Cultura, violencia y enamoramiento: perspectivas del noviazgo desde los jóvenes bachilleres (CAPÍTULO II)

2.4 JÓVENES Y JUVENTUD: UNA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICO-SOCIAL
Ser joven significa, de manera inédita en la historia,
un acceso a un capital simbólico de ideas y
de materiales que se han acumulado a lo largo de la historia.
Rossana Reguillo
Para referirnos a los jóvenes es pertinente acercarnos estadísticamente a este sector de la población. De acuerdo con el censo de población de 2010, en México, habitan 36.2 millones de jóvenes entre 12 y 29 años. Ello habla de un componente importante de nuestra vida social. De dicho porcentaje, 5.5 millones son hombres y 5.5 millones son mujeres entre 15 y 19 años. Jalisco es uno de los ocho estados con mayor población de jóvenes (Encuesta Nacional de la Juventud, 2010). Ahora bien, pese a lo establecido sobre los números y las cifras, y adecuándonos a una concepción de joven, se abren una serie de líneas y fisuras dando cuenta de que existe una inflexión, y por lo tanto, no es un concepto estable para un investigador. Las amplias discrepancias sobre su definición son evidencia de ello. El abanico de formas de comprender los conceptos circundantes de lo que por joven se ha entendido, evidencia muchas perspectivas que se sostienen en el sentido común. Otras se vinculan estrechamente al ámbito de lo científico -atravesando el paradigma biologisista-; otras se afirman fielmente en un orden psicológico e incluso resultan interesantes las definiciones realizadas desde la perspectiva política.
La Organización Mundial de la Salud (OMS), por ejemplo, identifica a los jóvenes desde su condición etaria, de entre los 10 y los 24 años. En dicha edad, sostiene el Informe, los sujetos estarían inmersos en la vivencia de su pubertad, o también llamada adolescencia inicial (característica de los sujetos de entre 10 a 14 años), pasando luego por la adolescencia media o tardía (que comprende de los 15 a los 19 años). Y, por último, se encuentran con la etapa reconocida como juventud, que inicia a los 20 años y termina a los 29 (OMS, 2000). Esta escala etaria sólo aporta datos que no añaden demasiados elementos al proceso madurativo de los jóvenes y no determina, tampoco, las coyunturas y momentos históricos, vitales y culturales de dichos sujetos. Nos parece productiva la transición etaria, en cuanto da cuenta de que la adolescencia es una etapa compleja que se extiende más allá de los 20 años. No obstante, nos resulta insuficiente tal definición.
Desde el campo de las investigaciones de carácter social, María Adriana Soto (2003) plantea a la juventud como una construcción histórica-social, sujeta a una red de significados enmarcados en la cultura. Para la autora, joven es aquel que:
Todavía no es adulto, y el adulto; por su parte en tanto significación social, es una condición, una realización definitiva que porta significados como madurez, experiencia, conocimiento, juicio, sensatez, prudencia, sabiduría etc. De esta manera, tenemos que el joven está en proceso de llegar a ser eso: maduro, experto, sensato, prudente, sabio. Lo anterior significa entonces que la juventud es un paso, un estado pasajero, inacabado e imperfecto, un proceso de formación o preparación para llegar a ser algo (Soto, A. M. (2003: 28).
Cabe resaltar que el concepto de juventud se estaría relacionando con la carencia de los sentidos vinculados al adulto. Si bien la autora no resalta la negación/carencia de tales sentidos (madurez, experiencia, etc.), la adultez, en esta definición, se vincula con la completitud del sujeto; mientras que la adolescencia, con la falta. Ambas definiciones tienen un carácter ontológico, puesto que el sujeto transita por un devenir cuya realización final es ser adulto. La autora, evidentemente, referencia a la juventud como un proceso de pasaje, de transición hacia la adultez. Ser joven, al parecer, se vincula con la transición, con el proceso de estar siendo formado para algo más.
