Cultura, violencia y enamoramiento: perspectivas del noviazgo desde los jóvenes bachilleres (CAPÍTULO II)

2.5 PODER, DOMINACIÓN Y NORMALIZACIÓN
En la ceguera del amor, uno se convierte en criminal sin remordimientos.
Sigmund Freud
Al indagar sobre aquellos procedimientos y significados mediante los cuales los jóvenes establecen prácticas relacionales, y en una primera revisión de la observación y de los elementos específicos de las entrevistas con los jóvenes, podemos relevar registros que muestran diversas formas de regular la violencia: desde «hablar para resolver las cosas», hasta expresar que es justo golpear a la pareja en «legítima defensa». Algunos afirmaron contener sus impulsos por las expresiones de otras compañeras o compañeros. Por su reiteración en las conductas observadas y como elemento explícito en sus discursos, consideramos a la contención externa como un importante factor de la regulación social de los encuentros violentos. Aunque, por cierto, no siempre funciona. Los jóvenes pueden tener grandes dificultades para controlar sus emociones e impulsos, ya que aún están en formación. La impulsividad, parece ser, también, una característica de ciertos sujetos jóvenes (Furlán, A. y Saucedo, C. 2010).
Entre las formas de expresión de la violencia que comúnmente se detectan en situaciones de noviazgo, podemos distinguir la agresión física y la verbal o gestual, también la llamada violencias simbólica, ya conceptualizada desde la perspectiva bourdiana. El daño producido por estos tipos de violencia se ubica más bien en el orden psicológico e impacta los procesos de subjetivación y construcción de la identidad. Así también, puede materializarse a nivel físico.
En relación con el proceso de construcción identitaria, ser joven es sin duda la etapa de la vida más complicada, ya que se perfilan un conjunto de rasgos y factores que condicionan la percepción y el accionar de los sujetos: aspiraciones individuales y familiares, el autoreconocimiento, la aceptación personal, el establecimiento emocional, la condición social. Las paradojas, tensiones e (ir)resoluciones que este conjunto de factores, procesos y condicionamientos pueden provocar se materializa y expresar en conflictos de orden diverso tales como el acercamiento a las drogas, el ingreso a pandillas, el consumo de alcohol y tabaco, entre otras sustancias. Todo esto puede motivar o desembocar en conductas violentas y/o agresiones en su propia persona, y por supuesto, en la persona con la que comparten una relación amorosa.
En nuestro país, la cultura del machismo15 ha auspiciado diversas formas de violencia contra la mujer a lo largo de su ciclo vital. Aún en pleno siglo XXI, estas prácticas y discursos están muy arraigados; son frecuentes y subyacen a comportamientos cotidianos y generalizados. Con esto no queremos afirmar que sólo las mujeres se ven afectadas con los actos violentos dentro de una relación afectiva, pero sí son las que presentan mayor porcentaje de afectación. Se dice que la violencia en el noviazgo en contra de las mujeres se relaciona con la desigualdad de género, la fuerza física, y la condición masculina. La dominación de los caballeros se instaura como “miedo” dentro de las mujeres y provoca la aceptación de la agresión hacia su persona. En relación a esto, Pierre Bourdieu en La dominación masculina (2000), señala que este dominio y sujeción se sustenta en formas de violencia que son clasificables de acuerdo con un continuum. En uno de los extremos se ubican las formas más brutales y burdas, como la violencia física y sexual; y en otras, formas más sutiles, donde se perpetúa la opresión, que se considera violencia simbólica.
La utilidad teórica del concepto de violencia simbólica radica en que su instrumentación nos posibilita dar cuenta de muchos de los aspectos de la violencia a menudo ocultos. La violencia simbólica opera a la inversa del concepto dominante de violencia, aquél de raíz positivista, que sólo visibiliza la opresión y la afección de las relaciones unidireccionalmente. Por otro lado, no nos ayuda a considerar las consecuencias no visibles, ni mensurables de la violencia. Los roles sociales que se establecen en virtud de ser mujer y ser hombre muchas veces se manifiestan cuando se normalizan las conductas violentas dentro de una relación de noviazgo. Las creencias, condiciones y representaciones estereotipantes de dichos roles, aparecen cuando se piensa que las mujeres deben ser consideradas el sexo débil, quienes tiene la mayor responsabilidad dentro de un hogar, quienes deben tener cargos laborales de menor jerarquía y doblegarse ante la fuerza de un hombre. Por otro lado, los hombres son considerados el sexo fuerte, capaces de solventar los gastos económicos de una familia y una casa, quienes poseen los puestos labores de mayor jerarquía y por supuesto dotados de mayor fuerza física (Castro, R. & Cacique, I. 2006).
Estas consideraciones y algunas otras, repercuten en la violencia contra las mujeres dentro de una relación de pareja. Las diversas formas de dominación, en particular la simbólica, dan cuenta de que son contundentes y evidentes los procesos de internacionalización que los dominados -o subalternos- hacen de la visión del mundo (normas, valores, y lenguaje) de los dominantes. En otras palabras, la violencia en las relaciones de pareja, la subalternidad en los roles femeninos respecto a los masculinos nos permite enunciar que se inscriben dentro de una hegemonía. Bourdieu ha descrito la dominación masculina como la relación entre un grupo que se considera superior -el de los hombres- y otro subordinado -las mujeres-, expresando que dentro de este sistema de relaciones la asimetría de poder. La noción de hegemonía habilita una lectura de las relaciones que no permite trazar una mirada unidereccional en la que el hombre domina a la mujer. Las relaciones suponen conceso y aceptación, deseo y obligaciones mutuas. Asimismo, la interiorización del discurso del dominador por el grupo dominado es generativo de la propia subordinación. Esta dominación masculina se presenta en las familias y en la sociedad en general.
