sexo, actitud que, necesariamente, tendría por condición previa la pérdida del pene.

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