Nos preguntamos por aquellos procesos sociales, culturales, familiares, por las estructuras culturales que los sujetos apropian transformando y produciendo un habitus particular: ¿qué sucede, cómo entender a aquellos sujetos que no han podido transitar tal devenir en adultos debido a que tuvieron que asumir esas funciones previamente? Nos resulta útil revisar una noción de juventud que se enclave en su comprensión desde un sentido histórico, puesto que sabemos que las funciones de lo que entendemos por joven, se han refuncionalizado a lo largo de la historia:
juventud es un producto social, al que debemos diferenciar de su condicionante biológica, si establecemos una ruptura de aquellas concepciones que marcan una relación de causa-efecto entre los cambios fisiológicos de la pubertad y un comportamiento social juvenil. La juventud se encuentra delimitada por dos procesos: uno biológico y otro social. El biológico sirve para establecer su diferenciación con el niño y, el social, su diferenciación con el adulto. La diferenciación del joven con el niño se da en el plano biológico, ya que a partir de la maduración de los órganos sexuales, el joven se encuentra en condiciones (maduro) fisiológicamente óptimas para la procreación. (Brito, R. 1998:182).
En este orden de construcción, tanto el concepto de joven como el de juventud, se intentan describir aportando elementos de orden social, fisiológico y madurativo. Como es evidente, cada autor plantea diferentes ópticas para tratar de abordar y llegar a una definición de lo que es ser joven. La multiplicidad de puntos de vista da cuenta de la complejidad del fenómeno.
Ahora bien, la noción de juventud, dentro de las Ciencias Sociales, es un término relativamente nuevo, visto en la historicidad de este campo. Si visualizamos el concepto de juventud, a través de los años, veremos aportaciones distintas. Carlos Feixa (2006) que menciona que durante las décadas de los 50´s y 60´s, en las ciencias sociales -todavía en consolidación- tales como la Psicología y la Sociología, comenzaron a realizarse estudios sobre el concepto de juventud como un fenómeno investigable. Más aún, la juventud emerge como fenómeno a investigar a partir de las transformaciones sociales y culturales (movimientos juveniles, estudiantiles, etc.) de los sujetos (Feixa, C. 2006). Desde los procesos de transformación social y cultural de lo que se entiende, comúnmente, por joven, Rossana Reguillo (2000), desde diversas investigaciones y estudios sobre violencia y jóvenes, hace notar que en la década de los 80´s y principios de los 90´s los jóvenes son asociados con la delincuencia y lo violento:
Estas visiones son regidas por la mirada estigmatizadora de las –drogas- (…) es a partir de ello que se configura la identidad social de los jóvenes que es fijada por elementos como la conducta, manifestaciones y expresiones las cuales entraban en conflicto con el orden establecido. (Reguillo, R. 2000).
La autora menciona que el hecho de que los jóvenes hayan sido foco de estudio en la segunda mitad del siglo XX es fruto de una reorganización productiva a escala global de la industria, la ciencia y la cultura. Como fundamentos de su análisis, describe que en la década de los 80´s y 90´s cuando el modelo neoliberal es adoptado por buena parte de los regímenes en América Latina, los condicionamientos estructuras que conllevan, evitan el desarrollo adecuado de los jóvenes en tanto restringe el acceso a las escuelas públicas, a trabajo digno, a la cultura y el esparcimiento. Este proceso de exclusión ha llevado a provoca etiquetar de los jóvenes como los “responsables” de la violencia en las ciudades. De este modo, los jóvenes comienzan a hacerse visibles, pero lamentablemente desde un enfoque distorsionado y pernicioso, para verse inmersos en grupos delictivos. (Reguillo, R. 2000).
A partir de esto, se puede pensar que continuamente se elaboran planteamientos en torno a los jóvenes en donde se construyen inacabables imaginarios desde los cuales se define al joven como inmaduro, inexperto, irresponsable, incapaz, irreverente, entre otros adjetivos a los que están sujetos y que contribuyen a relacionarlos con la violencia. Aunque resulta una realidad la aparición casi sistemática de jóvenes vinculados a grupos delictivos en México y América Latina, no se puede generalizar y pensar que todos los jóvenes están ligados a bandas, clicas, carteles o bien, una tribu. Menos aún, conceptualizar estos cambios debido a su relación con una etapa del desarrollo.