Juan Carlos Ramírez Rodríguez en Madejas Entreveradas: Violencia Masculinidad y Poder, (2005) ofrece algunos planteamientos que consideramos pertinentes recuperar para entender lo desarrollado con anterioridad. El autor menciona que la violencia en las relaciones de pareja, en especial la violencia dirigida a la mujer, tiene que ver con el conflicto de roles de género que se asocia directamente con el abuso de poder, que no necesariamente deviene de un accionar consciente. Las dinámicas entre los roles son flujos de poder entre los sujetos. Dichos flujos permean y dotan de rasgos particulares a las actitudes, los comportamientos y las decisiones. Ahora bien, los conflictos suceden siempre y cuando haya desacuerdo sobre las metas y las decisiones (Ramírez Rodríguez, C. 1999). Entonces, asumir que un sujeto se encuentra inmerso en un relación de poder con/sobre otro sujeto es una situación que se presenta y permite evidenciar y reconstruir tanto las representaciones sociales como las creencias y los abusos de poder que se van conformando e interiorizando. Esta normalización de la violencia puede ser parte constitutiva de las relaciones de noviazgo.
Entonces, normalizados los roles de género pueden conducir hacia la representación de conflictos, ya sean éstos denotados con asociaciones positivas y negativas. Sean unos y otros, ambos tienen relación con la construcción de una cultura violenta, y son parte del conjunto de valores y creencias que conforman una sociedad determinada. Todo esto puede plantearse como una lectura de elementos que nos habiliten a detectar aquella violencia ya sea normalizada, o bien, justificada. Como hemos dicho, las construcciones culturales que se desarrollan en un entorno determinado, posibilitan lecturas sobre los roles de género y sobre los procesos de normalización de la violencia en el funcionamiento de dichos roles.
En base a lecturas de diversas investigaciones sobre los roles de género, podemos mencionar, entonces, que las mujeres se han visto mayormente afectadas con la construcción de estereotipos e ideales del -deber ser- que en cierta medida son resultado de los modelos patriarcales16 de la sociedad mexicana. En tales modelos, las mujeres se sienten presionadas a cumplir y desarrollar su rol de subalternas respecto a los hombres. Mientras que éstos, por su lado, generan una tendencia a asumir características masculinas de un dominante:
La dominación17 es un ámbito de las relaciones sociales normalizadas, que tienden a ser encubiertas, proporcionan el deber ser y sanciona las prácticas sociales con criterios prescritos socialmente. Estos pueden ser explícitos o no; mientras menos lo sean, más posibilidad de garantizar su permanencia y reproducción, porque adquieren una connotación naturalizada. Proporcionan una imagen rígida e inmutable de la dominación. (Ramírez Rodríguez, J. C. 2005:71)
La dominación está directamente relacionada con el poder, como mencionamos, éste puede existir a partir de la mínima posibilidad de que un sujeto tenga instaurada la voluntad para obedecer al otro (Weber, M. 1999). Esto se traduce en las relaciones de poder cuando las creencias, las tradiciones, los estereotipos, las relaciones jerarquizadas favorecen el cruce que propicia las consecuencias de la dominación. Dicho esto podemos decir que la normalización de la violencia se refiere a la capacidad del ser humano de interiorizar conductas violentas y categorizarlas como normales, asumiendo el deber ser determinado desde las matrices culturales dominantes.
Llevada esta reflexión al sujeto que funge el papel de dominado, podríamos postular que éste pareciera no darse cuenta de lo que sucede a su alrededor y se considera incapaz de cambiar la situación, o de rebelarse contra el rol construido socialmente. El riesgo de pensar las relaciones de tal forma es muy grande, si no se entiende que durante una relación de noviazgo se gesta una relación de poder. Y por ello, no se puede negar la dimensión de la resistencia como la contracara del poder.
Rodríguez Ramírez (2005) elabora una reflexión similar, relacionada directamente con la legitimación de la violencia. Menciona que “en ocasiones, lo legítimo se traduce en lo moralmente correcto; en otras, tiene la connotación de falsa conciencia, como un elemento ideologizado” (Rodríguez Ramírez, J. C. 2005:37). La carga moral que se le coloca ligada al deber ser, siempre conlleva un peso alto, que impide la visibilización de las conductas transgresoras. Cuando los sujetos al pasar de los años van asumiendo roles, creencias y actitudes propias del contexto que los rodea, es difícil deshacerse de ellas. En este caso, existe mayor posibilidad de estar inmerso en una relación de noviazgo cuyo nivel de dominación sea amplio.
Max Weber (1992) ya encontraba que la obediencia está relacionada con el concepto de poder. Esto tiene que ver no solamente con la disciplina, sino con actitudes arraigadas, que se presentan automáticamente en un sujeto determinado, y que pueden encontrarse en ellas los motivos en las cuestiones afectivas y racionales, así como en los valores aprendidos y las costumbres. Así pues, la legitimación de la violencia también existe como un factor determinado por la cultura. Cuando nos referimos a esto último, estamos aludiendo a que la adhesión de los sujetos a tales prácticas y roles que sostengan la legitimación de la violencia, puede fungirse más por sujetos que por razones de oportunidad, que practiquen por causa de intereses, o bien, expectativas sociales la aceptación de tales roles como algo irremediable en virtud de sus debilidades o de su propio desenvolvimiento (Ramírez Rodríguez, J. C. 1992).
Al redimensionar este planteamiento, en función de nuestros intereses, podemos reconocer que los jóvenes al interiorizar conductas violentas, se someten a las agresiones de quienes se acreditan como su pareja. Al hacerlo, pueden llegar a normalizar y/o legitimar el sometimiento que se sostiene sobre ellos, además de soportarlo, confundirlo y justificarlo con y por amor.