Al hablar de jóvenes es necesario incluir las trayectorias individuales de los sujetos. La juventud no es un estado ontológico del ser humano, ni un simple sector, porcentaje o unidad social: “el hecho de hablar de los jóvenes como de una unidad social, de un grupo constitutivo, que posee intereses comunes y de referir estos intereses a una edad definida biológicamente, constituye una manipulación evidente (Bourdieu, P. citado en: Soto, A. 2003: 31). La juventud definida como un grupo etario, o etapa del ser humano, es una noción que se ha desajustado, ha evolucionado. Por ello, es importante dar cuenta que los 36.2 millones de jóvenes que existen en la actualidad en México, no son los mismos que hace 50 años, ni tampoco son un número. Constantemente, está transformándose su manera de ver y hacer la vida.
Si bien cada vez se pone más el foco en la relación violencia-jóvenes y esto parece ser una constante en los discursos mediáticos; la problemática es refractaria de una sociedad constreñida, de la pobreza y la precariedad, del abuso y el maltrato familiar, de la necesidad de amor, cariño y comprensión, del deseo de poder, del deseo de sentirse amado, de las ganas de acceder a lo inalcanzable. Y, por otra parte, estas faltas no sólo las atraviesan los jóvenes en nuestra sociedad. Si se abordara a la juventud haciendo evidente su complejidad, sería posible que los jóvenes dejen de ser objeto del saber especializado y sean reconocidos como sujetos inmersos en una permanente construcción y transformación de la realidad social (Soto, A. 2003).
De ahí, la importancia de recuperar lo propuesto por Ulrich Beck y Elizabeth Beck-Gernsheim (2001) quienes colocan como un componente básico de análisis la transformación fundamental que afecta decisivamente la vida de los jóvenes. Para los autores, los cambios que se dan en las relaciones de pareja y familiares en el capitalismo tardío, conducen a un proceso que denominan individualización de la biografía. En este planteo, nuevamente se destacan los factores estructurales de las sociedades post-industriales: la creciente flexibilidad del mercado de trabajo y la lenta liberación de las mujeres de su rol estamental de género, entre otros. Al poner el énfasis en el individuo, es evidente que coexiste simultáneamente una paradoja difícil de resolver: los vínculos sociales tradicionales, proporcionaban estabilidad psíquica y seguridad en las relaciones entre individuos y con estos cambios, como ha destacado Bauman, se difuminan y se vuelven líquidos. De esta forma, los jóvenes requieren afrontar a la ambigüedad que supone la conjugación de las experiencias de liberación y de anomia.
En cuanto al tema del amor, los jóvenes también cambiaron. Algunos autores han realizado estudios socioculturales sobre el amor. Edgar Morin, García Canclini, Giddens y Lipovetsky han identificado esta evolución como notoria. Todos afirman que tiene que ver con el contexto actual, es decir, con sentimientos de desesperanza, de desafección, crisis económica, pérdida evidente de valores, que caracterizan a nuestras sociedades (CONEICC, A.C. 2003). En este sentido, uno de los actores sociales más vulnerables son los jóvenes, ya que durante esta etapa del desarrollo, atraviesan por una serie de cambios físicos y emocionales que son claramente observables. Como ya hemos mencionado, estas transformaciones dificultan la adaptación social y generan conflictos emocionales notorios.
Diversas autoras como Pilar Sanpedro (2005), Esperanza Bosch (2004) o Pilar Habas (2010) logran establecer un vínculo entre los elementos intrínsecos de la idea romántica del amor y el enamoramiento con la violencia de género. Entre estas ideas ‘instaladas’ en los comportamientos, se reconoce la idea de la eternidad del vínculo. Es decir, que pese a todas las transformaciones y dinámicas de la incertidumbre social, al amor se lo considera como una fuerza que nos arrastra y ante la que nos encontramos impotentes. Estos planteamientos también recuperan otra de las paradojas; es la que deviene de la supuesta ‘fusión con la pareja’, frente a disolución de la individualidad. Sanpedro enfatiza que es precisamente esa idea de amor que se enaltece ante los problemas y los obstáculos -de la que nos habla De Rougemont (2010)- la que nubla la voluntad de muchas de las mujeres que sufren malos tratos.
Es preciso relacionar lo antes dicho, con la relación afectiva construida por los jóvenes, en este caso el noviazgo, que ya hemos definido. Los jóvenes sostienen, (según González Montes, S. 2002) relaciones e ideas lúdicas y cambiantes del noviazgo, que no implican directamente, compromisos a largo plazo ni matrimonio. Más aún, sabemos, que aún cuando el concepto y los significados atribuidos al noviazgo se modifiquen de generación en generación, la afirmación ‘somos novios’ mantiene, todavía, un cierto grado de sentido de compromiso entre los jóvenes de hoy. No obstante, para los jóvenes, el amor integra sentimientos que van dirigidos hacia el ser amado, dichos sentimientos son acompañados por ideas y asociaciones, acciones conductuales entre el amante y el ser amado. Estos elementos tienen significados diferentes según la cultura y el momento histórico en el que se presenten (Sternberg, R. 2000).
Lo dicho hasta aquí nos permite afirmar que mantener una relación de pareja en la actualidad forma parte importante de los objetivos a alcanzar de los jóvenes (como si existiera la necesidad de hacer evidente que pueden amar y saberse amados). Esa necesidad es a la vez una exigencia. Y por ello en esta investigación, como veremos más adelante, los sujetos afirman que estar enamorado es una situación que rebasa los límites de la razón, una emoción que los envuelve y lleva a “experiencias más profundas”, por lo que todo se disculpa, y todo se hace por amor.
Como ya hemos comentado, definir la juventud es un terreno complejo, y por ello somos conscientes de que para comprender las cuestiones amorosas, hay que considerar una serie de variables contextuales, históricas, biológicas, así también, reconstruir el habitus y los discursos de los sujetos. Ello porque puede ser muy diferente para cada persona, al punto de generar discrepancias insalvables, las experiencias y los sentidos que constelan entre sus experiencias e “imaginarios amoroso” (Castoriadis, C. 2002). Asimismo, todo individuo forma parte de un grupo social determinado, y se guía por un conjunto ordenado de representaciones, siendo parte de un imaginario colectivo (Weber, M. 1984). En la (re)construcción de tal imaginario ‘del amor’, se intersectan dos dimensiones complejas a considerar. Una de naturaleza fisiológica, genética, que proporciona a los seres humanos la estructura básica para desarrollar tales sentimientos (Rodríguez, Z. 2006) y; por otro lado, aquella vinculada a la construcción social de formas, sentidos y significados históricos y culturales, generadores de matrices interpretativas, roles, modelos y experiencias.
En síntesis podemos asumir, en consonancia con investigaciones sobre relaciones de pareja (noviazgo) en adolescentes y jóvenes adultos (Calatayud y Serra, 2002) que sus relaciones están sufriendo una serie de cambios drásticos a partir de lo que se consideraban patrones tradicionales. Asimismo, los vínculos son densamente marcados por componentes pasionales y de carácter violento. Específicamente, como veremos más adelante, las relaciones de amor de los adolescentes estudiados muestran una decisiva inclinación a favor del componente de la pasión (que supera ampliamente al de intimidad y al de compromiso). En este sentido, las diferentes experiencias compartidas por los adolescentes dan cuenta de una transformación en los modos de sociabilización, sus ritmos y escenarios. Sobre todo si se incluyen espacios nuevos (compartiendo y ensayando valores con otros adolescentes y jóvenes, por ejemplo en relaciones virtualizadas). Esto afecta los procesos de re-significación y reproducción de lo transmitido por otras instancias históricas de socialización (como familia, escuela, iglesias, partidos políticos, e, incluso, los medios de comunicación social).
En esta investigación reconocemos que estos y otros cambios han desplazado a los valores dominantes de la llamada modernidad por los valores de la postmodernidad (Elzo, J. 2000), configurando otros componentes de su estar en el mundo y que son inherentes a la manera de entender las relaciones de pareja.